I

—Un secreto que usted ni se huele, mi sargento —dijo el Pesado, bajando la voz—. Pero que no oigan los otros.

El Oscuro, el Chiquito y el Rubio conversaban en el mostrador con Paredes, que les servía unas copas de anisado. Un chiquillo salió de la cantina con tres ollitas de barro, cruzó la desierta plaza de Santa María de Nieva y se perdió en dirección a la comisaría. Un sol fuerte doraba las capironas, los techos y los tabiques de las cabañas, pero no llegaba hasta la tierra, porque una bruma blancuzca, flotante, que parecía venir del río Nieva, lo contenía a ras del suelo y lo opacaba.

—No están oyendo —dijo el sargento—. ¿Cuál es el secreto?

—Ya sé quién es la que está donde los Nieves —el Pesado escupió unas pepitas negras de papaya y se limpió con el pañuelo la cara sudada—, esa que nos dio tanta curiosidad la otra noche.

—¿Ah, sí? —dijo el sargento—. ¿Y quién es?

—La que sacaba las basuras de las madres —susurró el Pesado, mirando de reojo hacia el mostrador—, la que botaron de la misión porque ayudó a escaparse a las pupilas.

El sargento se registró los bolsillos, pero sus cigarros estaban sobre la mesa. Encendió uno y chupó hondo, disparó una bocanada de humo: una mosca revoloteó con angustia dentro de la nube y escapó zumbando.

—¿Y cómo averiguaste? —dijo el sargento—. ¿Te la presentaron los Nieves?

Haciéndose el tonto, mi sargento, el Pesado se iba a dar sus vueltecitas por la cabaña del práctico, y esa mañana la había visto, trabajando en la chacra con la mujer de Nieves: Bonifacia, así se llamaba. ¿No se habría equivocado el Pesado? Por qué iba a estar ésa con los Nieves, ¿acaso no era medio monja? No, desde que la botaron ya no era, no se ponía el uniforme y el Pesado la había reconocido ahí mismo. Un poco retaca, mi sargento, aunque tenía formas. Y debía ser jovencita, pero, sobre todo, que no les dijera nada a los otros.

—¿Crees que soy un chismoso? —dijo el sargento—. Déjate de recomendaciones tontas.

Paredes trajo dos copitas de anisado y permaneció junto a la mesa, mientras el sargento y el Pesado bebían. Luego limpió el tablero con un trapo y volvió al mostrador. El Oscuro, el Rubio y el Chiquito salieron de la cantina y, en la puerta, una resolana rosada encendió sus rostros, sus cuellos. La bruma había crecido y, de lejos, los guardias parecían ahora mutilados, o cristianos vadeando un río de espuma.

—No te metas en líos con los Nieves que son mis amigos —dijo el sargento.

¿Y quién se iba a meter con ellos? Pero sería de locos no aprovechar la ocasión, mi sargento. Ellos eran los únicos que sabían, así que como buenos compañeros ¿no?, el Pesado le hacía el trabajito, ¿miti-miti, claro?, y se la pasaba ¿de acuerdo? Pero el sargento comenzó a toser, no le gustaban esos repartos, echaba humo por la nariz y por la boca, qué concha, por qué le iban a tocar las sobras.

—¿Acaso no la vi primero, mi sargento? —dijo el Pesado—. Y averigüé quién era y todo. Pero fíjese, qué hace por aquí el teniente.

Señaló hacia la plaza y por allí venía el teniente, medio cuerpo afuera de la mancha gaseosa, pestañeando bajo el sol, con camisa limpia. Cuando emergió de la bruma, tenía húmedas de vapor la mitad inferior del pantalón y las botas.

—Venga conmigo, sargento —ordenó desde la escalerilla—. Don Fabio quiere vernos.

—No se olvide lo que le dije, mi sargento —murmuró el Pesado.

El teniente y el sargento se hundieron en la bruma hasta la cintura. El embarcadero y las cabañas bajas del contorno ya habían sido devorados por las olas de vapor, que arremetían ahora, altas y ondulantes, contra las techumbres y los barandales. En cambio, una luz diáfana abarcaba las colinas, los locales de la misión relumbraban intactos, y los árboles de troncos diluidos por la niebla, lucían sus copas limpias, y sus hojas, sus ramas y sus plateadas telarañas destellaban.

—¿Subió donde las madrecitas, mi teniente? —dijo el sargento—. Les habrán dado unos azotes a las churres ¿no?

—Ya las perdonaron —dijo el teniente—. Esta mañana las sacaron al río. La superiora me dijo que la enfermita estaba mejor.

En la escalerilla de la cabaña del gobernador se sacudieron los pantalones mojados y frotaron sus suelas llenas de barro contra los peldaños. El cuadriculado de la tela metálica que protegía la puerta era tan diminuto que ocultaba el interior. Les abrió una aguaruna vieja y descalza, entraron y adentro hacía fresco y olía a verduras. Las ventanas estaban cerradas, el cuarto permanecía en la penumbra, y se distinguían confusamente los arcos, fotografías, pucunas y haces de flechas prendidos en las paredes. Unas mecedoras floreadas circundaban la alfombra de chamira y don Fabio había aparecido en el umbral de la pieza contigua, teniente, sargento, risueño y enjuto bajo la calva luminosa, la mano estirada: ¡había llegado la orden, figúrense! Dio una palmada al oficial en el hombro, ¿cómo estaban?, hacía gestos afables, ¿qué les parecía la noticia?, pero antes ¿un refresco?, ¿unas cervecitas?, ¿no parecía mentira? Dio una orden en aguaruna y la vieja trajo dos botellas de cerveza. El sargento apuró su vaso de un trago, el teniente pasaba el suyo de una mano a la otra y tenía los ojos errabundos y preocupados, don Fabio bebía, como un pajarito, sorbos ligerísimos.

—¿Les comunicaron la orden por radio a las madres? —dijo el teniente.

Sí, esta mañana, y a don Fabio le habían avisado de inmediato. Don Julio decía siempre ese ministro está torpedeando la cosa, es mi peor enemigo, no saldrá nunca. Y era la pura verdad, ya veían, cambió el Ministerio y la orden vino volando.

—Después de tanto tiempo —dijo el sargento—. Yo hasta me había olvidado de los bandidos, gobernador.

Don Fabio Cuesta sonreía siempre: tenían que partir cuanto antes para estar de regreso antes de las lluvias, no les recomendaba las crecidas del Santiago, las palisadas y los remolinos del Santiago, ¿a cuántos cristianos se habrían cargado esas crecidas?

—Sólo tenemos cuatro hombres en el puesto y no es bastante —dijo el teniente—. Porque, además, tiene que quedarse un guardia aquí, cuidando la comisaría.

Don Fabio guiñó un ojo con picardía, pero si el nuevo ministro era amigo de don julio, amigo. Había dado todas las facilidades y no iban a ir solos sino con soldados de la guarnición de Borja. Y ellos ya habían recibido la orden, teniente. El oficial bebió un trago, ah, y asintió sin entusiasmo: bueno, ése era otro cantar. Pero no se lo explicaba, y movía perplejamente la cabeza, ese asunto ahora era como la resurrección de Lázaro, don Fabio. Así andaban las cosas en nuestra patria, teniente, qué quería él, ese ministro demoraba y demoraba creyendo perjudicar sólo a don Julio, sin darse cuenta qué terrible daño les hacía a todos. Más valía tarde que nunca ¿no?

—Pero si ya no hay denuncias contra esos ladrones, don Fabio —dijo el teniente—. Si la última fue al poco tiempo de llegar yo a Santa María de Nieva, fíjese cuánto ha pasado.

¿Y eso qué importaba, teniente? No habría denuncias por este lado, pero sí por otro, y además, esos forajidos tenían que pagar su deuda, ¿les servía más cervecita? El sargento aceptó y, nuevamente, vació su vaso de un trago: no era por eso, gobernador, sino que a lo mejor hacían un viaje de balde, qué iban a estar los rateros ahí todavía. Y si se adelantaban las lluvias, cuánto tiempo podían quedarse enterrados en el monte. Nada, nada, sargento, tenían que estar en la guarnición de Borja dentro de cuatro días, y otra cosa que el teniente debía saber: éste era un asunto que don Julio se tomaba muy a pecho. Los forajidos le habían hecho perder tiempo y paciencia, algo que él no perdonaba. ¿No decía el teniente que soñaba con salir de aquí?, don Julio lo ayudaría si todo iba bien, la amistad de ese hombre valía oro, teniente, don Fabio lo sabía por experiencia.

—Ah, don Fabio —sonrió el oficial—, qué bien me conoce usted. Ya puso el dedo en la llaga.

—Y hasta el sargento saldrá beneficiado —replicó el gobernador, palmoteando feliz—. ¡Claro! ¿No les digo que don Julio y el nuevo ministro son amigos?

Estaba bien, don Fabio, harían lo que se pudiera. Pero que les convidara otra copita, para reaccionar, la noticia los había dejado medio atontados. Acabaron las cervezas y charlaron y bromearon en la fresca y olorosa penumbra, luego el gobernador los acompañó hasta la escalerilla y desde allí les hizo adiós. La bruma lo cubría todo ahora y, entre sus velos y danzas ambiguas, las cabañas y los árboles flotaban suavemente, se oscurecían y aclaraban, y había siluetas huidizas circulando por la plaza. Una voz menuda y tristona canturreaba a lo lejos.

—Primero a corretear tras las churres y ahora esto —dijo el sargento—. A mí no me hace gracia surcar el Santiago en esta época, va a ser una horrible moledera de huesos, mi teniente. ¿A quién va a dejar en el puesto?

—Al Pesado, que se cansa de todo —dijo el teniente—. Te hubiera gustado quedarte ¿no?

—Pero el Pesado tiene muchos años en la montaña —dijo el sargento—; eso da experiencia, mi teniente. ¿Por qué no el Chiquito, que es tan enclenque?

—El Pesado —dijo el teniente—. Y no pongas esa cara. A mí tampoco me gusta esta vaina, pero ya oíste al gobernador, de repente después de este viajecito cambia la suerte y salimos de aquí. Anda a llamar a Nieves y tráete a los otros a mi casa, para hacer el plan de trabajo.

El sargento quedó un momento inmóvil en la bruma, las manos en los bolsillos. Luego, cabizbajo, cruzó la plaza, pasó junto al embarcadero sumergido bajo una densa capa de vapor, se internó en la trocha y avanzó por un paisaje humoso y resbaladizo, cargado de electricidad y de graznidos. Cuando llegó frente a la cabaña del práctico, hablaba solo, sus manos estrujaban el quepí y sus polainas, su pantalón y su camisa tenían salpicaduras de barro.

—Qué milagro a estas horas, sargento —Lalita se escurría los cabellos, inclinada sobre la baranda; su rostro, sus brazos y su vestido chorreaban—. Pero pase, suba, sargento.

Indeciso, pensativo, siempre moviendo los labios, el sargento trepó la escalerilla, en la terraza dio la mano a Lalita y, cuando se volvió, Bonifacia estaba junto a él, también empapada. Su vestido color crudo se adhería a su cuerpo, sus cabellos húmedos ceñían su rostro como una toca, y sus ojos verdes miraban al sargento contentos, sin embarazo. Lalita exprimía el ruedo de su falda, ¿había venido a visitar a su alojada, sargento?, y gotitas transparentes rodaban sobre sus pies: ahí la tenía. Habían estado pescando y se habían metido al río con esta niebla, figúrese, no veían nada pero el agua estaba tibiecita, rica, y Bonifacia se adelantó: ¿traía comida? ¿Anisado? En vez de responder, Lalita lanzó una carcajada y entró a la cabaña.

—Te has hecho ver con el Pesado esta mañana —dijo el sargento—. ¿Por qué te hiciste ver? ¿No te dije que no quería?

—La está usted celando, sargento —dijo Lalita, desde la ventana, entre risas—. Qué le importa que la vean. ¿No querrá que la pobre se pase la vida escondiéndose, no?

Bonifacia escudriñaba el rostro del sargento, muy seria, y en su actitud había algo asustado y confuso. Él dio un paso hacia ella y los ojos de Bonifacia se alarmaron, pero no se movió y el sargento alzó un brazo, la tomó del hombro, chinita, no quería que hablara con el Pesado, y tampoco con ningún cristiano, señora Lalita.

—Yo no puedo prohibirle —dijo Lalita y Aquilino, que había aparecido en la ventana, se rió—. Y usted tampoco, sargento, ¿acaso es su hermano? Sólo siendo su marido podría.

—Yo no lo vi —tartamudeó Bonifacia—. Será mentira, no me habrá visto, diría nomás.

—No te humilles, no seas tonta —dijo Lalita—. Más bien dale celos, Bonifacia.

El sargento pegó a Bonifacia contra él, que nunca la viera con el Pesado mejor, y con dos dedos le levantó la barbilla, que nunca la viera con ningún hombre, señora, y Lalita lanzó otra carcajada y junto al rostro del Aquilino habían surgido otros dos. Los tres chiquillos se comían al sargento con los ojos y con ninguno la habría de ver, Bonifacia cogió la camisa del sargento y los labios le temblaban: se lo prometía.

—Eres tonta —dijo Lalita—. Cómo se ve que no conoces a los cristianos, sobre todo a los uniformados.

—Tengo que salir de viaje —dijo el sargento, abrazando a Bonifacia—. No volveremos antes de tres semanas, quizás un mes.

—¿Conmigo sargento? —Adrián Nieves, en calzoncillos, estaba en la escalerilla, sacudiéndose con la mano el cuerpo bruñido y huesoso—. No me diga que otra vez se escaparon las pupilas.

Y cuando volviera se casarían, chinita, y la voz se le quebró y se puso a reír como un idiota, mientras Lalita gritaba e irrumpía en la terraza, resplandeciente, los brazos abiertos y Bonifacia salía a su encuentro y se abrazaban. El práctico Nieves estrechó la mano del sargento que hablaba soltando gallos, don Adrián, es que se había emocionado un poco: quería que ellos fueran los padrinos, claro. Ya veía, señora Lalita, había caído en su trampa nomás y Lalita sabía desde el principio que el sargento era un cristiano correcto, que la dejara abrazarlo. Harían una gran fiesta, ya vería cómo lo festejarían. Bonifacia, aturdida, abrazaba al sargento, a Lalita, besaba la mano del práctico, cogía a los chiquillos en vilo, y ellos con mucho gusto serían los padrinos, sargento, que se quedara a comer esta noche. Los ojos verdes relampagueaban, y Lalita se harían su casa aquí al ladito, se entristecían, ellos los ayudarían, se alegraban y el sargento tenía que cuidársela mucho, señora, no quería que ella viera a nadie mientras él estuviera de viaje y Lalita por supuesto, ni a la puerta saldría, la amarrarían.

—¿Y adónde vamos ahora? —dijo el práctico—. ¿Otra vez con las madrecitas?

—Ojalá fuera eso —dijo el sargento—. Nos van a sacar el alma, don Adrián. Figúrese que llegó la orden. Nos vamos al Santiago, a buscar a los fascinerosos esos.

—¿Al Santiago? —dijo Lalita. Se había demudado, estaba rígida y boquiabierta y el práctico Nieves, apoyado en la baranda, examinaba el río, la bruma, los árboles. Los chiquillos continuaban revoloteando alrededor de Bonifacia.

—Con gente de la guarnición de Borja —dijo el sargento—. ¿Pero por qué se pusieron así? No hay peligro, vamos a ir muchos. Y a lo mejor esos rateros ya se murieron de viejos.

—Pintado vive allá abajo —dijo Adrián Nieves, señalando el río oculto por la niebla—. Conoce bien la región y es un práctico de los buenos. Hay que avisarle ahorita, a veces sale de pesca a estas horas.

—Pero cómo —dijo el sargento—. ¿Usted no quiere venir con nosotros, don Adrián? Son más de tres semanas, se sacará su buena platita.

—Es que estoy enfermo, con las fiebres —dijo el práctico—. Vomito todo y la cabeza me da vueltas.

—Pero, don Adrián —dijo el sargento—. No me diga eso, qué va a estar usted enfermo. ¿Por qué no quiere ir?

—Tiene las fiebres, se va a acostar ahora mismo —dijo Lalita—. Vaya rápido donde Pintado, sargento, antes que salga de pesca.

Y al anochecer ella escapó como él le dijo, bajó el barranco y Fushía por qué te demoraste tanto, rápido, a la lanchita. Se alejaron de Uchamala con el motor apagado, casi a oscuras, y él todo el tiempo ¿no te habrán visto, Lalita?, pobre de ti si te vieron, me estoy jugando el pescuezo, no sé por qué lo hago y ella, que iba de puntero, cuidado, un remolino y a la izquierda rocas. Por fin se refugiaron en una playa, escondieron la lancha, se tumbaron en la arena. Y él estoy celoso, Lalita, no me cuentes del perro de Reátegui, pero necesitaba una lancha y comida, nos esperan días amargos pero ya verás, saldré adelante, y ella, saldrás, yo te ayudaré, Fushía. Y él hablaba de la frontera, todos andarán diciendo se fue al Brasil, se cansarán de buscarme, Lalita, a quién se le va a ocurrir que me vine de este lado, si pasamos al Ecuador no hay problema. Y de repente desnúdate, Lalita, y ella me han de picar las hormigas, Fushía, y él aunque sea. Después llovió toda la noche y el viento arrebató el abrigo que los protegía y ellos se turnaban para espantar los zancudos y los murciélagos. Embarcaron al amanecer y hasta que aparecieron los rápidos el viaje fue bueno: un barquito y se escondían, un pueblo, un cuartel, un avión y se escondían. Pasó una semana sin lluvias; viajaban desde que salía el sol hasta que se iba y, para ahorrar las conservas, pescaban anchovetas, bagres. En las tardes buscaban una isla, un banco de arena, una playa y dormían protegidos por una fogata. Cruzaban los pueblos de noche, sin encender el motor, y él: dale, fuerza Lalita, y ella no me dan los brazos, hay mucha corriente, y él fuerza, carajo, que ya falta poco. Cerca de Barranca se dieron de cara con un pescador y comieron juntos y ellos estamos huyendo y él ¿puedo ayudarlos?, y Fushía queremos comprar gasolina, se me está acabando y él déme la plata, voy al pueblo y se la traigo. Tardaron dos semanas en pasar los pongos, luego se internaron por caños, cochas y aguajales, se extraviaron, se volcó la lancha dos veces, se acabó la gasolina y una madrugada Lalita, no llores, ya llegamos, mira, son huambisas. Se acordaban de él, creían que venía como otras veces a comprarles jebe. Les dieron una cabaña, comida, dos barbacoas y así pasaron muchos días. Y él ¿ves lo que te pasa por pegarte a mí?, mejor te hubieras quedado en Iquitos con tu madre y ella ¿si un día te matan, Fushía? Y él serás mujer de huambisa, andarás con las tetas al aire y te pintarás con añil, rupiña y achiote, te tendrán mascando yuca para hacer masato, fíjate lo que te espera. Ella lloraba, los huambisas se reían y él tonta, era broma, quizá seas la primera cristiana que han visto éstos, hace un montón de tiempo llegué hasta aquí con uno de Moyobamba y nos mostraron la cabeza de un cristiano que entró al Santiago buscando oro, ¿te da miedo?, y ella sí Fushía. Los huambisas les traían lonjas de chosca y majaz, bagres, yucas, una vez gusanos verdes y ellos vomitaron, de cuando en cuando un venado, una gamitana o un zúngaro. Él conversaba con ellos de la mañana a la noche y ella cuéntame, qué les preguntas, qué te dicen y él cosas, no te preocupes, la primera vez que vinimos con Aquilino los conquistamos con trago y vivimos seis meses con ellos, les traíamos cuchillos, telas, escopetas, anisado y ellos nos daban jebe, pieles y hasta ahora no puedo quejarme, eran mis clientes, son mis amigos, sin ellos ya estaría muerto, y ella sí pero vámonos, Fushía, ¿no está cerca la frontera? Y él mejores que los caucheros, Lalita, empezando por ese perro de Reátegui y si no fíjate cómo se portó conmigo, le hice ganar tanta plata y no quería ayudarme, es la segunda vez que los huambisas me salvan. Y ella pero cuándo pasamos al Ecuador, Fushía, ahorita comienzan las lluvias y ya no podremos. Y él dejó de hablar de la frontera y pasaba las noches sin dormir, sentado en la barbacoa, caminaba, hablaba solo, y ella qué te pasa, Fushía, déjame aconsejarte, para eso soy tu mujer y él silencio que estaba pensando. Y una mañana él se levantó, bajó a saltos el barranco y ella desde arriba no hagas eso, te lo imploro por el Cristo de Bagazán, santo, santo, y él siguió macheteando la lancha hasta desfondarla y hundirla y cuando subió al barranco traía los ojos contentos. ¿Ir al Ecuador sin ropas, sin plata y sin papeles? Una locura, Lalita, las policías se pasan la voz de un país al otro, sólo nos quedaremos un tiempito más, aquí me puedo hacer rico, todo depende de éstos y de que encuentre al Aquilino, es el hombre que nos hace falta, ven y te explico y ella qué has hecho, Fushía, Dios santo. Y él por aquí no vendrá nadie y cuando salgamos se habrán olvidado de mí y además tendremos plata para taparle la boca a cualquiera. Y ella Fushía, Fushía, y él tengo que encontrar al Aquilino y ella por qué la hundiste, no quiero morirme en el monte, y él so cojuda, había que borrar las huellas. Y un día partieron en una canoa, con dos remeros huambisas, en dirección al Santiago. Los escoltaban jejenes, lluvias de zancudos, el canto ronco de los trompeteros y en las noches, a pesar del fuego y de las mantas, los murciélagos planeaban sobre sus cuerpos y mordían en lugares blandos: los dedos del pie, la nariz, la base del cráneo. Y él nada de acercarse al río, por aquí hay soldados. Surcaban caños angostos, oscuros, bajo bóvedas de follaje hirsuto, lodazales pútridos, a veces lagunas erizadas de renacos, y también trochas que abrían los huambisas a machetazos, llevando la canoa al hombro. Comían lo que encontraban, raíces, tallos de jugo ácido, cocimientos de yerbas y un día cazaron una sachavaca, carne para una semana. Y ella no llego Fushía, ya no tengo piernas, me arañé la cara, y él falta poco. Hasta que apareció el Santiago y allí comieron chitaris que capturaban bajo las piedras del río y cocinaban al humo, y un armadillo cazado por los huambisas, y él ¿viste que llegamos, Lalita?, ésta es buena tierra, hay comida y todo está saliendo y ella me arde la cara, Fushía, te juro que ya no puedo. Hicieron campamento un día y después siguieron, Santiago arriba, deteniéndose a dormir y a comer en poblados huambisas de dos, tres familias. Y, una semana más tarde, abandonaron el río y durante horas navegaron por un caño estrecho donde no entraba el sol y tan bajo que sus cabezas tocaban el bosque. Salieron y él Lalita, la isla, mírala, el mejor sitio que existe, entre el monte y los pantanos, y antes de desembarcar hizo que los huambisas dieran vueltas por todo el contorno y ella ¿vamos a vivir aquí? Y él está oculta, en todas las orillas hay bosque alto, esa punta está bien para el embarcadero. Desembarcaron y los huambisas revolvían los ojos, mostraban los puños, gruñían y Lalita qué les pasa, Fushía, de qué están rabiosos y él miedosos de porquería, quieren regresar, se han asustado de las lupunas. Porque en lo alto del barranco y a lo largo de toda la isla, como una compacta y altísima valla, había lupunas de troncos ásperos, hinchados de jorobas y grandes aletas rugosas que les servían de asiento. Y ella no los grites tanto, Fushía, van a enojarse. Estuvieron discutiendo, gruñéndose y gesticulando y por fin los convenció y entraron tras ellos a la maleza que cubría la isla. Y él ¿oyes Lalita?, está llena de pájaros, hay guacamayos, ¿no sientes?, y cuando hallaron un huacanhuí comiéndose una culebrita negra los huambisas chillaron y él perros miedosos y ella estás loco, si todo es bosque, Fushía, cómo vamos a vivir aquí, y él ¿crees que no pienso en todo?, aquí viví con Aquilino y aquí viviré de nuevo y aquí me haré rico, verás cómo cumplo. Regresaron al barranco, ella bajó a la canoa y él y los huambisas se internaron nuevamente y de repente por encima de las lupunas subió una columna de humo plomizo y comenzó a oler a quemado. Él y los huambisas volvieron corriendo, saltaron a la canoa, cruzaron la cocha y acamparon en la otra orilla, junto a la boca del caño. Y él cuando termine la quema habrá un claro grande, Lalita, que no llueva, y ella que no haya viento Fushía, que no se venga el fuego hasta aquí y se prenda el bosque. No llovió y el fuego duró casi dos días y ellos permanecieron en el mismo sitio, recibiendo el humo espeso, hediondo, de las lupunas y catahuas, las cenizas que iban y venían por el aire, mirando las llamas azules, filudas, las chispas que se estrellaban chasqueando en la cocha, oyendo cómo crujía la isla. Y él ya está, se quemaron los diablos, y ella no los provoques, son sus creencias, y él no me entienden y además se están riendo, los curé para siempre del miedo a las lupunas. El fuego iba limpiando la isla y despoblándola: de entre la humareda salían bandadas de pájaros y en las orillas aparecían maquisapas, frailecillos, shimbillos, pelejos que chillando saltaban a los troncos y ramas flotantes; los huambisas entraban al agua, los cogían a montones, les abrían la cabeza a machetazos y él qué banquete se están dando, Lalita, ya se les pasó la furia y ella yo también quiero comer, aunque sea carne de mono, tengo hambre. Y cuando volvieron a la isla había varios claros, pero el barranco seguía intacto y en muchos lugares sobrevivían reductos de bosque cerrado. Comenzaron el desmonte, todo el día lanzaban a la cocha troncos muertos, aves carbonizadas, culebras, y él dime que estás contenta y ella estoy, Fushía, y él ¿crees en mí? Y ella sí. Y luego quedó un sector de tierra plana y los huambisas cortaron árboles y unieron las rajas de madera con bejucos y él fíjate, Lalita, es como una casa y ella no tanto pero mejor que dormir en el monte. Y a la mañana siguiente, cuando despertaron, un páucar hacía su nido delante de la cabaña, sus plumas negras y amarillas relucían entre la hojarasca y él buena suerte, Lalita, ese pájaro es sociable, si vino es porque sabe que aquí nos quedamos.

Y ese mismo sábado unos vecinos recuperaron el cadáver y, envuelto en una sábana, lo llevaron al rancho de la lavandera. El velorio congregó a muchos hombres y mujeres de la Gallinacera en el solar de Juana Baura y ésta lloró toda la noche, una y otra vez besó las manos, los ojos, los pies de la muerta. Al amanecer unas mujeres sacaron a Juana de la habitación y el padre García ayudó a instalar los restos en el ataúd comprado por colecta popular. Ese domingo el padre García ofició la misa en la capilla del Mercado, y encabezó el cortejo fúnebre, y del cementerio regresó a la Gallinacera junto a Juana Baura: los vecinos lo vieron cruzar la plaza de Armas rodeado de mujeres, pálido, los ojos fulminantes, los puños crispados. Mendigos, lustrabotas, vagabundos se sumaron al cortejo y al llegar al Mercado éste ocupaba todo el ancho de la calle. Allí, subido en una banca, el padre García comenzó a vociferar y, en el contorno, se abrían puertas, las placeras abandonaban sus puestos para oírlo y a dos municipales que trataban de despejar el lugar los insultaron y los apedrearon. Los gritos del padre García se oían en el camal y, en La Estrella del Norte, los forasteros callaron, sorprendidos: ¿de dónde venía ese rumor, adónde iban tantas mujeres? Secreta, femenina, pertinaz corría una voz por la ciudad y, mientras tanto, bajo un cielo de turbios gallinazos, el padre García seguía hablando. Vez que callaba, se oía chillar a Juana Baura, arrodillada a sus pies. Entonces las mujeres comenzaron a agitarse sordamente, a murmurar. Y cuando llegaron los guardias con sus varas de la ley, un mar embravecido les salió al paso, el padre García a la cabeza, iracundo, un crucifijo en la mano derecha, y cuando quisieron cerrar el camino a las mujeres, hubo lluvia de piedras, amenazas: los guardias retrocedían, se refugiaban en las casas, otros caían y el mar los embestía, sumergía, dejaba atrás. Así entraron las enfurecidas olas a la plaza de Armas, rugientes, encrespadas, armadas de palos y de piedras y, a su paso, caían las tranqueras de las puertas, se cerraban los postigos, los principales se precipitaban a la catedral y los forasteros, guarecidos en los pórticos, presenciaban atónitos el avance del torrente. ¿Había forcejeado con los guardias el padre García? ¿Lo habían agredido? Su sotana desgarrada mostraba un pecho flaco y lechoso, unos largos brazos huesudos. Llevaba siempre el crucifijo en alto y daba roncas voces. Y así pasó el torrente por La Estrella del Norte, salpicó piedras y los cristales de la cantina volaron en pedazos, y cuando las mujeres entraron al Viejo Puente, el añoso esqueleto crujió, se bamboleó como un beodo y, al franquear el Río Bar y pisar Castilla, muchas mujeres tenían ya antorchas en las manos, corrían y de las bocas de las chicherías salían gentes, más rugidos, más antorchas. Llegaron al arenal y creció una polvareda, un gigantesco trompo ingrávido, dorado, y en el corazón de la espiral se divisaban rostros de mujeres, puños, llamas.

Replegada bajo la nívea, cegadora claridad del mediodía, cerradas sus puertas y sus ventanas, la Casa Verde parecía una mansión desierta. Los muros vegetales centellaban dulcemente en la resolana, se esfumaban en las esquinas con una especie de timidez y, como en un venado herido, en la quietud del local había algo indefenso, dócil, temeroso, ante la multitud que se acercaba. El padre García y las mujeres llegaron a las puertas, el griterío cesó y hubo una súbita inmovilidad. Pero entonces se escucharon los chillidos y, al igual que las hormigas desertan sus laberintos cuando el río los anega, surgieron las habitantas, empujándose y aullando, pintarrajeadas, a medio vestir, y la palabra del padre García se elevó, tronó sobre el mar y, entre las olas y los tumbos, tentáculos innumerables se alargaban, atrapaban a las habitantas, las derribaban y en el suelo las golpeaban. Y, luego, el padre García y las mujeres inundaron la Casa Verde, la colmaron en unos segundos y, desde el interior, provenía un estruendo de destrucción: estallaban vasos, botellas, se quebraban mesas, se rasgaban sábanas, cortinas. Desde el primer piso, el segundo y el torreón, comenzó un minucioso diluvio doméstico. Por el aire calcinado volaban macetas, bacinicas, lavadores desportillados y bateas, platos, colchones despanzurrados, cosméticos y una salva de vítores saludaba cada proyectil que describía una parábola y se clavaba en el arenal. Ya muchos curiosos, y aun mujeres, se disputaban los objetos y las prendas y había encontrones, disputas, violentísimos diálogos. En medio del desorden, magulladas, sin voz, temblando todavía, las habitantas se ponían de pie, caían unas en brazos de otras, lloraban y se consolaban. La Casa Verde ardía: púrpuras, agudas, dislocadas se veían las llamas dentro del humo ceniciento que ascendía hacia el cielo piurano en lentos remolinos. La muchedumbre comenzó a retroceder, los gritos fueron amainando; por las puertas de la Casa Verde, las invasoras y el padre García abandonaban el local a la carrera, sacudidos de tos, llorando de humo.

Desde la baranda del Viejo Puente, el Malecón, las torres de las iglesias, los techos y balcones, racimos de personas contemplaban el incendio: una hidra de cabezas encarnadas y celestes crepitando bajo un toldo negruzco. Sólo cuando el esbelto torreón se desplomó y hacía rato que, impulsados por una brisa ligera, llovían sobre el río carbones, astillas y cenizas, aparecieron los guardias y municipales. Se mezclaron con las mujeres, impotentes y tardíos, confusos y fascinados como los demás por el espectáculo del fuego. Y, de repente, hubo codazos, movimientos, mujeres y mendigos susurraban, decían «ya viene, ahí viene».

«Venía por el Viejo Puente: gallinazas y curiosos se volvían a mirarlo, se apartaban de su camino, nadie lo detenía y él avanzaba, rígido, los cabellos alborotados, la cara sucia, increíblemente espantados los ojos, la boca trémula. Lo habían visto la víspera, bebiendo en una chichería mangache en la que apareció al atardecer, el arpa bajo el brazo, lloroso y lívido. Y allí pasó la noche, canturreando entre hipos. Los mangaches se le acercaban, ¿cómo ha sido, don Anselmo?, ¿qué ha pasado?, ¿cierto que usted se vivía con la Antonia?, ¿que la tenía en la Casa Verde? ¿Cierto que ha muerto?». Él gemía, se quejaba y por fin rodó al suelo, borracho. Durmió y al despertar pidió más trago, siguió bebiendo, pellizcando el arpa, y así estaba cuando un churre entró a la chichería: «¡La Casa Verde, don Anselmo! ¡Se la están quemando! ¡Las gallinazas y el padre García, don Anselmo!».

En el Malecón, unos hombres y mujeres le salieron al encuentro, «tú te robaste a la Antonia, tú la mataste», y le desgarraron la ropa y cuando huía le lanzaron piedras. Sólo en el Viejo Puente comenzó a gritar y a implorar y la gente es un cuento, tiene miedo de que la linchen, pero él seguía clamando y las asustadas habitantas con la cabeza que sí, que era cierto, que a lo mejor estaba adentro. Él se había hincado en el arenal, suplicaba, ponía de testigo al cielo y, entonces, brotó una especie de malestar entre la gente, los guardias y municipales interrogaban a las gallinazas, surgían voces contradictorias, ¿y si era cierto?, que fueran a ver, que se movieran, que llamaran al doctor Zevallos. Envueltos en crudos mojados, unos mangaches se zambulleron en el humo y emergieron instantes después, sofocados, derrotados, no se podía entrar, era el infierno ahí dentro. Hombres, mujeres, hostigaban al padre García, ¿y si era verdad?, padre, padre, Dios lo castigaría. Él miraba a unos y a otros como ensimismado, don Anselmo se debatía entre los guardias, que le dieran un crudo, él entraría, que se apiadaran. Y cuando apareció Angélica Mercedes y todos comprobaron que era cierto, que allí estaba, indemne, en los brazos de la cocinera, y vieron cómo el arpista se emocionaba, agradecía al cielo, y besaba las manos de Angélica Mercedes, muchas mujeres se enternecieron. En alta voz compadecían a la criatura, consolaban al arpista, o se encolerizaban contra el padre García y le hacían reproches. Estupefacta, aliviada, conmovida, la muchedumbre rodeaba a don Anselmo, y nadie, ni las habitantas, ni las gallinazas, ni los mangaches miraban ya la Casa Verde, la hoguera que la consumía y que ahora la puntual lluvia de arena comenzaba a apagar, a devolver al desierto donde había, fugazmente, existido.

Los inconquistables entraron como siempre: abriendo la puerta de un patadón y cantando el himno: eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo chupar, sólo timbear, eran los inconquistables y ahora iban a culear.

—Sólo te puedo contar lo que se oyó esa noche, muchacha —dijo el arpista—; te habrás dado cuenta que casi no veo. Eso me libró de la policía, a mí me dejaron tranquilo.

—Ya está caliente la leche —dijo la Chunga, desde el mostrador—. Ayúdame, Selvática.

La Selvática se levantó de la mesa de los músicos, fue hacia el bar y ella y la Chunga trajeron una jarra de leche, pan, café en polvo y azúcar. Las luces del salón estaban encendidas aún, pero el día entraba ya por las ventanas, caliente, claro.

—La muchacha no sabe cómo fue, Chunga —dijo el arpista, bebiendo su leche a sorbitos—. Josefino no le contó.

—Le pregunto y cambia de conversación —dijo la Selvática—. Por qué te interesa tanto, dice, no sigas que me da celos.

—Además de sinvergüenza, hipócrita y cínico —dijo la Chunga.

—Sólo había dos clientes cuando entraron —dijo el Bolas—. En esa mesa. Uno de ellos era Seminario.

Los León y Josefino se habían instalado en el bar y gritaban y brincaban, muy disforzados: te queremos Chunga Chunguita, eres nuestra reina, nuestra mamita, Chunga Chunguita.

—Déjense de cojudeces y consuman, o se mandan mudar —dijo la Chunga. Se volvió a la orquesta—: ¿Por qué no tocan?

—No podíamos —dijo el Bolas—. Los inconquistables hacían una bulla salvaje. Se los notaba contentísimos.

—Es que esa noche estaban forrados de billetes —dijo la Chunga.

—Mira, mira —el Mono le mostraba un abanico de libras y se chupaba los labios—. ¿Cuánto calculas?

—Qué angurrienta eres, Chunga, qué ojos has puesto —dijo Josefino.

—Seguro que es robado —repuso la Chunga—. ¿Qué les sirvo?

—Estarían tomados —dijo la Selvática—. Siempre les da por hacer chistes y cantar.

Atraídas por el ruido, tres habitantas aparecieron en la escalera: Sandra, Rita, Maribel. Pero, al ver a los inconquistables, parecieron defraudadas, abandonaron sus gestos orondos y se oyó la gigantesca carcajada de la Sandra, eran ellos, qué ensarte, pero el Mono les abrió los brazos, que vinieran, que pidieran cualquier cosa, y les mostró los billetes.

—También sírveles algo a los músicos, Chunga —dijo Josefino.

—Muchachos amables —sonrió el arpista—. Siempre andan convidándonos. Yo conocí al padre de Josefino, muchacha. Era lanchero y cruzaba las reses que venían de Catacaos. Carlos Rojas, tipo muy simpático.

La Selvática llenó de nuevo la taza del arpista y le echó azúcar. Los inconquistables se sentaron en una mesa con la Sandra, la Rita y la Maribel y recordaban una partida de póquer que acababan de disputar en el Reina. El Joven Alejandro bebía su café con aire lánguido: eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo chupar, sólo timbear, eran los inconquistables y ahora iban a culear.

—Les ganamos limpiamente, Sandra, te juro. Nos ayudaba la suerte.

—Escalera real tres veces seguidas, ¿alguien ha visto cosa igual?

—Les enseñaban la letra a las muchachas —dijo el arpista, con voz risueña y benévola—. Y después se vinieron donde nosotros, para que les tocáramos su himno. Por mí lo haría, pero pídanle permiso primero a la Chunga.

—Y tú nos hiciste señas que sí, Chunga —dijo el Bolas.

—Estaban consumiendo como nunca —explicó la Chunga a la Selvática—. Por qué no les iba a dar gusto.

—Así comienzan a veces las desgracias —dijo el joven, con un gesto melancólico—. Por una canción.

—Canten, para pescar la música —dijo el arpista—. A ver, Joven, Bolas, abran bien las orejas.

Mientras los inconquistables coreaban el himno, la Chunga se balanceaba en su mecedora como una apacible ama de casa, y los músicos seguían el compás con el pie y repetían la letra entre dientes. Después, todos cantaron a voz en cuello, con acompañamiento de guitarra, arpa y platillos.

—Se acabó —dijo Seminario—. Basta de cantitos y de groserías.

—Hasta entonces no había hecho caso de la bulla y estuvo muy pacífico, conversando con su amigo —dijo el Bolas.

—Yo lo vi pararse —dijo el Joven—. Como una furia, creí que se nos echaba encima.

—No tenía voz de borracho —dijo el arpista—. Le hicimos caso, nos callamos, pero él no se calmaba. ¿Desde qué hora estaba aquí, Chunga?

—Desde temprano. Se vino de frente de su hacienda, con botas, pantalón de montar y pistola.

—Un toro de hombre ese Seminario —dijo el joven—. Y una mirada maligna. Más fuerte eres, más malo eres.

—Gracias, hermano —dijo el Bolas.

—Tú eres la excepción, Bolas —dijo el joven—. Cuerpo de boxeador y almita de oveja, como dice el maestro.

—No se ponga así, señor Seminario —dijo el Mono—. Sólo cantábamos nuestro himno. Permítanos invitarle una cerveza.

—Pero él estaba de malas —dijo el Bolas—. Se había picado por algo y buscaba pelea.

—¿Así que ustedes son los gallitos que arman líos por calles y plazas? —dijo Seminario—. ¿A que no se meten conmigo?

Rita, Sandra y Maribel se alejaban de puntillas hacia el bar y el Joven y el Bolas escudaban con sus cuerpos al arpista que, sentado en su banquito, la expresión tranquila, se había puesto a ajustar las clavijas del arpa. Y Seminario seguía, él también era un pendejo, contoneándose, y sabía divertirse, golpeándose el pecho, pero trabajaba, se rompía los lomos en su tierra, no le gustaban los vagabundos, corpulento y locuaz bajo la bombilla violeta, los muertos de hambre, esos que se dan de locos.

—Somos jóvenes, señor. No estamos haciendo nada malo.

—Ya sabemos que usted es muy fuerte, pero no es una razón para insultarnos.

—¿De veras que una vez levantó en peso a un catacaos y lo tiró a un techo? ¿De veras, señor Seminario?

—¿Se le rebajaban tanto? —dijo la Selvática—. No me lo creía de ellos.

—Qué miedo me tienen —reía Seminario, aplacado—. Cómo me soban.

—A la hora de la hora, los hombres siempre se despintan —dijo la Chunga.

—No todos, Chunga —protestó el Bolas—. Si se metía conmigo, yo le respondía.

—Estaba armado y los inconquistables tenían razón de asustarse —sentenció el joven, suavemente—: El miedo es como el amor, Chunga, cosa humana.

—Te crees un sabio —dijo la Chunga—. Pero a mí me resbalan tus filosofías, por si no lo sabes.

—Lástima que los muchachos no se fueran en ese momento —dijo el arpista.

Seminario había vuelto a su mesa, y también los inconquistables, sin rastros de la alegría de un momento atrás: que se emborrachara y vería, pero no, andaba con pistola, mejor aguantarse las ganas para otro día, ¿y por qué no quemarle la camioneta?, estaba ahí afuerita, junto al Club Grau.

—Más bien salgamos y lo dejamos encerrado aquí y metemos fuego a la Casa Verde —dijo Josefino—. Un par de latas de kerosene y un fosforito bastarían. Como hizo el padre García.

—Ardería como paja seca —dijo José—. También la barriada y hasta el Estadio.

—Mejor quememos todo Piura —dijo el Mono—. Una fogata grandisisísima, que se vea desde Chiclayo. Todo el arenal se pondría retinto.

—Y caerían cenizas hasta en Lima —dijo José—. Pero, eso sí, habría que salvar la Mangachería.

—Claro, no faltaba más —dijo el Mono—. Buscaríamos la forma.

—Yo tenía unos cinco años cuando el incendio —dijo Josefino—. ¿Ustedes se acuerdan de algo?

—No del comienzo —dijo el Mono—. Fuimos al día siguiente, con unos churres del barrio, pero nos corrieron los cachacos. Parece que los que llegaron primero se robaron muchas cosas.

—Me acuerdo sólo del olor a quemado —dijo Josefino—. Y que se veía humo, y que muchos algarrobos se habían vuelto carbones.

—Vamos a decirle al viejo que nos cuente —dijo el Mono—. Le invitaremos unas cervezas.

—¿Acaso no era de mentiras? —dijo la Selvática—. ¿O estaban hablando de otro incendio?

—Cosas de los piuranos, muchacha —dijo el arpista—. Nunca les creas cuando te hablen de eso. Puros inventos.

—¿No está cansado, maestro? —dijo el Joven—. Van a ser las siete, podríamos irnos.

—Todavía no tengo sueño —dijo don Anselmo—. Que haga su digestión el desayuno.

Acodados en el mostrador, los inconquistables trataban de convencer a la Chunga: que lo dejara un ratito, qué le costaba, para conversar un poco, que la Chunga Chunguita no fuera malita.

—Todos lo quieren mucho a usted, don Anselmo —dijo la Selvática—. Yo también, me hace acordar de un viejecito de mi tierra que se llamaba Aquilino.

—Tan generosos, tan simpáticos —dijo el arpista—. Me llevaron a su mesa y me ofrecieron una cervecita.

Estaba transpirando. Josefino le puso un vaso en la mano, él se lo tomó de una vuelta y quedó boqueando. Luego, con su pañuelo de colores, se limpió la frente, las tupidas cejas blancas y se sonó.

—Un favor de amigos, viejo —dijo el Mono—. Cuéntenos lo del incendio.

La mano del arpista buscó el vaso y, en vez del suyo, atrapó el del Mono; lo vació de un trago. De qué hablaban, cuál incendio, y volvió a sonarse.

—Yo estaba churre y vi las llamas desde el Malecón. Y a la gente corriendo con crudos y baldes de agua —dijo Josefino—. ¿Por qué no nos cuenta, arpista? Qué le hace, después de tanto tiempo.

—No hubo ningún incendio, ninguna Casa Verde —afirmaba el arpista—. Invenciones de la gente, muchachos.

—¿Por qué se hace la burla de nosotros? —dijo el Mono—. Anímese, arpista, cuéntenos siquiera un poquito.

Don Anselmo se llevó dos dedos a la boca y simuló fumar. El joven le alcanzó un cigarrillo y el Bolas se lo encendió. La Chunga había apagado las luces del salón y el sol entraba en el local a chorros, por las ventanas y las rendijas. Había llagas amarillas en las paredes y en el suelo, la calamina del techo reverberaba. Los inconquistables insistían, ¿cierto que se chamuscaron unas habitantas?, ¿de veras fueron las gallinazas las que la incendiaron?, ¿él estaba adentro?, ¿lo hizo el padre García por pura maldad o por cosas de la religión?, ¿cierto que doña Angélica salvó a la Chunguita de morir quemada?

—Pura fábula —aseguraba el arpista—, tonterías de la gente para hacer rabiar al padre García. Deberían dejarlo en paz, al pobre viejo. Y ahora tengo que trabajar, muchachos, con permiso.

Se levantó y, a pasitos cortos, las manos adelante, regresó al rincón de la orquesta.

—¿Ven? Se hace el cojudo, como siempre —dijo Josefino—. Yo sabía que era por gusto.

—A esa edad se les ablanda el cerebro —dijo el Mono—, a lo mejor se ha olvidado de todo. Habría que preguntarle al padre García. Pero quién se atreve.

Y en eso se abrió la puerta y entró la ronda.

—Esos conchudos —murmuró la Chunga—. Venían a gorrearme trago.

—La ronda, es decir Lituma y dos cachacos más, Selvática —dijo el Bolas—. Caían por acá todas las noches.