VIII
Después de rogarle a mi hija Catalina que no pensara más en lo que le había dicho Villena, entré en mi cuarto convencida de que aquella noche me costaría muchísimo conciliar el sueño.
Al abrir la puerta, casi me doy de bruces con Genoveva, la camarera que, sobresaltada, me dijo:
—Perdón, señora, no he querido molestaros y acabo de encender la chimenea sin preguntaros.
—No te preocupes, has hecho muy bien. Ha descendido la temperatura y seguro que agradeceré el calor del fuego.
—¿Deseáis algo, doña Catalina? ¿En qué puedo seros útil? ¿Os ayudo a desvestiros?
—Lo haré sola. Todavía tardaré un poco en acostarme. Muchas gracias, Genoveva, puedes retirarte.
La observé mientras abandonaba la habitación con expresión satisfecha. Me gustaba aquella muchacha, por ello le dije:
—Genoveva, si sigues portándote tan bien como hasta ahora, ocuparás un lugar destacado a mi lado.
—Gracias, doña Catalina. Nada me agradaría más en la vida.
Mi cuarto consta de dos dependencias: una antesala o saleta y el dormitorio. Siempre me ha parecido más lógico que la chimenea esté instalada en la sala y no en el dormitorio, donde parece menos necesaria, porque, además, el reclinatorio y el crucifijo ante el que rezo todas las noches se encuentran en la antesala. A pesar de este convencimiento, nunca me he decidido a mandar cambiarlo. Probablemente no lo haya hecho porque esta no es mi casa definitiva. Bueno, yo no tengo una sola casa sino varias en las que a lo largo del tiempo ha ido quedando algo de mí.
De algunas, por distintos motivos, guardo recuerdos muy especiales, pero curiosamente esta de Valladolid no figura entre ellas. No obstante, hoy ha sido testigo, junto con mis hijos, de mi legado emocional y si Dios no lo remedia y me da fuerzas para sobreponerme, también puede ser la casa que conozca mi secreto más íntimo, aquel del que no quiero ser consciente.
Lo cierto es que nunca nos conocemos lo suficiente. Siempre me he considerado una persona valiente, y sin embargo, me aterra enfrentarme a esa media verdad, a esa duda que había borrado de mi mente hace mucho tiempo, pero que hoy he comprobado sigue intacta porque solo con pronunciar el nombre de Enrique de Villena ha salido de nuevo a la luz.
No quiero mentirme a mí misma, pero lo hago. Sé que soy valiente para algunas cosas, aunque en temas referidos a los defectos de las personas que quiero, mi postura es la de una auténtica cobarde. Ese fue mi comportamiento cuando no me atreví a visitar a doña María Coronel. No lo hice porque temía encontrarme con la cruda realidad del acoso al que fue sometida por mi abuelo Pedro I. Y he sido cobarde, muy cobarde, al no preguntarle a mi marido, el rey Enrique III, por los motivos que le indujeron a apoyar la separación de Villena y de su mujer María de Albornoz.
¿Por qué no lo hice? ¿Por temor a lo que fuera a decirme? ¿Deseaba seguir valorándolo igualmente? ¿Fue el amor hacia mí misma lo que me impidió reconocer un fallo en la persona querida por mí?
Esta noche siento que debo llegar al fondo de mi corazón y dejar de ignorar la verdad de mi reacción que, por supuesto, conozco, pero que nunca he querido admitir.
Sí, es posible que haya sido el amor a mí misma la razón de mi comportamiento. No quería acceder a la verdad, que desconocía cuál era. No quería descubrirla, porque en el fondo ya la había asumido en mi interior, y mi decisión era la de olvidarme y conseguir que mi vida no se resintiera de ese posible desengaño. Aunque algo se había roto en dentro de mí y la imagen de mi esposo se había desdibujado.
Es posible que si le hubiera preguntado entonces, ahora no estaría recordando, pero no lo hice porque preferí quedarme con la duda antes de tener que escuchar de sus labios algo que tal vez nunca diría, porque probablemente era una calumnia. Preferí callarme aunque ello supusiera una condena silenciosa en el fondo de mi corazón.
Cuando mi ama Beatriz, sin querer en absoluto intrigar ni causarme dolor, me habló del comentario que circulaba por la corte, me quedé totalmente desconcertada.
Yo conocía bien el afecto que mi marido sentía por Enrique de Villena y también su interés por controlar, en la medida de lo posible, las órdenes militares. La mejor forma de asegurarse el apoyo de las mismas era contar con la fidelidad de los grandes maestres, de ahí que entendiera perfectamente la decisión de Enrique de influir para que Villena fuera elegido jefe supremo de la Orden de Calatrava.
Pero la Orden de Calatrava exigía que sus grandes maestres fueran solteros. Villena estaba casado con María de Albornoz. Era un matrimonio, como otros muchos, celebrado por interés. Pero un matrimonio al fin y al cabo. Lo curioso es que ni Villena ni mi marido se lo pensaron mucho y decidieron seguir adelante con su proyecto, aunque para ello fuera necesario conseguir el divorcio de Villena, que aseguró no haber consumado el matrimonio debido a su impotencia. Una declaración que todos interpretamos como falsa, ya que tenía más de una hija natural. Y eran conocidas sus relaciones con otras mujeres.
Aquel día, Beatriz me dijo:
—Doña Catalina, he dudado mucho, pero os lo voy a contar. Pido disculpas a vuestra alteza pero creo que es mejor que estéis al tanto de ciertos comentarios, aunque lo más probable es que sean mentiras sin ningún tipo de fundamento. Dos de vuestras damas estaban hablando del apoyo que el rey ha prestado a don Enrique de Villena para conseguir el divorcio. Una de ellas aseguró que la única razón era que el rey estaba interesado en la esposa de Villena, doña María de Albornoz, y de esa forma, tendría el acceso libre. La otra dama parecía estar de acuerdo, pero matizaba en el sentido de que había sido Villena quien había invitado al rey a fijarse en su mujer, con la garantía de que esta reaccionaría muy positivamente. —Recuerdo que escuchaba a Beatriz sin dar crédito a lo que estaba diciendo. Incapaz de reaccionar, dejé que siguiera hablando—: Es más, doña Catalina, la esposa de Stúñiga afirmó que hace tiempo que el rey don Enrique mantiene relaciones con esta señora y que utilizan como lugar de encuentro el Real Sitio de El Pardo.
¡Dios mío! Recuerdo que al escuchar aquel nombre sentí una especie de escalofrío. Solo había estado una vez en el Real Sitio de El Pardo y no quise volver porque era un lugar en el que no me sentía cómoda. A mí la caza nunca me ha interesado y aquella quinta no tenía otra finalidad, de ahí que fuera normal mi postura y no le diera mayor importancia. Pero ¿y si existía algo que yo percibía sin ser consciente de ello? ¿Sería de verdad el lugar que mi marido utilizaba para verse con su amante? ¿Tenía Enrique una manceba? ¿Por qué nunca había insistido para que le acompañara a El Pardo?
Todos estos interrogantes me impedían razonar con tranquilidad. Yo sabía que si Enrique tenía una amante, no sería ni el primero ni el último. Esto era lo normal. La mayoría de los hombres, y sobre todo los reyes, tenían derecho a relacionarse con tantas mujeres como deseasen. Aunque resultaba muy distinto conocer esta realidad a sufrirla en tu propia carne. Traté de convencerme de que aquello no debía influir en mí. Yo era la reina, la esposa del rey Enrique III.
Cuando mi ama Beatriz me contó los rumores sobre los supuestos amores de mi marido, aún no había nacido nuestro hijo don Juan. Imaginar que Enrique pudiera tener un hijo varón fruto de esas posibles relaciones con María de Albornoz, la exmujer de Villena, me hacía enloquecer.
Solo esta noche, Dios mío, después de tanto tiempo, me atrevo a reconocer ante Ti que en aquel tiempo barajé la posibilidad de serle infiel a mi marido. Tal vez, de esa forma, pensaba, me quedaría más fácilmente embarazada. Podría hacerlo con una gran discreción, nadie tendría por qué enterarse nunca.
Y además, la sangre de los legítimos herederos a la corona de Castilla estaba garantizada conmigo.
¿Por qué mi marido, y otros reyes como él, pusieron en peligro la sucesión del trono al tener relaciones con otras mujeres dándoles la posibilidad de alumbrar hijos naturales?
Los míos, fuera quien fuese el padre, no tendrían ese problema, siempre serían mis hijos, y por tanto, legítimos.
Esta noche, Dios mío, te confieso que a punto estuve de caer en la tentación. Pero no lo hice. Yo, Catalina de Lancaster, Princesa de Asturias, duquesa de Soria, señora de Molina, de Huete, de Atienza, de Coca y reina de Castilla, no cedí a la tentación. Y no lo hice por respeto a mí misma.
Sé que mi conducta fue la correcta. Aunque no puedo decir lo mismo de la actitud que adopté con mi marido. Soy consciente de que tenía que haberle preguntado y no culpar a Enrique de Villena de todo lo que se decía. Pero mi dolor se suavizaba al pensar que Villena era el diablo tentador que estaba dispuesto a vender a su mujer para conseguir un maestrazgo y que mi marido sucumbió ante sus propuestas. Por ello canalicé todo mi rencor hacia Villena. Pero yo no tenía ninguna seguridad de lo que había sucedido y no quise saberlo.
Ahora compruebo que esta ignorancia deliberada no me ha servido de nada. Porque sigo sintiendo dolor ante el supuesto comportamiento de mi marido. Porque sigo sospechando que su interés, al influir favorablemente en la consecución del divorcio, no fue exclusivamente despejar el camino para que Villena llegara a la Orden de Calatrava, sino eliminar los obstáculos que a él le impedían una total libertad con la mujer de su pariente.
Dios mío, cuánto tiempo acallando unos celos que me destruían, cuántos disimulos, cuánta mentira. ¿Por qué no tuve el valor de preguntarle? ¿Habría estado dispuesta a creer lo que me dijera? Mi respuesta es no. Siempre me quedaría la duda, sobre todo teniendo en cuenta la vida de María de Albornoz, que no volvió a casarse. Además debo reconocer que no le planteé el problema a mi marido porque yo ya era una mujer deformada por la enfermedad y tenía miedo de lo que pudiera decirme. También es verdad que no sé qué habría pasado si Enrique no hubiese muerto a los dos años de desatarse estos desgraciados rumores. Pero fueron suficientes para romper la imagen que poseía de él.
Dios mío, nunca he tenido el valor, hasta esta noche, de reconocer que mi matrimonio no fue tan maravilloso como quise dar a entender. Nunca me permití pensar en la posible infidelidad de mi marido y tendría que estar acostumbrada a este tipo de comportamientos, no por ser generales —que sí lo eran—, sino por cuestiones familiares.
Mi admirado abuelo, el rey Pedro I era un genio en eso de la infidelidad y mi padre, Juan de Lancaster, lo mismo.
Pero Enrique III era mi marido y esta es mi historia, y yo deseaba que fuera de otra manera. Necesitaba que Enrique solo me quisiera a mí. ¿Cuándo habría decidido tener una amante? ¿La tuvo de verdad? ¿Le habría regalado otra amatista a ella? ¿Pensaría en su amante mientras concebíamos a nuestro hijo?
Dios mío, hoy, por primera vez, he reconocido en voz alta que mi marido pudo haberme sido infiel y me he atrevido a plantear todos mis interrogantes. Sé que nunca tendré la certeza de si esto fue verdad o un falso testimonio.
Me da mucha pena comprobar que cuando algo se rompe es muy difícil de recomponer, sobre todo para mí. Soy consciente de que debería haber hablado con mi marido, pero de nada habría servido. Todavía estoy a tiempo de hacerlo con doña María de Albornoz, pero tampoco daría crédito a sus palabras.
Pienso que la única explicación a mi comportamiento es que he creído en los rumores y he preferido, por cobardía y desconfianza, seguir pensando que existía la posibilidad de que fueran solo eso: rumores.
¿Quise yo a Enrique como deseaba que él me quisiera a mí?
Al levantarme del reclinatorio, mis rodillas protestan por el esfuerzo al que las he sometido. Mi peso resulta excesivo para todo. Noto un poco de frío que, a medida que me acerco al dormitorio, disminuye gracias al suave calorcillo que se cuela por la puerta entreabierta.