III
Las piernas desnudas del sargento colgaban de la escalerilla del puesto y alrededor todo ondulaba, las colinas boscosas, las capironas de la plaza de Santa María de Nieva, hasta las cabañas se balanceaban como tumbos al paso del viento tibio y silbante. El pueblo estaba puras tinieblas y los guardias roncaban, desnudos bajo los mosquiteros. El sargento encendió un cigarrillo y daba las últimas pitadas cuando, de improviso, tras el bosquecillo de juncos, silenciosa, traída por las aguas del Nieva, apareció la lancha, su choza cónica en la popa, unas siluetas evolucionando por cubierta. No había bruma y desde el puesto el embarcadero se divisaba claramente a la luz de la luna. Una figurilla saltó de la lancha, corrió esquivando las estacas de la playita, desapareció en las sombras de la plaza y, un momento después, ya muy cerca del puesto, reapareció y ahora el sargento podía reconocer el rostro de Lalita, su andar resuelto, su cabellera, sus fornidos brazos remando en torno a sus macizas caderas. Se incorporó a medias y esperó que ella llegara al pie de la escalerilla:
—Buenas noches, sargento —dijo Lalita—. Suerte que lo encontré despierto.
—Estoy de guardia, señora —dijo él—. Muy buenas. Le pido disculpas.
—¿Por lo que está en calzoncillos? —rió Lalita—. No se preocupe, ¿acaso los chunchos no andan peor?
—Con este calor, tienen razón de andar calatos —el sargento, casi de perfil, se escudaba en la baranda—. Pero los bichos se banquetean con uno, todo el cuerpo me arde ya.
Lalita tenía la cabeza echada hacia atrás y la luz de la lamparilla del puesto alumbraba su rostro de granitos innumerables y resecos, y sus cabellos sueltos que ondulaban también, a sus espaldas, como un manto yagua de finísimas hebras.
—Estamos yendo a Pato Huachana —dijo Lalita—. Hay un cumpleaños y los festejos comienzan de mañanita. No pudimos salir antes.
—Qué más quieren, señora —dijo el sargento—. Tómense unas copitas a mi salud.
—También nos llevamos a los hijos —dijo Lalita—. Pero Bonifacia no quiso venir. No se le quita el miedo a la gente, sargento.
—Qué muchacha tan sonsa —dijo el sargento—. Perderse una oportunidad así, con lo raras que son las fiestecitas aquí.
—Estaremos allá hasta el miércoles —dijo Lalita—. Si la pobre necesita algo, ¿quisiera ayudarla?
—Con todo gusto, señora —dijo el sargento—. Sólo que usted ya ha visto, las tres veces que fui a su casa ni salió a la puerta.
—Las mujeres son muy mañosas —dijo Lalita—, ¿todavía no se ha dado cuenta? Ahora que está solita, no tiene más remedio que salir. Dése una vueltecita por ahí, mañana.
—De todas maneras, señora —dijo el sargento—. ¿Sabe que cuando apareció la lancha creí que era el barco fantasma? Ése de los esqueletos, que se carga a los noctámbulos. Yo no era supersticioso, pero aquí me he contagiado de ustedes.
Lalita se persignó, lo hizo callar con la mano, sargento, ¿no veía que iban a viajar de noche?, cómo hablaba de esas cosas. Hasta el miércoles entonces, ah, y Adrián le mandaba saludos. Se alejó como había venido, corriendo y, antes de entrar al puesto a vestirse, el sargento esperó que la figurilla se dibujara otra vez entre las estacas y saltara a la lancha: compañero, le estaban tendiendo la cama. Se puso la camisa, el pantalón y los zapatos, despacio, cercado por la respiración tranquila de los guardias y la lancha estaría ya alejándose hacia el Marañón entre las canoas y las barcazas y, en la popa, Adrián Nieves hundiría y sacaría la pértiga. Esos selváticos, viajaban con casa y todo, como el viejo ese del Aquilino, ¿llevaría de verdad veinte años en los ríos?, qué costumbres. Se oyó roncar el motor, un bramido poderoso que borró los aleteos y rumores, el chirrido de los grillos y luego fue aminorando, alejándose y los ruidos del monte resucitaron uno tras otro, reconquistaron la noche: ahora, una vez más, reinaba sólo el runrún vegetal animal. Un cigarrillo entre los labios, la camisa arremangada hasta los codos, el sargento bajó la escalerilla atisbando en todas direcciones y fue hasta la cabaña del teniente: una respiración sofocada, casi trémula, atravesaba la tela metálica. Avanzó por la trocha, de prisa, entre graznidos indiferenciables, pupilas luminosas de búhos o lechuzas y la menuda, exasperada melodía de los grillos, sintiendo en la piel roces furtivos, picaduras como de alfiler, aplastando matas tiernas que crujían, hojas secas que susurraban al deshacerse bajo sus pies. Al llegar frente a la cabaña del práctico Nieves se volvió: unas transparencias blancuzcas velaban el pueblo, pero en lo alto de las colinas, la residencia de las madres lucía nítidamente sus paredes claras, sus calaminas brillantes, y también se divisaba el frontón de la capilla y su torre delgada y grisácea, empinada hacia la vasta oquedad azul. La muralla circular del bosque, agitada siempre de un suave temblor, profería sin tregua un ronroneo idéntico, una especie de inacabable bostezo gutural, y en la charca donde tenía sumidos los pies el sargento, sanguijuelas de cuerpos cálidos y gelatinosos chocaban furtivamente contra sus tobillos. Se inclinó, se mojó la frente, trepó la escalerilla. El interior de la cabaña estaba a oscuras y un olor intenso, diferente al del bosque, subía desde los horcones, como si hubiera allí restos de comida o algún cadáver descompuesto y entonces, en la chacra, ladró un perro. Alguien podía estar observando al sargento desde la abertura que separaba el tabique del techo, dos de esas rumorosas lucecitas podían ser ojos de mujer y no luciérnagas: ¿era o no era un mangache?, ¿dónde se le había ido la braveza? Recorría de puntillas la terraza, mirando a todos lados, el perro seguía aullando a lo lejos. La cortina estaba corrida y el boquete negro de la cabaña exhalaba olores densos.
—Soy el sargento, don Adrián —gritó—. Perdóneme que lo despierte.
Algo atolondrado, un instantáneo trajín o un gemido, y de nuevo el silencio. El sargento se llegó hasta el umbral, alzó la linterna y la encendió: una pequeña luna amarilla y redonda vagaba nerviosamente sobre jarras de greda, mazorcas, ollas, un balde de agua, don Adrián: ¿está usted ahí? Tenía que hablarle, don Adrián, y mientras el sargento balbuceaba, la luna escalaba el tabique, ligera y pálida, mostrando repisas repletas de latas, reptaba por las tablas y ávidamente iba de un brasero apagado a unos remos, de unas mantas a un rollo de cuerdas y, de pronto, una cabeza que se hundía, unas rodillas, dos brazos plegándose: buenas noches, ¿no estaba don Adrián?. La luna se había detenido sobre el bulto que formaba la mujer encogida, su luz rancia temblaba sobre unas caderas inmóviles. ¿Por qué se hacía la dormida? El sargento le estaba hablando y ella no le contestaba, por qué era así, dio dos pasos y la cabeza se hundió un poco más bajo los brazos, por qué, señorita: la piel era tan clara como el disco que la recorría, una itípak color crudo cubría su cuerpo de las rodillas a los hombros. El sargento sabía tratar a la gente, por qué le tenía miedo, ¿acaso venía a robar? El sargento se pasó la mano por la frente y la luna vibró, se enloqueció, la mujer había desaparecido y ahora la aureola amarilla la buscaba, rescataba unos pies, unos tobillos. Seguía en la misma posición, pero ahora el cuerpo tendido delataba un escalofrío, un movimiento que se repetía por ráfagas brevísimas. Él no era ladrón, sargento no era poca cosa, tenía sueldo, casa y comida, no necesitaba robarle a nadie, y tampoco estaba enfermo. ¿Por qué era así, señorita? Que se levantara, sólo quería que conversaran un rato, para conocerse mejor, ¿bueno? Dio otros dos pasos y se acuclilló. Ella había dejado de temblar y era ahora una forma rígida, no se la sentía respirar, por qué le tenía miedo, a ver, y el sargento alargó una mano, a ver, temerosamente hacia sus cabellos, no había que tenerle miedo, chinita, el contacto de unos filamentos ásperos en la yema de los dedos y, como una revolución en la sombra, algo duro se elevó, golpeó y el sargento cayó sentado, manoteando a oscuras. La luna dibujó un segundo una silueta que cruzaba el umbral, en la terraza gruñían los tablones bajo los pies precipitados que huían. El sargento salió corriendo y ella estaba en el otro extremo, inclinada sobre la baranda, sacudiendo la cabeza como una loca, chinita, no vayas a tirarte al río. El sargento resbaló, miéchica, y siguió corriendo, qué te has creído, pero que viniera, chinita, y ella seguía danzando, rebotando contra la baranda, atolondrada como un insecto prisionero en el cristal del mechero. No se tiraba al río, ni le respondía, pero cuando el sargento la atrapó por los hombros, se revolvió y lo enfrentó como un tigrillo, chinita, ¿por qué lo arañaba?, el tabique y la baranda comenzaron a crujir, ¿por qué lo mordía?, amortiguando el jadeo sordo de los dos cuerpos que forcejeaban, ¿pero por qué lo rasguñaba, chinita?, y la ansiosa, rechinante voz de la mujer. La piel, la camisa y el pantalón del sargento estaban húmedos, el aliento del bosque era una oleada solar que iba colmándolo, empapándolo, chinita. Ya había conseguido sujetar sus manos, con todo su cuerpo la aplastaba contra el tabique y, de pronto, la pateó, la hizo caer y cayó junto con ella, ¿no se había hecho daño, sonsita? En el suelo, ella se defendía apenas pero gemía más fuerte, y el sargento parecía enardecido, chinita, chinita, carajeaba apretando los dientes, ¿viste? E iba encaramándose poco a poco sobre ella, mamita. Él venía a conversar nomás, y ella había sido, bandida, ella lo había puesto así, chinita, y bajo el cuerpo del sargento el cuerpo de ella se mostraba resbaladizo pero resignado. Se movió ligeramente cuando la mano del sargento tironeó la itípak y se la arrancó, y luego permaneció quieta, mientras él le acariciaba los hombros mojados, los senos, la cintura, chinita: lo tenía loco, se soñaba con ella desde el primer día, ¿por qué se había escapado?, sonsita, ¿no estaba también arrechita? Ella lanzaba un sollozo a veces, pero no luchaba ya, y permanecía dura e inerte, o blanda e inerte, pero juntaba los muslos con obstinación, sonsa, chinita, ¿por qué hacía eso, a ver?, que lo abrazara un poquito, y la boca del sargento pugnaba por separar esos labios soldados y todo su cuerpo se había puesto a ondular, a golpear contra el otro, chinita, qué malita, qué le hacía, por qué no quería y abría su boquita, sus piernas, mamita: se soñaba con ella desde el primer día. Luego, el sargento se sosegó y su boca se apartó de los labios cerrados, su cuerpo se hizo a un lado y quedó extendido de espaldas sobre los tablones, respirando fatigosamente. Cuando abrió los ojos, ella estaba de pie, mirándolo, y sus ojos fosforecían en la penumbra, sin hostilidad, con una especie de asombro tranquilo. El sargento se incorporó, apoyándose en la baranda, estiró una mano y ella se dejó tocar los cabellos, la cara, chinita, cómo lo había dejado, qué sonsita era, tirando cintura lo había dejado, y agresivamente la abrazó y la besó. Ella no hizo resistencia y, después de un momento, con timidez, sus manos se posaron sobre la espalda del sargento, sin fuerza, como descansando, chinita: ¿nunca había conocido hombre hasta ahora, di? Ella se arqueó un poco, se empinó, pegó su boca al oído del sargento: no había conocido hasta ahora, patroncito, no.
—Estábamos por el río Apaga, y los huambisas encontraron unas huellas —dijo Fushía—. Y me dejé meter el dedo a la boca por esos perros. Hay que seguirlas, patrón, estarán cargados de jebe, irán a entregar lo que han recogido en el año. Les hice caso, y seguimos las huellas, pero esos perros no iban tras el jebe, sino tras la pelea.
—Son huambisas —dijo Aquilino—. Ya debías conocerlos, Fushía. ¿Y así fue como se encontraron con los shapras?
—Sí, a las orillas del Pushaga —dijo Fushía—. No tenían ni una bola de jebe siquiera, y nos mataron un huambisa antes de desembarcar. Los otros se enfurecieron y no podíamos pararlos. No te figuras, Aquilino.
—Claro que me figuro, harían una carnicería terrible —dijo Aquilino—. Son los más vengativos de los paganos. ¿Mataron a muchos?
—No, casi todos los shapras tuvieron tiempo de meterse al monte —dijo Fushía—. Sólo había dos mujeres cuando entramos. A una le cortaron la cabeza, y la otra es la que tú conoces. Pero no fue fácil llevármela a la isla. Tuve que sacarles revólver, también a ella querían matarla. Así comenzó lo de la shapra, viejo.
¿Habían llegado dos huambisas? Lalita corrió al pueblo, el Aquilino prendido de su falda, y unas mujeres lloraban a gritos: habían matado a uno en el Pushaga, patrona, los shapras lo habían matado de un virote envenenado. ¿Y el patrón y los demás? No les había pasado nada, llegarían más tarde, venían despacio, traían mucha carga que habían recogido en un poblado aguaruna del Apaga. Lalita no regresó a la cabaña, se quedó junto a las lupunas, mirando la cocha, la boca del caño, esperando que aparecieran. Pero se cansó de esperar y estuvo andando por la isla, el Aquilino siempre prendido de su falda: la pileta de las charapas, las tres cabañas de los cristianos, el pueblo huambisa. Ya les habían perdido el miedo a las lupunas los paganos, vivían entre ellas, las tocaban, y las parientes del muerto seguían llorando, revolcándose en el suelo. El Aquilino corrió donde unas viejas que trenzaban hojas de ungurabi. Hay que cambiar los techos, decían, o vendrá la lluvia, se entrará y nos mojará.
—¿Cuántos años tendría la shapra cuando te la llevaste a la isla? —dijo Aquilino.
—Era muchachita, tendría unos doce —dijo Fushía—. Y estaba nueva, Aquilino, nadie la había tocado. Y no se portaba como un animal, viejo, correspondía al cariño, era mimosa como un cachorrito.
—Pobre la Lalita —dijo Aquilino—. Qué cara pondría al verla llegar contigo, Fushía.
—No te compadezcas de esa perra —dijo Fushía—. Lo que yo siento es no haberla hecho sufrir bastante a esa perra ingrata.
¿Eran feroces, peleadores? Quizá, pero buenos con el Aquilino. Le enseñaron a hacer flechas, arpones, lo dejaban jugar con las estacas que estaban limando para hacerse sus pucunas, y serían flojos para ciertas cosas, pero ¿no hicieron ellos las cabañas y los sembraditos y las mantas?, ¿no traían comida cuando se acababan las latas de don Aquilino? Y Fushía suerte que sean paganos y se contenten con la pelea y las venganzas, si hubiera que partir las ganancias con ellos nos quedaríamos pobres, y Lalita si se hacían ricos, Fushía, algún día, a los huambisas se lo deberían.
—De muchacho, en Moyobamba, íbamos en grupo a espiar a las mujeres de los lamistas —dijo Aquilino—. A veces una se alejaba y le caíamos sin ver si era vieja o joven, bonita o fea. Pero nunca puede ser lo mismo con una chuncha que con una cristiana.
—Es que con ésa me pasó una cosa distinta, viejo —dijo Fushía—. No sólo me gustaba tirármela, también quedarme echado con ella en la hamaca y hacerla reír. Y decía lástima no saber shapra para que hablásemos.
—Caramba, Fushía, te estás sonriendo —dijo Aquilino—. Te acuerdas de ésa y te pones contento. ¿Qué cosas tenías ganas de decirle?
—Cualquier cosa —dijo Fushía—, cómo te llamas, ponte de espaldas, ríete otra vez. O que ella me hiciera preguntas sobre mi vida, y yo contarle.
—Vaya, hombre —dijo Aquilino—. Te enamoraste de la chunchita.
Al principio era como si no la vieran o ella no existiera. Lalita pasaba y ellos seguían machucando la chambira, sacando las fibras y no alzaban la cabeza. Después, las mujeres comenzaron a volverse, a reírse con ella, pero no le contestaban y ella ¿no le entenderían? ¿Fushía les prohibiría que le hablaran? Pero se jugaban con el Aquilino y, una vez, una huambisa corrió, los alcanzó, le puso al Aquilino un collar de semillas y conchas, esa huambisa que partió sin despedirse y no volvió nunca más. Y Fushía eso era lo peor de todo, venían cuando querían, se iban cuando les daba la gana, volvían a los tantos meses como si tal cual: era maldito lidiar con paganos, Lalita.
—La pobre les tenía pánico, se acercaba un huambisa y se tiraba a mis pies, me abrazaba temblando —dijo Fushía—. Les tenía más miedo a los huambisas que al diablo, viejo.
—A lo mejor la mujer que mataron en el Pushaga era su madre —dijo Aquilino—. Además, ¿acaso todos los paganos no odian a los huambisas? Porque son orgullosos, desprecian a todos, y más malvados que cualquiera otra tribu.
—Yo los prefiero a los otros —dijo Fushía—. No sólo porque me ayudaron. Me gusta su manera de ser. ¿Has visto a un huambisa de sirviente o de peón? No se dejan explotar por los cristianos. Sólo les gusta cazar y pelear.
—Por eso los van a desaparecer a todos, no va a quedar ni uno de muestra —dijo Aquilino—. Pero tú los has explotado a tu gusto, Fushía. Todo el daño que han hecho en el Morona, en el Pastaza y en el Santiago era para que tú ganaras plata.
—Yo era el que les conseguía escopetas y los llevaba donde sus enemigos —dijo Fushía—. A mí no me veían como patrón sino como aliado. Qué harán con la shapra ahora. Ya se la habrán quitado al Pantacha, seguro.
Las parientes del muerto seguían llorando y se punzaban con espinas hasta que brotaba sangre, patrona, para descansar, con la sangre mala se iban las penas y los sufrimientos, y Lalita a lo mejor era cierto, un día que sufriera se punzaría y vería. Y de pronto hombres y mujeres se levantaron y corrieron hacia el barranco. Se trepaban a las lupunas, señalaban la cocha, ¿ahí llegaban? Sí, de la boca del caño salió una canoa, un puntero, Fushía, mucha carga, otra canoa, Pantacha, Jum, más carga, huambisas y el práctico Nieves. Y Lalita fíjate Aquilino, cuánto jebe, nunca había visto tanto, Dios los ayudaba, pronto se harían ricos y se irían al Ecuador, y el Aquilino chillaba, ¿comprendería?, pero pobre el huambisa que habían matado.
—Se habrá quedado sin mujer y sin patrón —dijo Fushía—. Me buscaría por todas partes, el pobre, y habrá llorado y gritado de pena.
—No puedes compadecerte del Pantacha —dijo Aquilino—. Es un cristiano sin remedio, los cocimientos lo han vuelto loco. Ni se daría cuenta que te fuiste. Cuando llegué a la isla, esta última vez, no me reconoció siquiera.
—¿Quién crees que me dio de comer desde que se fueron esos malditos? —dijo Fushía—. Me cocinaba, iba a cazar y a pescar para mí. Yo no podía levantarme viejo, y él todo el día junto a mi cama, como un perro. Habrá llorado, viejo, te aseguro.
—Hasta yo he tomado cocimiento, alguna vez —dijo Aquilino—. Pero el Pantacha se ha enviciado y se va a morir pronto.
Los huambisas descargaban las bolas negras, las pieles, chapoteaban entre las canoas, Lalita hacía adiós desde el barranco y, entonces, ella apareció: no era huambisa, ni aguaruna, y parecía vestida de fiesta: collares verdes, amarillos, rojos, una diadema de plumas, discos en las orejas, y una itípak larga con dibujos negros. Las huambisas del barranco también la miraban, ¿shapra?, shapra, murmuraban y Lalita cogió al Aquilino, corrió hasta la cabaña y se sentó en la escalerilla. Demoraban, a lo lejos se veía pasar a los huambisas, con el jebe al hombro, y al Pantacha que hacía tender los cueros al sol. Por fin vino el práctico Nieves, el sombrero de paja en la mano: habían ido lejos, patrona, y encontraron mucho remolino, por eso duró tanto el viaje y ella más de un mes. Habían matado a un huambisa, en el Pushaga, y ella ya sabía, los que llegaron esta mañana le habían contado. El práctico se puso el sombrero y se metió en su cabaña. Más tarde vino Fushía, y ella lo seguía. También su cara estaba de fiesta, muy pintada, y al caminar sonaban los discos, los collares, Lalita: le había traído esta sirvienta, una shapra del Pushaga. Andaba asustada con los huambisas, no entendía nada, tendría que enseñarle un poco de cristiano.
—Siempre hablas mal del Pantacha —dijo Fushía—. Tienes buen corazón con todos, viejo, menos con él.
—Yo lo recogí y lo llevé a la isla —dijo Aquilino—. Si no hubiera sido por mí, ya estaría muerto hace tiempo. Pero me da asco. Se pone como un animal, Fushía. Peor que eso, mira sin mirar, oye sin oír.
—A mí no me da asco porque conozco su historia —dijo Fushía—. El Pantacha no tiene carácter y cuando sueña se siente fuerte, y se olvida de unas desgracias que le pasaron, y de un amigo que se le murió en el Ucayali. ¿Por dónde lo encontraste, viejo? ¿A esta altura, más o menos?
—Más abajo, en una playita —dijo Aquilino—. Estaba soñando, medio desnudo y muerto de hambre. Me di cuenta que andaba escapando. Lo hice comer y me lamió las manos, igual a un perro, como tú decías enantes.
—Sírveme una copita —dijo Fushía—. Y ahora voy a dormir veinticuatro horas. Hicimos un viaje malísimo, la canoa del Pantacha se volcó antes de entrar al caño. Y en el Pushaga tuvimos un encontrón con los shapras.
—Dásela al Pantacha o al práctico —dijo Lalita—. Ya tengo sirvientas, no necesito a ésta. ¿Para qué te la has traído?
—Para que te ayude —dijo Fushía—. Y porque esos perros querían matarla.
Pero Lalita se había puesto a lloriquear, ¿acaso no había sido una buena mujer?, ¿no lo había acompañado siempre?, ¿la creía tonta?, ¿no había hecho lo que él había querido? Y Fushía se desnudaba, tranquilo, arrojando las prendas al voleo, ¿quién era el que mandaba aquí?, ¿desde cuándo le discutía? Y por último qué mierda: el hombre no era como la mujer, tenía que variar un poco, a él no le gustaban los lloriqueos y, además, por qué se quejaba si la shapra no iba a quitarle nada, ya le había dicho, sería sirvienta.
—La dejaste desmayada, la bañaste en sangre —dijo Aquilino—. Yo llegué un mes después y la Lalita todavía estaba llena de moretones.
—Te contó que le pegué, pero no que ella quería matarla a la shapra —dijo Fushía—. Cuando yo me estaba durmiendo, la vi que agarraba el revólver y me dio cólera. Además, esa perra se vengó bien de las veces que le pegué.
—La Lalita tiene un corazón de oro —dijo Aquilino—. Si se fue con Nieves, no lo hizo por vengarse de ti, sino por amor. Y si quiso matar a la shapra, sería por celos, no por odio. ¿También de ella se hizo amiga, después?
—Más que de las achuales —dijo Fushía—. ¿Acaso no viste? No quería que se la pasara a Nieves, y decía mejor que se quede, es la que me ayuda. Y cuando Nieves se la pasó al Pantacha, ella y la shapra lloraron juntas. Le enseñó a hablar en cristiano y todo.
—Las mujeres son raras, es difícil entenderlas a veces —dijo Aquilino—. Vamos a comer un poco, ahora. Sólo que se han mojado los fósforos, no sé cómo voy a prender esta hornilla.
Era una vieja ya, vivía sola y su único compañero era el asno, ese piajeno de pelaje amarillento y andares lentos y rumbosos, en el que todas las mañanas cargaba las canastas con la ropa recogida la víspera en casas de principales. Apenas cesaba la lluvia de arena, Juana Baura salía de la Gallinacera, una vara de algarrobo en la mano con la que, de tanto en tanto, estimulaba al animal. Torcía donde se interrumpe la baranda del Malecón, descendía a saltitos una cuesta polvorienta, pasaba bajo los soportes metálicos del Viejo Puente y se instalaba allí donde el Piura ha mordido la orilla y forma un pequeño remanso. Sentada en un pedrusco del río, el agua hasta las rodillas, comenzaba a refregar, y el asno, mientras tanto, como lo haría un hombre ocioso o muy cansado, se dejaba caer en la mullida playa, dormía, se asoleaba. A veces había otras lavanderas con quienes conversar. Si estaba sola, Juana Baura exprimía un mantel, canturreaba, unas enaguas, curandero ladrón casi me matas, jabonaba una sábana, mañana es primer viernes, padre García me arrepiento de lo que he pecado. El río había blanqueado sus tobillos y sus manos, los conservaba lisos, frescos y jóvenes, pero el tiempo arrugaba y oscurecía cada vez más el resto de su cuerpo. Al entrar al río, sus pies acostumbraban a hundirse en un blando lecho de arena; a veces, en lugar de la débil resistencia habitual, encontraban una materia sólida, o algo viscoso y resbaladizo como un pez atrapado en el fango: esas minúsculas diferencias eran lo único que alteraba la idéntica rutina de las mañanas. Pero ese sábado oyó, de pronto, un sollozo a sus espaldas, desgarrador y muy próximo: perdió el equilibrio, cayó sentada al agua, la canasta que llevaba en la cabeza se volcó, las prendas se iban flotando. Gruñendo, manoteando, Juana recuperó la canasta, las camisas, los calzoncillos y vestidos, y entonces vio a don Anselmo: tenía la cabeza desmayada entre las manos y el agua de la orilla mojaba sus botas. La canasta cayó al río de nuevo y, antes que la corriente la colmara y sumergiera, Juana estaba en la playa, junto a aquél. Confusa, balbuceó algunas palabras de sorpresa y de consuelo, y don Anselmo seguía llorando sin alzar la cabeza. «No llore», decía Juana, y el río se adueñaba de las prendas, las alejaba silenciosamente. «Por Dios, cálmese, don Anselmo, qué le ha pasado, ¿está enfermo?, el doctor Zevallos vive al frente, ¿quiere que lo llame?, no sabe qué susto me ha dado». El piajeno había abierto los ojos, los miraba oblicuamente. Don Anselmo debía llevar allí un buen rato, su pantalón, su camisa y sus cabellos estaban salpicados de arena, y su sombrero caído junto a sus pies casi había sido cubierto por la tierra. «Por lo que más quiera, don Anselmo», decía Juana, «qué le pasa, tiene que ser algo muy triste para que llore como las mujeres». Y Juana se persignó cuando él levantó la cabeza: párpados hinchados, grandes ojeras, la barba crecida y sucia. Y Juana «don Anselmo, don Anselmo, diga si puedo ayudarlo», y él «señora, la estaba esperando» y su voz se quebró. «¿A mí, don Anselmo?», dijo Juana, los ojos muy abiertos. Y él asintió, devolvió la cabeza a los brazos, sollozó y ella «pero don Anselmo», y él aulló «se murió la Toñita, doña Juana», y ella «¿qué dice, Dios mío, qué dice?», y él «vivía conmigo, no me odie», y la voz se le quebró. Estiró entonces con gran esfuerzo uno de sus brazos y señaló el arenal: la verde construcción relampagueaba bajo el cielo azul. Pero Juana Baura no la veía. A tropezones alcanzaba el Malecón, corría y chillaba despavorida, a su paso se abrían ventanas y asomaban rostros sorprendidos.
Julio Reátegui alza la mano: ya bastaba, que se fuera. El cabo Roberto Delgado se endereza, suelta la correa, se limpia el rostro congestionado y sudoroso y el capitán Quiroga: te pasaste, ¿era sordo o no entendía las órdenes? Se acerca al urakusa tendido, lo mueve con el pie, el hombre se queja débilmente. Se estaba haciendo, mi capitán, se las quería dar de vivo, ya iba a ver. El cabo carajea, se frota las manos, toma impulso, patea y, al segundo puntapié, como un felino el aguaruna salta, caramba, tenía razón el cabo, tipo resistente, y corre veloz, cobrizo, agazapado, el capitán creía que se les había pasado. Sólo quedaba uno, señor Reátegui, y además Jum, ¿a él también? No, a ese cabeza dura se lo llevaban a Santa María de Nieva, capitán. Julio Reátegui bebe un sorbo de su cantimplora y escupe: que trajeran al otro y acabaran de una vez, capitán ¿no estaba cansado? ¿Quería un traguito? El cabo Roberto Delgado y dos soldados se alejan hacia la cabaña de los prisioneros, por el centro del claro. Un sollozo quiebra el silencio del poblado y todos miran hacia las carpas: la chiquilla y un soldado forcejean cerca del barranco, borroso contra un cielo que oscurece. Julio Reátegui se pone de pie, hace una bocina con sus manos: ¿qué le había dicho, soldado? Que no viera, por qué no la metía a la carpa y el capitán ¡so carajo!, el puño en alto: que jugara con ella, que la entretuviera. Una lluvia menuda cae sobre las cabañas de Urakusa y del barranco suben nubecillas de vapor, el bosque envía hacia el claro bocanadas de aire caliente, el cielo ya está lleno de estrellas. El soldado y la chiquilla desaparecen en una carpa y el cabo Roberto Delgado y dos soldados vienen arrastrando a un urakusa que se para frente al capitán y gruñe algo. Julio Reátegui hace una seña al intérprete: castigo por faltar a la autoridad, nunca más pegarle a un soldado, nunca engañando patrón Escabino, sino volverían y castigo sería peor. El intérprete ruge y acciona y, mientras tanto, el cabo toma aire, se frota las manos, coge la correa, señor. ¿Traduciendo?, sí, ¿entendiendo?, sí y el urakusa, bajito, ventrudo, va de un lado a otro, brinca como un grillo, mira torcido, trata de franquear el círculo y los soldados giran, son un remolino, lo traen, lo llevan. Por fin, el hombre se queda quieto, se tapa la cara y se encoge. Aguanta a pie firme un buen rato, rugiendo a cada correazo, luego se desploma y el gobernador alza la mano: que se fuera, ¿ya estaban listos los mosquiteros? Sí, don Julio, todo listo, pero mosquiteros o no, al capitán le habían devorado la cara todo el viaje, le quemaba, y el gobernador cuidadito con Jum, capitán, no lo fueran a dejar solo. El cabo Delgado ríe: no se escaparía ni siendo brujo, señor, estaba amarrado y además habría guardia toda la noche. Sentado en el suelo, el urakusa mira de reojo a unos y a otros. Ya no llueve, los soldados traen leña seca, encienden una hoguera, brotan llamas altas junto al aguaruna que se soba el pecho y la espalda suavemente. ¿Qué esperaba, más azotes? Hay risas entre los soldados y el gobernador y el capitán los miran. Están en cuclillas ante la fogata, el chisporroteo enrojece y deforma sus rostros. ¿Por qué esas risitas? A ver, tú, y el intérprete se acerca: mareado quedando. Mi capitán. El oficial no entendía, que hablara más claro y Julio Reátegui sonríe: era el marido de una de las mujeres de la cabaña, y el capitán ah, por eso no se iba el bandido, ya entendía. Era cierto, Julio Reátegui también se había olvidado de esas damas, capitán. Sigilosos, simultáneos, los soldados se levantan y se acercan apiñados al gobernador: ojos fijos, bocas tensas, miradas ardientes. Pero el gobernador era la autoridad, don Julio, a él le tocaban las decisiones, el capitán era un simple ejecutante. Julio Reátegui examina a los soldados enquistados unos en otros; sobre los cuerpos indiferenciables, las cabezas están avanzadas hacia él, el fuego de la hoguera relumbra en las mejillas y en las frentes. No sonríen ni bajan los ojos, esperan inmóviles, las bocas entreabiertas, bah, el gobernador encoge los hombros, si tanto insistían. Impreciso, anónimo, un murmullo vibra sobre las cabezas, la ronda de soldados se escinde en siluetas, sombras que cruzan el claro, ruido de pisadas, el capitán tose y Julio Reátegui hace una mueca desalentada: éstos ya eran medio civilizados, capitán, y cómo se ponían por unos espantajos llenos de piojos, nunca acabaría de entender a los hombres. El capitán tiene un acceso de tos, ¿pero acaso en la selva no se pasaban tantas privaciones, don julio?, y manotea frenético alrededor de su cara, no había mujeres en la selva, se agarraba lo que se encontraba, se da una palmada en la frente, y por último ríe nervioso: las jovencitas tenían tetas de negras. Julio Reátegui alza el rostro, busca los ojos del capitán, éste se pone serio: naturalmente, capitán, eso también era cierto, a lo mejor se ponía viejo, a lo mejor si fuera más joven se hubiera ido con los soldados donde esas damas. El capitán se golpea ahora el rostro, los brazos, don julio, se iba a dormir, se los estaban comiendo los bichos, hasta creía haberse tragado uno, tenía pesadillas a veces, don Julio, en sueños se le venían encima nubes de mosquitos. Julio Reátegui le da una palmadita en el brazo: en Nieva le conseguiría algún remedio, era peor que estuviera fuera, de noche había tantos, que durmiera bien. El capitán Quiroga se aleja a trancos hacia las carpas, su tos se pierde entre las risotadas, carajos y llantos que estallan en la noche de Urakusa como ecos de una lejana fiesta viril. Julio Reátegui enciende un cigarrillo: el urakusa sigue sentado frente a él, observándolo de reojo. Reátegui expulsa el humo hacia arriba, hay muchas estrellas y el cielo es un mar de tinta, el humo sube, se extiende, se desvanece, y a sus pies la hoguera ya está boqueando como un perro viejo. Ahora el urakusa se mueve, va alejándose a rastras, impulsándose con los pies, parece nadar bajo el agua. Más tarde, cuando la hoguera está apagada, se oye un chillido, ¿del lado de la cabaña?, brevísimo, no, de las carpas, y Julio Reátegui echa a correr, una mano sujetando el casco, arroja la colilla al vuelo, sin detenerse cruza el umbral de la carpa y los chillidos cesan, cruje un catre y en la oscuridad hay una respiración alarmada: ¿quién estaba ahí?, ¿usted, capitán? La chiquilla estaba asustada, don Julio, y él había venido a ver, parecía que el soldado la asustó, pero el capitán ya le había echado un par de carajos. Salen de la carpa, el capitán ofrece un cigarrillo al gobernador y éste lo rechaza: él se encargaría de ella, capitán, no tenía que preocuparse, que fuera a acostarse nomás. El capitán entra a la carpa vecina y Julio Reátegui, a tientas, regresa hacia el catre de campaña, se sienta a la orilla. Su mano suavemente toca un pequeño cuerpo rígido, recorre una espalda desnuda, unos cabellos resecos: ya estaba, ya estaba, no había que tenerle miedo a ese bruto, ya se había ido ese bruto, felizmente que había gritado, en Santa María de Nieva estaría muy contenta, ya vería, las monjitas serían muy buenas, iban a cuidarla mucho, también la señora Reátegui la cuidaría mucho. Su mano acaricia los cabellos, la espalda, hasta que el cuerpo de la chiquilla se ablanda y su respiración se tranquiliza. En el claro siguen los gritos, carajos, más enardecidos y bufos y hay carreras y bruscos silencios: ya estaba, ya estaba, pobre criatura, que durmiera ahora, él vigilaría.
La música había terminado, los León aplaudían, Lituma y la Selvática volvieron al mostrador, la Chunga llenaba los vasos, Josefino seguía bebiendo solo. Bajo los anodinos chorritos de luz azul, verde y violeta, unas ralas parejas continuaban en la pista, evolucionando con aire maquinal y letárgico, al compás de los murmullos y los diálogos del contorno. Quedaba poca gente, también, en las mesas de los rincones; el grueso de hombres y de habitantas y toda la euforia de la noche, se habían concentrado en el bar. Amontonados y ruidosos tomaban cerveza, las carcajadas de la mulata Sandra parecían alaridos y un gordo de bigote y gafas enarbolaba su vaso amarillo como una bandera, había ido a la campaña del Ecuador de soldado raso, sí señor, y no se olvidaba del hambre, los piojos, el heroísmo de los cholos, ni de las niguas que se metían bajo las uñas y no querían salir ni a cañones, sí señor, y el Mono, súbitamente, a voz en cuello: ¡viva el Ecuador! Hombres y habitantas enmudecieron, los risueños ojazos del Mono distribuían guiños pícaros a derecha e izquierda y, después de unos segundos de indecisión y de estupor, el gordo apartó a José, cogió al Mono de las solapas, lo sacudió como un trapo, ¿por qué se metía con él?, que repitiera si tenía pantalones, que fuera macho y el Mono se acomodaba la ropa.
—No acepto bromas contra el patriotismo, amigo —el gordo palmeaba al Mono, sin rencor—. Me tomó usted el pelo, déjeme invitarle un trago.
—¡Cómo me gusta la vida! —dijo José—. Cantemos el himno.
Se disolvieron todos en un solo corrillo y, aplastados contra el mostrador, reclamaron más cervezas. Así, exultantes y gregarios, los ojos ebrios, la voz chillona, mojados de sudor, bebieron, fumaron, discutieron y un joven bizco, de cabellos tiesos como una escobilla, abrazaba a la mulata Sandra, le presento a mi futura, compañero, y ella abría la boca, mostraba sus encías rojas y voraces, sus dientes de oro, estremecida de risa. De pronto, cayó sobre el joven como un gran felino, ávidamente lo besó en la boca y él se debatía entre los negros brazos, era una mosca en una telaraña, protestaba. Los inconquistables cambiaron miradas cómplices, burlonas, cogieron al bizco, lo inmovilizaron, ahí lo tienes, Sandra, te lo regalamos, cómetelo crudo, ella lo besaba, mordía y una especie de entusiasmo convulsivo invadió al grupo, nuevas parejas se le añadían y hasta los músicos abandonaron su rincón. Desde lejos, el Joven Alejandro sonreía lánguidamente y don Anselmo, seguido del Bolas, iba de un lado a otro, excitado, husmeando el bullicio, qué hay, qué pasa, cuente. Sandra soltó a su presa, al pasarse el pañuelo por la cara el bizco quedó pintarrajeado de rouge como un payaso, le alcanzaron un vaso de cerveza, él se lo echó encima, lo aplaudieron y, de repente, Josefino comenzó a buscar entre el tumulto. Se empinaba, se agachaba, acabó por salir del círculo y merodeó por todo el salón, volcando sillas, esfumándose y delineándose en el aire viciado y humoso. Volvió al mostrador a la carrera.
—Yo tenía razón, inconquistable —dijo la boca sin labios de la Chunga—. Estás con todos los muñecos encima.
—¿Dónde están, Chunguita? ¿Subieron?
—Qué te importa —los ojos yertos de la Chunga lo escudriñaban como si fuera un insecto—. ¿Estás celoso?
—La está matando —dijo José, igual que un aparecido, jalando a Josefino del brazo—. Ven volando.
Cruzaron el grupo a empellones, el Mono estaba en la puerta con la mano extendida señalando la oscuridad, en dirección al Cuartel Grau. Salieron corriendo desbocados entre las chozas de la barriada que parecían desiertas, y luego entraron al arenal y Josefino trastabilló, cayó, se levantó, siguió corriendo, y ahora los pies se hundían en la tierra, había viento contrario y oscuros remolinos de arena y era preciso correr con los ojos cerrados, conteniendo la respiración para que el pecho no reventara. «Es su culpa, mierdas», rugió Josefino, «se descuidaron», y un momento después, con la voz rota, «pero hasta dónde, carajo», cuando ya surgía ante ellos una silueta intermedia entre la arena y las estrellas, una sombra maciza y vengativa:
—Hasta aquí, nomás, desgraciado, perro, mal amigo.
—¡Mono! —gritó Josefino—. ¡José!
Pero los León se habían abalanzado también contra él y, lo mismo que Lituma, le descargaban sus puños y sus pies y sus cabezas. Él estaba de rodillas y a su alrededor todo era ciego y feroz y cuando quería incorporarse y escapar de la vertiginosa ronda de impactos un nuevo puntapié lo derribaba, un puñetazo lo encogía, una mano estrujaba sus pelos y él tenía que alzar la cara y ofrecerla a los golpes y a los picotazos de la arena que parecía entrar a raudales por su nariz y su boca. Después fue como si una jauría gruñona y extenuada estuviera allí, rondando en torno a una bestia vencida, caliente todavía, olisqueándola, exasperándose por momentos, mordiéndola sin ganas.
—Se está moviendo —dijo Lituma—. ¡Sé hombre, Josefino, quiero verte, párate!
—Estará viendo a las marimachas de cerquita, primo —dijo el Mono.
—Ya déjalo, Lituma —dijo José—. Ya te has dado gusto. Qué más venganza que ésta. ¿No ves que se puede morir?
—Te mandarían de nuevo a la cárcel, primo —dijo el Mono—. Basta, no seas porfiado.
—Pégale, pégale —la Selvática se había aproximado, su voz no era violenta sino sorda—. Pégale, Lituma.
Pero, en vez de hacerle caso, Lituma se volvió contra ella, la tumbó en la arena de un empujón y la estuvo pateando, puta, arrastrada, siete leches, insultándola hasta que perdió la voz y las fuerzas. Entonces se dejó caer en la arena y empezó a sollozar como un churre.
—Primo, por lo que más quieras, ya cálmate.
—Ustedes también tienen la culpa —gemía Lituma—. Todos me engañaron. Desgraciados, traidores, deberían morirse de remordimiento.
—¿Acaso no te lo sacamos de la Casa Verde, Lituma? ¿Acaso no te ayudamos a pegarle? Solo no hubieras podido.
—Nosotros te hemos vengado, primito. Y hasta la Selvática, ¿no ves cómo lo rasguña?
—Hablo de antes —decía Lituma, entre hipos y pucheros—. Todos estaban de acuerdo y yo allá, sin saber nada, como un cojudo.
—Primo, los hombres no lloran. No te pongas así. Nosotros siempre te hemos querido.
—Lo pasado pisado, hermano. Sé hombre, sé mangache, no llores.
La Selvática se había apartado de Josefino que, encogido en la tierra, se quejaba débilmente, y ella y los León compadecían a Lituma, que tuviera carácter, los hombres se crecen ante las desgracias, lo abrazaban, le sacudían la ropa, ¿todo olvidado?, ¿a comenzar de nuevo?, hermano, primo, Lituma. Él balbuceaba, consolado a medias, a veces se enfurecía y pateaba al tendido, luego sonreía, se entristecía.
—Vámonos, Lituma —dijo José—. A lo mejor nos vieron de la barriada. Si llaman a los cachacos tendremos un lío.
—Vamos a la Mangachería, primito —dijo el Mono—. Nos acabaremos el pisco que trajiste, eso te levantará el ánimo.
—No —dijo Lituma—. Volvamos donde la Chunga.
Echó a caminar por el arenal, a grandes trancos resueltos. Cuando la Selvática y los León lo alcanzaron entre las chozas de la barriada, Lituma se había puesto a silbar furiosamente y Josefino se divisaba a lo lejos, rengueando, quejándose y vociferando.
—Esto está que arde —el Mono sujetó la puerta para que los otros pasaran primero—. Sólo faltamos nosotros.
El gordo de bigote y gafas salió a recibirlos:
—Salud, salucita, compañeros. ¿Por qué desaparecieron así? Vengan, la noche está comenzando.
—Música, arpista —exclamó Lituma—. Valses, tonderos, marineras.
Fue a tropezones hasta el rincón de la orquesta, cayó en los brazos de Bolas y del Joven Alejandro, mientras el gordo y el joven bizco arrastraban a los León hacia el bar y les ofrecían vasos de cerveza. La Sandra arreglaba los cabellos de la Selvática, la Rita y la Maribel se la comían a preguntas y las cuatro cuchicheaban como avispas. La orquesta comenzó a tocar, el mostrador quedó despejado, media docena de parejas bailaban en la pista entre las aureolas de luz azul, verde y violeta. Lituma vino al mostrador muerto de risa:
—Chunga, Chunguita, la venganza es dulce. ¿Lo oyes? Está que grita y no se atreve a entrar. Lo dejamos medio cadáver.
—A mí no me importan los asuntos de nadie —dijo la Chunga—. Pero ustedes son mi mala suerte. Por tu culpa me multaron la vez pasada. Menos mal que ahora el lío no fue en mi casa. ¿Qué te sirvo? Aquí, el que no consume se larga.
—Qué grosera para contestar, Chunguita —dijo Lituma—. Pero estoy contento, sirve lo que quieras. Para ti también, yo te invito.
Y ahora el gordo quería llevar a la Selvática a la pista de baile y ella se resistía, mostraba los dientes.
—Qué le pasa a ésta, Chunga —dijo el gordo, resoplando.
—Qué te pasa a ti —dijo la Chunga—. Te están invitando a bailar, no seas malcriada, ¿por qué no le aceptas al señor?
Pero la Selvática seguía forcejeando:
—Lituma, dile que me suelte.
—No la suelte, compañero —dijo Lituma—. Y usted haga su trabajo, puta.