V
Aún no deben de ser las seis de la tarde y casi ha oscurecido, aunque probablemente al pasar estas nubes, el cielo volverá a clarear.
Llueve muy fuerte y un intenso olor a tierra mojada impregna el ambiente como hace mucho que no sucedía.
Me resulta agradable este olor, porque es bueno. Significa que la tierra recibe la ayuda necesaria para hacerse fecunda. Tal vez en Castilla la tierra mojada huele de una forma especial.
La primera vez que percibí este olor fue en Soria, adonde yo fui a vivir al poco tiempo de haberme casado.
Una tarde, paseando cerca del Duero, comenzó a llover de forma imprevista. Me acompañaba mi ama Beatriz, que entonces era joven como yo. Juntas corrimos a cobijarnos en el lugar más cercano, que era el monasterio de San Juan de Duero, donde nos acogieron con afecto.
Nunca habíamos estado en aquel lugar ni visitado su iglesia. Cuando cesó el chaparrón y antes de despedirnos, quisieron enseñarnos las distintas dependencias.
Y fue en una de ellas, en el claustro —el claustro más original y misterioso que he visto en mi vida—, donde percibí por primera vez el olor a tierra mojada. Es un claustro abierto, en pleno campo, y la reacción de la tierra agradecida a la lluvia llegaba hasta nosotros.
Volví muchas veces a aquel lugar porque en su recinto sentía algo especial. Los cuatro lados que componen el claustro de San Juan exhiben arcos distintos. Recuerdo que unos son apuntados de herradura sobre dobles columnas, otros calados que se entrecruzan, también románicos de medio punto. Unos tienen capiteles y otros no.
Eso es lo que ha quedado un poco velado en mi memoria. Pero las que todavía recuerdo como si las estuviera viendo ahora son las puertas mudéjares que se abren en tres de los vértices.
Era hermoso contemplar el resultado de aquella mezcla de arte, donde se fundía lo cristiano y lo musulmán. Las construcciones románico-mudéjares serán una de las huellas más importantes, que espero queden en la historia, de la sociedad en la que vivimos.
Toda Castilla es rica en este arte, pero el claustro de San Juan de Duero es especial. Hay algo más en él, y no sabría decir qué es. Quizá el hecho de que se ideara y construyera al aire libre, sin protección, como si se pretendiese una conexión directa con el cielo. Pienso que en él alientan aspiraciones de eternidad.
Independientemente del significado que puedan tener algunos símbolos dejados por los canteros en esta obra, como en otras muchas, es su conjunto lo que me transmite una emoción especial. Es como si allí flotase cierto sincretismo, una especie de magia que trasciende.
No fue esta la apreciación de un día sino la de muchas tardes en las que al regresar de mi paseo por el Duero me detenía unos minutos para disfrutar de esa sensación especial que solo en este lugar experimentaba.
Hace tanto tiempo que no me acordaba de mi vida en Soria… Resulta sorprendente cómo ciertas cosas actúan en nuestro cerebro haciéndonos recuperar momentos vividos hace tiempo. Es posible que esto se acentúe cuando nos vamos haciendo mayores. Aunque a mí siempre me ha pasado, tal vez porque soy muy dada a recordar…
También el olor a tierra mojada me traslada a una tarde concreta en la que una tormenta, como hoy, decidió por fin acudir en ayuda de los resecos campos de Castilla.
Corría, como hoy, el mes de abril y la primavera brotaba por todas partes. Prometía ser una buena primavera y esto era muy importante para nosotros. La mayoría de la población se alimentaba preferentemente de cereales y sus derivados. Una mala cosecha desequilibraba la economía y, lo que era más grave, lo único que se recolectaba era hambre.
En las villas administradas por mí dispuse que el pan pudiese circular libremente pudiendo enviarlo a otros lugares donde lo necesitasen con urgencia. Intenté por todos los medios paliar los graves momentos que atravesábamos.
Gracias a Dios ya habíamos superado aquella grave crisis en la que el hambre se extendió por toda Castilla.
Y precisamente en aquella tarde primaveral en la que todo invitaba a la vida y a la ilusión, una triste y dolorosa noticia nos llegó desde Aragón. Mi cuñado, don Fernando de Antequera, el rey de Aragón, había fallecido.
Nunca creí que sería yo quien recibiera esa noticia, sino que sucedería al revés. Yo era mayor que mi marido, el rey Enrique, y este que Fernando, que tenía treinta y seis años cuando le sobrevino la muerte.
Confieso que la noticia me entristeció, pero sobre todo me hizo pensar en la provisionalidad de la vida. Algo que debería saber —y que sabía—, pero de lo que no fui consciente hasta aquel momento.
Probablemente la desaparición de personas de nuestra misma edad, que han formado parte de nuestra vida, nos impulse a percatarnos de que lo mismo puede sucedernos a nosotros.
Hacía diez años que había fallecido mi esposo, el rey Enrique. Su muerte no me movió a ningún tipo de reflexión de este tipo. Claro que entonces el dolor por su pérdida era tan grande que el único pensamiento que me ocupaba era cómo iba a soportar su ausencia.
Muchas veces he pensado que tendría que haberme opuesto a que Enrique viajara a Toledo, pero su médico no había detectado nada grave, y lo cierto era que no resultaba extraño que mi marido se sintiera indispuesto. Sé que no me hace ningún bien pensar en la posibilidad de que si se le hubiese prestado mayor atención, o si hubiese evitado el viaje a Toledo, Enrique estaría vivo.
Seguro que al pensar en el fallecimiento de mi esposo todas estas dudas que todavía hoy, veinte años después, me sigo planteando son fruto de algo que siempre me dolerá: no haber estado al lado de Enrique en su trance de muerte. Sí, claro que soy consciente de que los reyes están acostumbrados a enfrentarse solos al peligro, pero sé que a Enrique le habría ayudado sentir que mis manos tomaban las suyas.
He tratado de convencerme de que mi postura fue la correcta, pero en mi interior sigo pensando que tendría que haber estado a su lado. Aunque también es verdad que no recibí ningún tipo de información sobre su estado de salud.
Después de su marcha yo permanecí en Segovia con el príncipe, las infantas y parte de la corte. Cuando me comunicaron que había fallecido, no podía dar crédito a lo que me estaban diciendo. Yo tendría que haber tenido alguna premonición. Mi esposo ya no estaba en este mundo y yo, ignorante, seguía haciendo mi vida normal. ¿Habría pensado en mí en sus últimos momentos?
Era un buen compañero de viaje. No quería pensar en mi vida sin él porque además de quererle como esposo, Enrique constituía mi única familia. ¡Díos mío! Nuestro hijo aún no había cumplido los dos años. Qué pena que Enrique no pudiera inculcarle sus buenas dotes de gobierno.
Los días que siguieron a la muerte de mi esposo permanecí encerrada. Era tan profundo mi dolor que no encontraba fuerzas para continuar con mi vida. No quería asumir lo que había pasado. A veces me despertaba creyendo que todo había sido una pesadilla, pero la dura realidad me golpeaba y no era capaz de reaccionar. Solo una idea daba vueltas sin cesar por mi cabeza y amenazaba con volverme loca: Enrique ya no estaba a mi lado y yo sola debería enfrentarme a lo que el futuro me deparase.
Afortunadamente el tiempo va suavizando nuestros sentimientos y me fui recuperando poco a poco.
En aquellos críticos momentos no se me ocurrió pensar que podía sucederme a mí lo mismo que a Enrique. Entonces tenía que superar el dolor y ser fuerte porque mis hijos me necesitaban. Menos mal que no se me ocurrió reflexionar en la provisionalidad de la vida, porque incluso al hacerlo ahora, me aterra la idea de que mis hijos se hubieran quedado solos. ¿Qué habría sido de ellos? Mis proyectos e ilusiones pueden no cumplirse, pero afortunadamente aquí estoy y ellos han crecido sanos y fuertes.
Sin embargo, la desaparición del infante don Fernando me llevó a pensar en si merece la pena todo el esfuerzo que ponemos a lo largo de nuestra existencia para conseguir riquezas materiales y poder. Seguro que son importantes pero se quedan aquí. No nos las podemos llevar con nosotros.
Tal vez sería más interesante atesorar otro tipo de riquezas que nos sirviesen en el más allá. Y que nuestra memoria fuese respetada por todos, porque cumplimos con dignidad y honestidad nuestro cometido en la tierra.
Jamás había pensado en dónde me gustaría ser enterrada. Pero fue la decisión del infante don Fernando, que tanto amaba a Castilla, la que me hizo reflexionar. A buen seguro que mi cuñado hubiese preferido reposar cerca de los suyos, pero, como era rey de Aragón, decidió recibir cristiana sepultura en el monasterio cisterciense de Poblet, donde ya reposaban otros reyes aragoneses.
¿Qué haría yo?
Con sorpresa volví a ser una niña. Una niña que siente miedo y que corre a cobijarse en el regazo de su madre. Era como si al pensar en mi última morada desease recuperar mi primer hogar, al lado de mis padres, en el lugar donde nací.
Pero no. Mi voluntad, y así la expresaría cuando llegase el momento, sería la de recibir sepultura al lado de Enrique. Sí, quería permanecer junto a él. Yo pertenecía a Castilla igual que mis antepasados maternos.
Después de los solemnes funerales por el eterno descanso de mi cuñado, celebrados en Valladolid y a los que yo asistí, debía enfrentarme a una nueva realidad. Una realidad que era la que yo hubiera deseado desde el principio: asumir en solitario de la regencia de Castilla.
Convoqué al Consejo Real y dando cumplimiento a lo dispuesto por mi marido en su testamento fui reconocida como única regente del reino.
Recuerdo que en nombre de los reunidos tomó la palabra el arzobispo de Toledo, Sancho de Rojas, quien aseguró que todos estaban prestos a servirme y obedecerme como soberana.
Hermosas palabras, pero nada más. La ambición de muchos de los consejeros fue el móvil que les impulsó a exigir una mayor independencia para mi hijo. Querían alejarlo de mi influencia directa y de la de las personas de mi círculo más íntimo. Hube de ceder. Don Juan ya tenía once años. Pero yo era consciente de que la mayoría trataban de enriquecerse y ganarse la confianza de mi hijo.
—Madre, ¿qué hacéis aquí? Os he buscado por todas partes.
Mi hija doña María me abraza cariñosamente. Está muy delgada y en su cara permanecen, a pesar del descanso, las huellas del cansancio y las feas marcas que le ha dejado la viruela.
—Querida María, cómo me alegro de que hayas podido venir. Yo no estoy en condiciones de desplazarme a Valencia y eran tantas las ganas que tenía de verte.
—También yo, madre. Os encuentro muy bien, tal vez con unos cuantos kilos de más. Debéis cuidaros. Si yo estuviera aquí —dijo mientras acariciaba mis manos—, me preocuparía de que comierais solo lo necesario.
—¿Y cómo sabes tú la cantidad que es necesaria para mí? —le pregunté, sonriendo.
—Es fácil, madre, conociéndoos como os conozco. Estoy segura de que con la mitad de lo que coméis tendríais suficiente.
Mi hija estaba obsesionada con la salud. La verdad era que la suya —como la de su padre— era muy delicada y se había acostumbrado a cuidarse privándose de todo lo que pudiese resultarle perjudicial. Y esta preocupación la hacía extensiva a todos sus seres queridos, especialmente se fijaba en mí, porque era sin duda quien cometía mayores excesos.
—¿Sabes qué pienso María? Que está muy bien que te encuentres lejos —repliqué, riendo.
—¿De verdad?
—No seas tonta. Sabes bien lo mucho que te echo en falta. Pero cuéntame, ¿cómo es tu vida con Alfonso?
—Normal.
—Por favor María, explícate un poco más, ya sabes a qué me estoy refiriendo. Hace dos años que os habéis casado y deberías quedarte embarazada cuanto antes.
—Pero, madre, yo nací cuando vosotros llevabais más de seis años casados.
En aquel mismo instante me di cuenta de que tal vez María seguía siendo niña. Cuando se casó aún no había tenido la primera menstruación. Antes de emprender el viaje para casarse, María me había preguntado si en la primera noche que estuviera a solas con su marido debía decirle que no era núbil. Le dije que no contara nada, porque probablemente lo sería enseguida. Yo estaba convencida de que pronto se produciría el paso a la pubertad ya que iba a cumplir los quince años. Sin embargo, algo en su expresión me llevó a pensar en que su situación era la misma. Tendría que abordar el tema de forma cariñosa, más adelante. De momento le dije:
—María, tienes toda la razón, pero ven, vamos a sentarnos en aquel banco y hablemos con calma. Creo que aún no ha llegado tu hermano.
—Madre, ¿no preferís que entremos? No, no me respondáis, ya sé, os sigue gustando ver llover.
—Mucho, María. Tú sabes que me he pasado tardes enteras ensimismada, mirando la densa cortina que no dejaba de caer. Simplemente observaba y me dejaba llevar de su ritmo. Pero hoy el efecto es distinto. Esta tarde la lluvia ha venido cargada de recuerdos…
—Es hermoso recordar, ¿verdad madre?
—Sí, aunque a veces duela. Ya lo comprobarás cuando tengas unos cuantos años más. Pero dime, ¿estás contenta? ¿Es Alfonso bueno contigo?
—Sí, madre, se porta muy bien.
—¿En todos los sentidos? —le pregunté para forzarla.
—En todos, madre. Incluso ha abandonado su afición al juego. Solo mantiene su amor a la caza que, por cierto, no le hace ningún daño.
El «no le hace ningún daño» iba dirigido directamente a mí. Todos mis sobrinos eran grandes amantes de demostrar sus habilidades matando animales. Desde muy niños, su padre los había acostumbrado a ello. Sin duda el uso de las armas era algo normal en nuestra vida, aunque yo jamás podría secundar semejante afición. Alfonso sentía verdadera pasión por la caza y las armas. No quise comentarle nada a María, pero hasta mí había llegado una copia de la carta que su marido había escrito a unos cuantos nobles invitándoles a participar en un torneo que pensaba organizar como respuesta a la negativa de sus súbditos, que no habían secundado su propuesta de guerra. La carta era en verdad curiosa, por no calificarla de otro modo. Recuerdo perfectamente uno de sus párrafos que decía:
Así como la ociosidad es madrastra y enemiga de toda virtud, y principalmente del arte de la caballería, los reyes y príncipes del mundo, precisamente por ello, deben procurar con diligencia que sus caballeros e hidalgos se mantengan activos. Y si les fallan las guerras justas y necesarias, deben organizar los actos caballerescos que sean de costumbre y pertinentes en tiempos de paz, a fin de que en tiempos de guerra y de necesidad sean más hábiles y estén más dispuestos a servirse de las armas. No quise recordárselo a María porque sabía que ella había tratado de convencerle de que no organizase un torneo en el que alguien podría resultar herido, y que Alfonso se había quejado del comportamiento de su mujer calificándolo de independencia inusitada. Que Alfonso dejase su amor desmedido por el juego, claro que era una buena noticia.
—No sabes, querida, cuánto me alegro de que tu marido olvide los juegos que tanto dinero le costaron. Y pienso que tampoco estaría mal que dominara sus apetencias por las armas y dedicara más tiempo a estar contigo.
—En ese sentido no tengo ninguna queja, madre.
El hermetismo de mi hija sobre lo que ella sabía que a mí me interesaba me estaba poniendo nerviosa. Resultaba evidente que no deseaba contarme nada de su relación, pero yo era su madre y podía ayudarla. No la veía desde el día que salió de Valladolid acompañada de los obispos de Mondoñedo y Palencia, de su futuro cuñado, el infante don Enrique, y de una importante representación de la nobleza castellana para casarse con su primo Alfonso.
—María, algunas de las personas que te acompañaron y asistieron a tu boda me hablaron de ella, pero ¿por qué me cuentas tú cómo fue? Me gustaría conocer, por ti, el transcurrir de aquellos días en los que fuiste protagonista.
—Muy felices. Valencia se engalanó para recibirnos. No sabéis qué hermosa estaba la ciudad. La nuestra era la primera boda real que se celebraba en la catedral, y el papa Benedicto XIII ofició la ceremonia de nuestros esponsales. Me hubiera gustado, madre, que presenciarais la alegría que nuestro enlace despertó entre los valencianos. Durante varios días se sucedieron los festejos, fuegos, hogueras, bailes públicos en los que participamos Alfonso y yo, torneos…
—¿Te resultó difícil la primera noche?
—Un poco.
—María, perdona si te violento con lo que te voy a preguntar, pero soy tu madre, y aunque haga más de dos años que no nos vemos siempre has confiado en mí. Des de hace unos minutos no hago más que darle vueltas a lo mismo, ¿ya has menstruado?
Me miró muy seria con una expresión tan triste que no necesitaba oír su respuesta. Pero con voz fuerte me dijo:
—No, madre. Aún sigo siendo una niña.
La abracé con todas mis fuerzas. Pobre hija mía, y yo atosigándola porque no se quedaba embarazada. Infeliz, ¿cómo iba a concebir?
—Antes de que te vayas, María, consultaremos al físico —le aseguré—. Es posible que con algún tratamiento adelantemos tu pubertad. No debes preocuparte.
—No estoy preocupada, madre, ya me desarrollaré y tendré los hijos que Dios quiera. No consultaré a ningún físico. No deseo que la gente se entere. Además, no es más que un retraso propio de mi débil constitución. Por eso no se lo he dicho a Alfonso. Prefiero que piense que soy estéril que una niña. Bastantes enfermedades y limitaciones tengo como para preocuparle con un problema que seguro se soluciona dentro de un tiempo.
—Estoy segura de ello. Pero siento que sufras.
—No madre, ya no sufro. Hace tiempo que he asumido lo que soy. ¿Creéis que no he llorado por mi cuerpo enfermo y por mi fealdad? ¿Pensáis que he aceptado el matrimonio con Alfonso solo para cumplir un acuerdo de familia? No. Lo he hecho porque sé que ningún hombre no solo no se enamoraría de mí, sino que lo más probable es que sintiera aversión hacia mi aspecto. Alfonso me tiene afecto de primo y yo le quiero. Sé qué soy un simple peldaño más en la escalera de su vida. Un peldaño que nunca le fallará, haga lo que haga. Madre, yo siempre seré la reina que velará por sus intereses, que son los míos, y los del reino. Y, en el hipotético caso de que no tengamos hijos, no temo su repudio. Alfonso no hará semejante cosa. Primero porque es bueno, segundo porque siempre podrá hacer lo que le plazca en su vida íntima y tercero porque soy la hermana del rey de Castilla.
Díos mío, cuánto tenía que haber sufrido mi pobre hija para llegar a aquella resignada madurez. Y yo sin darme cuenta. Muchas veces los padres estamos tan lejos de las vidas interiores de nuestros hijos…
De aquella exposición tan dura y descarnada que hacía mi hija, deducía que estaba muy enamorada de Alfonso. Dios quiera, pensé, que no la haga sufrir mucho, porque toda esta fortaleza que demuestra ahora se puede desmoronar en cualquier momento. Era muy joven y no se daba cuenta de lo diferente que era pensar en situaciones hipotéticas y vivirlas en la realidad. De todas formas, me siento orgullosa de ella, porque es una gran mujer.
Pero yo debía insistir y convencerla para que la viera un médico. Era importantísimo que María tuviera descendencia.
La miré con respeto. Yo sería incapaz de enfrentarme a la vida con esa conformidad aplastante. Fue tal la admiración que sus palabras despertaron en mí que me sentí obligada a justificarme ante ella por algo que se estaba dilatando en el tiempo.
—María —le dije—, no me has preguntado por tu dote.
—Pensaba hacerlo esta noche. Alfonso me ha pedido que os comunique lo necesario que es para nosotros el dinero en estos momentos.
Mi hija poseía el marquesado de Villena, y al contraer matrimonio acordamos quedarnos nosotros con él. Lo conmutaríamos por doscientas mil doblas. A mí no me sobraba el dinero y trataba de ir retrasando el pago. Aquello no era realmente una excepción, ya que en la mayoría de los acuerdos matrimoniales sucedía algo parecido y las dotes tardaban mucho en llegar a su destino, cuando llegaban.
—Es verdad que Alfonso deberá irse pronto a Nápoles y Sicilia —siguió diciendo mi hija—, con lo que ello supone. Pero tampoco quiero agobiaros, madre.
—Te prometo una pronta respuesta —respondí, no muy segura de que fuera a ser así.
—Madre, antes de venir a buscaros he pasado por el comedor y siento que Beatriz, con sus mejores deseos, haya preparado para agradarme unos cuantos pebeteros con mi aroma preferido. Sé que no os gusta que nada os recuerde a Leonor López de Córdoba y quiero pediros perdón por el olor a mirto.
—Por favor, María, no te disculpes, ha pasado mucho tiempo y ya va siendo hora de que me enfrente de una forma normal a su recuerdo.
—Por cierto, madre, ¿habéis tenido noticias de ella?
—No y espero no tenerlas nunca.
—La seguís odiando, ¿verdad?
—Sí —dije con fuerza y sin titubear.
—Pues no es bueno, os hace daño.
—¿Has visto a tu hermana Catalina? —le pregunté, para cambiar de tercio.
—Sí. La he encontrado muy bien. Tiene un brillo especial en los ojos.
Era lo que necesitaba oír. Tal vez le habría contado algo a ella.
—¿Tú crees que Catalina está enamorada?
—No lo sé. Nada me ha dicho.
Le conté a María mi conversación con Catalina y la hice partícipe de mis sospechas:
—No, eso no es posible, os lo puedo asegurar. Catalina siente verdadero asco por mi cuñado, el infante don Enrique. Siempre ha sido así. Os aseguro que no tiene ningún fundamento lo que me decís, madre. Puede que él estuviera encantado con esa posibilidad, pero mi hermana, no.
—Me quitas un peso de encima —le confesé a mi hija—. Pero si no es el infante don Enrique, ¿quién puede ser?
—No tengo ni idea, madre.
Seguía lloviendo, pero más suavemente, y el cielo clareaba por momentos, lo que significaba que dentro de unos minutos cesaría la lluvia.
—María, ¿no has pensado en acompañar a Alfonso cuando se vaya a Italia? —le pregunté.
—De momento, no. Tal vez en otro viaje. Es complicado para mi salud un desplazamiento tan largo y, además, Alfonso precisa de mi presencia en Aragón aunque también le ayuden sus hermanos en los asuntos del reino.
—Sí, la verdad es que tus cuñados, los infantes de Aragón, son bastantes, y muy hábiles para extender su poder no solo en su reino, sino para intentarlo también en Castilla.
Unas risas que se acercaban y el ruido de los caballos nos hizo mirar al exterior.
Mi hijo don Juan con un reducido grupo de caballeros estaba a punto de llegar. María se levantó para verlos y muy sorprendida me dijo:
—Madre, no me digáis que el tercer jinete que se aproxima es mi hermano. Cuánto ha cambiado.
—Sí, es él —respondí orgullosa—. Dos años más, en la edad que contaba tu hermano cuando te fuiste, son decisivos. Ya verás, es casi un hombre.
—¿Sigue llevándose tan bien con don Álvaro?
María conocía muy bien la amistad que Álvaro de Luna había trabado con su hermano don Juan. A ella le pedí que ordenase a don Álvaro regresar a Castilla ante la insistencia de mi hijo, que decía no poder soportar la ausencia de su paje, que se había ido a Valencia formando parte del séquito de María.
—Están siempre juntos —le dije—, y hasta cierto punto entiendo la admiración de tu hermano. Don Álvaro es una persona excelente.
—Pero qué detalle, habéis bajado al zaguán para esperarme. Dejad que bese vuestras manos, madre. María, mi querida hermana, no sabes cuánto me alegro de verte.
Y yo a ti, Juan —le contestó María mientras se fundían en un abrazo y añadió—: No has cambiado, hermanito, sigues siendo tan presuntuoso como siempre. ¿De verdad crees que estamos en el zaguán esperando tu llegada? ¿No se te ocurre pensar que podríamos estar haciendo otra cosa?
—Pues la verdad es que no. Os imaginaba preocupadas sabiendo que esta tormenta me alcanzaría en algún lugar del camino.
—No parece que hayáis cabalgado mucho bajo la lluvia —afirmó María, mirando detenidamente sus ropas.
—Hemos tenido suerte y pudimos cobijarnos en un caserón muy cercano a Valladolid.
Siempre sucedía lo mismo. María y Juan nunca se pondrían de acuerdo. Ella era la responsabilidad, la seriedad, a veces también la impertinencia. Juan, por el contrario, era tranquilo, espontáneo, un poco caprichoso y muy pagado de sí mismo. Nunca olvidaba que era el rey.
—Madre, ¿a qué hora queréis que cenemos? —me preguntó Juan con tono altanero.
—Alrededor de las ocho.
—No sé por qué nos hemos apresurado tanto —dijo, dirigiéndose a don Álvaro—, ya te decía yo que teníamos tiempo suficiente. Pudimos haber disfrutado más de la sobremesa.
No me interesaba nada saber a qué sobremesa se podía estar refiriendo. Conocía bien a mi hijo y era muy probable que no existiese ninguna, y que lo único que deseara fuese demostrarnos que estaba muy ocupado y que había acudido a mi llamada haciendo un gran esfuerzo. Por ello le dije:
—Querido hijo, siento haberte interrumpido en tus importantes actividades y te agradezco muchísimo que hayas podido venir a cenar con tus hermanas y conmigo.
Me miró, y con la mejor de sus sonrisas contestó:
—Madre, sabéis que vuestros deseos son órdenes para mí. Estoy encantado de estar aquí. Don Álvaro, acompañadme, disponemos de tiempo para tratar de algunas cosas antes de la cena.
Miramos cómo entraba en casa. María, muy pensativa y reflexionando en voz alta, comentó:
—Pero si es un niño todavía y se las da de gran hombre de estado. Habría que domar su orgullo. ¿No habéis pensado en ello?
—Tú, María, le conoces bien y sabes que siempre ha sido así, posiblemente por un exceso de protección y porque desde niño ha sido tratado como rey. Aunque, de todas formas, creo que el tener casa propia ha influido en su comportamiento, algo normal, por otra parte.
—Sí, pero alguien debería convencerle de que la altanería no es buena.
—Yo espero —le dije confiada— que vaya cambiando con el tiempo. Todavía es muy joven, piensa que solo tiene doce años.
—No tanto, madre. A esa edad mi padre ya era vuestro marido.
—¿Te acuerdas de tu padre? Eras muy pequeña cuando murió.
—Parece que le estoy viendo. También él tenía su cara surcada por estas horribles huellas de la enfermedad —dijo mientras se pasaba la mano por su horadadas mejillas—. Sentí mucho su desaparición, siempre me sentí muy unida a él, en todos los sentidos. Y recuerdo con cariño y nostalgia nuestra vida a su lado. No era tan pequeña, madre, ya había cumplido los cinco años cuando él nos dejó.
—Qué distinto sería todo si él siguiera a nuestro lado —me lamenté.
—Pero, madre, Dios lo ha querido así, y podéis estar segura de que vos lo estáis haciendo muy bien.
—Gracias, hija. La verdad es que lo intento. Tienes mucha razón. Te pareces extraordinariamente a tu padre, sobre todo en el carácter, en esa especie de seriedad y rigor que guiaba todos sus actos y que tú has heredado.
—¿Creéis que podré desempeñar bien mi papel de reina en ausencia de Alfonso? —me preguntó.
—Estoy completamente segura.
—Sois muy amable, madre, ¿queréis que entremos? Está refrescando un poco. Yo no preciso pasar por la habitación antes de la cena, si vos estáis preparada también, podemos irnos al comedor y esperar allí a mis hermanos. Hay un tema que me preocupa y quisiera conocer vuestra opinión.
—De acuerdo, entremos en casa.