IV

—¿Usted cree que el práctico se habrá escapado, mi teniente? —dijo el sargento Roberto Delgado.

—Claro, ni tonto que fuera —dijo el teniente—. Ahora ya sé por qué se hizo el enfermo y no vino con nosotros. Se escaparía apenas nos vio salir de Santa María de Nieva.

—Pero tarde o temprano caerá —dijo el sargento Delgado—. El gran cojudo no se cambió de nombre, siquiera.

—El que me interesa es el otro —dijo el teniente—. El pez gordo. ¿Cómo se llama, por fin? ¿Tushía? ¿Fushía?

—A lo mejor no sabe dónde está —{lijo el sargento Delgado—. A lo mejor se lo comió una boa de veras.

—Bueno, vamos a seguir —dijo el teniente—. A ver, Hinojosa, tráete al tipo.

El soldado, que dormitaba en cuclillas arrimado contra el tabique, se incorporó como un autómata, sin pestañear ni responder, y salió. Apenas cruzó el umbral lo empapó la lluvia, alzó las manos, avanzó por el fango dando traspiés. El aguacero azotaba salvajemente el poblado y, entre las trombas de agua y las ráfagas de viento silbante, las chozas aguarunas parecían animales chúcaros, sargento. En la selva, el teniente se había vuelto fatalista, todos los días estaba esperando que lo mordiera una jergón, o que lo tumbaran las fiebres. Ahora se le ocurría que la maldita lluvia seguiría, y que aquí se quedarían un mes, como ratas en una cueva. Ah, todo se estaba yendo al diablo con esta espera y cuando cesó su voz agria, se oyó de nuevo el chasquido del aguacero en el bosque, el minucioso gotear de los árboles y las cabañas. El claro era una gran charca color ceniza, decenas de manantiales corrían hacia el barranco, el aire y el monte humeaban, hedían, y ahí venía Hinojosa, jalando de una soga a un bulto que tropezaba y gruñía. El soldado subió a saltos la escalerilla de la cabaña, el prisionero cayó de bruces frente al teniente. Tenía las manos atadas a la espalda y se incorporó ayudándose con los codos. El oficial y el sargento Delgado, sentados en un tablón apoyado en los caballetes, siguieron conversando un rato sin mirarlo, y luego el teniente hizo una seña al soldado: café y trago, ¿quedaban?, sí y que se fuera donde los demás, lo interrogarían ellos solos. Hinojosa volvió a salir. El prisionero goteaba igual que los árboles, alrededor de sus pies había ya una lagunita. El pelo le cubría las orejas y la frente, unas ojeras de zorro circundaban sus ojos, dos carbones desconfiados y saltones. Hilachas de piel lívida y rasguñada asomaban entre los pliegues de su camisa y su pantalón, también en ruinas, dejaba al aire una nalga. El temblor sacudía su cuerpo, Pantachita, y sus dientes castañeteaban: no se podía quejar, lo habían cuidado como a niñito de pecho. Primero lo habían curado, ¿no era cierto?, después lo defendieron de los aguarunas que querían hacerlo papilla. A ver si hoy se entendían mejor. El teniente tenía mucha paciencia contigo, Pantachita, pero no había que abusar tampoco. La soga abrazaba el cuello del prisionero como un collar. El sargento Roberto Delgado se inclinó, recogió el cabo de la soga y obligó a Pantacha a dar un paso hacia el tablón.

—En el Sepa estarás bien comido y tendrás donde dormir —dijo el sargento Delgado—. No es una cárcel como las otras, no tiene paredes. A lo mejor puedes escaparte.

—¿No es mejor eso que un balazo? —dijo el teniente—. ¿No es mejor que te mande al Sepa que les diga a los aguarunas les regalo a Pantachita, vénguense en él de todos los ladrones? Ya has visto qué ganas te tienen. Así que hoy no te hagas la loca.

Pantacha, la mirada evasiva y ardiente, temblaba muy fuerte, sus dientes chocaban con furia y se había encogido y sumía y sacaba el estómago. El sargento Delgado le sonrió, Pantachita, no sería tan tonto para cargar solo con tanto robo y tanta muerte de chunchos ¿no? Y el teniente también sonrió: lo mejor era que acabaran rápido, Pantachita. Después le darían las yerbas que le gustaban y él mismo se haría su cocimiento ¿qué tal? Hinojosa entró a la cabaña, dejó sobre el talón un termo de café y una botella, salió a la carrera. El teniente descorchó la botella y la alargó hacia el prisionero, que acercó su rostro a ella, murmurando. El sargento dio un fuerte tirón a la soga, pendejo, y Pantacha cayó entre las piernas del teniente: todavía no, primero hablar, después chupar. El oficial cogió la soga, hizo girar la cabeza del prisionero hacia él. La maraña de pelos se agitó, los carbones seguían fijos en la botella. Apestaba como el teniente nunca había visto, Pantachita, lo tenía mareado su olor, y ahora abría la boca, ¿un traguito?, y jadeaba roncamente, señor, para el frío, se estaba helando por dentro, ¿señor?, nomás unito quería y el teniente de acuerdo, sólo que fueran por partes, ¿dónde se había escondido ese Tushía?, todo a su debido tiempo, ¿o Fushía?, ¿dónde estaba? Pero él ya le había contado, señor, temblando de pies a cabeza, se escapó a la oscurecida y no lo vieron, y parecía que sus dientes se iban a quebrar, señor: que le preguntara a los huambisas, la yacumama vendría de noche decían, y entraría y se lo llevaría al fondo de la cocha. Por sus maldades sería, señor.

El teniente miraba al prisionero, la frente arrugada, los ojos deprimidos. De pronto se ladeó, su bota golpeó en la nalga descubierta y Pantacha se dejó caer con un gruñido. Pero, desde el suelo, siguió mirando oblicuamente la botella. El teniente jaló la soga, la greñuda cabeza chocó contra el suelo dos veces, Pantachita, ya estaba bien de cojudeces ¿no? ¿Dónde se había metido? Y por propia iniciativa Pantacha a la oscurecida, señor, rugió, y estrelló su cabeza en el suelo otra vez: despacito vendría, y se treparía por el barranco, y se metería en su cabaña, con su cola le taparía la boca, señor, y así se lo llevaría, pobrecito, y que le diera siquiera un traguito, señor. Así era la yacumama, calladita, y la cocha se abriría seguro, y los huambisas decían volverá y nos tragará, y por eso se habían ido ellos también, señor, y el teniente lo pateó. Pantacha calló, se puso de rodillas: se había quedado solito, señor. El oficial bebió un trago del termo y se pasó la lengua por los labios. El sargento Roberto Delgado jugaba con la botella y el Pantachita quería que lo mandaran al Ucayali, señor, rugía de nuevo y los pucheros hundían sus mejillas, donde se había muerto su amigo el Andrés. Ahí quería morirse él también.

—Así que a tu patrón se lo llevó la yacumama —dijo el teniente, con voz calmada. Así que el teniente es un pelotudo y el Pantachita puede meterle el dedo a su gusto. Ah, Pantachita.

Incansables, fervientes, los ojos de Pantacha contemplaban la botella y, afuera, el aguacero se había embravecido, a lo lejos retumbaban los truenos y los relámpagos encendían de cuando en cuando los techos flagelados por el agua, los árboles, el barro del poblado.

—Me dejó solo, señor —gritó Pantacha, y su voz se enfureció, pero su mirada era siempre quieta y arrobada—, le di de comer y él no salía de su hamaca, pobrecito, y me dejó y los otros también se fueron. ¿Por qué no crees, señor?

—A lo mejor es mentira lo del nombre —dijo el sargento Delgado—. No conozco a nadie en la montaña que se llame Fushía. ¿No lo pone nervioso éste, con sus delirios? Yo le pegaría un balazo de una vez, mi teniente.

—¿Y el aguaruna? —dijo el teniente—. ¿También a Jum se lo llevó la yacumama?

—Se fue, señor —roncó Pantacha—, ¿ya no te he dicho? O se lo llevaría también, señor, quién sabe.

—Lo tuve en mi delante toda una tarde a ese Jum de Urakusa —dijo el teniente—, y hacía de intérprete el otro zamarro, y yo los oía y me tragaba sus cuentos. Ah, si hubiera sido adivino. Ése fue el primer chuncho que conocí, sargento.

—La culpa es del que era gobernador de Nieva, mi teniente, el Reátegui ese —dijo el sargento Delgado—. Nosotros no queríamos soltarlo al aguaruna. Pero él ordenó, y ya ve usted.

—Se fue el patrón, se fue Jum, se fueron los huambisas —sollozó Pantacha—. Solo con mi tristeza, señor, y un frío terrible estoy que siento.

—Pero a Adrián Nieves juro que lo agarro —dijo el teniente—. Se ha estado riendo en nuestras barbas, ha estado viviendo de lo que le pagábamos nosotros.

Y todos tenían sus mujeres allá. Las lágrimas corrían entre sus pelos y suspiraba hondo, señor, con mucho sentimiento, y sólo había querido una cristiana, aunque fuera para hablarle, unita, y hasta la shapra se la habían llevado también, señor, y la bota subió, golpeó y Pantacha quedó encogido, rugiendo. Cerró los ojos unos segundos, los abrió y, mansamente ahora, miró la botella: nomás unito, señor, para el frío, se estaba helando por dentro.

—Tú conoces bien esta región, Pantachita —dijo el teniente—. ¿Cuánto más va a durar esta maldita lluvia, cuándo podremos partir?

—Mañana despeja, señor —balbuceó Pantacha—. Pídele a Dios y verás. Pero compadécete, dame unito. Para el frío, señor.

No había quien aguantara, maldita sea, no había quien aguantara y el teniente levantó la bota pero esta vez no golpeó, la apoyó en la cara del prisionero hasta que la mejilla de Pantacha tocó al suelo. El sargento Delgado bebió un traguito de la botella, luego un traguito del termo. Pantacha había separado los labios y su lengua, afilada y rojiza, lamía, señor, delicadamente, uno solito, la suela de la bota, para el frío, la puntera, señor, y algo vivaz y pícaro y servil bullía en los carbones desorbitados, ¿unito?, mientras su lengua mojaba el cuero sucio, ¿señor?, para el frío y besó la bota.

—Te las sabes todas —dijo el sargento Delgado—. Cuando no nos trabajas la moral, te haces la loca, Pantachita.

—Dime dónde está Fushía y te regalo la botella —dijo el teniente—. Y además te dejo libre. Y encima te doy unos soles. Contesta pronto o me desanimo.

Pero Pantacha se había puesto a lloriquear de nuevo y todo su cuerpo se adhería al suelo de tierra buscando calor y era recorrido por breves espasmos.

—Llévatelo —dijo el teniente—. Me está contagiando sus locuras, ya me están dando ganas de vomitar, ya estoy viendo a la yacumama, y la lluvia sigue de lo lindo, la puta de su madre.

El sargento Roberto Delgado cogió la soga y corrió, Pantacha iba tras él, a cuatro patas, como un perro saltarín. En la escalerilla, el sargento dio un grito y apareció Hinojosa. Se llevó a Pantacha, brincando, entre chorros de agua.

—¿Y si nos lanzamos a pesar de la lluvia? —dijo el teniente—. Después de todo la guarnición no está tan lejos.

—Nos volcamos a los dos minutos, mi teniente —dijo el sargento Delgado—. ¿No ha visto cómo está el río?

—Quiero decir a patita, por el monte —dijo el teniente—. Llegaremos en tres o cuatro días.

—No se desespere, mi teniente —dijo el sargento Delgado—. Ya parará de llover. Es por gusto, convénzase, no podemos movernos con este tiempo. Así es la selva, hay que tener paciencia.

—¡Ya van dos semanas, carajo! —dijo el teniente—. Estoy perdiendo un traslado, un ascenso, ¿no te das cuenta?

—No se caliente conmigo —dijo el sargento Delgado—. No es mi culpa que llueva, mi teniente.

Ella estaba solita, siempre esperando, para qué contar los días, lloverá, no lloverá, ¿volverán hoy día?, todavía, es demasiado pronto. ¿Traerán mercadería? Que traigan, Cristo de Bagazán, santo, santo, mucha, jebe, pieles, que llegue don Aquilino con ropa y comida, ¿cuánto vendió?, y él bastante, Lalita, a buen precio. Y Fushía, viejo querido. Que se hicieran ricos, Virgencita, santa, santa, porque entonces saldrían de la isla, volverían donde los cristianos y se casarían, ¿cierto Fushía?, cierto, Lalita. Y que él cambiara y la quisiera de nuevo y en las noches ¿a tu hamaca?, sí, ¿desnuda?, sí, ¿le chupaba?, sí, ¿le gustaba?, sí, ¿más que las achuales?, sí, ¿que la shapra?, sí, sí, Lalita, y que tuvieran otro hijo. Fíjese, don Aquilino, ¿no se me parece?, mírelo cómo ha crecido, habla huambisa mejor que cristiano. Y el viejo ¿sufres, Lalita? Y ella un poco porque ya no la quería, y él ¿es muy malo contigo?, ¿te dan celos las achuales, la shapra? Y ella cólera, don Aquilino, pero eran su compañía, a falta de amigas, ¿sabía?, y le daba pena que se las pase a Pantacha, Nieves o los huambisas, ¿volverán hoy día? Pero esa tarde no llegaron ellos, sino Jum y era la hora de la siesta cuando la shapra entró a la cabaña gritando, sacudió la hamaca y sus pulseras bailaban, sus espejitos y sus sonajas y Lalita ¿ya vinieron?, y ella no, vino el aguaruna que se escapó. Lalita salió a buscarlo y ahí estaba, en la pileta de las charapas, salando unos bagres y ella Jum, dónde te fuiste, por qué, qué había hecho tanto tiempo, y él callado, creían que no volverías, y él respetuoso, Jum, le alcanzó los bagres, esto te he traído. Venía como se fue, la cabeza pelada, en la espalda rayas de achiote como latigazos, y ella salieron en expedición, lo necesitaban tanto, para arriba, ¿por qué no te despediste?, hacia el lago Rimachi, ¿conocía a los muratos?, ¿son bravos?, ¿se pelearían con el patrón o le darían el jebe de a buenas?, Jum. Los huambisas fueron a buscarlo y Pantacha a lo mejor lo mataron, patrón, lo odian y el práctico Nieves no creo, ya se han hecho amigos, y Fushía son capaces, esos perros, y Jum no me mataron, me fui por ahí y ahora volví, ¿se iba a quedar?, sí. El patrón lo reñiría pero no te vayas, Jum, se le pasaba prontito y, además, ¿en el fondo no lo estimaría?, y Fushía un poco loco, Lalita, pero útil, un convencedor. ¿De veras diablos cristianos, aguaruna aj?, ¿les discurseaba?, Jum, ¿patrón cojudando, mintiendo, aj?, Lalita, si vieras cómo los trabaja, los grita, les ruega, les baila y ellos sí, sí, aguaruna aj, con las manos y las cabezas, aj, y siempre les daban el jebe de a buenas. Qué les dices, Jum, cuéntame cómo los convences, y Fushía pero un día se lo matarían y quién mierda lo reemplazaría. Y ella ¿cierto que no quieres volver a Urakusa?, ¿odias tanto a los cristianos, cierto?, ¿también a nosotros?, y Pantacha sí, patrona, porque le pegaron y Nieves entonces por qué no nos mata dormidos, y Fushía somos su venganza, y ella ¿cierto lo colgaron de una capirona?, y él es loco, Lalita, no bruto, ¿gritaste cuando te quemaron?, y vivísimo para hacer trampas, nadie lo ganaba cazando y pescando, ¿tenía mujer?, ¿la mataron?, y si no hay comida Jum se mete al bosque y trae paujiles, añujes, perdices, ¿te pintas para recordarte de los chicotazos?, y una vez lo vieron matar una chuchupe con su cerbatana, Lalita, él sabe que sus enemigos son ésos, ¿cierto, Jum?, a los que Fushía deja sin mercadería, no creas que me ayuda por mi linda cara. Y Pantacha hoy lo vi junto al barranco, se tocó la cicatriz de la frente, discurseaba al viento, y Fushía mejor para mí que trabaje así, la venganza no me cuesta nada, y él en aguaruna, no le entendí. Porque cuando llegaba la lancha de don Aquilino, los huambisas caían desde las lupunas al embarcadero como una lluvia de cotos, y chillando y brincando recibían sus raciones de sal y de anisado, y las hachas y los machetes que Fushía les repartía reflejaban ojos borrachos de alegría y Jum se fue, ¿dónde?, por ahí, ya volví, ¿no quería?, no, ¿una camisa?, no, ¿aguardiente?, no, ¿machete?, no, ¿sal?, no y Lalita el práctico se pondrá contento porque has vuelto, Jum, él sí es tu amigo ¿no?, y él sí y ella gracias por los pescaditos pero lástima que los salaste. Y el práctico Nieves no sabía sus nombres, patrona, no le había dicho, dos cristianos nada más, le metieron odio contra los patrones y decía que lo desgraciaron y ella ¿te engañaron?, ¿te robaron?, y él me aconsejaron y ella quisiera que habláramos, Jum, ¿por qué le volvía la espalda cuando lo llamaba?, y él callado, ¿tenía vergüenza?, y él te traje para ti y las huambisas le estaban sacando la sangre, y ella ¿un venadito?, y él un venadito, respetuoso, sí y Lalita vamos, se lo comerían, que cortara leña, y Jum ¿tienes hambre?, y ella mucha, mucha, desde que se fueron no comía carne, Jum y después volvieron y ella entra a la cabaña, mira al Aquilino, ¿no ha crecido, Jum?, y él sí, y hablaba pagano mejor que cristiano, y él sí, ¿y Jum tenía hijos?, y él tenía pero ya no tiene, y ella ¿muchos?, y él pocos y entonces comenzó a llover. Nubes espesas y oscuras, inmóviles sobre las lupunas, vaciaron agua negra dos días seguidos y toda la isla se convirtió en un charco fangoso, la cocha en una niebla turbia y muchos pájaros caían muertos a la puerta de la cabaña y Lalita pobres, estarán viajando, que tapen los cueros, el jebe, y Fushía rápido, carajo, perros, se cargaba a todos, en esa playita, busquen un refugio, una cueva para hacer candela y Pantacha cociendo sus yerbas y el práctico Nieves mascando tabaco como los huambisas. Y Lalita ¿también le traería esta vez?, ¿collares?, ¿pulseras?, ¿plumas?, ¿flores?, ¿la quería?, y ella si el patrón supiera y él aunque supiera, ¿en las noches pensaría en ella?, y él no es nada malo, sólo un regalito porque usted fue buena cuando estuve enfermo, y ella es limpio, educado, se quita el sombrero para saludarme, y que Fushía no me insulte tanto, ¿era granujienta?, podía vengarse Fushía, los ojos del práctico se vuelven calientes cuando paso cerca, ¿soñaba con ella?, ¿quería tocarla?, ¿abrazarla?, desnúdate, métete a mi hamaca, ¿que ella lo besara?, ¿en la boca?, ¿en la espalda?, santo, santo, que vuelvan hoy día.

Aparecieron ese año millonario: los agricultores celebraban mañana y tarde sus doce cargas de algodón, y en el Centro Piurano y en el Club Grau se brindaba con champagne francés. En junio, para el aniversario de la ciudad, y en las Fiestas Patrias, hubo corso, bailes populares, media docena de circos levantaron sus carpas en el arenal. Los principales traían orquestas limeñas para sus bailes. Fue también año de acontecimientos: la Chunga comenzó a trabajar en el barcito de Doroteo, murieron Juana Baura y Patrocinio Naya, el Piura entró caudaloso, no hubo plagas. Voraces, en enjambres, caían sobre la ciudad los agentes viajeros, los corredores de algodón, las cosechas cambiaban de dueño en las cantinas. Aparecían tiendas, hoteles, barrios residenciales. Y un día corrió la voz: «Cerca del río, detrás del camal hay una casa de habitantas».

No era una casa, sólo un inmundo callejón cerrado al exterior por un portón de garaje, con cuartitos de adobe en las márgenes; una lamparilla roja iluminaba la fachada. Al fondo, en tablones tendidos sobre barriles, estaba el bar y las habitantas eran seis: viejas, blandas, forasteras. «Han vuelto», decían los bromistas, «son las que no se quemaron». Desde el principio, la Casa del Camal fue muy concurrida. Sus contornos se volvieron masculinos y alcohólicos y en Ecos y Noticias, El Tiempo y La Industria aparecieron sueltos alusivos, cartas de protesta, exhortos a las autoridades. Y entonces surgió, inesperadamente, una segunda casa de habitantas, en pleno Castilla; no un callejón, sino un chalet, con jardín y balcones. Desmoralizados, los párrocos y las damas que recogían firmas pidiendo la clausura de la Casa del Camal, desistieron. Sólo el padre García, desde el púlpito de la iglesia de la plaza Merino, destemplado y tenaz, seguía reclamando sanciones y pronosticando catástrofes: «Dios les regaló un buen año, ahora vendrán tiempos de vacas flacas para los piuranos». Pero no ocurrió así y el año siguiente la cosecha de algodón fue tan buena como la anterior. En vez de dos, había entonces cuatro casas de habitantas y, una de ellas, a pocas cuadras de la catedral, lujosa, más o menos discreta, con blancas, no del todo maduras y, al parecer, capitalinas.

Y ese mismo año la Chunga y Doroteo se pelearon a botellazos y, en la policía, papeles a la mano, ella de mostró que era la única dueña del barcito. ¿Qué historia había detrás, qué misteriosos tráficos? En todo caso, desde entonces la propietaria fue la Chunga. Administraba el local amable y firmemente, sabía hacerse respetar de los borrachos. Era una joven sin formas, de escaso humor, de piel más bien oscura y corazón metalizado. Se la veía detrás del mostrador, los cabellos negros pugnando por escapar de una redecilla, su boca sin labios, sus ojos mirándolo todo con una indolencia que desanimaba la alegría. Usaba zapatos sin taco, medias cortas, una blusa que también parecía de hombre y nunca se pintaba los labios ni las uñas, ni se ponía colorete en las mejillas, pero, a pesar de sus vestidos y maneras, tenía algo muy femenino en su voz, aun cuando decía lisuras. Sus manos gruesas y cuadradas con igual facilidad levantaban mesas, sillas, descorchaban botellas o cacheteaban a los atrevidos. Decían que era áspera y de alma dura por los consejos de Juana Baura, quien le habría inculcado la desconfianza hacia los hombres, el amor al dinero y la costumbre de la soledad. Cuando falleció la lavandera, la Chunga le hizo un suntuoso velorio: licor fino, caldo de pollo, café toda la noche y a discreción. Y cuando entró la orquesta a la casa, el arpista a la cabeza, los que velaban a Juana Baura espiaron, rígidos, los ojos llenos de malicia. Pero don Anselmo y la Chunga no se abrazaron, ella le extendió la mano como a Bolas y al joven. Los hizo pasar, los atendió con la misma cortesía distante que a los demás, escuchó con atención cuando tocaron tristes. Se la notaba dueña de sí misma y su expresión era adusta pero muy tranquila. El arpista, en cambio, parecía melancólico y confuso, cantaba como si rezara cuando un churre vino a decir que en la Casa del Camal se impacientaban, la orquesta debía comenzar a las ocho y eran las diez pasadas. Muerta Juana Baura, decían los mangaches, la Chunga vendrá a vivir con el viejo a la Mangachería. Pero ella se mudó al barcito, cuentan que dormía en un colchón de paja bajo el mostrador. En la época en que la Chunga y Doroteo se separaron, y ella se convirtió en propietaria, la orquesta de don Anselmo ya no tocaba en la Casa del Camal, sino en la de Castilla.

El barcito de la Chunga hizo rápidos progresos. Ella misma pintó las paredes, las decoró con fotografías y estampas, cubrió la mesas con hules de florecitas multicolores y contrató una cocinera. El barcito se convirtió en restaurante de obreros, camioneros, heladeros y municipales. Doroteo, después de la ruptura, se fue a vivir a Huancabamba. Años después volvió a Pinta y, «cosas que tiene la vida» decía la gente, terminó de cliente del barcito. Sufriría viendo los adelantos de ese local que había sido suyo.

Pero un día el bar-restaurante cerró sus puertas y la Chunga se hizo humo. Una semana después volvió a la barriada capitaneando una cuadrilla de operarios que echaron abajo las paredes de adobe y levantaron otras de ladrillo, pusieron calaminas en el techo y abrieron ventanas. Activa, sonriente, la Chunga estaba todo el día en la obra, ayudaba a los trabajadores y los viejos, muy excitados, cambiaban miradas locuaces, retrospectivas, «la está resucitando, hermano», «de tal palo tal astilla», «quien lo hereda no lo hurta». En ese tiempo la orquesta ya no tocaba en la Casa de Castilla, sino en la del barrio de Buenos Aires, y al ir allá el arpista pedía al Bolas y el Joven Alejandro que hicieran un alto en la barriada. Subían por el arenal y, ante la obra, el viejo, ya casi ciego, ¿cómo va el trabajo?, ¿pusieron las puertas?, ¿se ve bien de cerca?, ¿a qué se parece? Su ansiedad y sus preguntas denotaban cierto orgullo, que los mangaches estimulaban con bromas: «Qué tal la Chunguita, arpista se nos hace rica, ¿vio la casa que está construyendo?». Él sonreía gustoso pero, en cambio, cuando los viejos rijosos le salían al encuentro, «Anselmo, nos la está resucitando», el arpista se hacía el perplejo, el misterioso, el desentendido, no sé nada, tengo que irme, de qué me hablan, cuál Casa Verde.

El aire decidido y próspero, los pasos firmes, una mañana la Chunga se presentó en la Mangachería y avanzó por las polvorientas callejuelas preguntando por el arpista. Lo encontró durmiendo, en la choza que había sido de Patrocinio Naya. Tendido en un camastro, el brazo terciado sobre el rostro, el viejo roncaba y tenía los vellos blancos del pecho mojados de sudor. La Chunga entró, cerró la puerta y, entretanto, se propagó el rumor de esta visita. Los mangaches venían a pasear por la vecindad, miraban entre las cañas, pegaban las orejas a la puerta, se comunicaban sus descubrimientos. Un rato después, el arpista salió a la calle con rostro meditabundo, nostálgico, y pidió a los churres que llamaran a Bolas y al joven; la Chunga se había sentado en el camastro y estaba risueña. Luego, llegaron los amigos del viejo, la puerta volvió a cerrarse, «no es una visita al padre sino al músico», murmuraban los mangaches, «la Chunga quiere algo con la orquesta».

Permanecieron en la choza más de una hora y, cuando salieron, muchos mangaches se habían marchado, aburridos de esperar. Pero los vieron, desde las chozas. El arpista iba otra vez como sonámbulo, tropezándose, haciendo eses, boquiabierto. El joven parecía cortado y la Chunga le daba el brazo al Bolas y se la notaba contenta y habladora. Fueron donde Angélica Mercedes, comieron piqueos, después el joven y Bolas tocaron y cantaron algunas composiciones. El arpista miraba el techo, se rascaba las orejas, su cara cambiaba a cada momento, sonreía, se entristecía. Y cuando la Chunga partió, los mangaches los rodearon, ávidos de explicaciones. Don Anselmo seguía ido, embobado, el joven encogía los hombros, sólo el Bolas contestaba las preguntas. «No puede quejarse, viejo», decían los mangaches, «es un buen contrato, y, además, tendrá todas las gangas trabajando para la Chunguita ¿también la pintará de verde?».

—Estaba borracho y no lo tomamos en serio —dijo el Bolas—. El señor Seminario se rió con burla.

Pero el sargento había sacado el cachorrito otra vez, lo agarraba de la cacha y de la punta y hacía fuerzas para abrirlo. A su alrededor todos comenzaron a mirarse y a reír sin ganas, a moverse en sus asientos, súbitamente incómodos. Sólo el arpista seguía bebiendo, ¿una ruletita rusa?, a sorbitos, qué era eso, muchachos.

—Una cosa para probar si los hombres son hombres —dijo el sargento—; ya va a ver, viejo.

—Me di cuenta que era en serio por la tranquilidad de Lituma —dijo el Joven.

La cara caída hacia la mesa, Seminario estaba mudo y rígido y sus ojos, siempre pendencieros, ahora parecían también desconcertados. El sargento había abierto por fin el revólver y sus manos sacaban los cartuchos, los ordenaban, verticales, paralelos, entre vasos, botellas y ceniceros atestados de colillas. La Selvática sollozó.

—A mí, más bien, me engañó con su tranquilidad —dijo la Chunga—; si no, le habría arrancado la pistola cuando la descargaba.

—Qué te pasa, cachaco —dijo Seminario—, qué gracias son ésas.

Tenía la voz partida y el Joven asintió, sí, esta vez se le habían quitado toditos los humos. El arpista dejó su vaso en la mesa, husmeó el aire, inquieto, ¿estaban peleando de veras, muchachos? Que no fueran así, que siguieran conversando amigablemente de Chápiro Seminario. Pero las habitantas huían de la mesa, Rita, Sandra, Maribel, brincando, Amapola, Hortensia, chillando como pajaritos, y, apiñadas junto a la escalera, siseaban, abrían los ojos, asustadísimas. El Bolas y el Joven cogieron al arpista de los brazos, lo llevaron casi en el aire hasta el rincón de la orquesta.

—Por qué no le hablaron —balbuceó la Selvática—. Si le dicen las cosas de buenas maneras, él entiende. Por qué no trataron al menos.

La Chunga trató, que guardara esa pistola, a quién quería meterle miedo.

—Tú has oído cómo me mentó la madre enantes, Chunguita —dijo Lituma—, y también al teniente Cipriano que ni siquiera conoce. Vamos a ver si los mentadores de madre tienen sangre fría y buen pulso.

—Qué te pasa, cachaco —aulló Seminario—, por qué tanto teatro.

Y Josefino lo interrumpió: era inútil que disimulara, señor Seminario, ¿para qué hacerse el borracho?, que confesara que tenía miedo, y se lo decía con todo el respeto.

—Y también el amigo trató de atajarlos —dijo el Bolas—. Vámonos de aquí, hermano, no te metas en líos. Pero Seminario ya se había envalentonado y le dio un manotón.

—Y a mí otro —protestó la Chunga—. Suelte, qué lisura, concha de su madre, ¡suelte!

—Marimacho de mierda —dijo Seminario—. Zafa o te agujereo.

Lituma tenía cogido el revólver con la punta de los dedos, el panzudo tambor de cinco orificios ante sus ojos, su voz era parsimoniosa, didáctica: primero se miraba si estaba vacío, es decir si no se quedó una bala adentro.

—No nos hablaba a nosotros sino al cachorrito —dijo el Joven—. Daba esa impresión, Selvática.

Y entonces la Chunga se levantó, cruzó la pista de baile corriendo y salió dando un terrible portazo.

—Cuando se los necesita nunca aparecen —dijo—; tuve que ir hasta el monumento Grau para encontrar un par de cachacos.

El sargento tomó una bala, la alzó con delicadeza, la expuso a la luz de la bombilla azul. Había que coger el proyectil e introducirlo en el arma y el Mono perdió los controles, primo, que ya bastaba, que se fueran de una vez a la Mangachería, primo, y lo mismo José, casi llorando, que no jugara con esa pistola, que hicieran lo que dijo el Mono, primo, que se fueran.

—No les perdono que no me contaran lo que estaba sucediendo —dijo el arpista—. Los gritos de los León y de las muchachas me tenían en pindingas, pero no me imaginé nunca, yo creía que se estarían trompeando.

—Quién atinaba a nada, maestro —dijo el Bolas—. Seminario también había sacado su cachorrito, se lo paseaba a Lituma por la cara y estábamos esperando que en cualquier momento se escapara un tiro.

Lituma tan tranquilo, siempre, y el Mono no los dejen, párenlos, iba a haber desgracia, usted don Anselmo, a él le harían caso. Como la Selvática, Rita y Maribel estaban llorando, la Sandra que pensara en su mujer, y José en el hijo que estaba esperando, primo, no seas porfiado, vámonos a la Mangachería. De un golpe seco, el sargento juntó la cacha y el caño: se cerraba el arma, calmosa, confiadamente, y todo está listo, señor Seminario, qué esperaba para prepararse.

—Como esos enamorados que uno les habla y les habla y es de balde porque andan en la luna —suspiró el Joven—. A Lituma lo tenía embrujado el cachorrito.

—Y él nos tenía embrujados a nosotros —dijo el Bolas—, y Seminario le obedecía como su cholito. Apenas Lituma le ordenó eso, abrió su revólver y le sacó todas las balas menos una. Le temblaban los dedos al pobre.

—El corazón le diría que iba a morir —dijo el Joven.

—Ya está, ahora apoye la mano en el tambor sin mirar, y déle vueltas para que no sepa dónde está la bala, vueltas a toda vela, como una ruleta —dijo el sargento—. Por eso se llama así, arpista, ¿se da cuenta?

—Basta de palabrería —dijo Seminario—. Empecemos, cholo de mierda.

—Cuatro veces que me insulta, señor Seminario —dijo Lituma.

—Daba escalofríos la manera como hacían girar el tambor —dijo el Bolas—. Parecían dos churres enrollando un trompo.

—Ya ves cómo son los piuranos, muchacha —dijo el arpista—. Jugarse la vida por puro orgullo.

—Qué orgullo —dijo la Chunga—. Por borrachos y para fregarme la vida.

Lituma soltó el tambor, había que sortear para ver quién comenzaba, pero qué importa, él lo convidó así que alzó la pistola, le tocaba, puso la boca del caño en su sien, se cierra los ojos y cerró los ojos, y se dispara y apretó el gatillo: tac y un castañeteo de dientes. Se puso pálido, todos se pusieron pálidos y abrió la boca y todos abrieron la boca.

—Cállate, Bolas —dijo el joven—. ¿No ves que está llorando?

Don Anselmo acarició los cabellos de la Selvática, le alcanzó su pañuelo de colores, muchacha, que no llorara, eran cosas pasadas, ya qué importaban, y el Joven encendió un cigarrillo y se lo ofreció. El sargento había colocado el revólver en la mesa y estaba bebiendo, despacio, de un vaso vacío, sin que nadie se riera. Su cara parecía salida del agua.

—Nada, no se agite —suplicaba el joven—. Le va a hacer daño, maestro, le juro que no pasó nada.

—Me has hecho sentir lo que nunca he sentido —tartamudeó el Mono—. Ahora te lo ruego, primo, vámonos.

Y José, como despertando, esto quedaría, primo, qué grande se había hecho, desde la escalera se elevó el zumbido de las habitantas, ululó la Sandra, el joven y Bolas cálmese, maestro, quédese tranquilo, y Seminario sacudió la mesa, silencio, iracundo, carajo, es mi turno, cállense.

Levantó el revólver, lo pegó a la sien, no cerró los ojos, su pecho se infló.

—Oímos el tiro cuando estábamos entrando a la barriada con los cachacos —dijo la Chunga—. Y el griterío. Pateábamos la puerta, los guardias la echaban abajo con sus fusiles y ustedes no nos abrían.

—Acababa de morir un tipo, Chunga —dijo el joven—. Quién iba a estar pensando en abrir la puerta.

—Se fue de bruces sobre Lituma —dijo el Bolas—, y con el choque se vinieron los dos al suelo. El amigo se puso a gritar llamen al doctor Zevallos, pero nadie podía moverse del susto. Y, además, ya todo era inútil.

—¿Y él? —dijo la Selvática, muy bajito.

Él se miraba la sangre que le había salpicado, y se tocaba por todas partes creyendo seguramente que era sangre, y no se le ocurría levantarse, y aún estaba sentado, manoteándose, cuando entraron los cachacos, los fusiles a la mano, quietos, apuntando a todo el mundo, nadie se mueva, si le pasó algo al sargento verán. Pero nadie les hacía caso y los inconquistables y las habitantas corrían atropellándose entre las sillas, el arpista daba tumbos, atrapaba a uno, quién fue, ante la escalera y obligó a retroceder a los que querían escapar. La Chunga, el Joven y Bolas se inclinaron sobre Seminario: boca abajo, todavía conservaba el revólver en la mano y una viscosa mancha crecía entre sus pelos. El amigo, de rodillas, se tapaba la cara, Lituma seguía palpándose.

—Los guardias qué pasó, sargento, ¿se le insolentó y tuvo que cargárselo? —dijo el Bolas—. Y él como mareado, diciendo que sí a todo.

—El señor se suicidó —dijo el Mono—, no tenemos nada que ver, déjennos salir, nos esperan nuestras familias.

Pero los guardias habían trancado la puerta y la custodiaban, el dedo en el gatillo del fusil, y echaban sapos y culebras por sus bocas y sus ojos.

—Sean humanos, sean cristianos, déjennos salir —repetía José—. Estábamos divirtiéndonos, no nos metimos en nada. ¿Por quién quieren que se lo juremos?

—Trae una frazada de arriba, Maribel —dijo la Chunga—. Para taparlo.

—Tú no perdiste la cabeza, Chunga —dijo el Joven.

—Después tuve que botarla, las manchas no salían con nada —dijo la Chunga.

—Les pasan las cosas más raras —dijo el arpista—. Viven distinto, mueren distinto.

—¿De quién habla, maestro? —dijo el joven.

—De los Seminario —dijo el arpista. Tenía la boca abierta, como si fuera a añadir algo, pero no dijo nada más.

—Creo que Josefino ya no vendrá a buscarme —dijo la Selvática—. Es tardísimo.

La puerta estaba abierta y por ella entraba el sol como un incendio voraz, todos los rincones del salón ardían. Sobre los techos de la barriada, el cielo aparecía altísimo, sin nubes, muy azul, y se veía también el lomo dorado del arenal y los chatos y ralos algarrobos.

—Te llevamos nosotros, muchacha —dijo el arpista—. Así te ahorras el taxi.