Personajes
Catalina de Lancaster
Primera Princesa de Asturias, duquesa de Soria, señora de Molina, de Huete, de Atienza, de Coca y reina regente de Castilla en la minoría de edad de su hijo. Murió en Valladolid, el de 2 de junio de 1418.
Su hija, la infanta doña Catalina, no se separó de su lado. Su hijo don Juan trasladó su residencia a Simancas para estar cerca de su madre.
Su otra hija, la infanta doña María, reina de Aragón, lloró en la distancia la pérdida de su madre.
Dicen las crónicas que en el momento de su muerte doña Catalina estaba acompañada de sus hijos, de don Álvaro de Luna, del infante don Enrique, de don Alfonso Enríquez, almirante mayor de Castilla, del arzobispo de Toledo don Sancho de Rojas y otros renombrados caballeros.
La reina no pudo concertar las bodas de sus dos hijos, como ella deseaba. La muerte de su hermanastra, doña Felipa de Lancaster, reina de Portugal, retrasó las negociaciones en las que Catalina tanto confiaba.
Tampoco pudo ver la coronación oficial de su hijo como rey de Castilla, porque cuando ella falleció, don Juan no había cumplido los catorce años.
Sí continuó hasta el último momento ocupándose de las cuestiones del reino, especialmente de sus relaciones con el exterior.
También dispuso de tiempo suficiente para adoptar una postura clara con el tema del Cisma de la Iglesia, que en noviembre del año 1417 dio por finalizada la división, al elegir el Concilio de Constanza a Martín V. Catalina, a pesar de que su buen amigo Pedro Martínez de Luna, Benedicto XIII, encerrado en Peñíscola, se negaba a renunciar al solio pontificio, decidió ponerse bajo la obediencia del nuevo papa Martín V. Así lo manifestaba en una carta escrita desde Valladolid.
Dos días antes de morir, el 31 de mayo, Catalina dictaba su testamento ante el escribano de cámara Sancho Romero y, como era su intención, deja sus bienes de carácter privado a sus tres hijos, sin especificar partes y disponía que si alguno de ellos fallecía sin sucesión los bienes heredados pasarían a los otros hermanos.
No se olvidó en su testamento de Inés de Torres. Ni un solo recuerdo para Leonor López de Córdoba.
La reina doña Catalina de Lancaster fue enterrada según su deseo en una de las capillas de la iglesia de Santa María de Toledo, al lado de su marido.
Su epitafio dice:
Aquí yace la muy católica y esclarecida señora reina doña Catalina de Castilla y León […]. Nieta de los justicieros reyes, el rey Aduarte de Inglaterra y del rey don Pedro de Castilla; por lo cual es paz y concordia puesta para siempre.
Infanta doña María, reina de Aragón
La mayor de las hijas de Catalina de Lancaster y Enrique III, fue jurada como Princesa de Asturias. Ostentó el título hasta el día en que su hermano, don Juan, fue reconocido como tal.
Se casó con su primo Alfonso de Trastámara, que a la muerte de su padre, Fernando de Antequera, se convirtió en rey de Aragón.
A pesar de que su delicada salud la obligó a ausentarse en determinados momentos de actos importantes, María fue una excelente reina, el apoyo seguro y firme que su esposo, el rey Alfonso V, conocido como el Magnánimo, necesitaba para poder dedicarse a sus posesiones en Italia.
María nunca consiguió tener descendencia. En un principio, probablemente por un retraso derivado de su propia constitución —no se desarrolló como mujer hasta los diecisiete años— cuando ya llevaba más de dos de matrimonio. Pero su falta de descendencia estuvo motivada, sobre todo, por la ausencia de su marido que un día de 1432 se embarcó para Nápoles y nunca más se volvieron a ver. Vivieron separados más de veinticinco años.
Nunca gozó del amor de su marido, que buscó consuelo en otras mujeres, algo que doña María soportó con gran dolor y no con total resignación, ya que se conocen determinadas reacciones de la reina al descubrir la identidad de las amantes de su marido.
María se dedicó especialmente a Cataluña, donde aún perdura el recuerdo de su buen hacer.
Poco antes de que muriera su hermano, el rey de Castilla, María consiguió firmar la paz con él.
La infanta doña María era la más delicada de los tres hermanos; sin embargo, fue la que más vivió de toda la familia.
Falleció en septiembre de 1458, unos meses después de que lo hubiera hecho su marido en Nápoles.
A su muerte, el reino de Aragón pasó a manos de su cuñado, el infante don Juan. Del gobierno de Nápoles y otras posesiones en Italia se ocupó uno de los hijos naturales de su marido.
Doña María fue sepultada en el monasterio de la Santísima Trinidad de Valencia, que ella había fundado y en el que pasaba largas temporadas acompañando a las monjas clarisas, congregación a la que había encomendado el convento. Una de estas monjas, sor Isabel de Villena, que fue abadesa de la Trinidad, es la importante escritora cuya Vita Christi contiene diversos alegatos en defensa de las mujeres. Isabel de Villena, en el siglo, Leonor Manuel, era hija del polémico escritor Enrique de Villena. Huérfana desde los cuatro años, fue cuidada y educada como una auténtica princesa por la reina doña María que la llevó a su corte de Valencia.
Infanta doña Catalina
Doña Catalina, la segunda hija de los reyes Catalina de Lancaster y Enrique III, se casó con su primo el infante don Enrique, maestre de Santiago.
Su hermano don Juan II, ya proclamado rey de Castilla y gobernando en solitario, decidió aceptar la negociación con su primo el infante don Enrique entregándole a su hermana para que se casase con ella.
Catalina llevó una existencia un tanto azarosa, teniendo que sufrir una gran inestabilidad debido a los continuos enfrentamientos de su marido con su hermano, el rey de Castilla, y con el valido de este, don Álvaro de Luna. En este ir y venir de la corte castellana y mientras su marido permanece en prisión, Catalina pasará bastante tiempo refugiada con su hermana doña María en el reino de Aragón.
Catalina, que no tuvo hijos vivos, murió de un mal parto en 1439. Tenía treinta y seis años.
Juan II, rey de Castilla
En marzo de 1419 es declarado mayor de edad. Y desoyendo los consejos de su madre, la desaparecida reina Catalina, decide casarse en agosto de 1420 con su prima, la Trastámara María de Aragón.
En este primer matrimonio Juan II tuvo cuatro hijos. Cumplió lo prometido a su madre y su primogénita se llamó como ella, Catalina. Después nacieron Leonor, Enrique y María.
Muerta, María de Aragón, en 1445, Juan II se casa, dos años después, en 1447 en Madrigal de las Altas Torres, con la portuguesa Isabel de Avis que era nieta de Felipa de Lancaster. Con su segunda mujer tendrá otros dos hijos: Alfonso e Isabel.
Juan II no poseía un carácter fuerte, sino todo lo contrario y esto contribuía a que fuera muy difícil para él la tarea de gobernar con firmeza.
Fue un gran amante de la música y la poesía. El cancionero de Baena, en el que se incluyen poemas de cincuenta y seis autores, fue recopilado para el monarca por el converso Juan Alfonso de Baena.
En su corte se dieron citas trovadores y juglares.
No fue el suyo un reinado pacífico por causa de la amenaza constante de sus primos los infantes de Aragón. Reinó siempre apoyado en don Álvaro de Luna, al que convirtió en condestable de Castilla. Pero un día del año 1453, después de haber estado juntos durante más de treinta y cinco años, Juan II no encuentra fuerzas ni el valor necesario para defender a su hombre de confianza, y presionado por su esposa, Isabel de Portugal, que odia al condestable, y por el sector de la nobleza hostil a don Álvaro, permite que este sea detenido. Un mes más tarde, el rey firma la orden para que el condestable de Castilla, don Álvaro de Luna, sea ejecutado en la plaza pública de Valladolid.
Cuentan las crónicas que el monarca nunca pudo recuperarse del remordimiento y el dolor que le supuso la desaparición de su amigo y consejero, al que había abandonado de forma cobarde y cruel.
Al año siguiente, en julio de 1454, muere Juan II. Le sucedió su hijo Enrique, que pasaría a la historia como Enrique IV el Impotente.
Es probable que el hijo de Catalina de Lancaster hubiese sido mucho más feliz si la vida no le hubiera deparado el cargo de rey, porque como él mismo repetía poco antes de morir:
Naciera yo hijo de labrador y fuera
fraile del Abrojo, que no rey de Castilla
Alfonso V el Magnánimo, rey de Aragón y Nápoles
Era hijo de Fernando de Antequera y de Leonor de Alburquerque. A la muerte de su padre en 1416 se convirtió en rey de Aragón. Sería el segundo monarca de la casa de Trastámara en Aragón. Estaba casado con su prima, María de Castilla, hija de Catalina de Lancaster y Enrique III.
Siempre contó con el apoyo de su mujer para gobernar el reino en la península Ibérica, mientras él se ocupaba de las posesiones italianas.
La historia no lo trata mal y es considerado por muchos analistas como un monarca renacentista. Conquistó Nápoles y se enfrentó al avance turco en los Balcanes.
Alfonso V muere en Italia en 1458. Allí pasó los últimos veintiséis años de su vida.
Al morir sin descendencia legítima, el reino de Aragón fue heredado por su hermano el infante don Juan.
Legó Nápoles a su hijo natural, Ferdinando, que se convirtió en Ferdinando I, rey de Nápoles.
Infante don Enrique
Hijo de Fernando de Antequera, rey de Aragón y de Leonor de Alburquerque. Es, sin duda alguna, el más belicoso de los conocidos como infantes de Aragón, que tanto lucharon por hacerse con el poder en Castilla. También es verdad que fue el único infante sin corona. Dedicó toda su vida a luchar contra su primo, el rey de Castilla Juan II, y especialmente contra el valido de este, Álvaro de Luna.
Gran maestre de la Orden de Santiago, el infante Enrique consiguió de Juan II autorización para casarse con la infanta Catalina, hermana del monarca.
Al quedarse viudo en 1439, se casa con Beatriz Pimentel, hija del conde de Benavente, con la única finalidad de afianzar sus alianzas con la aristocracia castellana en contra del condestable Álvaro de Luna.
Muere en 1445 como consecuencia de una herida recibida en la batalla de Olmedo a manos de Álvaro de Luna.
Infante don Juan, rey de Navarra y de Aragón
Don Juan es otro de los conocidos infantes de Aragón. Hijo de Fernando de Antequera y de Leonor de Alburquerque. Colabora con su hermano Alfonso y con su cuñada y prima María en el gobierno de Aragón, hasta que se casa con Blanca, reina de Navarra, viuda de Martín el joven.
A pesar de la oposición de los navarros, Juan ocupa el trono como Juan I y se consolida en él, convirtiéndolo en base de sus luchas con Castilla, en ocasiones apoyando a su hermano el infante don Enrique y otras oponiéndose a él.
A la muerte de su mujer, ocurrida en 1441, se niega a que su hijo Carlos, príncipe de Viana, herede la corona como le correspondía, y sigue en el trono, enfrentándose a una complicada guerra dinástica.
Más tarde, se casa con la castellana Juana Enríquez.
En 1458 heredará, a la muerte de su hermano Alfonso, el reino de Aragón. Se convertirá así en Juan II, tercer rey Trastámara en la corona aragonesa.
De su matrimonio con Juana Enríquez nacerá un hijo, Fernando, que será su sucesor y pasará a la historia como Fernando el Católico.
El infante don Juan, Juan I de Navarra y II de Aragón falleció en 1479.
Leonor de Alburquerque
A la muerte de su marido, Fernando de Antequera, Leonor decidió regresar a Castilla para controlar desde Medina del Campo —que era de su propiedad— los intereses de sus hijos en Castilla. Muy unida a todos ellos, pero de forma especial a su primogénito, Alfonso V, rey de Aragón, Leonor se convertirá en la persona de confianza de su hijo para apoyar o no a sus hermanos que, en muchas ocasiones, no dudarán en enfrentarse entre sí.
Mujer fuerte y de gran valía, Leonor de Alburquerque, madre de los infantes de Aragón, decide retirarse a un convento durante los últimos años de su vida.
Álvaro de Luna
Valido del rey Juan II y condestable de Castilla.
Para unos, Álvaro de Luna fue una persona ambiciosa y sin escrúpulos. Para otros, defensor del poder real y sincero valedor de los intereses de Castilla y de su rey. Para todos, un político excepcional, un valiente soldado, galante caballero, culto prosista y poeta.
Auténtico protagonista de la historia castellana durante el reinado de Juan II, que nada podía hacer sin él, pero que debido a las presiones de diversos sectores de la nobleza tuvo a bien desterrar en varias ocasiones a su hombre de confianza, aunque después de un tiempo tendría que volver a rogarle que acudiera a ponerse a su servicio.
Juan II pedía a su valido que regresara a su lado en la corte, casi siempre a instancias de los mismos personajes que habían influido en él para que lo mandara al exilio.
Don Álvaro aceptaba, pero siempre consolidando su posición, propiedades y cargos. En el momento más dulce de su carrera, don Álvaro es condestable de Castilla, maestre de Santiago, conde de Santiesteban, duque de Trujillo y señor de más de sesenta villas.
Después de la batalla de Olmedo en la que consigue un importante y definitivo triunfo sobre las pretensiones en Castilla de los infantes de Aragón, comenzará su auténtico declive.
Isabel de Portugal, la segunda mujer de Juan II, no le tiene ninguna simpatía; tampoco al heredero, el futuro Enrique IV parece gustarle don Álvaro y sobre todo constituye un estorbo para las ambiciones de Juan Pacheco, marqués de Villena.
El hombre de confianza del rey es detenido en Burgos en 1453. Ante la pasividad del monarca, es sometido a un juicio rápido y condenado a morir en el cadalso. Su cadáver es sepultado en una fosa común destinada a los criminales.
Sus descendientes consiguieron rehabilitar su memoria. En 1658 el Consejo de Castilla le declaró inocente y libre de toda culpa de las imputaciones que se le habían hecho y por las que había sido condenado.
Sus restos pudieron ser recuperados y trasladados a la catedral de Toledo donde reposan en la conocida capilla del Condestable.
Álvaro de Luna se casó dos veces, primero con Elvira de Portocarrero. Más tarde con Juana Pimentel. Tuvo varios hijos en los dos matrimonios y fuera de ellos.
Es autor de un buen número de poesías y del libro Virtuopsas e claras mugeres.
Leonor López de Córdoba
Era hija de Martín López de Córdoba y de Sancha Carrillo, personas muy cercanas al rey Pedro I, en cuya corte nació Leonor hacia 1362. Su padre fue gran maestre de las órdenes de Calatrava y Alcántara.
Leonor López de Córdoba pasó a la historia no solo como valida de la reina Catalina de Lancaster sino por ser la autora de la primera autobiografía que se conoce en lengua castellana.
Las memorias o autobiografía de Leonor López de Córdoba constituyen el relato, a veces desgarrador, de una mujer que ha sufrido mucho. Solo son unos nueve folios. En ellos la autora cuenta los acontecimientos que marcaron los primeros cuarenta años de su vida.
A su muerte, en 1423, Leonor dejó sus memorias en los archivos de la iglesia de San Pablo de Córdoba. Quiso que esta institución fuera la guardiana de su verdad, la encargada de preservarla para la historia.
El documento original ha desaparecido con el transcurso de los siglos, pero se ha localizado una copia de las mencionadas memorias en la Biblioteca Capitular y Colombina de Sevilla, que aparece catalogada como: Copia de un documento antiguo que se hallaba en el archivo de San Pablo de Córdoba.
Resulta curioso que en sus memorias Leonor no haga alusión a su paso por la corte, tal vez porque las escribió antes de vivir al lado de la soberana y más tarde no quiso ampliarlas o quizás prefiriera borrar de su vida aquella experiencia.
Aunque si nos atenemos a las razones que ella misma esgrime y que son las que la movieron a dictar sus memorias a un escribano, no resulta aventurado pensar que Leonor no deseaba que nadie recordara su etapa de valida porque en lugar destacado de las mismas, figura:
Dicto mis memorias para que la verdadera historia de mi vida permanezca en el recuerdo de quienes leyeran el relato. Lo cierto es que Leonor nunca recuperó el favor real… A pesar de ello dejó constancia de su fidelidad a la nieta de Pedro I, entregando a la iglesia de San Pablo una donación perpetua, para que dos veces al año se celebraran misas por la reina doña Catalina de Lancaster y su hijo el rey don Juan.
Inés de Torres
En la documentación histórica se conservan únicamente referencias escasas y esporádicas a este personaje. Aparece, por supuesto, el nombre de Inés de Torres en las crónicas de la época, en las que se alude a ella en tono despectivo y sobre todo para afear la conducta de la reina doña Catalina por rodearse de mujeres «incultas y livianas».
Su nombre también ha quedado reflejado en romances que cantan los amores de Inés de Torres con don Álvaro de Luna.
El dato seguro de su existencia y de su trabajo al lado de la reina, como camarera de la infanta Catalina, lo tenemos en el testamento de doña Catalina cuando dice:
Mando a Ynes de Torres tanta ración como han las otras duennas de la dicha ynfanta mi fija.
Enrique de Villena, el Nigromántico
Para muchos analistas, Enrique de Villena fue el escritor más interesante de su tiempo, y uno de los hombres más cultos. Íñigo López de Mendoza y Juan de Mena no dudan en alabar la obra de Villena.
Juan de Mena en su Laberinto de Fortuna escribió sobre él:
Aquel claro padre, aquel dulce fuente,
aquel que en el Castalao monte resuena,
es don Enrique señor de Villena,
honra de España y del siglo presente,
o intuyo, sabio, autor muy siente,
otra, y aun otra vegada yo lloro,
porque Castilla perdió tal tesoro,
no conocido delante la gente.
Perdió los tus libros, sin ser conocidos,
y como en exequias te fueron ya luego,
unos metidos al ávido fuego,
y otros sin orden no bien repartidos.
Otros lo consideraban una persona diabólica, experto en ciencias ocultas y aficionado en exceso a las artes mágicas, siendo calificado de brujo y conocido como el Nigromántico.
Personaje muy controvertido, Enrique de Villena, que era conde de Cangas y Tineo, dueño y señor de los castillos de Torralba y Cifuentes, se pasó unos cuantos años reivindicando su derecho a seguir desempeñando el maestrazgo de la Orden de Calatrava, del que le habían echado al morir su benefactor el rey Enrique III, pero todo resultó inútil.
Después de su muerte, ocurrida en 1434, el obispo Lope Barrientos, por orden del rey Juan II, mandó a la hoguera una parte importante de los libros de la biblioteca de Villena. A pesar de todo, se conoce buena parte de su obra.
El arte de trovar, Los trabajos de Hércules y El arte cisoria se encuentran entre sus escritos.
También realizó traducciones de importantes obras, entre las que destacan La Eneida de Virgilio y La Divina Comedia de Dante.
Maria de Albornoz
Era hija de Constanza de Castilla, sobrina del primer Trastámara Enrique II, y de Juan de Albornoz, séptimo señor de Albornoz.
María, octava señora de Albornoz, se casó en 1401 con Enrique de Villena el Nigromántico, del que se divorció al poco tiempo, alegando él impotencia.
Los móviles de aquella separación han sido interpretados de muy diferente manera a lo largo de la historia.
Después de la separación se sabe que María se fue a vivir al convento de Santa Clara, en Guadalajara, aunque en algunos textos se dice que pasados unos años y cuando su exmarido se encontraba totalmente arruinado volvieron a vivir juntos.
Es probable que haya sido así, aunque sorprende que en 1432 —posiblemente el año del fallecimiento de María— hace donación de las villas de Albornoz, Beteta, Torralba, Alcocer, Salmerón, Valdeolivas y otras que tenía en el obispado de Cuenca, al condestable Álvaro de Luna, pariente lejano suyo, y no a su exmarido Villena, que aún vivía. El rey Juan II no aprobó la cesión hasta 1438.
Abraham Benveniste
Abraham Benveniste era el gran rabino de Castilla.
Tras unos años difíciles para las comunidades judías de Castilla y Aragón, los nuevos monarcas de ambos reinos, Juan II y Alfonso V, respectivamente, dejaron sin efecto las leyes antijudías, favoreciendo la reconstrucción de las aljamas, posiblemente impulsados por intereses financieros.
Juan II, que se mostró defensor de los judíos, no dudó en distinguir con un cargo de gran responsabilidad a uno de los judíos de mayor prestigio de aquellos años: Abraham Benveniste, que fue nombrado tesorero del rey.
Una prueba de la relativa tolerancia que en aquellos momentos se respiraba la encontramos en la celebración en 1432 en la ciudad de Valladolid de un Gran Sínodo Rabínico.
En esta reunión, iniciativa de Benveniste, se dictaron las takanot (ordenanzas) con las que pretendían organizar la vida judía en las aljamas y castigar a los malsines (delatores) que tantos daños les causaban.
Vicente Ferrer
Vicente Ferrer nació en Valencia en 1350. A los diecisiete años decidió tomar el hábito de los dominicos, ingresando en el convento de Predicadores de Valencia.
Durante los cinco años siguientes profundizó sus estudios en Lérida, Barcelona y Toulouse. Pronto destacó como el más importante predicador de su época. Los sermones de Vicente Ferrer conmocionaron a las gentes, que, enfervorizadas, le seguían allí donde fuera.
Fue colaborador del papa Benedicto XIII que intentó ofrecerle cargos importantes dentro del gobierno de la iglesia en Aviñón que fray Vicente Ferrer rechazó.
Fiel defensor y seguidor de la obediencia al papa de Aviñón, Ferrer se inclinará al final por seguir la línea de unidad para toda la Iglesia que postula el Concilio de Constanza, y será él quien públicamente en Perpiñán lea el documento por el que la corona de Aragón retira su obediencia a Benedicto XIII.
En junio de 1455, después de un proceso de canonización en el que fueron interrogados alrededor de cuatrocientos testigos, el papa Calixto III canonizó a Vicente Ferrer.
Benedicto XIII
Pedro Martínez de Luna nació en Illueca, Zaragoza, en 1328. Desde muy niño su familia decidió que sería un hombre de iglesia.
Estudió en la Universidad de Montpellier y con el transcurso de los años sería profesor de derecho canónico en esta misma universidad.
Fue nombrado cardenal por el papa Gregorio XI, el pontífice anterior al Cisma, de ahí que Pedro de Luna afirmara que el único cardenal ordenado por un papa al que todos seguían era él.
Pedro de Luna siempre consideró que el cónclave celebrado a la muerte de Gregorio XI, en el que los cardenales fueron amenazados si no elegían un papa italiano, era nulo porque los prelados no habían votado libremente, sino atemorizados.
Lógicamente, el cardenal Luna se pone bajo la obediencia y trabaja a las órdenes del pontífice Clemente VII, con sede en Aviñón, que le nombra legado, y permanece a su lado durante más de quince años.
Cuando Clemente VII fallece, el cardenal Luna es elegido para sucederle, adoptando el nombre de Benedicto XIII.
Las relaciones del ahora papa de Aviñón, Benedicto XIII, con la corona francesa no fueron nunca especialmente buenas, ya que los monarcas franceses no veían con buenos ojos que un aragonés ocupara la máxima autoridad dentro de la Iglesia.
Sus años al frente del papado en Aviñón fueron complicados y convulsos. Al final, Benedicto XIII decidió fijar su sede en Peñíscola, un lugar que siempre le ofrecía la posibilidad de huir en caso de necesidad.
En Peñíscola permaneció cuando la cristiandad decidió poner fin al Cisma que desde hacía años dividía a los católicos, pero Benedicto XIII se negó a renunciar al cargo, asegurando que no podía reconocer más autoridad que la suya.
En Peñíscola recibió en 1418 a una comisión de prelados que acuden a verle con la finalidad de convencerle para que deje su cargo. El Concilio de Constanza ya había elegido como papa a Martín V. Pero Benedicto XIII vuelve a negarse.
De nada sirve que el rey de Aragón, Alfonso V el Magnánimo, le ofrezca cargos importantes dentro de la Iglesia aragonesa y también grandes sumas de dinero. Benedicto XIII está convencido de que él es el único papa y nadie le hará renunciar al solio pontificio. Se rodea de unos cuantos cardenales seguidores y permanece en el castillo de Peñíscola.
Tratando de dar fin a aquella situación molesta, el papa Martín V envía a su legado, el cardenal Alemany, que publica en Tortosa la sentencia del Concilio de Constanza contra Benedicto XIII.
El concilio ordena a cardenales y prelados que en el término de treinta días deben prestar obediencia a Martín V.
Pero todos los intentos resultan infructuosos. Benedicto XIII permanece inamovible. La historia cuenta que incluso hubo un intento de envenenarle para terminar con el problema. En este sentido, en los Anales de Zurita se puede leer:
Fue cosa pública y divulgada por los que eran devotos de don Pedro de Luna, que estando el Legado en Zaragoza, procuró se le diese veneno con que muriese, y aunque se le dio, vivió algunos años, y el legado murió antes. Pedro Martínez de Luna, Benedicto XIII, falleció en mayo de 1423 en el exilio de Peñíscola, donde vivió casi doce años.
Un año antes de morir, Benedicto XIII nombró todavía a cuatro cardenales que, cuando falleció el que ellos consideraban el papa verdadero, eligieron a un sucesor, el canónigo Gil Sánchez Muñoz, que adoptó el nombre de Clemente VIII. Indudablemente este fue un gesto para legitimar la postura del Papa Luna, porque, al poco tiempo, renunció a su cargo, reconociendo a Martín V como único y auténtico papa.