VII
—Ya sé que lleváis juntas más de una hora y no habéis pensado en llamarme. No me sorprende, María siempre ha sido vuestra hija preferida, madre. Después de Juan, claro. Juan es el rey y nunca mejor dicho.
—¡Catalina! —exclamó María—, ¡qué guapa te has puesto! Ven, déjame que te observe de cerca.
Al lado de su hermana, y no lo era, Catalina parecía muy hermosa. Pero lo que resultaba evidente era que se había arreglado de forma especial. Llevaba el cabello recogido en una redecilla muy bonita, dorada, con algunas incrustaciones de piedras multicolores. Lucía un traje rojo oscuro de terciopelo con las mangas abullonadas y un gran escote que dejaba al descubierto su marmórea piel. No se había colocado ningún collar ni cadena, lo que permitía admirar la perfección de su largo cuello.
—Catalina —le dije—, siéntate enfrente de tu hermana, en la otra cabecera, aquí a mi derecha. Juan y yo presidiremos la mesa como siempre.
—Pero María es reina ahora —me recordó Catalina.
—Ya lo sé. Pero esta es nuestra casa. Yo la reina regente de Castilla y vuestra madre, así que no se hable más de ello.
—De acuerdo, madre, no os enfadéis.
—No me enfado, pero no insistas. No hagas demasiados méritos para conseguirlo, Catalina.
—Madre, es muy guapa la nueva criada. Don Álvaro dice que además es inteligente.
Mi hijo acababa de entrar en el comedor hablando en voz alta desde la puerta, como siempre, sin importarle —o tal vez era lo que perseguía— que la criada le escuchara.
—Y eso que no la has oído cantar —apuntó María—. Tiene una de las voces más bonitas que yo he escuchado.
—¿A quién os referís? —quiso saber Catalina—. ¿A Genoveva?
—Desconozco su nombre —dijo mi hijo.
—Sí —afirmó María—. La joya de la que hablamos es Genoveva.
—Pues a mí no me parece guapa y la verdad es que no la he escuchado cantar, aunque su voz no tiene nada de especial —sentenció Catalina.
—¿Me has dicho, María, que canta bien? —quiso saber mi hijo.
—Sí, resulta delicioso escucharla cantar.
—Madre, deberíais pensar en cedérmela. Conocéis mi amor por la música y no debéis privarme del placer de poder escuchar a esa virtuosa joven, que además es guapa.
—La podrás escuchar siempre que lo desees cuando vengas a visitarme —le dije con chanza.
Los miraba feliz. Allí estaban mis tres hijos sentados a la mesa conmigo. Aquellas dos muchachas y él aún imberbe joven constituían mi única familia directa. Sangre de mi sangre. En ellos tenía puestas todas mis esperanzas. La continuidad de nuestra estirpe dependía de ellos. Los tres eran muy distintos. Y estaba comprobando cómo en su comportamiento seguían las pautas de siempre. Podrían pasarse todo una noche dándole vueltas a un mismo tema.
—¿Y dices que don Álvaro opina que la criada es inteligente? Me gustaría saber cómo ha llegado a esa conclusión —planteó Catalina.
—Pues no lo sé y no me importa —le respondió su hermano.
—Probablemente cualquier reacción, que a otros nos puede pasar desapercibida, haya dado pie a don Álvaro para pensarlo —matizó María.
—Ya está bien —exclamé—. Yo soy de la misma opinión de don Álvaro. Seguro que Genoveva es una muchacha inteligente, pero hablemos de otras cosas. Probablemente esta sea la última vez que estemos los cuatro juntos.
—¡Pero, madre! —protestó mi hijo con cara de susto.
—Sí, Juan. No lo digo porque piense que voy a morirme dentro de poco. Nada más lejos de mis intenciones. Rezo a Dios todos los días para que me permita conocer a mis nietos, porque María deberá permanecer en su reino, como es su obligación, y además se quedará sola en muchas ocasiones al tener que ausentarse su marido el rey para atender los asuntos italianos, lo que le hará mucho más difícil cualquier tipo desplazamiento que no sea oficial. Tú asumirás dentro de dos años a lo sumo el gobierno de Castilla. Catalina se casará y probablemente se vaya del reino. Yo me quedaré cerca de ti, Juan. Y si la salud me lo permite, procuraré veros de vez en cuando. Pero tal vez no gocemos de la oportunidad que ahora se nos presenta.
—Madre —dijo don Juan cariñoso—, os prometo que mi primera hija se llamará como vos. De verdad, mi primera hija tendrá vuestro nombre, Catalina.
—No seas zalamero.
De mis hijos era a Juan a quien menos le costaba mostrarse cariñoso, como acababa de demostrar. Sus hermanas le miraban y ninguna quiso ofrecer un gesto amable hacia mí.
—¿Por qué es tan importante que estemos juntos? —preguntó Catalina.
—Nuestra madre seguro que quiere darnos a conocer su testamento —le respondió Juan—. Desea decirnos personalmente lo que piensa dejarnos a cada uno. Y para evitar que nos enfademos acuerda contárnoslo a todos juntos. Eso es para aclararnos el porqué de su decisión.
—No seas bruto, Juan —dijo María, para añadir—: Hermanito, hermanito, siempre le has dado demasiada importancia a lo material. ¿Crees que yo discutiría contigo por la posesión de un collar de rubíes?
—Tú no sé pero Catalina sí —matizó Juan.
—Puedes estar seguro —contestó Catalina—, ya has sido bastante favorecido por la fortuna. ¿Por qué no dejáis que nuestra madre nos cuente lo que quiera?
Qué distintos eran los tres. Ninguno se parecía a mí. María era como su padre y Catalina no sabría decir, ya que su comportamiento, a veces, era bastante desconcertante. Posiblemente fuera Juan quien había heredado algunas de mis aficiones. Le gustaba el poder, pero amaba la música, la poesía, rodearse de juglares y poetas. Sin duda era Juan, por el cargo que iba a desempeñar, quien más me preocupaba. Había puesto todos los medios a mi alcance para que recibiera una educación adecuada.
La verdad es que no había pensado aún en la redacción de mi testamento, pero estoy segura de que cuando lo haga no tendré ningún tipo de preferencia. Trataré a mis tres hijos de forma equitativa y si alguno de ellos desapareciera sin descendencia —Dios no lo quiera—, los demás recibirían la parte de este. Pero ya me ocuparé de ese tema en su momento.
Ahora quería que mis palabras tuvieran una única finalidad: conseguir grabar en sus corazones que pertenecían no solo a la dinastía de los Trastámara sino también a las de Borgoña y Plantagenet. Deseaba que su familia materna, mi familia, ocupase un lugar importante en su memoria. Con todo mi cariño les dije:
—Es posible que para vosotros no sea importante que nos reunamos los cuatro, aunque para mi sí lo es. Es importante porque sois lo que más quiero en el mundo. Y disfruto teniéndoos a mi lado. Me gustaría tanto que vuestro padre os pudiera ver… Sin vosotros mi vida habría sido un vacío inmenso. Gracias a vuestra existencia he cumplido mi misión como reina y como esposa. Habéis dado consistencia a mi vida. Y me permitís proyectarme en vosotros. Quisiera, hijos míos, que nunca olvidarais algo que ya sabéis, pero que quiero recordaros esta noche. Sois los hijos de los primeros Príncipes de Asturias, los hijos de la reconciliación, los hijos de un hombre y una mujer que se respetaron y amaron de una forma tranquila y sosegada. Los hijos de los reyes de Castilla don Enrique III y doña Catalina de Lancaster. Soberanos siempre conscientes de la importante misión que habían de desempeñar y que tú, Juan, estás llamado a continuar. Deseo que seas un buen rey y que vosotras, en la medida de vuestras posibilidades, le ayudéis en su largo y duro camino. Quiero que os sintáis orgullosos de vuestro linaje. Del de vuestro padre y del mío.
—Madre, nacisteis en Inglaterra, ¿verdad? —quiso saber Juan.
—Sí. Aunque mi madre nunca debería haber abandonado Castilla.
—¿Por qué lo hizo? —preguntó Catalina.
Nunca les había hablado a mis hijos de la muerte de uno de sus bisabuelos a manos del otro. Había llegado el momento de hacerlo. Lo hice con delicadeza, dominando mis sentimientos, pues mis hijos descendían de los dos.
—O sea que los únicos Trastámara totalmente legitimados para gobernar Castilla somos nosotros —puntualizó Catalina.
—Sin duda, hija, porque vosotros descendéis de las dos ramas: la legítima y la bastarda.
—Sin embargo, en Aragón sí somos reyes por derecho propio —señaló María.
No me pasó desapercibida la apreciación de María. Ella se consideraba una Trastámara más. Preferí no aludir a su comentario y simplemente repliqué:
—Por supuesto que sí. Tu suegro, mi cuñado el infante don Fernando, accedió al trono aragonés de forma legal y no a través de viles asesinatos.
—Madre, según lo que nos acabáis de decir, nosotros somos los Trastámara «purificados»… ¿No deberíamos casarnos con nuestros primos como ha hecho María para conseguir una mayor consistencia familiar?
El planteamiento que Juan acababa de exponer me ponía verdaderamente nerviosa. No debía manifestarles cuáles eran mis verdaderos sentimientos hacia los Trastámara. Deseaba con todas mis fuerzas que mis hijos se unieran con familias reinantes en Europa y no con los parientes que, en el fondo de su corazón, siempre me habían rechazado y lo único que pretendían era adueñarse de todo. Yo había tratado de hacerlo lo mejor posible, pero siempre me había encontrado en inferioridad de condiciones y por ello cedí muchas veces ante mi cuñado, el infante don Fernando.
Es cierto que valoré su postura respecto a la legalidad de mi hijo, aunque ello no significaba que no fuera consciente del creciente poder de mi cuñado en Castilla y lo que ello traía consigo. Sé que en el fondo Fernando pretendía que mi hijo dependiera de él o, como ahora, de su familia a la hora de tomar decisiones importantes.
—¿Te parece poca la consistencia que tienen tus primos los infantes de Aragón? —dije, dirigiéndome a mi hijo.
Antes de que Juan contestara lo hizo Catalina:
—Madre, deberíamos hacer algo. Cada día que pasa nuestros primos amplían su poder en Castilla. Por cierto, María, ¿es verdad que tu cuñado Juan se irá contigo a Aragón para convertirse en lugarteniente del reino?
—Sí. Alfonso pensó que su hermano sería una ayuda importante para mí, porque, como bien sabes querida hermana, las enfermedades me acosan con bastante frecuencia y me impedirán estar presente en muchos actos.
—O sea que quien se queda al frente de las posesiones y los negocios en Castilla es el infante Enrique —apuntó Catalina.
—Él y su madre, mi suegra, Leonor de Alburquerque —respondió María.
Leonor de Alburquerque, mi cuñada y amiga en otro tiempo, se había convertido en una persona ambiciosa —tal vez siempre lo fue y yo no me percaté de ello. Hacía solo dos meses que había regresado a Castilla instalándose en Medina del Campo, que era de su propiedad. Desde allí controlaba todo el patrimonio castellano de sus hijos, los infantes de Aragón. Y se preocupaba de que la vieja nobleza castellana estuviera del lado de ellos.
—Don Álvaro —dijo mi hijo— se ha disgustado con la futura marcha del infante don Juan, porque según él resulta mucho más fácil negociar con este que con don Enrique.
—Hijo, ¿y a ti que te parece? —le pregunté.
—Yo siempre he tenido buena relación con mis dos primos, pero si don Álvaro opina así, seguro que tiene razón.
Estaba de acuerdo con la apreciación de don Álvaro. Mi sobrino don Juan era menos complicado que don Enrique. También entendía la postura de mi hijo, que solo tenía doce años, y que admiraba y quería a su paje, convertido ya en auténtico consejero. Pero esperaba que poco a poco fuera teniendo criterio propio.
—Ya que habéis mencionado a don Álvaro —intervino María, dirigiéndose a mí—, ¿qué pensáis hacer con el tema de doña Inés?
Inés de Torres, la camarera de mi hija doña Catalina y mi persona de confianza desde la marcha de Leonor López de Córdoba, era una mujer joven y guapa. Varias personas me habían hablado sobre cierta ligereza en su trato con los hombres y que más de uno en la corte, con quien ella había mantenido o mantenía relaciones, podía cometer alguna inconveniencia motivada por los celos. Confieso que mi reacción ante los primeros comentarios fue no hacer caso. Pero cuando supe que los celos estaban motivados por la atracción que Inés parecía sentir, desde hacía algún tiempo, por don Álvaro de Luna, pensé en alejarla de la corte. No podía consentir ningún tipo de problemas en el entorno de mi hijo. Antes de que yo respondiera, doña Catalina, un poco nerviosa, preguntó:
—¿Alguien me puede explicar qué le pasa a mi camarera doña Inés y a don Álvaro, el paje de mi hermano?
—A don Álvaro no le pasa nada; lo único que hace es dejarse querer. Doña Inés le colma de atenciones y no tiene más deseos que servirle y hacerle la vida agradable —aclaró mi hijo sonriente.
—¿Qué doña Inés está enamorada de don Álvaro? No me lo puedo creer. Seguro que todo son habladurías —siguió insistiendo Catalina.
—Siento contradecirte hermana —dijo María muy serena—, muchos en la corte lo saben. ¿Pero por qué estás tú tan segura de que doña Inés no ama a don Álvaro?
Observé cómo las mejillas de Catalina se sonrojaban. Algo le estaba pasando a mi hija que yo desconocía. Decidí apoyarla.
—María, Catalina es la que está más en contacto con su camarera y algo tendría que haber notado. Además es quien mejor la conoce. Así que es posible que esté en lo cierto y solo sean rumores.
—Yo no sé si la camarera está enamorada o no, aunque esta misma tarde, hace unos minutos, nada más llegar, acudió a saludarnos y no hacía más que preguntarle a don Álvaro si precisaba algo y se ofreció para llevarle algo caliente al cuarto —apuntó mi hijo don Juan.
Catalina cada vez se ponía más roja y sus ojos esquivaban cualquier mirada. No acertaba a imaginar qué le podría pasar. ¿Qué sabía ella en realidad de todo esto? ¿Se habría enamorado mi hija de don Álvaro?
—Madre, decidme, ¿habéis tomado alguna decisión sobre Inés? —insistió María.
—Sí. He pensado que le vendría muy bien pasar una temporada en el convento de Santo Domingo el Real, en Toledo. Dentro de unos días tengo proyectado el viaje. Ya le he escrito a doña Teresa de Ayala y está de acuerdo en albergar a doña Inés.
—Creo que obráis acertadamente —apuntó María.
—Pues yo opino —intervino Catalina— que si es verdad lo que decís, debéis ordenarle que abandone la corte para siempre y no por un tiempo.
—Pero Catalina —observó María—, tampoco hay que ser tan drástica. Es posible que al verse alejada de la corte reflexione y esté dispuesta a seguir otro tipo de comportamiento.
—Madre, Inés es mi camarera. ¿Por qué no me habíais contado nada de este asunto? —me preguntó Catalina con tono de enfado y sin hacer caso a lo que le había comentado su hermana.
—La verdad es que pensaba hacerlo cuando fuéramos a salir de viaje, pero para decirte que Inés se queda ría en Toledo, y no para comentarte nada respecto a ella porque creía que estabas al tanto. Además quiero deciros que aún no he hablado con ella de este tema. Puede que Inés lo niegue y que incluso tenga razón, pero será lo mismo. Porque aunque sean habladurías debo alejarla de nuestro entorno.
—Entonces, ¿doña Inés desconoce el proyecto que tenéis de dejarla en Toledo? —quiso saber Catalina.
—Sí. Se lo diré el día antes de partir. Ella sabe que vamos a viajar a Toledo, pero no sospecha nada.
Catalina se quedó muy pensativa y guardó silencio. Los demás estaban dando buena cuenta de la riquísima sopa que nos habían servido.
—Madre, otras veces os lo he dicho, pero hoy vuelvo a repetíroslo, no os imagináis el favor tan inmenso que me haríais si me cedierais a vuestra cocinera. En esta casa se come mucho mejor que en la mía, y vos, madre, que tanto me queréis, no deberíais consentirlo.
A don Juan le pasaba lo mismo que a mí, adoraba comer bien.
—Pues ya veréis cuando probéis el cordero. La verdad es que Ana, que lleva muchos años en la cocina, cada vez lo hace mejor.
—Además —observó María—, ha incorporado a su cocina muchos de los recursos culinarios que le enseñó doña Leonor López de Córdoba, que sin duda estaba influenciada por la cocina árabe.
No quise que la alusión a mi antigua criada me afectara y para distraer el recuerdo les comenté a mis hijos:
—Sí. Nuestra vieja cocinera ha preparado unas costilletas Al-Majliu, aprovechando que teníamos cordero asado. Recuerdo, Juan, que a ti te gustaban mucho.
—Y tanto. Madre, ¿con qué otras cosas nos vais a agasajar?
—¿No prefieres la sorpresa? —le preguntó su hermana María, a quien poco le importaba la comida.
—Pues la verdad —respondió Juan— es que me gusta saberlo para dosificar la cantidad de lo que como, según lo que vaya a venir después. Por ejemplo, si hubiese sabido que nos iban a servir esta sopa tan rica, con yemas de huevo, vino blanco y pan, habría tomado menos fruta. Aunque la verdad es, querida María, que también estaba buenísima.
Sonreí ante las ocurrencias de mi hijo y tomé el cuenco de la sopa en mis manos para beber. De repente, uno de esos temblores que de vez en cuando sacuden mi cuerpo me sobrevino sin que yo me percatara. El cuenco yacía tumbado en la mesa y la sopa discurría por doquier de forma enérgica y dispuesta a no detenerse ante nada.
Alguna vez me habían sucedido accidentes de este tipo ante mis hijos, pero ahora me sentía avergonzada. Era una vieja inútil que no podía sentarse a la mesa con los demás. Me entraron ganas de llorar ante mi impotencia. Nunca aceptaría la enfermedad con la que llevaba catorce años. Los mismos que tenía mi hija doña Catalina, que inmediatamente acudió a mi lado para limpiarme y tranquilizarme.
—No tiene ninguna importancia, madre. Ahora mismo Genoveva os sirve otro cuenco. No, no digáis que no queréis la sopa, porque esta noche Ana se ha esmerado y es una pena que no la toméis.
Agradecí a Catalina su amabilidad y con su ayuda tomé la sopa, que en verdad estaba deliciosa.
—Me voy a mi lugar madre; ya no me necesitáis. No pasa nada si se os cae el cordero, porque cenaremos costilletas y también asado, ¿verdad?
—Sí, y además nos servirán un guiso totalmente nuevo que ha ideado Ana con distintas especias.
Sin duda era importante la imaginación a la hora de enfrentarse a la preparación de alimentos. Ciertamente no teníamos gran variedad y tal vez por ello intentábamos experimentar mezclando nuevos sabores. A mí me resultaba enormemente estimulante pasar de un sabor agridulce a uno amargo, y aunque esta noche tomamos cordero en tres versiones, seguro que nos pareció distinto en cada una de ellas.
—Madre, no me habéis hecho ningún comentario sobre el vino. ¿No notáis ninguna diferencia, no os parece distinto del que tomáis normalmente? —quiso saber María.
—No lo he probado. Pero ahora te lo digo.
Tomé la copa con el vino. La sujeté muy fuerte y bebí despacio, paladeándolo…
—Es bueno —afirmé—. Te puedo asegurar que es la primera vez que pruebo este vino del que desconozco su origen. Puede que sepa más a frutas que los nuestros y que sea más ligero. ¿Qué vino es?
—Es catalán, de Tarragona, de una zona conocida como el Priorato. Nos lo han enviado los monjes cartujos que viven allí y que parece ser se dedican al cultivo de la vid desde hace siglos.
Nosotros en Castilla teníamos vinos importantes. Hacía mucho tiempo que los monarcas castellanos y las órdenes monásticas potenciaban el cultivo de la vid. Yo recuerdo cuando, al poco de ser proclamado rey, mi marido Enrique III premió a algunas ciudades por la calidad de sus vinos, que según pasaban los años era cada vez mejor. No sé si la mejoría se conseguía gracias a la calidad de la uva o al tipo de prensado.
—Querida hermana —dijo Juan, zalamero—, ¿no me vas a regalar a mí aunque solo sea una pequeña muestra de este vino tan rico?
—Había pensado enviarte algunas barricas. Pero será después de mi regreso a Aragón. Ahora solo he traído para que nuestra madre lo pruebe. Si os gusta, madre —dijo, dirigiéndose a mí—, os puedo hacer llegar más.
—Muchas gracias, María. Este vino del Priorato, así se llama la zona, ¿verdad?, pues está muy bien, pero prefiero los nuestros.
—No rechacéis la oferta, madre. Que María os lo envíe y luego me los regaláis a mí.
—Juan, deberías contener ese afán desmedido que tienes de poseer cosas —le replicó María.
—Es bueno guardar para cuando la situación no sea buena —contestó, riéndose.
Resultaba bastante sorprendente que un muchacho de doce años, como era Juan, pensara de aquella forma que en sí no era mala, pero que llevada al extremo podría resultar desagradable.
Mi hijo tenía buen carácter, no se enfadaba por los comentarios que se pudieran hacer sobre su comportamiento, aunque fueran desagradables, pero también era verdad que no atendía las sugerencias de casi nadie.
Catalina, que permanecía muy silenciosa, dijo:
—Yo sé cuál es el verdadero origen del vino.
—¿Tú? —se sorprendió su hermano Juan.
—Sí. El vino aparece por primera vez en la antigua Persia. ¿Queréis que os desvele cómo lo descubren?
María me miró con cara de susto y yo no daba crédito a lo que estaba oyendo. Seguro que Catalina quería hacerse la graciosa y se lo habría inventado. Pero sentía curiosidad.
—Por favor —le rogué—, cuéntanoslo. Tiene que ser una historia muy interesante.
—Sí que lo es. Veréis, como decía, la historia sucedió hace muchísimos años en la antigua Persia, donde vivía un rey llamado Jamsheed que era muy aficionado a las uvas y mandaba a todo su pueblo que saliera a recolectarlas para él. Ordenaba almacenarlas en unas vasijas en lugar fresco para poder degustarlas durante todo el año. Pero un día comprobó asustado como la piel de las uvas contenidas en una de las vasijas se había roto y salía de ellas un líquido pastoso que olía muy fuerte. Acercó su mano, lo probó y le pareció un sabor horroroso llegando a la conclusión de que las uvas en mal estado se habían convertido en algo venenoso. Pronto se desharía de la vasija, pero, mientras tanto, el rey avisó a todo su personal de palacio que no bebiera de aquel extraño brebaje porque probablemente encontrarían la muerte. Una de las mujeres de rey, aquejada por fuertes dolores de cabeza, además de haber perdido el favor del monarca, desesperada ante semejante situación, decidió poner fin a su vida bebiendo el veneno de las uvas. Pero no solo no murió sino que se le pasó el dolor de cabeza y su estado de ánimo se volvió alegre. Inmediatamente todos se dieron cuenta de lo importante que era aquel líquido.
Yo miraba asustada a mi hija. ¿Quién le había contado aquella original historia? Estaba segura de que ella no se la había inventado. No creía que pudiera ser alguien de la casa quien se la hubiera revelado, porque antes me lo habrían dicho a mí. Todos conocían mi afición a las leyendas. Pero ¿quién podría ser?
—Me ha entusiasmado tu relato, Catalina. ¿Quién te lo ha contado? —le pregunté.
—Un mendigo con el que me encontré hace unos días cerca de la iglesia.
—¿Desde cuándo tienes por costumbre hablar con mendigos? —quiso saber María.
—No suelo pararme con ellos, pero este era especial. Me dijo que había viajado por todo el mundo.
No quise decir nada, pero estaba segura de que Catalina nos estaba mintiendo. La conocía muy bien y sabía que algo extraño le estaba sucediendo. Primero fue lo del convento, después mis sospechas de que estuviera enamorada y ahora nos contaba aquella historia que era la prueba de que había estado viéndose con alguien. No era aquel el momento, pero después de la cena tendría que contármelo todo. Estaba preocupada pero intenté disimular:
—Querida Catalina —le dije muy sonriente—, la próxima vez que te encuentres con ese mendigo tráelo a casa. Me gustará hablar con él.
—De acuerdo, así lo haré —respondió muy seria.
—Madre, ¿habéis recibido contestación de Yusuf III? ¿Se arreglará por fin el conflicto? —me preguntó don Juan.
Don Juan estaba muy interesado en solucionar el problema a Íñigo, el hijo de Diego López de Stúñiga. El tema era complicado y parecía no haber acuerdo posible en aquel enfrentamiento. Al final, Íñigo Stúñiga y Juan Rodríguez de Castañeda habían acordado, para solventar de una vez por todas sus discrepancias, batirse en duelo en la ciudad de Granada. A mí, que dos jóvenes caballeros como estos estuvieran dispuestos a enfrentarse a una muerte segura para uno de ellos, me parecía algo monstruoso. Pero así era el comportamiento de nuestros hombres. Sin embargo, en este caso no era lo mismo porque los contendientes eran muy jóvenes y sus padres, lógicamente, trataban de impedir el enfrentamiento. No sus padres, sino su padre. Porque yo solo conocía la opinión de nuestro justicia mayor, Diego López de Stúñiga, que al estar al lado de mi hijo como tutor, me comunicó su preocupación a través de él y mantuvimos muchos encuentros para intentar impedir el duelo.
Yo, en realidad, poco podía hacer. Si hubiese sido en mi reino, aún podría haber tomado alguna medida disuasoria, pero en Granada mis posibilidades de maniobra eran mínimas.
Intentando encontrar una solución al problema con el preocupado Stúñiga, se nos ocurrió pedir ayuda a Yusuf III. Mi hijo me preguntaba por esas gestiones.
—Juan —le dije—, ya sabes que he escrito al rey de Granada Yusuf III y que me ha contestado diciendo que haría todo lo que estuviera en su mano para impedir el duelo. Eso es todo lo que puedo contarte. De momento, no he recibido noticias de lo sucedido. Desconozco cómo habrán reaccionado los dos jóvenes.
—Madre, yo sabía que tus relaciones eran buenas con el rey nazarí; luego os pediré algo —comunicó María.
—No son tan buenas. Yusuf ha hecho lo mismo que haría yo si él me lo pidiera. Si existe un principio de entendimiento entre nosotros es porque ambos deseamos tranquilidad para nuestros reinos. Tú sabes que hemos firmado una tregua de paz hasta el año 1419.
—¿Por qué no le contáis a María lo de los cien cautivos? —me pidió Catalina, que se sentía muy orgullosa de lo que ella consideraba mi hazaña—. Nuestra madre —continuó Catalina— consiguió algo que tu suegro nunca logró: redención de cautivos.
—Bueno, según cuenta don Álvaro, es porque al infante don Fernando le interesaban más otros aspectos de la negociación —apuntó mi hijo.
—Por favor, no quiero polémicas sobre este tema —afirmé muy seria—. Debéis alegraros de lo que he conseguido para Castilla y nada más.
Lo cierto era que a la muerte de mi cuñado, el infante don Fernando, hube de ocuparme yo de la política con Granada y en nuestras negociaciones para firmar la tregua reivindiqué el derecho a obtener la liberación de cautivos cristianos. No tenía ni idea de por qué mi cuñado no había conseguido lo mismo, ni deseaba saberlo. La vuelta a casa de cien personas era muy importante y no quería enturbiarla con nada.
—Madre, han sido mis hermanos quienes han sacado el tema y, como antes os decía, quiero pediros algo en mi nombre y también en el de Alfonso, mi marido.
—María, ¿qué deseas pedirme?
—Sabemos que en Granada y en las prisiones de los árabes están muchos cristianos del reino de Aragón. Hemos pensado que si vos intercedéis por estos súbditos, es posible que Yusuf III os preste más atención que si lo pedimos nosotros.
—Sí, es posible —asentí—. Después me das sus nombres.
—¿Qué ha pasado, madre, con don Juan de Bethencourt? —quiso saber María.
—Pues que ha decidido marcharse y dejar las islas al cuidado de su sobrino, Maciot de Bethencourt.
Juan de Bethencourt era un caballero normando a quien mi esposo había apoyado para la conquista y posterior colonización de las islas Canarias. Recuerdo que parte de la nobleza se escandalizó por esta decisión. Pero Enrique desconfiaba de lo que pudieran hacer algunas familias sevillanas, interesadas en las islas, precisamente por la mala situación que estaba atravesando la ciudad de Sevilla. Y además, tanto el rey como sus consejeros eran conscientes de que la alta nobleza nunca se sentiría atraída de verdad por el proceso colonizador de las islas, ya que no eran fuente de grandes beneficios.
María conocía un poco este tema. Ella y yo lo habíamos comentado. Recuerdo que cuando ultimábamos los preparativos de su boda, conocimos la decisión del papa Benedicto XIII de revocar todas las indulgencias concedidas para la conquista de las islas y mandar embargar el dinero recaudado con ellas. La decisión papal estaba motivada por el trato vejatorio dado a los naturales de las islas y por la venta de esclavos, que habían convertido en algo normal.
—Madre, ¿no creéis que Bethencourt se ha marchado porque el negocio se ha terminado?
—Tristemente, María, estoy de acuerdo contigo. Pienso que el caballero normando no volverá a poner los pies en su castillo de Lanzarote.
—Si no estoy mal informado —intervino mi hijo don Juan—, la propiedad de las islas no nos pertenece y en cualquier momento pueden ser vendidas, pero sí están incorporadas a la corona de Castilla y deben obedecer nuestras leyes.
—Siento decirte que no estás bien informado —le contesté—. Las islas, la propiedad de la tierra, pertenecen a la corona de Castilla; es del señorío de lo que disfrutaba Bethencourt y eso es lo que ahora puede pasar a otras manos. No olvides querido hijo que el caballero normando se hizo súbdito de tu padre para que este le concediera la repoblación y administración de las islas.
—Pero algo tendremos que decir nosotros si los nuevos propietarios del señorío no son de nuestro agrado —puntualizó mi hijo.
—Más que opinar sobre la personalidad de quienes se hagan cargo de la administración de las islas, lo que interesa es controlar cómo lo hacen y manifestar nuestra oposición si consideramos que su comportamiento no está de acuerdo con nuestras leyes —le dije muy convencida.
—Estos pastelillos de membrillo son maravillosos, madre. Y lo que de verdad me entusiasma son los aros secos de naranja —dijo Juan, cambiando totalmente de tema.
—¿No te gustan las tortas de almendras? —le preguntó su hermana Catalina.
—Sí, por supuesto. Pero los de membrillo mucho más.
Era estupendo ver cómo mi hijo disfrutaba con la comida. Le había observado durante toda la cena y no había dejado de probar nada. Pero me di cuenta de que también bebía mucho.
—Juan, ya sé que dentro de muy poco podrás hacer todo lo que quieras y que ahora eres casi mayor de edad, aunque pienso que deberías esperar unos años para comportarte como un hombre en todos los sentidos. Creo que has bebido en exceso.
Me miró con cara de suficiencia y con un tono que denotaba que le había molestado mi observación.
—Puede que tengáis razón, madre —replicó—, aunque debo acostumbrarme. Además el vino no es tan malo. Gracias a él me atrevo a comentaros algo que hace tiempo deseo hacer.
Yo conocía muy bien los efectos del vino y la falsa euforia que produce. Claro que cuando la disfrutas parece real y, ciertamente, a veces, resulta casi necesario engañarse, aunque solo sea por unos momentos. Reconozco haber recurrido a él en determinadas situaciones, aunque ello no quiera decir que apruebe en absoluto mi comportamiento. Y eso es lo que tenía que inculcarle a mi hijo, cuya respuesta me había dejado bastante intrigada.
—¿Y qué es eso que quieres comentarme? —le pregunté a Juan un tanto sorprendida.
—Quiero hablaros de un romance referido a vuestros abuelos, don Pedro I y doña María de Padilla. Un romance que he escuchado hace un tiempo en una de mis estancias en Sigüenza y que no consigo olvidar.
—Referido a mis abuelos y a tus bisabuelos, creo yo —dije enfadada, para preguntarle—: ¿Qué romance es ese?
—Uno que habla de la muerte de doña Blanca de Borbón, la primera mujer de vuestro abuelo.
—¿Recuerdas la letra? —se interesó Catalina. María permanecía inmutable.
—Sí, claro que la sé. Madre, ¿queréis que lo recite?
Asentí, sabiendo que me iba a disgustar. Me molestaba que no hubiera tenido la confianza de contármelo antes y me inquietaba que mi hijo le diera tanta importancia a aquel romance como para recordarlo. Don Juan muy serio empezó a recitar:
Doña María de Padilla, no os mostréis triste no
Si me descase dos veces, hicelo por vuestro amor
Y por hacer menosprecio de doña Blanca de Borbón.
A Medina Sidonia envío que me labre un pendón;
Será de color sangre, de lágrimas la labor;
Tal pendón, Doña María, se hace por vuestro amor.
Llamar Alonso Ortiz, que es un honrado varón
Pero que fue a Medina, a dar fin a tal labor;
Respondió Alonso Ortiz: Eso, señor, no hare yo.
Que quien mata a su Señora es aleve a su señor.
El rey no le respondiera; en su cámara se entro.
Envía por dos maceros, los cuales el escogió.
Estos fueron a la reina, hallaronla en oración.
La reina, como los viera, casi muerta se cayo;
Mas, después en si tornara, esforzada les hablo:
Ya sé que venís, amigos, que mi alma lo sintió;
Aqueso que esta ordenado no se puede excusar, no.
¡Oh Castilla! ¿Qué te hice? No, por cierto, traición.
¡Oh Francia, mi dulce tierra! ¡Oh mi casa de Borbón!
Hoy cumplo dieciséis años, a los diecisiete muero yo.
El rey no me ha conocido, con las vírgenes me voy.
Doña María de Padilla, esto te lo perdono yo;
Por quitarme de cuidado lo hace el rey, mi señor.
Los maceros le dan prisa, ella pide confesión;
Perdónales a ellos y, puesta en su oración,
Dando golpes con las mazas, y así la triste murió.
Era tanta la indignación que sentía después de escuchar todas estas mentiras, que me di unos momentos para tranquilizarme. Me dolía la falsedad vertida en los versos, pero me preocupaba muchísimo que la propaganda de los Trastámara para denigrar la imagen de mis abuelos siguiera en vigor y que fuera mi hijo, el rey, uno de los objetivos a conquistar.
Qué bien había hecho al hablarles de sus antepasados maternos. Tendría que insistir mucho más, e ir desmontando, uno a uno, todos los infundios de los Trastámara, porque eso es lo que eran, infundios. Además, me preocupaba no haber escuchado nunca este poema. Podría ser que nadie se atreviera nunca a relatármelo o que fuese de nueva creación y eso sí que me inquietaba.
Observé la reacción de mis tres hijos: don Juan se mostraba muy satisfecho de habernos recitado el poema, pero sin muestras de malestar. Doña María permanecía muy seria, sin reflejar ningún sentimiento. Solo Catalina lloraba silenciosamente. Puede que mi segunda hija fuera la más sensible de los tres o que se identificara más con mi familia. La miré con amor y dirigiéndome a don Juan le dije:
—Querido hijo, al comienzo de la cena os hablé de lo sucedido entre vuestros bisabuelos. Es algo que debemos superar, pero muchos seguidores de los Trastámara siguen obsesionados por conseguir una justificación a un vil asesinato. Piensan que la mejor forma de apoyar el fratricidio es dañar la imagen del legítimo rey don Pedro, del asesinado. Y de ahí todas leyendas e historias sobre su crueldad, la mayoría de las veces falsas, como esta que acabas de recitarnos. Os enumeraré las mentiras vertidas en ese poema. Primero, vuestro bisabuelo ya se había casado en secreto con María de Padilla cuando lo hizo por interés del reino con Blanca de Borbón. Por ello nunca la aceptó en la intimidad como esposa. No es verdad que Blanca fuera asesinada por orden del rey. Lo más probable es que muriera de forma natural. Cuando yo llegué a Castilla, lo más que se apuntaba es que la muerte de Blanca de Borbón, que aparecía como natural, podría haber sido provocada por el veneno. Pero ¿para qué envenenarla?, ¿por el amor de doña María de Padilla como dice el romance? Daros cuenta de su falsedad. Cuando doña Blanca muere, desgraciadamente doña María de Padilla ya había abandonado este mundo. Y esto querido hijo deberías saberlo para poder responder a los falsos testimonios sobre tu familia materna. Ya sé que puedes decirme que si las falsedades son creadas por tu familia paterna, ¿qué debes hacer? Es cierto que eres un Trastámara, mas debes estar siempre al lado de la verdad y no olvidar que también desciendes de don Pedro I. De todas formas, os diré, hijos míos, que muchos de esos rumores tardíos son elaborados la mayoría de las veces por personas ambiciosas y sin escrúpulos que quieren medrar a costa de lo que sea.
—Madre, ¿qué podemos hacer ante todas esas calumnias? —me preguntó Catalina.
—No renegar nunca de vuestro origen. Y tener muy claro que vuestro bisabuelo, el rey Pedro, no fue un modelo de conducta y tampoco el ser depravado que pretenden transmitir a la posteridad. Como antes os decía, todas esas historias no tienen otra finalidad que la de disculpar su asesinato a manos de su hermanastro. Pero, decidme, ¿puede existir alguna razón para justificar semejante atrocidad? Y ahora, Juan, me gustaría que me dijeras por qué nunca me hablaste de ese romance.
—Porque me faltaba valor para deciros algo que sabía os molestaría. Y la verdad, madre, es que no sé si he hecho bien contándooslo.
—Has hecho lo correcto. Quiero que sepáis, los tres, que por muy duro que sea lo que tengáis que decirme, siempre prefiero saberlo.
—Además, madre —era Catalina la que hablaba—, de esa forma nos habéis aclarado algunos aspectos que nosotros desconocíamos.
—Tienes toda la razón, hija mía, y celebro que así pienses.
—Madre, no sé si debo deciros algo que he escuchado hace mucho. Es una auténtica mentira, que yo no creo, y por lo tanto vos no podéis, como decía Catalina, aclararme nada, porque sé que es pura falsedad.
—Sin embargo, María, te sigues acordando de ella.
—Sí.
—Tal vez si lo hubiéramos comentado cuando te enteraste, ahora no le darías importancia.
—Puede que tengáis razón, madre, os la voy a contar.
Ignoraba lo que deseaba contarme María, pero estaba satisfecha de la sinceridad a la que habíamos llegado. Con toda seguridad, había hecho bien organizando la cena con mis hijos.
—Hace mucho tiempo, madre, una tarde en el alcázar de Segovia escuché una conversación. No era mi intención hacerlo, pero al pasar cerca de uno de los despachos oí el nombre de Pedro I y me detuve. Eran dos voces masculinas y una de ellas aseguraba que vuestro abuelo, mi bisabuelo, no era quien todos creían y que habría que dejar de hablar de línea legítima y bastarda al referirse a él y a los Trastámara, pues don Pedro no era hijo del rey Alfonso XI, sino de un judío. Y lo sorprendente es que daban el nombre del supuesto padre; Pero Gil, dijeron que se llamaba. Uno de los hombres decía no poder creer tal cosa, mas el otro le aseguraba que solo con observar el comportamiento de don Pedro con los judíos se obtenía la prueba de su verdadero origen y que ahí, en su procedencia, radicaba la causa de su comportamiento cruel y despiadado.
Yo conocía aquella terrible historia que, según me había contado mi madre, era una invención del propio bastardo Enrique de Trastámara, que con semejante falsedad conseguía atacar a los judíos —a los que nunca pudo soportar— y desprestigiar a su hermanastro.
El rey Pedro I trató a los judíos mejor que ningún otro monarca de Castilla, pero ello no quería decir que lo hiciera por ser hijo de uno de ellos, ni que luego condenara a muerte a alguno para demostrar que nada tenía que ver con ellos. Porque mi abuelo, que sí mandó ajusticiar a determinados judíos, no lo hizo porque lo fueran, sino porque consideraba que le habían robado o traicionado. Y estoy segura de que mantendría idéntico comportamiento de ser cristianos.
Era muy triste que se siguiera hablando de semejantes bulos. Mirando muy seria a María le dije:
—Como bien apuntabas, María, jamás has podido dar crédito a esta historia porque la consideras falsa. Y estás en lo cierto. También es verdad que no puedo aclararte nada, pero sí os voy a pedir que reflexionemos juntos. Pensad por un momento en que fuera así y que el rey Pedro hubiera nacido de ese tal Pero Gil. En ese supuesto, yo me pregunto, ¿quién era la madre?, ¿la mujer de este o la propia reina que habría mantenido relaciones con el judío? Si la madre fuera la reina, el niño no sería judío. Ya sabéis que solo los hijos de madres judías son considerados como tales. Descartemos pues esa posibilidad y quedémonos con la primera, es decir, la madre del niño era la mujer de ese tal Pero Gil. Pero para que todo resultara creíble tenía que estar embarazada la reina y dar a luz. No olvidemos que esto normalmente se produce en presencia de testigos. ¿Estaban todos de acuerdo para cambiar al recién nacido? ¿Por qué el cambio? ¿Había nacido muerto el hijo de la reina? ¿Tenían previsto el canje porque sospechaban lo que iba a suceder? ¿Por qué un niño judío? Creo —les dije— que jamás podría suceder nada de lo que hemos planteado, a no ser que el rey don Alfonso XI, padre de Pedro, estuviese de acuerdo con la trama. Y eso es imposible.
—Madre, ¿por qué la gente se cree con tanta facilidad muchas de las historias falsas que se cuentan y que hacen daño a tantas personas? —me preguntó Catalina.
—Es muy triste lo que voy a decirte, pero precisamente por eso, porque hacen daño, tienen mayor aceptación. Por otra parte, cuando las personas implicadas pertenecen al bando de los perdedores, como es el caso del rey Pedro I, o a sectores no muy bien vistos en general, como ocurre con los judíos, los bulos son más creíbles y festejados.
—¿Cuál es vuestra opinión personal sobre los judíos? —quiso saber mi hijo.
—Ya la conoces. Yo he firmado en representación tuya la pragmática de hace unos años por la que condenamos a los judíos a vivir separados de los cristianos y a llevar distintivos en sus ropas.
—Sí, madre, eso ya lo sé. Nuestros consejeros así nos lo han pedido. Mi tutor, el obispo don Pablo de Santa María, no deja de recordarme lo peligrosa que puede resultar la convivencia con los judíos. Sin embargo, don Álvaro de Luna no es de la misma opinión y cree que deberíamos ser más permisivos. Me gustaría, madre, conocer vuestra opinión personal.
Me resultaba complicado contestar con sinceridad a la pregunta de mi hijo. Si yo no fuera reina y mi misión la de gobernar lo mejor posible el reino, no me preocuparía de los judíos, pero como lo era, deseaba que todos mis súbditos profesasen la misma religión que yo, es decir, esperaba que todos abrazasen la religión católica.
Los sermones de fray Vicente Ferrer provocaban conversiones masivas y yo, a pesar de estar muy de acuerdo con todo lo que decía y de desear que todos se convirtieran a mi religión porque la considero la auténtica, no podía evitar el sentir admiración por los judíos que persistían en su fe. Confieso que me conmovía su entereza.
Admiraba mucho más a Josef Albo o a Abraham Benveniste que al converso jerónimo de Santa Fe, antes Josué Ha Lorqui, enfrentados en la conocida Disputa de Tortosa.
—¿Qué importancia tiene lo que yo piense personalmente de los judíos? —dije, contestando a mi hijo—. Siempre he intentado que mis sentimientos no influyeran en las decisiones de gobierno que había de tomar, procurando atenerme a los consejos de nuestros asesores. ¿No te has parado a pensar en la postura de los conversos? ¿Por qué ellos se convierten en enemigos feroces de los judíos?
—Totalmente de acuerdo, madre. No hay más que pensar en quien movió y colaboró con al papa Benedicto XIII en la convocatoria y celebración de la Disputa de Tortosa —apuntó María.
—¿Quiénes fueron? —preguntó Catalina.
—Es verdad —respondió María cariñosa—, que tú entonces no tenías ni diez años.
—Más niño era yo —dijo Juan, presuntuoso—, y conozco perfectamente sus nombres.
—Pero a ti te preparan para ser rey —replicó Catalina enfadada.
—Tienes toda la razón, Catalina —afirmó María—. Las dos personas que apoyaron a Benedicto XIII y que defendieron la postura de la iglesia fueron los conversos Pablo de Santa María y jerónimo de Santa Fe. Porque ese encuentro tenía por misión mostrar la primacía de una de las dos religiones. Durante muchas sesiones discutieron estos representantes de la Iglesia que he mencionado con los mejores rabinos de las aljamas aragonesas.
—Al final —añadí yo—, varios miles de judíos abandonaron su fe. Sin ninguna duda nuestra religión es superior y así lo demuestra el hecho de que se produjeran tantas conversiones.
—Pero los rabinos permanecieron firmes en su fe —señaló mi hijo—, sobre todo, Caro y Benveniste, al que por cierto he conocido hace unos meses.
No quise preguntarle a Juan dónde le había visto; estaba convencida de que era don Álvaro el promotor del encuentro. Hacía un tiempo que tenía la sospecha, que esta noche confirmaba, de que era mayor influencia que ejercía don Álvaro sobre mi hijo que la de su tutor, el obispo Santa María.
No sé por qué, en aquel momento, se me ocurrió que tal vez Juan estuviera contemplando la posibilidad de distinguir a Abraham Benveniste con un cargo en su futura corte. En la corte de la que él se rodearía en cuanto tomara las riendas del gobierno en solitario.
—Es una persona inteligente Abraham Benveniste, ¿verdad? —le comenté.
—Mucho. Dicen que posee una gran habilidad para sacar provecho en todas las situaciones. Y que no existe nadie más previsor que él. Además creo que es hombre de concordia.
—¿Es amigo de don Álvaro de Luna? —le pregunté.
—No, simplemente le conoce. Aunque don Álvaro tiene muchos conocidos en el mundo judío. Siempre me comenta que son expertos a la hora de conseguir éxitos en los negocios. Nadie como ellos, asegura.
No sabía si mi hijo era consciente —aunque yo no pensaba aludir a ello— de que don Álvaro era hijo de una conversa. De María de Jaraba, hija del alcaide de la fortaleza de Cañete. De ahí provenía, tal vez, su admiración y defensa de los judíos. Ninguna de mis hijas hizo ningún comentario al respecto y yo me limité a decir:
—Y es verdad que los judíos suelen ser buenos comerciantes. Pero yo, querido hijo, te recomendaría que no te apoyaras en ellos. Somos fieles hijos de la Iglesia católica y esta los rechaza. Debemos cumplir las leyes antijudías.
—Perdonadme, madre —dijo María—, pero no estoy de acuerdo con lo que decís. Creo que los judíos pueden resultarnos muy útiles en el progreso y desarrollo de nuestros reinos. Alfonso, también piensa así.
—Sí, pero no se integrarán en nuestra sociedad. Y si lo que pretendemos es un control eficaz sobre nuestro reino, ellos siempre estarán al margen.
—O sea, madre, que seríais partidaria de que se fueran de Castilla.
Nunca había comentado con mis hijos el encuentro —cuando ellos aún no existían— con Raquel, la mujer judía que conocí en Sevilla. Tampoco esta noche lo haría, pero lo cierto era que su cara se me aparecía muchas veces en sueños. Incluso cuando me encontraba por las calles con algún reducido grupo de judíos que caminaban hacia su barrio y que no podían pasar desapercibidos, porque todos llevaban un distintivo, si alguna de las mujeres se volvía a mirarme, era la cara de Raquel la que yo veía… Era su rostro tranquilo, pero surcado por las lágrimas, el que me miraba con pena, y su voz resonaba en mis oídos repitiéndome una y mil veces: «Igual que su abuelo. El rey don Pedro también quería mucho a los judíos hasta que se cansaba de ellos y les mandaba cortar la cabeza».
No era verdad que yo deseara hacerles mal. Precisamente por eso pensaba que lo mejor para ellos era que abrazaran nuestras creencias.
—¿Me preguntas si apoyaría la salida de los judíos de nuestro reino? Con sinceridad te contesto, hija, no me gustaría tener que tomar esa medida tan drástica, que, por cierto, ya se ha llevado a efecto en otros reinos, como en Francia, pero todo dependerá de ellos.
—Yo pienso —intervino Juan— que las conversiones en masa no son buenas, porque muchos de los judíos que deciden abandonar su fe no son sinceros y siguen profesándola en la intimidad de sus hogares. Creo que esos falsos conversos sí pueden engendrar muchos problemas.
Parecía evidente que el tema de los judíos no le resultaba ajeno a mi hijo y que tenía criterio sobre lo que sucedía. Estaba de acuerdo con él en que los falsos conversos podrían constituirse en piedra de escándalo para unos y otros, pero no quedaba más remedio que esperar y ver cómo reaccionaban después de un tiempo.
—¿Por qué no dejamos el tema judío del que yo nada puedo decir y nos hablas Juan de las últimas carnestolendas? —pidió Catalina.
Mi hijo ya desde pequeño disfrutaba observando el jolgorio, las máscaras y los disfraces propios de las fiestas de carnaval. Muy pronto había empezado a participar en ellas y lo que más le divertía era que nadie le conociera.
—Yo creo que este año fueron mejores que otras veces. La verdad es que me divertí muchísimo. El manteo de animales resultó muy excitante.
—Pobres perros y gatos —se lamentó María, para añadir—: Me parece que os comportáis como unos bárbaros con ese tipo de distracciones.
—Además —siguió diciendo Juan sin escuchar a su hermana—, este año nadie me identificó.
—¿Hiciste algo de lo que te avergonzarías siendo tú mismo? —preguntó maliciosamente Catalina.
—Querida hermanita, si no te quisiera tanto te diría que no fueras indiscreta, pero contigo nunca tuve secretos, aunque al contarlos delante de nuestra madre y de nuestra hermana mayor «doña perfecta», corro el riesgo de escuchar alguna reprimenda, aunque la verdad es que no me importa.
—Eres indolente, presuntuoso, fatuo y sigues siendo un niño malcriado —casi gritó María.
—Por favor, María, no seas tan dura con tu hermano. ¿No ves que está hablando en broma y lo único que quiere es provocarte?
No estaba yo muy segura de lo que acababa de argumentar, pero si no mediaba en la conversación podrían seguir discutiendo horas y horas. Por ello le dije a Juan:
—Hijo, no nos hagas esperar más. Asústanos con tus andanzas por Tordesillas.
—Este año he participado en la tirada de huevos y ceniza a las mozas. Y he bailado con muchas de ellas.
—¿Solo eso? —dijo Catalina, fingiéndose sorprendida.
—Lo demás no debo contarlo —contestó, riendo mi hijo, y mirándome añadió—: Es broma, madre, eso fue todo.
—A mí me parece una barbaridad el desenfreno del carnaval —apostilló María.
—Claro —exclamó su hermano—, tú como eres «doña perfecta» no puedes estar de acuerdo con la máxima que nos mueve a la mayoría de los mortales en estos días previos a la cuaresma.
—Pues no. A mí eso de «comamos, bebamos, cantemos y holguemos que mañana ayunaremos» me deja indiferente. Además, ¿tú crees que por atiborrarte hoy de comida y bebida no sentirás hambre y sed mañana?
—Me da igual, María, si tú eres una aburrida, no pretendas que los demás te imitemos —dijo Juan con cierta desgana.
—¿También don Álvaro participó de esos juegos? —quiso saber Catalina, que permanecía ajena a la discusión de sus hermanos.
—Claro. Era él quien me guiaba. Don Álvaro —apuntó mi hijo— es mi maestro en todo.
—Ya sé que don Álvaro compone poesías. Pero ¿es verdad que está escribiendo un libro? —se interesó Catalina, que parecía muy conmovida ante lo que hacía don Álvaro.
—Bueno, lo que tiene, según me contó —contestó mi hijo— es el proyecto de escribirlo algún día. Quiere hablar de mujeres que fueron virtuosas.
—Qué interesante —exclamó María—. Pocos hombres hay que se ocupen de escribir y menos que dediquen su atención a las mujeres. ¿Tiene buen concepto de nosotras?
—Eso parece indudable —manifestó Catalina—, ya que, según nuestro hermano, don Álvaro pretende escribir sobre mujeres ejemplares.
—Ya lo sé, Catalina, pero conoces tan bien como yo, y no digo que don Álvaro lo vaya a hacer, que puede darse el caso de que se escriba sobre personas, en teoría extraordinarias, para demostrar que no lo eran tanto.
Verdaderamente, mi hija doña María sabía argumentar defendiendo sus opiniones. Y sobre todo quería demostrarnos que no había sido la suya una pregunta tonta e irresponsable.
—Yo creo —dijo don Juan— que don Álvaro valora mucho a las mujeres. Siempre dice que «debemos amar y honrar a las mujeres que son honestas y virtuosas. Tenemos que amarlas por la buena y agradable compañía que de ellas recibimos, sin la cual no puede ser ninguna cosa agradable en esta vida».
Catalina escuchaba con gesto burlón y tomó la palabra para decir:
—Me parece a mí que don Álvaro es un poco egoísta.
—¿Y qué pasa con las mujeres que no somos tan virtuosas? —inquirió María.
—No me atosiguéis con preguntas —se defendió don Juan—, que yo nada tengo que ver con lo que piensa don Álvaro, aunque sí puedo deciros que en ese sentido me comentó que, por supuesto, hay mujeres que no son honestas ni virtuosas, pero que esa circunstancia también se da en los hombres. Don Álvaro cree que no se debe culpar más a las mujeres que a los hombres por sus debilidades.
—Oye, Juan —dijo María—, no tenía ni idea de que don Álvaro fuera tan sensato. ¿Crees de verdad que escribirá ese libro?
—Estoy seguro porque está estudiando mucho.
—¿Quiénes serán las mujeres de las que se ocupará? —preguntó Catalina.
—De mujeres de la Biblia, de la Roma antigua y también de unas cuantas santas.
—¿Te ha dicho algunos de los nombres de las mujeres que estarán presentes en la obra? —siguió interesándose Catalina.
—Sí. De varias.
—Podrías hablarnos de alguna de ellas o es muy complicado recordar lo que te dijo —sugirió María.
—No soy tan tonto como te imaginas, hermanita. Claro que me acuerdo, aunque merecerías que no te contara nada.
—Por favor, Juan —suplicó Catalina—, no te enfades, que estamos muy interesadas.
—Está bien. Os hablaré de tres mujeres que, según don Álvaro, destacaron por su comportamiento. Se llamaban Anfronia, Amesia y Hortensia.
—¿Eran romanas? —preguntó María.
—Sí. Anfronia destacó por su paciencia y por el amor hacia una madre que la había desheredado. Menospreció las riquezas y prefirió no reclamar lo que era suyo y a lo que tenía derecho antes que contradecir a su madre ante los tribunales. Amesia fue culpada por el alcalde de Roma de haber protagonizado un maleficio. Ella se defendió ante el juez y consiguió demostrar su inocencia. Hortensia asumió la defensa del cabildo o cofradía de matronas de Roma condenadas a pagar unos tributos muy altos. Su decisión de abogar por las matronas estuvo motivada porque ningún varón de Roma se atrevió a interceder por ellas ni ayudarlas ante los jueces. Y fue entonces cuando Hortensia decidió asumir ella la defensa de todas. Gracias a su elocuencia, a su buen decir, los jueces decidieron liberar a las matronas de Roma de aquel gravoso impuesto.
—Aplaudo la postura de las dos últimas —apuntó Catalina—, y no estoy tan segura de que la primera haya hecho lo correcto.
—Sin embargo, yo pienso —intervino María— que si Anfronia hubiera reclamado ante los tribunales la parte de la herencia que legalmente le correspondía, habría hecho lo correcto. Aunque su comportamiento de aceptar lo dispuesto por su madre también es correcto y refleja un gran desprendimiento por los bienes materiales y mucho amor.
—Según don Álvaro —siguió diciendo mi hijo—, la postura de Amesia y Hortensia debe ser destacada, ya que normalmente los juicios y pleitos están vedados a las mujeres por considerar deshonesto que estén en estos lugares, pero cuando son constreñidas, como en estos casos, por necesidad para defender su pleitos y causas, demuestran que la naturaleza no las hizo más menguadas que a los hombres para poder hacerlo tan bien o mejor que ellos.
—Aplaudo el buen juicio de don Álvaro —manifestó María— y te envidio un poco, hermanito, por tener una persona tan inteligente a tu lado.
Escuchaba muy atenta la conversación de mis hijos. Como siempre, María tenía la última palabra. Sería una buena reina. Alfonso había tenido suerte al casarse con ella.
No tenía ni idea de aquella faceta de la personalidad de don Álvaro de Luna. Me estoy haciendo vieja, pensé, de ellos es el futuro. Están mucho más al tanto de lo que pasa que yo. Decidí que al día siguiente, antes de que se fuera mi hijo, intentaría mantener una reunión con don Álvaro. Me interesaba conocer su punto de vista sobre algunos de los temas que me preocupaban. Debía conseguir su confianza. Tenerle como aliado.
—Juan ¿a qué hora piensas irte mañana?
—No lo he pensado. Teniendo en cuenta lo bien que se come en esta casa es posible que nos vayamos por la tarde. ¿Deseabais algo madre?
—Me habéis intrigado con la faceta de escritor de don Álvaro y me gustaría hablar con él antes de que os fuerais.
—Madre, si me dais vuestro permiso, me retiraré. Ha sido un día muy largo el de hoy —se lamentó María.
—Claro, querida María. No sabes, hija mía, cómo me alegro que hayas venido. Pero antes de que te vayas a tu habitación, dejadme que os recuerde a los tres, aunque sé que tendré muchas oportunidades de repetíroslo a cada uno por separado que siempre debéis apoyaros, ayudaros y no olvidar nunca que sois ramas de un mismo tronco. María, tú eres la hermana mayor y aunque has heredado la debilidad física de tu padre, que te impide muchas veces seguir con tu actividad normal, eres la más fuerte de los tres, por ello debes cuidar de tus hermanos. Ya sé que muchas veces la vida os puede colocar en situaciones enfrentadas, pero no debéis olvidar nunca quienes sois y acordaros de este momento. Catalina, ya te he hablado esta tarde de cómo debes estar al servicio de la corona, lo que quiere decir que no dudes en hacer lo que tu hermano te pida. Y tú, Juan, tienes que ser un buen soberano de Castilla, un digno sucesor de tu padre que supo, en el breve tiempo que Dios le concedió, conseguir fortalecer el poder real frente a la siempre amenazante y poderosa nobleza. No quiero cansaros, pero deseo recordaros el orgullo que debéis sentir de ser los herederos legítimos al trono de Castilla. Por vuestras venas corre sangre de los Trastámara y la del último rey de la casa de Borgoña, mi abuelo Pedro I, el legítimo rey de Castilla.
—Madre —exclamó Juan—, esta noche os prometo que nadie en mi presencia se atreverá jamás a referirse a mi bisabuelo, el rey don Pedro I como el Cruel sino como el justiciero. Ese será el único calificativo que permitiré en mi reinado.
—Gracias, hijo —le dije emocionada.
María había abandonado el comedor. Al día siguiente intentaría que la viera mi médico. Se iba a quedar conmigo unos días.
Juan y Catalina se reían mientras tomaban los últimos dulces. Ellos siempre se habían entendido mejor.
—Madre, ¿queréis que nos quedemos un poco para haceros compañía? —me preguntó Juan.
—No, por favor, yo también me iré enseguida.
—Buenas noches, madre, que descanséis bien.
—Buenas noches. Gracias, hijos.
Estaban a punto de traspasar la puerta cuando recordé que tenía que hablar con Catalina. Necesitaba comprenderla, saber qué le estaba pasando, y cuanto antes lo hiciera mejor.
—Catalina, ven un momento; tengo que hacerte un encargo.
Le susurró algo que yo no pude oír a su hermano, que salió de la estancia mientras ella se encaminaba hacia mí.
—Ven, siéntate aquí a mi lado, hija.
Cuando estaba a punto de comenzar la conversación con Catalina entró su camarera Inés de Torres, que, sorprendida, nos dijo:
—Perdón, creí que se habían retirado todos y venía en su busca, doña Catalina, para acompañarla a su alcoba.
—No te preocupes —le dije—. Catalina me ayudará y si no lo hará Genoveva.
Observé en su cara un gesto de desagrado, que inmediatamente reprimió. Catalina la miraba fijamente y cuando la camarera estaba a punto de irse, le soltó:
—Espera, no te vayas, ¿es verdad que estás enamorada de don Álvaro de Luna?
Inés se volvió, y como si estuviera esperando la pregunta, con la mayor naturalidad, respondió:
—Todo eso son habladurías interesadas de los que quieren alejarme de la corte. Ni son verdad los celos que le atribuyen a don Juan Álvarez de Osorio, ni mis desvelos por don Álvaro.
Nunca Inés me había hablado de su relación con don Juan Álvarez de Osorio, persona vinculada a la corte por su cargo de mayordomo, pero era algo que todos dábamos por cierto. Y recuerdo que cuando mi hija doña María se fue a Valencia para contraer matrimonio, Álvarez Osorio me pidió que incluyera en el séquito a don Álvaro. Esta era la prueba, según mis informantes, de que Álvarez Osorio, que acompañaba a doña María, no quería que doña Inés se quedara libre de su vigilancia en la corte y con don Álvaro cerca.
—Pues don Juan me ha dicho hace unos minutos que nada más llegar has acudido a ponerte al servicio de su paje y que siempre estás pendiente de él para poder servirle —le comentó Catalina contrariada.
—También lo hago con otras personas —se defendió Inés—. Creo que es mi misión hacer la estancia agradable a los invitados.
—Estás muy equivocada. Tú obligación en esta casa es la de ser mi camarera. Si luego la reina te ha distinguido con su confianza, alégrate de tu suerte. Pero esa deferencia hacia tu persona no te da derecho a comportarte de esa forma. Además, Inés, recuerda las conversaciones que hemos mantenido, ¿cómo crees que puedo sentirme?
Las escuchaba en silencio, sin intervenir. Resultaba evidente que a mi hija aquel tema le afectaba de forma especial. Ya me lo diría cuando nos quedáramos solas. Agradecí la discreción de Catalina al no comentarle nada a Inés de mis proyectos de dejarla por un tiempo en el convento de Toledo.
Inés me miró un tanto sorprendida de mi actitud. Yo le devolví la mirada mientras le decía:
—Puedes retirarte, Inés, y no estés pendiente de nosotras. Buenas noches.
—Buenas noches —nos respondió, sin poder evitar el tono de preocupación que revelaba su voz.
—¿Te has quedado tranquila, Catalina?
—Sí.
—¿Por qué no me cuentas qué conversaciones eran esas que mantenías con Inés?
—Madre, son cosas propias de una muchacha joven.
—No olvides que yo también lo fui y no creo que vaya a asustarme por lo que me cuentes —le dije, tratando de darle confianza.
—Pues… —Dudó durante unos segundos, pero al final Catalina se decidió y con un hilo de voz dijo—: Sucedió hace unos meses. Un día sentí la necesidad de desahogarme con alguien y le conté a Inés lo atraída que me sentía por don Álvaro. Me dijo que lo entendía porque era un hombre guapo y bueno, pero que seguro se me pasaría pronto en cuanto conociera a otros hombres más apropiados para mí. Me recomendó no obsesionarme con él y procurar evitar su presencia.
Agradecía tanto a mi hija que me estuviera hablando con aquella confianza… Ya estaba todo claro, Catalina se había enamorado de don Álvaro de Luna y por eso prefería el convento antes que casarse con alguien desconocido.
—Lo que más me ha dolido del comportamiento de Inés, madre —me siguió contando Catalina—, es su falta de sinceridad. Ella tenía que haberme dicho que estaba interesada en don Álvaro.
—Eso es pedirle demasiado —le contesté.
—No. Si yo le abro mi corazón, ella tendría que haber hecho lo mismo.
—Tú eres la infanta doña Catalina y ella tu camarera, no es una situación de igualdad. Además, no podemos asegurar que Inés esté enamorada del paje de tu hermano.
—Me da igual, eso no me importa. Su falta de confianza, sí.
Aquel era el momento en que yo debería intentar aclararlo todo y con cierto pudor le dije a mi hija:
—Catalina, estás enamorada de don Álvaro, ¿verdad?
—No, madre. Me gusta porque es guapo y distinto a los demás. Escribe poesías muy hermosas. Sé una de memoria.
—Pues recítamela —la animé.
Tímidamente y con voz un tanto temblorosa Catalina empezó:
Mi persona siempre fue
et assí será toda ora,
servidor de una senyora
la cual yo nunca diré.
Ya de Dios fue ordenado,
quando me fizo nacer,
que fuesse luego ofrecer
mi servicio a vos de grado.
Tomat, senyora, cuidado
de mí, que soy todo vuestro,
pues que me fallaste presto
al tiempo que no diré.
—¿Os gusta, madre?
—Sí, es muy bonita.
—¿Sabéis? Si me obligaran a casarme con don Álvaro, no me llevaría un gran disgusto, aunque libremente no le elegiría.
—Entonces ¿por qué quieres ingresar en un convento? ¿De quién te has enamorado?
—De nadie, madre.
—¿Acaso tienes vocación religiosa?
—No.
Me fijé en cómo iba cambiando la expresión de su rostro, que poco a poco se tornaba más triste.
—Catalina —le dije—, no me creo que la decisión se deba, como antes me comentaste, a la tristeza que dices observar en tu hermana que, según tú —yo también lo pensaba hasta esta noche— no es feliz en su matrimonio. Tienes que tener otro tipo de razones.
—Sí, madre, pero es mejor que no hablemos de ello.
—Pero ¿por qué? Soy tu madre y puedo ayudarte.
De repente, como si de un fogonazo se tratase, apareció en mi mente la figura del mendigo del que nos había hablado en la cena, y supe que en él estaba la clave de todo. Me dio un poco de miedo porque nunca había tenido una premonición tan fuerte ni la seguridad de que fuese cierta. Sin ninguna duda le comenté a Catalina:
—¿Es el mendigo la causa de tu desasosiego?
—Él no. Lo que me dijo, sí.
—Pero ¿cómo puedes hacer caso de un pordiosero desconocido? ¿Qué garantías tienes de que no sea un farsante?
—No es un pordiosero cualquiera. Tiene nombres y apellidos.
—¿Y por qué no me los dices? —le respondí.
—Él me ha pedido que no se lo contara a nadie y menos a vos madre. Me dijo que no era de vuestro agrado.
Notaba que me estaba poniendo muy nerviosa. ¿Quién podría ser la persona que no quería que yo conociera su identidad y qué le habría dicho a mi hija?
Por más vueltas que le daba no conseguía pensar en nadie en concreto. Posiblemente fuera algún loco que deseaba hacernos daño. Pero un loco al que yo, al parecer, conocía, aunque podía mentir para darse mayor importancia.
—Catalina, si quieres cumplir la palabra que le diste a ese hombre de no revelar su nombre hazlo, aunque ello no debe impedirte que me reveles lo que te dijo. ¿De verdad te contó él la historia del origen del vino?
—Sí. Es una persona que sabe mucho —me aseguró—. Lo que pasa es que no ha tenido suerte en la vida. Me dijo que mi padre, el rey, todo lo contrario que vos, le había ayudado.
Yo seguía cavilando sobre quien podría ser y no encontraba ninguna respuesta.
—¿Y qué fue lo que te contó ese hombre para que tomes la decisión de abandonar el mundo? —le pregunté lo más confidencial que pude.
—Hablamos de muchas cosas y en un momento dado tomó mis manos, me miró a los ojos y me aseguro que dentro de pocos años me casaría. Cuándo le pregunté quién sería mi marido, me aseguró que tendría un único esposo, mi primo, el infante don Enrique. Debería haberme quedado callada y no preguntarle. Madre, tenéis que ayudarme; no puedo pensar en vivir con mi primo. Siento asco por él. ¡Le odio con todas mis fuerzas! —exclamó entre sollozos mi hija.
—No llores, Catalina —la consolé mientras la abrazaba—. Claro que te ayudaré. Lo estás pasando mal sin necesidad —le aseguré, para añadir—: Lo que te dijo ese hombre tiene que ser una broma y no debes tomarla en serio.
—Sí me lo creo porque me aseguró que era adivino.
En ese momento supe quien era el hombre que había estado con mi hija.
—Catalina, si te digo el nombre de la persona con la que estuviste, ¿me contestas?
—Sí, madre.
—Enrique de Villena —le dije, deseando equivocarme. Me incomodaba muchísimo pensar que tan siniestro personaje pudiera estar cerca de nosotras.
—Sí, madre, ese es su nombre. ¿Cómo os habéis dado cuenta de que se trataba de él?
—Porque solo Villena es capaz de acercarse a una infanta para contarle burdas mentiras y presumir de que es adivino.
No quería revelarle a mi hija lo que pensaba de aquel ser al que yo despreciaba desde hacía muchos años. No quería pensar en él, ni en nada que me recordara el tiempo en el que frecuentaba la corte.
—Pero, Catalina, ¿dónde lo has visto? ¿Qué ha venido a hacer aquí? ¿Has quedado en encontrarte con él de nuevo?
—No, creo que ya se ha marchado. Me tropecé con él en la calle, cerca de la iglesia de Santa María.
—¿Y por qué entablasteis conversación? —le pregunté intrigada.
—Supo quién era yo porque reconoció a Beatriz, que me acompañaba, y quiso saludarme.
¿Por qué no me había dicho nada mi buena ama Beatriz? Inmediatamente me contesté a mí misma. Ella conoce mi animadversión por el personaje y, seguramente para evitarme mirar al pasado, prefirió callarse, sobre todo teniendo en cuenta que el contacto de Villena con mi hija había sido casual.
—Confieso madre que Enrique de Villena me pareció distinto a todos los hombres que conozco. Por supuesto que nunca he visto a nadie más feo que él. Pero la vivacidad de sus ojos me sorprendió y especialmente su forma de hablar y las cosas que decía. Creo que es la persona más culta, que más sabe de todo, de cuantas he conocido en mi vida.
—Piensa que lo que no sabe se lo inventa —afirmé.
—Es escritor —anunció mi hija con admiración—. Me ha dicho que hace solo unas semanas ha terminado un libro y que piensa traducir obras de autores importantes. Perdonadme, madre, si os incomoda mi pregunta, pero ¿qué os ha pasado con él para que no quiera que os enteréis de que hemos hablado?
No podía contarle a Catalina ni a nadie las verdaderas razones de mi odio hacia Villena, aunque sí podía enumerar una serie de argumentos con los que responder a su curiosidad.
—Atiende —le dije—. Enrique de Villena es nieto ilegítimo de tu bisabuelo, el bastardo Enrique de Trastámara. Enrique se quedó huérfano muy pequeño. Su padre, el marqués de Villena, había sido desposeído del título poco antes de morir en la batalla de Aljubarrota. Desconozco las razones por las que le quitaron el marquesado, que más tarde ostentó tu hermana María y que tal vez un día lleves tú, pero estoy segura de que tu padre quiso compensarle por ello, nombrándole gran maestre de la Orden de Calatrava.
—Villena me lo contó —afirmó Catalina para preguntarme—: ¿Es la de Calatrava la más importante de las órdenes militares castellanas?
—Es la más antigua y la que disfruta de una mayor vinculación con la corona de Castilla.
—¿Tenía algo que ver con el Temple?
La pregunta de Catalina me hacía retroceder en el tiempo. Yo le había preguntado lo mismo a Enrique cuando este me comentó que había decidido darle el cargo a su pariente Villena. Pero no quiero recordar nada de nuestro pasado relacionado con este siniestro personaje.
—¿Por qué me lo preguntas? ¿Qué sabes tú del Temple?
—Casi nada, madre, lo que Villena me contó.
—¿Y qué te dijo?
—Que fue la primera de las órdenes militares y que todos sus miembros fueron condenados a morir en la hoguera. Pero que sus conocimientos secretos estaban a salvo, porque algunas órdenes, como la de Calatrava, se habían convertido en sus continuadoras.
—No es verdad —aseguré de forma tajante—. No es verdad que todos los templarios hayan sido condenados a muerte. En la península Ibérica no lo fueron. En Tarragona se celebró una importante reunión de la Iglesia de Aragón que declaró a los templarios inocentes de los crímenes que se les imputaban. Lo mismo sucedió con la reunión celebrada por la Iglesia en Salamanca. Es cierto que a pesar de que los acuerdos de estas sesiones fueron enviados al papa, este persistió en su mandato de abolición del Temple. Pero ni en Aragón, ni en Castilla y León ni en Portugal fueron condenados a muerte. —Me di cuenta entonces de que me había olvidado de Navarra y por ello añadí—: Perdona, Catalina, no es verdad que en toda la península Ibérica hayan sobrevivido los templarios; en Navarra, donde reinaba Luis, hijo del rey francés Felipe IV, también fueron asesinados como en París. Y no es verdad tampoco, hija, que la Orden de Calatrava sea su continuadora, porque ya existía antes de la desaparición del Temple. ¿Tú sabes, Catalina, cuál es el origen de las órdenes militares?
—No. La primera vez que oí hablar de ellas fue a Enrique de Villena. Claro que sabía que existían. Mi primo Enrique es gran maestre de la Orden de Santiago, pero jamás me detuve a pensar en lo que significaban y cuál era su finalidad.
Tampoco yo era una experta en la historia de las distintas órdenes, pero algo podría decirle a mi hija para tratar de sacarla del error en el que, a buen seguro, la habría introducido el Nigromántico, que era como llamaban a Enrique de Villena.
—Las órdenes militares, Catalina, fueron creadas hace siglos con un único objetivo: proteger a los peregrinos cristianos que visitaban los Santos Lugares. Sus miembros, mitad monjes mitad soldados, consagraban su vida a la lucha contra el infiel. Las órdenes militares representaban la esencia misma del espíritu de las cruzadas. Las más importantes eran las del Temple y los hospitalarios. Precisamente los templarios ayudaron a los reyes ibéricos en su lucha contra los árabes y aquí se establecieron. En Castilla, que es lo que nos interesa, ayudaron a Alfonso el Emperador que les entregó la villa de Calatrava y les encomendó su defensa.
—Madre, ¿cuándo sucedió eso?
—En el siglo XII, hacia 1150. Precisamente este rey, Alfonso VII el Emperador —le expliqué con orgullo—, fue el primer monarca de la dinastía de Borgoña. Ya sabes, como os comenté antes, que el último sería mi abuelo, el rey Pedro I.
—Sí, madre, me acuerdo muy bien. No he olvidado ni una sola palabra de lo que nos dijisteis esta noche.
—Pues el hijo de Alfonso VII, el rey Sancho III, se encontró un buen día con la siguiente situación: los templarios, un poco cansados de los continuos ataques de los almohades, decidieron devolver a la corona de Castilla la propiedad de la villa de Calatrava. No estaban dispuestos a seguir defendiéndola.
—¿Y qué hizo el rey?
—Ante la falta de fuerzas e incapaz de defenderla sin ayuda, pensó que lo mejor sería ofrecer la propiedad de la villa y la fortaleza de Calatrava a quien se comprometiera a protegerla contra las invasiones, y así lo hizo.
—¿Por qué era tan importante defender Calatrava? —me preguntó Catalina muy interesada.
—Pues la razón es muy sencilla: Calatrava ocupa un lugar verdaderamente estratégico, que en manos cristianas garantiza la seguridad de la ciudad de Toledo.
—¿Consiguió que alguien asumiera su defensa?
—Sí. Curiosamente fue un abad, el del monasterio cisterciense de Fitero, don Raimundo, quien se ofreció para defender la fortaleza.
—¿Aceptó el rey? ¿No temía que un monje no fuera capaz de luchar como un guerrero?
—Seguro que lo pensó, pero no tuvo más proposiciones. Así que aceptó. Y el abad Raimundo de Fitero con un grupo de monjes cistercienses consiguió formar un ejército de más de quince mil monjes. Ante semejante fuerza, cuentan que los árabes no se arriesgaron a atacar Calatrava y el rey mantuvo su palabra entregándoles la villa y fortaleza. Así fue como nació la Orden de Calatrava. Que, como puedes ver, hija, nada tiene que ver con el Temple, a pesar de lo que te haya dicho Villena. Aunque es verdad que cuando se produjo la desaparición de la Orden del Temple, algunas de sus propiedades fueron entregadas a la de Calatrava. En Aragón, al ser abolida la Orden del Temple se creó una nueva, pero que nada tenía que ver con aquella sino que se la puede considerar filial de la de Calatrava. Me estoy refiriendo a la Orden de Montesa.
No quise contarle a mi hija que en Portugal sí se había creado una orden continuadora de los templarios, los Caballeros de Cristo, en la que ingresaron los miembros del desaparecido Temple. No quise decírselo a Catalina porque no quería confundirla más después de lo que le habría contado el Nigromántico.
—Madre —me dijo pensativa—, ha quedado muy claro en vuestra explicación que ninguna orden es depositaria del espíritu de los templarios, pero me imagino que algunos de ellos, desaparecida su orden, habrán ingresado en otras y pueden haber influido, con sus conocimientos y formación, en la marcha de las mismas. Villena me ha dicho que tuvo acceso a muchos de sus conocimientos gracias a su pertenencia a la Orden de Calatrava y que por eso había aceptado el cargo de gran maestre que mi padre le ofreció.
—No es verdad —exclamé indignada—. Lo que Villena ansiaba era poder y por ello luchó para mantenerse en el cargo. En cuanto a sus satánicos poderes no fue en la orden donde los adquirió.
—¿Dónde creéis vos que consiguió adiestrarse como adivino?
—No tengo ni idea —le respondí, aunque sí que lo sospechaba.
Decidí guardar silencio sobre lo que se decía de Enrique de Villena, que para muchos había adquirido sus conocimientos sobre artes nigrománticas del mismo diablo.
Era muy conocida la leyenda que aseguraba que el demonio enseñaba adivinación y prácticas de brujería en una cueva de Salamanca a siete alumnos, durante siete años y que uno de esos estudiantes había sido Enrique de Villena.
Preferí no mencionar nada de eso a Catalina porque tampoco deseaba preocuparla con este tipo de comentarios ciertamente desagradables.
—Madre, Villena me ha dicho que la Orden de Calatrava se portó muy mal con él y que vos no hicisteis nada por ayudarle, sabiendo lo mucho a lo que él había renunciado por cumplir la voluntad de vuestro esposo.
No pude evitar que un temblor sacudiera todo mi cuerpo. ¡No quería volver al pasado! Aquel episodio estaba olvidado. Había conseguido encerrarlo bajo mil reflexiones positivas en mi cerebro. No podía volver a recordar los desagradables momentos en que llegue a dudar de todo. Mi paz interior no debía ser alterada por aquel indeseable.
—¿Qué os sucede madre? ¡Genoveva, Genoveva! —llamó Catalina.
—Sí, señora.
—Por favor, sírvenos un poco de agua —pidió, mientras trataba de controlar mis temblores abrazándome.
Yo permanecía en silencio sin conseguir articular palabra. Cuando por fin pude hacerlo, dije:
—Gracias, hija.
Al ver su expresión de susto, mentí para tranquilizarla.
—No te preocupes, Catalina, esto me ha sucedido otras veces.
—¿Se lo habéis comentado al médico? ¿Qué os ha dicho?
—No se sorprendió. Lo diagnosticó como una manifestación más de mi enfermedad y me recomendó que lo afrontara con serenidad. Ya se me ha pasado ¿ves? —le aseguré mientras le mostraba mis manos extendidas que aparecían tranquilas sobre la mesa.
La verdad era que jamás me había sucedido y que en cuanto fuera posible, sin ningún tipo de alarma, tal vez cuando se fuera mi hija doña María, se lo consultaría al médico. Pero ahora tenía que seguir enfrentándome a lo que Villena le había contado a mi hija.
—Catalina, me decías que Villena te aseguró que yo no le había ayudado, ¿verdad?
—Mañana continuaremos nuestra conversación, madre. Creo que ahora sería mejor que nos retiráramos a descansar.
—No. Estoy bien, y prefiero terminar hoy con este tema para no volver a acordarme nunca más de él. Es verdad que no le ayudé porque no podía hacerlo. Las órdenes militares tienen autonomía para elegir como gran maestre a quien consideren la persona más conveniente. Al poco de morir tu padre, los frailes se reunieron en Calatrava y decidieron negar su obediencia a Enrique de Villena y elegir como gran maestre a don Luis González de Guzmán.
—Pero vos podías haber intercedido por él. Sois la reina.
—Sí, aunque no gozaba de ninguna influencia en la orden. No me habrían escuchado. Pero te aseguro que, de haber podido, tampoco lo habría hecho. Creo que el comportamiento de los frailes fue el adecuado.
—¿Había desempeñado mal su cargo?
—Si soy sincera, debo decirte que no lo sé. Pero me imagino que a la orden le tenía que disgustar enormemente que su gran maestre tuviera la fama de Enrique; no olvidemos que todos le conocían como el Nigromántico. Prométeme, Catalina, que no volverás a tener trato con él —le rogué.
—Os lo prometo, madre. Pero, decidme, ¿por qué no os gusta?
Todos mis hijos eran persistentes y Catalina me lo estaba demostrando. Pensé en dar por terminada la conversación, pero consideré que si deseaba que mi hija se sincerara conmigo yo debería hacer lo mismo con ella.
—Quieres saber por qué le odio ¿verdad? Pues te lo diré. Ese hombre, Enrique de Villena, me ha hecho mucho daño. Yo diría que fue una de las personas que más me hirieron. No voy a revelarte en que consistió su agravio porque me ha costado mucho olvidar lo sucedido, y no quiero revivirlo nunca más. Pero debía responder a tu sinceridad y sobre todo rogarte que nunca más vuelvas a verle. Tienes que ser consciente del mal que solo su presencia puede provocar en los demás. Tú, Catalina, lo has experimentado. Sí, ya sé que es hombre culto, agradable, incluso encantador, pero lleva pareja a él la desgracia para los demás. Piensa por un momento en lo que a ti te ha sucedido. Estoy segura de que si tu primo Enrique fuera de tu agrado, este personaje jamás te habría vaticinado el matrimonio con él.
—Madre, entonces, ¿es brujo de verdad?
—No lo sé, hija mía, pero cuanto más lejos estemos de él mejor. No pienses más en lo que te dijo. ¿Me lo prometes?
—Sí, madre.
—Seguro que encontramos un candidato a tu mano que te satisfaga. Y ahora si eres tan amable podrías acompañarme a mi cuarto. Estoy muy, muy cansada —dije mientras trataba de levantarme.
—Claro que os acompaño. Diré a Genoveva que suba por si necesitáis algo.
—Gracias, hija.
Como es lógico, para subir a los aposentos no era necesario pasar por el patio, pero me gustaba mirar al cielo antes de acostarme, y como no llovía le sugerí a Catalina que saliéramos unos minutos. Además, después de la conversación que había mantenido con mi hija, necesitaba más que nunca el contacto con la naturaleza. Necesitaba olvidar los recuerdos que la simple mención de aquel siniestro personaje habían despertado en mí.
La noche era clara. Miles de estrellas brillaban límpidas en un cielo mucho más azul debido a su presencia. Se notaba que había llovido. Se respiraba esa calma inmensa, esa placidez relajada, característica de la naturaleza, después de haber dado muestras de su poder.
Respiré profundamente permitiendo que el aire puro me inundara. Y una sensación de bienestar me invadió. Noté que Catalina me observaba con cierta curiosidad.
—Madre, es hermoso ver cómo disfrutáis con todo. Me gustaría que a mí me sucediera lo mismo.
—No siempre fui así. Cuando tenía tu edad, no me fijaba en muchas de las cosas que ahora me hacen feliz. Es cuestión de años, ya lo verás. ¿Quieres que nos sentemos un poco?
—Pero, madre, ¿no estabais cansada?
—Sí, aunque ante una noche tan hermosa no importa la fatiga.
No quería decirle a mi hija que no deseaba quedarme sola. Necesitaba hablar, distraerme, volver a encerrar los tristes recuerdos que aquella noche habían aflorado.
—Es tarde y además hace frío. Creo que sería mejor que subiéramos —insistió mi hija.
Cedí ante la evidencia. Sin duda tenía razón y demostraba ser, en aquellos momentos, más sensata que yo.
Reconozco que siempre me ha gustado observar la vida cuando la quietud del sueño lo apaga todo. Es una sensación muy especial que no sabría describir. Es como si de repente percibiera la certeza de poseer un espíritu inmortal, de ser la confidente de los innumerables secretos que guarda la noche.
—Está bien, Catalina, sea como tú quieres. Debemos descansar, especialmente yo. Mañana me espera un día con bastante actividad.
—¿Cuánto tiempo se quedará María?
—No me lo ha dicho, aunque no creo que más de dos días.
Apoyada en el brazo de mi hija camino despacio, con cierta dificultad. Qué pena que no pueda infundir a mi cuerpo los deseos que tengo de vivir, de hacer muchas cosas. Intento contagiarle la ilusión a mi maltrecha estructura, pero no responde y cada día noto el creciente deterioro contra el que lucho sin ningún efecto.
Decididamente voy a mandar que cambien mis habitaciones para la planta baja, porque si esta tarde me había costado subir, ahora era mucho peor.
Al superar el último peldaño respiré aliviada.