II

En enero de 1403 llegó el ansiado momento. Todos auguraban un varón, basándose en lo diferente que era este embarazo con respecto al anterior. Pero, se equivocaron y nació una niña, nuestra segunda hija.

Confieso mi desilusión al conocer el sexo del bebé que acababa de traer al mundo, aunque después, con ella en los brazos, acercara su carita a la mía, y mientras lloraba arrepentida, le aseguraba que jamás en mi cariño y dedicación notaría ningún tipo de discriminación.

Enrique se mostró amable y cariñoso, pero su decepción resultaba evidente. Él quiso que la recién nacida se llamara como yo. Era una niña preciosa y muy tranquila. Transmitía paz, todavía hoy lo sigue haciendo, cuando no se dispone a polemizar. Desde el primer día tuve la sensación de que era como si mi pequeña Catalina quisiera hacerse perdonar por no ser varón.

Los días siguientes al alumbramiento fueron complicados, porque yo no terminaba de ponerme bien. No podía hacer vida normal. Me pasaba muchas horas acostada. Parecía que mis músculos hubiesen perdido vigor. Además, al contrario que en el primer embarazo que recuperé mi figura normal, en esta ocasión seguía manteniendo unos cuantos kilos de más. Beatriz, mi ama, no se cansaba de repetirme:

—Señora, tendríamos que intentar salir. El aire siempre hace bien y moverse un poco, aunque le cueste, le puede beneficiar.

—Querida Beatriz, ¿sabes tú más que el médico? Él no me ha recomendado nada de lo que tú me sugieres.

—No, doña Catalina, yo no sé nada de medicina, aunque estoy segura de que si paseáramos un poco por el jardín le sentaría estupendamente.

—Puede que tengas razón, pero ¿sabes por qué no lo hago? Porque no tengo fuerzas. Ven, necesito que me ayudes, sola no puedo levantarme. Quiero sentarme un rato.

Acomodada en uno en uno de los sillones, al lado de la ventana, me dispuse a leer el libro de horas. Eran textos hermosos que me ayudaban a soportar mejor los momentos difíciles.

Aún no había empezado a leer, cuando el libro cayó estrepitosamente al suelo. Mi mano estaba rígida, sin fuerza, incapaz de sostener nada. Alarmada, llamé a Beatriz que, después de frotármela, logró eliminar la rigidez de la mano, pero no consiguió devolverle la fuerza. Era el comienzo de mi enfermedad. Unas veces, los miembros se quedaban inflexibles y otras temblaban. Según todos los físicos padecía una enfermedad que llamaban perlesía. Y lo terrible es que debería soportarla por siempre, porque no existía remedio para este mal. No era mortal, mas resultaba muy difícil acostumbrarse a vivir con aquella tara toda la vida.

Los primeros días, después de conocer el diagnóstico, no quise ver a nadie. Me pasaba el día encerrada en mis habitaciones. Odiaba mi cuerpo miserable que no había sido capaz de engendrar un varón. Ahora mi deterioro iría en aumento y no cabría la esperanza de mejorar. Además, cumplidos los treinta y un años, ya era mayor. La incertidumbre —esperanza disfrazada— daba paso a la certeza y aquello era mucho peor.

Enrique se preocupaba por mí. Y en sus deseos de ayudarme pensó que sería buena idea que doña Teresa de Ayala y su hija doña María, monjas en el convento de Santo Domingo el Real, en Toledo, vinieran a cuidarme. Enrique conocía mi buena relación con ellas. En realidad, doña María, hija ilegítima de mi abuelo, era mi tía.

De hecho, la primera vez que nos vimos, doña Teresa quiso contarme cómo había conocido a mi abuelo:

—Corría el año 1367 —me dijo— cuando el rey don Pedro llegó a Toledo. Quiso el destino que me viera, porque si solo fuera yo la que me hubiera fijado en él, nada habría pasado.

—¿Cómo era mi abuelo? —le pregunté ingenuamente.

—Era un hombre fuerte, apasionado. Yo solo tenía quince años y me dejé seducir. De mis relaciones —me confesó doña Teresa— nació María. Pero tu abuelo no dispuso de tiempo para conocerla. Murió asesinado poco tiempo después.

Doña Teresa de Ayala se casó más tarde con Juan Núñez de Aguilar, y al quedarse viuda ingresó en el mismo convento en el que estaba su hija.

Ellas fueron los primeros «familiares» con quienes hablé a mi llegada a Castilla. Es posible que mi relación con ambas fuera tan buena porque eran mujeres y también porque cuando ellas se convirtieron en una realidad en la vida de mi abuelo, mi abuela ya no existía. No lo sé. Lo cierto es que desde el primer día nos llevamos bien. Doña Teresa me ayudó a entrar en contacto con otros miembros de la familia. Todos ilegítimos, pero descendientes del mismo tronco que yo. Pues bien, uno de estos «parientes» conocido como el infante Juan, era hijo de mi abuelo y de doña Juana de Castro, con la que se supone estuvo casado. A este ya le conocía. Le había visitado en la cárcel de Soria, donde permaneció durante toda su vida. Había sido hecho prisionero —como todos los allegados y seguidores de mi abuelo— después del asesinato de este.

La situación del infante mejoró al firmarse la paz de Bayona, aunque mi padre exigió que permaneciera como rehén. Una medida pienso que acertada teniendo en cuenta que mi tío, el infante Juan, era el depositario de los derechos al trono si mi madre y mi tía —herederas legítimas del rey Pedro I— morían sin descendencia.

Al ser nombrada duquesa de Soria y al serme entregada esta villa, una de las primeras cosas que hice cuando estuve en ella fue visitar al infante don Juan, que acababa de casarse con Elvira de Eril y Falces, hija del alcaide de la prisión.

Siempre mantuvimos una relación cordial y me he preocupado bastante de apoyarles, a ellos y a sus hijos.

La presencia de doña Teresa y su hija doña María me animó mucho. Además, disfrutaba más de mis hijas, las infantas, al no poder acompañar a Enrique en sus salidas.

El momento económico que atravesábamos no era malo. El tesoro real se iba incrementado poco a poco con las rentas de importantes villas que se fueron sumando al patrimonio de la corona.

Enrique lo estaba haciendo muy bien. Era un buen rey, sabio y prudente. No solo se preocupaba por la buena marcha del reino, sino que trataba de enriquecerlo con nuevas conquistas. Así decidió financiar las campañas de Juan de Bethencourt en la ocupación de las islas Canarias. Sin duda fuimos nosotros quienes iniciamos la expansión de Castilla en África. Nosotros quienes abrimos caminos en el Atlántico.

Enrique sabía muy bien lo que quería. Si el Atlántico estaba en su punto de mira, también el Mediterráneo le interesaba, de ahí que decidiera, para tratar de eliminar el siempre acechante peligro turco, enviar una expedición para entrevistarse con Tamerlán, con el propósito de alcanzar pactos con los tártaros.

Enrique daba prestigio al poder real y el pueblo confiaba en él porque respetaba y hacía respetar las leyes.

Confieso que no me gustan las guerras y que traté de convencer a Enrique de la inutilidad de muchas de ellas. De todas formas, nuestra situación con el exterior había mejorado bastante, creo que en parte gracias a mí.

Mi presencia en Castilla favoreció las relaciones tanto con Portugal, donde mi hermanastra Felipa era la reina, como con Inglaterra, donde mi hermanastro Enrique —hermano de Felipa— se había convertido en el rey Enrique IV. Los franceses ya no eran aliados excluyentes e incondicionales de Castilla y esta podía comerciar con otros países.

Echaba de menos a mi marido. Nunca había estado tanto tiempo separada de él. Me preocupaba su salud, pero las noticias que me llegaban desde los distintos lugares en los que se encontraba eran tranquilizadoras.

Una tarde del mes de julio Enrique se presentó por sorpresa en Segovia, donde yo me encontraba con las infantas y con parte de la corte. No le esperábamos hasta finales de agosto.

Cierto revuelo en las fronteras de Córdoba y Sevilla con Granada había aconsejado su presencia en el sur. Al parecer los moros granadinos amenazaron a los habitantes de algunas de las poblaciones limítrofes. Aquellas acciones podían significar la ruptura de la tregua pactada con Muhammad VII. Lo cierto es que las relaciones de Enrique con el rey nazarita, Muhammad, nunca fueron buenas.

—Creo, querida Catalina, que al final tendré que pensar en atacar Granada —me comentó pesaroso.

—Siempre es mejor un mal acuerdo que una guerra —le aseguré convencida.

Años más tarde yo podría llevar a la práctica esta teoría en mis negociaciones con Yusuf III, sucesor de Muhammad VII, pero después de varios enfrentamientos armados.

—No hablemos de problemas, esposa mía, veo que el aire puro de Segovia os ha sentado bien.

Le miré agradecida. Siempre supe que mi marido me quería. No sé por qué en aquellos momentos recordé una expresión que repetía en todas las cartas que me escribía: «Os amo como a mi corazón». Los esmeros de mis dos doncellas intentando mejorar mi aspecto parecían haber dado resultado; mi esposo parecía sincero.

—¿De verdad me encontráis mejor?

—Sí, Catalina, sois la misma de siempre —me respondió a la vez que tomaba mis manos entre las suyas.

—No, Enrique, estoy enferma y gorda. Queda muy poco en mí de la joven con la que os casasteis.

—Sois idéntica. Qué importa que el exterior cambie. Os juro, esposa mía, que a los dos minutos de estar con vos, me parecéis la misma de siempre. La misma de nuestra primera noche en el Real Alcázar de Sevilla.

—¿Os acordáis todavía? —le pregunté enternecida.

—Nunca olvidaré los momentos íntimos vividos a vuestro lado, señora.

Veía en sus ojos el deseo. Desde mi enfermedad no habíamos dormido juntos ni mantenido relaciones. Sus manos me acariciaban y noté cómo mi cuerpo empezaba a despertar de un profundo letargo del que creí no salir nunca.

Siempre admiré a las personas esbeltas. Mi talle lo era… Mi cuerpo fue hermoso y joven. Pero no queda de él ni el más leve vestigio. No podía soportar que mi marido me viera en la intimidad. Sin embargo, era su esposa y tenía derecho. Aunque podríamos yacer juntos sin quitarnos toda la ropa, a Enrique le gustaba sentir mi carne pegada a la suya. Él solo tenía veinticinco años, yo sobrepasaba los treinta y uno.

—No puedo ofreceros una flor de azahar como en Sevilla —me dijo zalamero—, pero os he traído esta hermosa amatista.

—Es preciosa. Gracias, mi señor. Mañana mandaré que la engarcen. Será mi sortija preferida.

—Ya sabéis que es una piedra con grandes poderes. Se la llama piedra de la curación, porque actúa sobre el sistema nervioso y calma los dolores de cabeza. Y si de verdad creéis en su poder, ayuda a conciliar un sueño profundo y reparador.

—Desconocía todo lo que me decís. La verdad es que a mí siempre me ha parecido una piedra espiritual.

—Eso lo decís porque muchos de los vasos sagrados de las iglesias llevan amatistas. También existen rosarios. Y todo ello es debido a que su color violeta es considerado entre los cristianos como símbolo de humildad y modestia.

—Seguro, Enrique, que existe alguna leyenda relacionada con el origen de la amatista.

—¿Cómo? ¿La conocéis?

—No —le aseguré.

—¿Entonces?

—Es algo instintivo. Miradla —le dije, mostrándole la amatista en la palma de mi mano—. No es solo su belleza lo que nos atrae, sino su misterio. No es como las demás piedras que son hermosas y nada más. Esta es distinta.

—Pues, la verdad, querida Catalina, es que existen dos leyendas sobre su origen.

—Estaba segura —contesté muy seria.

—Os referiré las dos y luego me decís cuál os gusta más. Cuentan que fue Aristóteles quien desveló el origen de esta piedra. Según el filósofo griego, en una de las fiestas que el dios Dionisio organizaba, mandó llevar ante sus invitados a una preciosa ninfa llamada Amatista, que había secuestrado horas antes. Dionisio deseaba poseerla en plena orgía. Amatista, temblorosa, suplicó entre sollozos a la diosa de la castidad Ártemis que la librase de las garras del dios del vino. La diosa de la castidad se apiadó de ella y la convirtió en piedra. Dionisio, avergonzado, coloreó la piedra de este tono violeta que según parece era el color de su vino preferido, confiriéndole a la amatista la propiedad de liberar de los efectos del alcohol a quien la llevase.

—Qué bonita. Son maravillosas las historias de los dioses. ¿También tiene el mismo origen la segunda leyenda? —le pregunté curiosa.

—Sí, sus protagonistas son el mismo Dionisio y una muchacha llamada, igualmente, Amatista. Lo que sucede es que en esta versión, ella no es el objeto del deseo del dios, que estaba molesto con unos mortales y decidió vengarse de todos los humanos, creando para ello unos cuantos tigres hambrientos. Deseaba que comiesen a todos cuantos recorrieran aquel camino. Quiso el destino que esta muchacha, Amatista, pasara por allí para dirigirse al templo de la diosa Diana, quien al ver el peligro que corría Amatista la convirtió en piedra para protegerla de los feroces animales. Dionisio lloró arrepentido por haber sido el causante y sus lágrimas tiñeron la piedra dándole el color con el hoy la conocemos.

—Me gusta más la primera, aunque son prácticamente iguales. Algún día —dije, sonriendo— pondré a prueba los poderes de la amatista.

Yo no creía en las fuerzas de las piedras, pero todavía hoy la llevo, y estoy segura de que me ha ayudado en determinados momentos. Hace tiempo que me he dado cuenta de que toda esa especie de creencias misteriosas, de sortilegios, pueden funcionar si de verdad crees en ellos y te predispones a su favor. Indudablemente, la fuerza está en uno mismo, aunque es necesario que algo la estimule.

Aquella noche al ir a guardar la amatista en uno de mis cofres, quiso la casualidad que fuera a abrir el mismo en el que estaba depositada la ramita de olivo que me había regalado Raquel. La tomé en mis manos y volví a escuchar las palabras de la mujer judía: «Guardadla y no desesperéis, reina, ese hijo que tanto anheláis llegará». ¿Podría tener algún significado que precisamente aquella noche rememorara la premonición de Raquel? ¿Por qué había abierto aquel cofre y no otro? Seguro que fue una simple coincidencia. Pero funcionó. E hizo renacer en mí la esperanza.

Me olvidé de mi enfermedad y de mi deplorable aspecto, entregándome a mi esposo con pasión inusitada. Como el náufrago que se agarra a una tabla porque es su único medio de sobrevivir, así yo amé a Enrique. Lo amé como si en ello me fuera la vida. Como si ya nunca más pudiera hacerlo. Como si fuera la última vez. Afortunadamente hubo muchas más.

Fueron felices los días vividos en Segovia. Era el verano de 1404. Yo había recuperado mi fuerza interior y Enrique se encontraba mejor que nunca.

Una tarde lo convencí para que fuéramos a visitar a la Virgen de la Fuencisla, de la que yo, como la mayoría de los segovianos, era muy devota.

—Pensaba —me comentó Enrique— que vuestra Virgen preferida era la de la Soterraña, en Nieva. La que se apareció al pastorcillo.

—No seáis malévolo. Yo soy devota de la Santísima Virgen. Lo que sucede —quise aclararle— es que algunas advocaciones me resultan más cercanas. Unas veces, por cómo nació la devoción, otras por los milagros que se les atribuyen.

—¿Qué milagro ha hecho la Virgen de la Fuencisla?

—Me imagino que varios. Pero a mí la que me impresiona es la leyenda de la joven judía Esther que se sentía atraída por la religión católica. Sus conocidos y vecinos quisieron castigarla acusándola de ser la amante de un hombre casado. Como la ley judía castigaba este pecado con la muerte, decidieron despeñarla. Cuentan que cuando la empujaron Esther se encomendó a la Virgen y que al momento apareció una paloma que la ayudó a descender despacio. Después del milagro, la muchacha se dedicó al cuidado del santuario y pasó a llamarse, desde entonces, María del Salto.

—Y deseáis que os acompañe a la Fuencisla para que obre el milagro en mí.

—En vos y en mí, Enrique. Quiero que los dos le pidamos a Dios, a través de Su Madre, que nos conceda un hijo varón.

No hacía mucho calor. Y fuimos paseando al santuario desde el alcázar. Nos acompañaban mi ama Beatriz y tres personas más. Caminábamos despacio entre los árboles que bordean el río Eresma. Era uno de esos momentos en los que te gustaría permanecer indefinidamente, que no pasasen nunca.

—Creo que no ha sido mala idea. Solo por la placidez de este paseo merece la pena haberos hecho caso —me dijo Enrique feliz y añadió—: Lo que me sorprende, Catalina, es que sabiendo lo aficionada que sois a las leyendas no me hayáis hablado nunca de la Mujer Muerta.

—¿Habéis subido alguna vez a la sierra para contemplarla de cerca? —le pregunté.

—No. ¿Vos sí?

—Tampoco, porque pienso que se pierde la perspectiva y lo bueno es ver la montaña desde la distancia.

—Catalina, ¿creéis en esa historia?

—Ni creo ni dejo de hacerlo. Es tan bonito que una madre entregue su vida por evitar el enfrentamiento entre sus hijos. Miradla, ahora —pasábamos por una zona en la que se divisaba la montaña con total claridad— y fijaos en el cielo —le pedí.

—¿Qué le pasa al cielo? —me preguntó sorprendido.

—Nada. Está azul y totalmente despejado. Por ello quiero que os fijéis. Dentro de una o dos horas una nube acudirá como todas las tardes a mirarse en la montaña.

—¿De verdad?

—Sí. Lo he observado infinidad de veces. Y he llegado a la conclusión de que es el esposo de la Mujer Muerta que acude día tras día para verla y darle las gracias por lo que hizo por sus hijos.

—Qué imaginación tenéis, querida Catalina. Podéis estar segura de que yo haría lo mismo. Pero no me iría de vuestro lado.

—El marido de la Mujer Muerta aparece cada tarde para que mujeres ingenuas como yo dejemos volar nuestra fantasía.

—¿Creéis que los hombres no soñamos? Pues yo —me dijo Enrique muy serio— soy partidario de la otra versión dada a la Mujer Muerta. Quien acude todas las tardes en forma de nube, no es su marido, sino el hombre que más la quiso y al que impidieron ser su esposo. Por eso ella murió de pena.

—Me sorprendéis, Enrique. Nunca había escuchado esa versión.

—La he inventado ahora mismo —me dijo, sonriendo.

—Entonces, ¿no creéis en absoluto en lo que cuentan las leyendas?

—Es indudable que algo ha dado pie a la historia, aunque no se parezca mucho a lo ha llegado hasta nosotros.

—Enrique, ¿no os parece que algunas historias nos invitan a reflexionar y tienen un efecto positivo?

—Querida Catalina, bien conozco vuestra afición a las leyendas, pero me cuesta creer que busquéis en ellas una norma de conducta.

—No exageréis, no he dicho eso. Lo que sucede es que algunas sí me han hecho ser mejor.

—¿Por ejemplo?

—La de aquel hombre avaro que vio convertido su trigo en tierra por negarse a ayudar a los que lo necesitaban —le contesté muy seria.

Era verdad lo que le acababa de confesar a Enrique. Me refería a una historia que se contaba en Segovia. Yo no me caracterizaba por mi generosidad. Tenía miedo de que pudieran venir momentos difíciles y procuraba tener lo suficiente para hacerles frente. Pero aquella leyenda me había hecho reflexionar y desde que la conocí procuré ayudar a los necesitados.

En las inmediaciones del santuario de la Fuencisla se habían reunido un grupo de personas que deseaban saludarnos. Los segovianos nos querían; era una forma de agradecernos que hubiésemos elegido su ciudad como una de las sedes permanentes de la corte.

Hemos residido en muchos lugares. Probablemente de todos ellos los preferidos de Enrique fueran Madrid y Burgos, pero para mí, tanto el alcázar de Sevilla como el de Segovia son los escenarios que siempre permanecerán en mi memoria afectiva. Seguro que algo de mí se ha quedado en ellos, porque viví momentos inolvidables tanto en uno como en otro.

A finales de agosto, Enrique tuvo que dejar Segovia. Yo preferí quedarme unos días más con las infantas. Me preocupaba la débil salud de María, nuestra hija mayor que, como su padre, era muy propensa a contraer cualquier tipo de enfermedad. Además, yo me encontraba enormemente excitada, porque según los primeros indicios podía estar de nuevo embarazada.

No comenté nada ni siquiera a mi fiel ama Beatriz. Deseaba tanto tener un hijo que temía equivocarme. Me imaginaba cómo se reirían de mí algunas personas de la corte si se enterasen de la noticia y luego esta resultaba falsa. Estaba convencida. No diría nada a nadie hasta no tener completa seguridad.

Esperé hasta mediados de octubre para consultárselo al físico, el cual me aseguró que no existían dudas: estaba embarazada. Mis sospechas, que no me atreví a compartir con nadie, eran ciertas. Por lo tanto, mi embarazo discurría por el tercer mes.

Enrique no cabía en sí de gozo. A mí me parecía un sueño maravilloso del que podía despertar en cualquier momento. ¿Y si teníamos una nueva niña?

En muchos de los monasterios que yo había fundado se organizaron rezos para pedir porque el embarazo discurriese con normalidad.

Fueron unas Navidades plenas de ilusión y de espera gozosa. Apenas iniciado el mes de febrero de 1405 comencé a sentirme mal. No podían ser las molestias previas al parto porque me faltaba más de un mes, pero los médicos decidieron que nos quedáramos en Toro donde nos encontrábamos en aquel momento. Pensé que era una buena idea. Toro era la localidad más querida para una reina a la que yo siempre he admirado. El rey Sancho IV le había regalado esta ciudad a su mujer, María de Molina, como muestra de su amor.

María de Molina era la bisabuela de mi abuelo. Una mujer inteligente y culta.

Durante la temporada que pasamos en Toro —y debido a mi obligado reposo— dediqué bastante tiempo a enterarme de la trayectoria de mi antepasada que fue regente de su hijo y también de su nieto. Tiene que ser duro asumir la regencia de un nieto, por lo que ello supone. Pero María de Molina era una mujer fuerte que, junto con su marido, el rey Sancho IV, hubo de hacer frente a momentos muy difíciles.

Resultaba curioso comprobar que después de casi cien años seguíamos con problemas similares derivados de las luchas por el poder.

María y Sancho, bueno, especialmente María, porque era ella la que imponía cordura, lucharon para conseguir que la nobleza tradicional perdiera su poder político —una cuestión por la que Enrique sigue enfrentándose a muchos—, algo que intentó conseguir el padre de Sancho, Alfonso X el Sabio. Fue este monarca castellano quien introdujo en Castilla el Derecho Romano, base del estado en el que el soberano es quien decide en asuntos concernientes al reino, apoyado en las instituciones.

Muchas tardes, hablando con Enrique, me interesé por conocer su opinión acerca de la decisión que, en un momento dado, tomó Alfonso X de cambiar algunos aspectos de lo dispuesto por él en Las siete partidas, sobre la sucesión a la corona.

—Yo creo —me decía Enrique— que la decisión ha sido buena. Lo que sin duda no ha sido un acierto es la decisión de modificar la línea de sucesión.

—¿Qué creéis que pudo haber influido en el rey Alfonso para que decidiera cambiar, después de haber reconocido a su hijo Sancho como heredero?

—Tal vez se desilusionó con algún aspecto del comportamiento de su hijo —aventuró Enrique pensativo y añadió—: O puede ser, como sucede con demasiada frecuencia, que hagamos caso a cantos de sirena que no persiguen, aunque tardemos en darnos cuenta, más que una única finalidad: desestabilizar el poder central del rey.

—Estoy totalmente de acuerdo con esto último —afirmé—, porque ante la hipotética desilusión que le haya producido su hijo, la solución no era dejarle el trono a su nieto, ya que se supone que no sería rey en ese momento porque Fernando esperaba vivir bastantes años, pero cabía una posibilidad e, indudablemente, entrañaba riesgo. Y lo que resulta evidente es que Sancho era rechazado por el importante sector nobiliario que quería seguir interviniendo en el poder del rey.

A punto estuve de preguntarle a Enrique cuál habría sido su postura si su padre le nombrara heredero de acuerdo con la ley vigente y luego decidiera cambiarla. Porque eso fue lo que hizo Alfonso X. En Las siete partidas se garantizaba que el heredero seguiría siendo siempre el primogénito, pero en caso de fallecimiento —he aquí la modificación—, lo serían sus hijos, aunque fueran niños. Y como su hijo mayor, Fernando de la Cerda, tenía hijos varones cuando murió, era al mayor, según la decisión de Alfonso X. a quien le correspondía sucederle.

A punto estuve de preguntárselo, pero no quise violentar a Enrique con aquella cuestión porque no era relevante para mí. Yo estaba segura de que si hubiéramos vivido una situación similar, fuera cual fuese la postura de Enrique, yo habría influido en él hasta la extenuación para que hiciera frente a su padre. Lo mismo que hizo María de Molina: luchar por lo que les correspondía. Porque cuando Fernando de la Cerda murió, la ley era la que era, y de acuerdo con ella, Sancho fue nombrado sucesor. El cambio posterior no debería afectarle a él. María apoyó a su marido. Y Sancho, Sancho IV, se coronó rey sin respetar la voluntad de su padre. No le quedaba otro remedio si quería el trono.

Los infantes de la Cerda se convertirían en una pesadilla para ellos. No sabía yo en aquellos momentos cuántos puntos en común iba a tener mi vida con la de María de Molina, incluida la pesadilla, probablemente menos violenta, pero también con infantes como protagonistas, aunque, en este caso, fueran de Aragón.

En Toro vivíamos en el Real Monasterio de San Ildefonso. Gozábamos de unas excelentes dependencias. Estaba regentado por dominicos, la orden religiosa con la que yo más me identificaba.

En Toro, en el monasterio de Sancti Spiritus, residía la reina Beatriz, la viuda de mi suegro Juan I. Enrique y yo siempre nos hemos portado correctamente con ella, pero nuestra relación ha sido más bien escasa. La vida no le ha sonreído de forma especial.

Fue la propia reina viuda Beatriz quien me habló de las pinturas murales del monasterio de Santa Clara.

—Os aconsejo, Catalina, que las veáis. Son hermosas y originales. Uno de los murales, que es el que más me gusta, está dedicado a santa Catalina de Alejandría. Por cierto, ¿vuestro nombre es por ella?

—La verdad es que no lo sé, pero creo que sí. ¿Quién es el autor de los murales? —le pregunté.

—Es autora, Teresa Díez.

—¿Los ha pintado una mujer? —exclamé un tanto sorprendida.

—Sí, ese es el nombre que figura en uno de los paneles.

—¿De dónde era?, ¿de Toro?

—Se sabe muy poco de ella. Hay quien opina que era una monja, pero nadie se atreve a afirmarlo.

—¿Cuánto tiempo hace que fueron realizadas las pinturas?

—Unos noventa años.

Me resultaba extraño que no se supiera con exactitud quién era la tal Teresa Díez, porque tampoco había transcurrido tanto tiempo. Pero indudablemente había sido una excelente pintora como pude comprobar a los pocos días en mi visita al monasterio de Santa Clara donde estaba enterrada una de las hijas del rey Alfonso X el Sabio, la infanta Berenguela, cuñada de la reina María de Molina.

Eran tres los murales que se guardaban en el monasterio de Santa Clara. Uno estaba dedicado a la historia de san Juan Bautista, otro a reflejar distintas escenas de la vida de Cristo y un tercero recogía la vida de santa Catalina. Y a mí, como a la reina viuda Beatriz, fue este el que más me atrajo.

No recuerdo exactamente si eran diecinueve o veintiuno los apartados en los que se plasmaba la vida de la santa. Verdaderamente ejemplarizante era aquel en el que la joven defendía la verdad de un único Dios, el de los cristianos, ante el grupo de sabios enviados por el emperador para que la dejaran en ridículo y a los que ella convenció, convirtiéndolos a todos.

—Santa Catalina tenía que ser una persona muy lista —me decía mi buena ama Beatriz, que no se separaba de mi lado.

—Seguro que era inteligentísima, pero sobre todo creía en lo que decía y se encomendó a Nuestro Señor que la iluminó con su sabiduría y ante eso nada pueden todos los filósofos del mundo.

Recuerdo que Beatriz me miraba con cierta expresión de duda a pesar de que yo se lo decía convencida. Creía y sigo creyendo firmemente en Dios. A Él me encomendaba a través de las distintas advocaciones de la Virgen para que escuchara mi plegaria.

Se acercaba la hora del alumbramiento. Me sentía tan mal que llegué a pensar que no lo soportaría. Tanto mi ama Beatriz como mis parientas doña Teresa de Ayala y doña María no se separaban de mi lado.

Me horrorizaba que se escucharan mis gritos de dolor y rogué que, aunque no fuera lo habitual, nadie permaneciera en las salas contiguas a la mía.

El momento llegó durante la mañana del 6 de marzo. Fue tanto el esfuerzo que perdí el conocimiento. Cuando recuperé la consciencia no me atrevía a preguntar qué había pasado. Doña Teresa se acercó a mí y me dijo:

—Descansad tranquila, Catalina. Todo ha salido bien. Es un niño.

No podía dar crédito. ¡Por fin había llegado el ansiado varón! ¡Castilla ya tenía heredero! Un biznieto del rey don Pedro y de doña María de Padilla sería el nuevo soberano.

Aquel niño venía a colmar todas mis aspiraciones. Con un hijo varón me sentía fuerte. Mi posición en el reino se consolidaba. Enrique estaba feliz y todos los que nos querían bien se alegraron del nacimiento de nuestro hijo.

Fueron días de fiesta en Castilla. En distintas ciudades se celebraron torneos y la gente manifestaba su alegría en las calles engalanadas.

De nada pude disfrutar, pues mi estado de debilidad no me lo permitía. Pero quise desde los primeros días decidir sobre las personas que habrían de ocuparse de mi hijo, sin pensar que no era a mí a quien correspondía tal tarea.

Muy pronto me di cuenta de lo torpe que había sido, porque podía haber influido en Enrique sugiriéndole los nombres de las personas que me interesaban y no manifestando públicamente mis preferencias, algo que le molestó, como era de esperar, y que le llevó a enfadarse, porque aquello era de su competencia y yo no debía inmiscuirme.

El rey, mi esposo, hacía valer sus prerrogativas. Prerrogativas injustas porque ¿quién mejor que una madre para saber lo que le conviene a su hijo?

Hasta ese momento yo había decidido en todo lo relacionado a nuestras hijas, pero con un varón era diferente. Pensé que Enrique entendería mi postura, y probablemente hubiera sido así de no existir sospechas en algunos círculos cercanos a nosotros sobre mis lógicas simpatías por algunos personajes considerados como petristas. Temían la influencia que aún podrían ejercer si se les permitía acercarse al futuro rey.

Fue una pequeña tormenta que no consiguió enturbiar nuestra alegría por el nacimiento del heredero, al que pusimos por nombre Juan. A mí me habría gustado que lo llamáramos Pedro, pero no me atreví. Juan era un buen nombre y además sus dos abuelos se habían llamado así.

Cuando comuniqué a las autoridades de las ciudades del reino que había nacido el heredero, no pude evitar pensar en mi madre y en lo orgullosa y satisfecha que se sentiría al saber que un nieto suyo ceñiría un día la corona de Castilla.

Era un niño tan deseado que me obsesionaba que le pudiera suceder cualquier contratiempo y no podía pasar un día sin verlo.

En Toro, la hermosa localidad amurallada, estábamos tranquilos. Era como si la solidez de sus fortificaciones nos transmitiera energía. Enrique se ausentaba con frecuencia para ocuparse de los asuntos del reino.

Yo me iba recuperando poco a poco, aunque el mal de la perlesía me acompañaría siempre.

Muchas mañanas, a última hora, cuando el sol templaba el ambiente, me gustaba acercarme hasta la colegiata de Santa María.

Nunca dejará de sorprenderme su belleza, especialmente la de la fachada del pórtico de la Majestad. El colorido y la variedad temática de su imaginería me entusiasmaban. Hasta entonces no había contemplado escenas con tantos personajes y, al mismo tiempo, tan fáciles de distinguir.

Siempre, al traspasar el pórtico de la Majestad, miraba la imagen de la Virgen con el Niño en brazos y me hacía la misma pregunta: ¿por qué el artista habría decidido colocarle una flor en la mano?

Aquella mañana, la primera que acudía al templo después del parto, pensé que quizás con aquella flor el escultor había querido dejar constancia de su agradecimiento a la Virgen por algún favor concedido.

Me sonrío al recordar mis pensamientos de entonces. La verdad es que la conclusión a la que llegué aquella mañana sobre él, para mí misterioso, interrogante de la rosa no fue debida a ninguna corazonada especial, sino fruto de mi propia realidad. Mi ama Beatriz, que me acompañaba, llevaba un ramo de rosas que yo colocaría en el interior del templo a los pies de la imagen de la Virgen embarazada.

Cuando en mi primera visita a la colegiata, descubrí la escultura de la Virgen embarazada, me pareció una especie de premonición de que todo saldría bien en mi gestación. Acudí muchas veces a postrarme a los pies de Nuestra Señora la Preñada, como cariñosamente la llamaban sus muchos devotos en Toro, e imitando su postura posaba mi mano amorosamente sobre el vientre en un intento de abrazar y transmitir mi cariño al pequeño ser que crecía en mi interior.

A Toro le concedimos el rango de ciudad por ser el lugar donde había nacido nuestro hijo, el futuro rey de Castilla.

Los días transcurrían con una gran placidez. Yo seguía con mis achaques de perlesía, pero estaba contenta y dispuesta a ser una buena reina y una buena madre. El infante don Juan, mi hijo, ya había cumplido los dos meses. Se decidió entonces que había llegado el momento.

El 12 de mayo, en Valladolid, los procuradores en Cortes, representantes de las distintas ciudades, juraron al infante don Juan como Príncipe de Asturias.

Aquel día, por primera vez, tomé unas copas de vino en la soledad de mis aposentos. Había sido la jornada más importante y feliz de mi existencia y quería festejarlo.

Creo que el vino alivia las inquietudes y es un excelente y riquísimo antídoto contra la melancolía. Pero aquella tarde dejó en mí un cierto poso de tristeza. Sin saber muy bien por qué, pensé en mi hija, la infanta María, que contaba entonces tres años y medio. Ella no era consciente de nada, pero la habíamos desposeído del título de Princesa de Asturias. Era lo normal y yo estaba de acuerdo y feliz de haber tenido un varón, pero no pude evitar un íntimo y profundo dolor. También yo era mujer.

El año 1405 fue relativamente tranquilo, aunque en la mente de la mayoría de los castellanos estaba la realidad de una inevitable guerra con los árabes de Granada.

Resultaba evidente que nunca sería posible un acuerdo entre Enrique y Muhammad VII. Mi esposo lo sabía, pero trataba de retrasar un enfrentamiento armado, que en el fondo era irreversible.

En el año 1406, de triste recuerdo para mí, Muhammad VII y sus secuaces atacaron Jaén.

La victoria nos sonrió en la batalla conocida como Los Collejares, donde los nuestros destacaron por su valentía, dando su merecido a los más de tres mil moros que habían entrado en Quesada.

Aquel triunfo influyó en el ánimo de Enrique, que no esperó más y a comienzos de diciembre de ese mismo año convocó a todos los procuradores del reino a Cortes en Toledo para decidir los subsidios con los que hacer frente a la guerra. Castilla atacaría Granada.

Unos días antes de la fecha fijada para la reunión, y cuando Enrique se disponía a salir para Toledo, se encontró mal. Pensamos que sería algo pasajero, pero en la a medida que pasaban las horas su estado empeoraba.

—Señor —le dije—, no es imprescindible que acudáis a Toledo. Vuestro hermano, el infante don Fernando, puede sustituiros en la reunión de Cortes. ¿Qué os ha dicho el médico?

—Alguadex no considera necesario que suspenda el viaje. Él me acompañará a Toledo por si la fiebre persiste.

Mayr Alguadex se ocupaba de la salud de Enrique desde niño. Había otros físicos en la corte, pero el hebreo Alguadex era el más importante y más cercano a mi esposo, que confiaba en él plenamente. No le sucedía lo mismo a Pablo de Santamaría, a quien alguna vez oí comentar lo incomprensible que le resultaba el hecho de que la medicina en Castilla siguiera estando en su mayor parte en manos de los judíos.

Lo decía él que era judío. Claro que se trataba de un judío renegado porque había abrazado la religión católica y era en aquellos momentos obispo de Cartagena.

Enrique sentía un gran aprecio por Pablo de Santamaría y lo tenía en una muy alta consideración. Tanto que lo nombró primer canciller del reino. También a mí entonces me parecía un personaje excepcional. La historia de Pablo de Santamaría —Salomón Ha-Leví, rabino mayor de los judíos de la ciudad de Burgos— no dejaba de ser sorprendente. Casado y padre de cinco hijos, decidió un día abandonar las creencias de sus antepasados y profundizar en las enseñanzas de la religión católica, recibiendo el bautismo junto con sus hermanos e hijos. Solo su mujer, Juana, se negó a renunciar a la fe judaica. Confieso que me hubiese gustado conocerla. Siempre he admirado a las personas fuertes y ella sin duda lo era. Fuerte y auténtica. Pero cuando yo conocí a Pablo de Santamaría ya era un hombre de Iglesia. Al parecer se había quedado viudo muy pronto. Su nuevo estado le permitió acercarse más a la Iglesia. Se fue a estudiar teología en la Universidad de París donde se doctoró, comenzando así una brillante carrera eclesiástica.

Su trascendente conversión y lo que esta significaba, junto a su mente privilegiada hicieron del ahora obispo de Cartagena un personaje influyente en Castilla. Un personaje que no dudaba en atacar a sus anteriores hermanos en la fe, como el médico Mayr Alguadex. Un personaje, Pablo de Santamaría, del que yo llegaría a fiarme en momentos decisivos.

Pobre Mayr Alguadex. Enrique nunca lo hubiera consentido. Sin embargo, yo no hice nada por impedirlo. Lo cierto es que no me preocupó en absoluto lo que le sucedió. Me encontraba inmersa en una nueva y grave situación y destrozada por el dolor.

A pesar de que Enrique no mejoraba y que cada día parecía estar más débil, nadie pensaba en el fatal desenlace que llegó sigilosamente dejándonos a todos sorprendidos y a mí destrozada e incapaz de asimilar que mi marido, el rey, había muerto con solo veintisiete años.

Fue precisamente esa muerte inesperada la causa de que se disparasen las sospechas que señalaban al médico Alguadex, considerándolo responsable del fallecimiento del rey, llegando incluso en algunos sectores a apuntar la posibilidad de que hubiera sido envenenado.

Cuando me enteré, pasado un tiempo, de que el viejo judío Alguadex había muerto en los interrogatorios a los que fue sometido para que contara la verdad de lo sucedido en el transcurso de la enfermedad del rey, no me importó. Aunque no lo consideraba culpable de envenenamiento, cabía la posibilidad de que su comportamiento hubiera sido negligente, al no darle la importancia que de verdad tenía la enfermedad de mi marido.

Nunca he querido analizar las causas que me llevaron a mantenerme impasible ante la muerte de Alguadex, aunque conozco bien las razones que me impiden profundizar en el asunto. No quiero desearle, de forma consciente, la muerte a nadie, pero si pienso en la posibilidad de que Alguadex se hubiera esmerado más en sus cuidados y con ello Enrique pudiera seguir vivo, me volvería loca y sería capaz de cometer las mayores barbaridades. Por ello me he mantenido al margen de todo lo relacionado con este tema. He intentado por todos los medios olvidarme de algo que ya no tenía solución.

Aunque es posible que al firmar, años más tarde —siguiendo los consejos de mis asesores espirituales—, la pragmática contra los judíos, en la que los condenaba a no practicar la medicina, a llevar distintivo y a vivir totalmente aislados de los cristianos, subyaciera en mi espíritu un resentimiento por lo sucedido con mi marido.

Pobre Enrique, le quedaban tantas cosas por hacer… Gobernó durante trece años, muy pocos, pero los suficientes para demostrar su valía y para que toda Castilla llorara su ausencia. Los castellanos lamentaban su pérdida y también lo que esta suponía. No sé si muchos o pocos, pero algunos esperaban que se hiciera cargo, como regente del trono en la minoría de edad de nuestro hijo, mi cuñado, el infante don Fernando. Yo deseaba la regencia solo para mí. Enrique dejó todo previsto en su testamento, del que me vi obligada a rechazar algunas cláusulas. Fueron años muy difíciles los que siguieron a la muerte de Enrique.

—Perdón, mi señora, ya sé que es maravilloso el calorcillo del sol a esta hora de la tarde, pero debe arreglarse vuestra alteza, porque dentro de poco llegará el Príncipe de Asturias. Recordad que esta noche cenáis con vuestros tres hijos. La infanta doña María, perdón, la reina de Aragón, ha llegado hace rato pero no ha querido que os avisáramos. Me dijo que deseaba descansar.

Mi querida hija María era reina de Aragón desde hacía casi un año. Al morir mi cuñado el infante don Fernando —que se había convertido en rey de Aragón gracias a mi ayuda—, su hijo mayor Alfonso, casado con María, accedió al trono.

—Inés, ¿cómo has encontrado a doña María?

—Bien, muy bien, un poco cansada del viaje.

—¿Ya has llenado las bandejas con las flores de azahar?

—Sí, señora.

—Se me ha pasado el tiempo sin sentir, seguro que llevo casi una hora en el jardín —le dije mientras me levantaba con cierta dificultad. Mi peso era excesivo y los años también empezaban a notarse.

—Permitidme que os ayude —dijo solicita Inés—. Han pasado más de dos horas desde que os dejé sola. Os habréis leído todo el libro.

—No, casi no he leído nada. Arrullada por el azahar me he quedado adormilada recordando tiempos pasados.

—Tiempos en los que yo aún no estaba a vuestro servicio.

—No, Inés. Tú no eras entonces una realidad para mí. ¿Cuándo está previsto el viaje a Toledo?

—Creo que para el viernes, dentro de cuatro días.

—Recuérdame que lleve unas ramitas floridas del naranjo.

—Así lo haré, señora.

No me importaba que las flores llegaran marchitas. Deseaba ponerlas en la tumba de Enrique. Él entendería muy bien el significado de las flores de azahar. Nuestra vida más íntima siempre estaría ligada a este aroma.