IV
—Señora, ¿qué deseáis que os sirvamos? ¿Os apetece probar el cordero que hemos preparado para esta noche o preferís algo dulce? No, ya sé. Seguro, doña Catalina, que os place un poco de chorizo y el queso ese que tanto os gusta.
—El queso se ha terminado. Ayer tomé el último trozo —afirmé segura.
—Esta tarde la Encarna lo ha traído.
—Está bien, probaré un poco.
—¿Os lo servimos en el salón?
—No, en el mismo comedor. Aún falta para la cena. Además, así aprovecho para ver cómo lo han arreglado para esta noche.
La casa tenía un patio interior a modo de claustro en el que había mandado colocar unos bancos, auténticas delicias en las tardes de verano. En vez de acceder al comedor directamente preferí dar un pequeño rodeo saliendo al patio, con la idea de comprobar si la temperatura seguía siendo tan agradable como a primera hora de la tarde en el jardín. Para mi sorpresa el cielo estaba completamente gris y soplaba un fuerte viento. No tardaría en desatarse una tormenta. Pensé en mi hijo que estaría de camino.
Ordené cerrar todas las ventanas y me dirigí al comedor. Nada más entrar, un olor maravilloso, pero que a mí me resultaba odioso, me dio la bienvenida.
Hacía muchísimo que no sentía aquel perfume. Casi nunca utilizábamos pebeteros en casa. Mi reacción inmediata fue la de llamar y preguntar quién había decidido ambientar el comedor con esa fragancia, pero en el acto me di cuenta de la identidad de la culpable. Mi ama Beatriz, en su afán de agradar a la infanta doña María, había mandado prepararlos. Pensé que bien podía habérselos colocado solo en la habitación, pero seguro que allí también los tenía.
Sin embargo, no debía enfadarme con mi buena ama, porque ella no sospechaba mi rechazo a este perfume.
Mi hija, tan sensible como yo a los olores, adora el que ahora inunda el comedor. Durante unos cuantos años nuestras habitaciones privadas solo olían así.
No es frecuente en Castilla, en nuestros ambientes, perfumar las casas, pero mi criada, Leonor López de Córdoba, muy en contacto durante un tiempo con las costumbres árabes, nos habituó a ello.
Al principio solía utilizar la esencia de las flores del granado. También jazmines, lirios o mirto. A Leonor le gustaba más el olor a lirios, porque decía que eran más espirituales, flores propias de la Santísima Virgen, y como era muy devota de la advocación de la Adormecida, cuya imagen visitaba en la iglesia convento de San Pablo cuando vivía en Córdoba, trató de convencernos de que aquel era el mejor aroma y también el que resultaba más fácil de conseguir. Pero mi hija se había entusiasmado con el olor a mirto o arrayán y ese fue el que triunfó.
Mientras una de las criadas me sirve la merienda aspiro en profundidad el olor que despiden los pebeteros. Sin duda es un aroma muy agradable, ¡pero lo odio! Lo odio porque me recuerda la existencia a mi lado de Leonor López de Córdoba.
Debería haber superado el rechazo que me produce su recuerdo. Sobre todo porque hay quien dice que odiar es una forma de amar y aunque solo fuera para manifestar que no la quiero, que me resulta indiferente, debería dejar de odiarla.
La verdad es que la quise mucho. Fue casi como una madre para mí. Me ayudó en momentos muy difíciles… Recuerdo tan bien el día en que nos vimos por primera vez…
—Doña Catalina, nos avisan del puesto de guardia de la entrada de que ha llegado una señora que viene de Córdoba y que dice conoció a vuestra señora madre.
Hacía poco más de un mes que se había muerto mi marido y yo estaba atravesando una época muy penosa. Primero, por el dolor de su ausencia y también porque no podía aceptar en su totalidad lo dispuesto por Enrique en su testamento. ¿Cómo iba a consentir que se llevaran a mi hijo que tenía poco más de un año? Don Juan era carne de mi carne, lo había llevado en mis entrañas. ¿Por qué mi marido decidió tomar aquella decisión? ¿Qué pretendía al poner a su hijo en manos de tres de sus colaboradores? Conocía el texto de memoria:
… Ordeno y mando que tengan al príncipe, mi hijo, Diego López de Stúñiga, mi justicia mayor y Juan Velasco, mi camarero mayor; y quiero y mando que estos, y el obispo de Cartagena con ellos, tengan cargo de guardar, regir y gobernar su persona hasta que haya edad de catorce años. No. No lo iba a consentir y así se lo comuniqué al infante don Fernando, mi cuñado, a quien Enrique nombraba en su testamento regente del reino junto a mí.
—No os preocupéis, querida Catalina, entre los dos encontraremos una solución. Estoy de acuerdo con vos: don Juan debe permanecer a vuestro lado.
—No sabéis cómo os lo agradezco. Estoy dispuesta a hacer lo que sea para que mi hijo se quede conmigo. Si hubiera cumplido los cuatro o los cinco años podría entenderlo; con un año, no.
Hacía varios días que habíamos mantenido esta conversación y aún no conocía ninguna respuesta. De lo que sí estaba segura era de que don Juan permanecería a mi lado. Ordené reforzar la guardia. Nadie, sin la debida autorización, podría entrar en el alcázar de Segovia, donde nos encontrábamos desde la muerte de Enrique. De ahí que la criada viniera a comunicarme si permitía la entrada de una señora llegada del sur.
—Doña Catalina, esa señora dice que vos la estáis esperando.
—Es cierto. Que la dejen pasar.
Reconozco que sentía cierta curiosidad por ver a doña Leonor López de Córdoba. Era verdad que mi madre la conocía. Recuerdo que alguna vez me había hablado de ella.
—Después del asesinato de tu abuelo, el rey Pedro I de Castilla —me contaba mi madre—, mis hermanas y yo estábamos desoladas y sin saber muy bien qué sería de nosotras. Sabíamos del apoyo de algunos nobles fieles, pero, querida Catalina, hay momentos en la vida en que es casi imposible mantener la confianza en nadie. Sin embargo, algunos fueron muy buenos, sobre todo don Martín López de Córdoba, que era persona muy cercana a nuestro padre, que lo había nombrado maestre de Calatrava y Alcántara.
—¿Qué hizo por vosotras? —pregunté a mi madre.
—Nos llevó a vivir con él y su familia a Carmona, localidad muy cercana a Sevilla. Y allí nos defendió junto con los habitantes de la villa, que todos nos eran fieles, frente a las tropas del fratricida Trastámara.
—¿Y qué pasó?
—Aunque Carmona era inexpugnable, la situación no podía continuar por más tiempo porque empezaban a escasear los alimentos, y don Martín se avino a negociar con el condestable de Castilla, enviado por Enrique, el asesino de nuestro padre. Don Martín pidió que nosotras las infantas fuéramos trasladadas a Inglaterra con todas nuestras pertenencias y que sus hijos y todos los que en Carmona nos habían defendido no fueran castigados por su acción. El condestable firmó en nombre de su rey, el ilegítimo Trastámara, que se respetaría lo acordado. Y Martín López de Córdoba entregó la villa.
—¿Y se cumplieron los compromisos? —pregunté interesada.
—Con respecto a nosotras, sí. Nadie impidió nuestro viaje a Inglaterra. Pero a Martín López de Córdoba le mataron en la plaza de San Francisco de Sevilla y toda su familia fue encerrada en la prisión de las Atarazanas. Sentí tanto —decía mi madre— la muerte del leal López de Córdoba y la suerte de su pobre familia y sobre todo lo lamenté por su hija Leonor, a quien yo quería mucho.
Esa era la referencia que yo tenía de Leonor López de Córdoba. Aunque al poco tiempo de llegar a Castilla, alguien me comentó que la hija de Martín López de Córdoba había logrado sobrevivir en la cárcel más de ocho años y que a la muerte del rey Enrique de Trastámara, le concedieron la libertad.
Pensé en buscarla y se lo comenté a mi marido Enrique, pero no me animó a hacerlo. En cierta forma, era como revivir el pasado y no volví a acordarme más de ella. Tampoco Leonor se preocupó por darse a conocer. Curiosamente, al poco de nacer el príncipe don Juan supe que en Córdoba, en la iglesia del convento de San Pablo se había creado una capilla para celebrar el nacimiento del heredero. Más tarde conocí que la promotora de la idea había sido ella, Leonor López de Córdoba, que ahora acudía a verme, después de haberme enviado un correo en el que pedía la recibiera aunque solo fuera unos minutos.
—Alteza, reina y señora mía —decía, mientras arrodillada me besaba las manos.
—Por favor, levantaos —le pedí, a la vez que la ayudaba a ponerse en pie.
—No sabéis, doña Catalina, cómo he deseado que llegara este día. He soñado muchas veces con este momento.
—¿Por qué no lo habéis hecho antes? —le pregunté.
—Esta es la hora —me respondió muy seria.
Iba totalmente vestida de morado. Era una mujer alta, fuerte. Me pareció un poco extraña, de expresión dura, pero, al mismo tiempo, cercana y protectora. Su res puesta no necesitaba ningún tipo de aclaración. Era perfectamente clara, por lo menos así lo entendí yo; venía a mí porque quería servirme, ponerse a mi disposición, y ciertamente era en estos momentos cuando más la necesitaba.
Después de la muerte de Enrique yo me había quedado sola. No había más que Trastámaras a mi alrededor, y no me vendría mal tener cerca a alguien en quien confiar plenamente. Alguien que se convirtiese en mis ojos y oídos allí donde yo no pudiera estar. Sin pensarlo ni un minuto le propuse que se quedara a mi lado.
—Acepto, y me siento muy honrada al ser acreedora de vuestra confianza. Ha merecido la pena todo lo sufrido hasta ahora. Doña Catalina, ¿sabéis en quién pienso en estos momentos? En mi padre, don Martín López de Córdoba, que fue un hombre leal y fiel a su rey, vuestro abuelo.
Estaba muy emocionada. Creo que para ella, quedarse en la corte, a mi lado, significaba el reconocimiento al comportamiento de su padre. Era como devolverle la honra después de mucho tiempo. Leonor se sentía muy orgullosa de su progenitor.
—Señora, vuestra madre, doña Constanza, le conoció bien. Era un hombre integro. Os contaré algo que creo le define muy bien. Cuando le llevaban para ser ejecutado en Sevilla, se encontró con el francés Bernardo Du Guesclin, el traidor que entregó a vuestro abuelo para que lo matase su hermanastro. Du Guesclin dijo a mi padre: «Señor maestre, ¿no os decía yo que vuestras andanzas habían de parar en esto?», y mi padre respondió: «Más vale morir como leal, como yo lo he hecho, que no vivir como vos vivís habiendo sido traidor».
Observé cómo los ojos de Leonor se volvían acuosos al no poder reprimir la emoción ante el recuerdo de su padre. ¿Cómo no iba a confiar en una persona como ella, cuyo padre había sido leal hasta la muerte a mi familia? Daba gracias a Dios por habérmela enviado. Su presencia me hacía sentir más segura y así, con ella a mi lado, comenzaría a ejercer mi papel de corregente del reino de Castilla.
Leonor jamás me comentó nada, pero yo sé que ella pensó muchas veces en la decisión de mi marido, al nombrarnos regentes de Castilla en la minoría de edad del príncipe don Juan, al infante don Fernando y a mí. ¿No se fiaba Enrique de mí lo suficiente como para dejarme como única regente? Reconozco que el testamento de Enrique no me satisfizo plenamente. Claro que pudo haber dejado la regencia solo a su hermano don Fernando y que posiblemente si decidió que fuese compartida tendría sus razones. Tal vez lo que pretendía era eliminar las posibles pretensiones de su hermano de hacerse con el poder y, de esta forma, al convertirlo en garante de la legalidad, anulaba las tentaciones. Sé que no debo albergar dudas sobre la idea que mi marido tenía de mí, porque al disponer que si uno de los dos regentes muriera el otro asumiría en solitario la regencia, demuestra que, a su juicio, cualquiera de los dos podríamos haber desempeñado el cargo. Tenía que reconocer que era importante que no me hubiera excluido, aunque mejor hubiera sido que me dejara a mí sola le regencia. Pero la realidad era la que era y a ella habíamos de enfrentarnos.
Y así llegó el acto oficial al que debíamos presentarnos como regentes del reino.
Juré, lo mismo que lo hizo el infante don Fernando, con mi mano sobre la Biblia ante el obispo de Sigüenza. Juré por Dios que me comprometía a cumplir todo lo dispuesto por mi marido el rey en su testamento salvo la cláusula referida a mi hijo. Quise manifestarlo públicamente para que todos supieran a qué atenerse. Don Juan no se movería de mi lado.
Estaban presentes las dos personas elegidas por mi esposo como educadores y no dijeron nada. Tampoco el infante don Fernando manifestó su opinión, aunque a mí me había dicho que me apoyaría.
Aquel día Leonor me comentó:
—Yo creo, doña Catalina, que no sería mala idea que vuestra alteza escribiera a su pariente, el rey de Portugal, contándole sus preocupaciones en lo referido a su hijo el Príncipe de Asturias.
—Has tenido una idea estupenda. Llama al escribano, que esta misma tarde le dictaré una carta.
Debo reconocer que el consejo de Leonor fue muy acertado, porque la decisión del rey de Portugal con toda seguridad iba a influir en la solución del problema.
Mientras esperábamos la respuesta se produjeron algunas reacciones, pero no promovidas por el infante don Fernando, que parecía haberse olvidado del tema. Unos cuantos procuradores del reino, temerosos de que aquella situación pudiera influir en la paz de Castilla, intentaron mediar pero nada consiguieron. Lo mismo sucedió con la oferta de la reina viuda Beatriz, la mujer de mi suegro, que desde Toro se brindaba para cuidar ella de mi hijo don Juan.
Solo cuando se escuchó el rumor de que el rey de Portugal estaba dispuesto a venir con su ejército a Castilla para defenderme, mi cuñado don Fernando decidió solucionar la situación. Para ello negoció con los dos tutores: Diego López de Stúñiga y Juan Velasco que, a cambio de una importante cantidad de dinero, estuvieron dispuestos a olvidarse —de momento— de lo dispuesto por su rey en el testamento.
Mi querido cuñado decía querer ayudarme, pero solo se le ocurrió cómo solucionar el problema al saber que el rey portugués estaba de mi lado.
Y todo se lo debía a mi buena consejera y amiga. Había acertado pidiéndole que se quedara a mi lado. Además era una persona muy instruida y muy creyente. Había sufrido tanto.
—Doña Catalina, tenéis que ser fuerte y creceros ante los problemas. Algo sé yo de eso. Si resistís ganaréis.
Leonor me habló entonces de su vida en la cárcel en la que vio morir a sus hermanos. Y cómo, gracias a Dios, pudo mantener sus ganas de vivir y no sucumbir en aquella horrible situación.
—Doña Catalina, cuando me encerraron en las Atarazanas estaba a punto de cumplir ocho años. Al volver a ver la luz del sol tenía dieciséis. Más de ocho años sufriendo minuto a minuto. Solo mis rezos y la esperanza de que la Santísima Virgen me escuchaba me daban ánimos.
Me parecía imposible que aquella mujer, sentada a mi lado, hubiese sido protagonista de tan espantosa historia. Si no fuera porque existían pruebas de que decía la verdad, hubiese dudado de ella. Tomando con afecto una de sus manos, le dije:
—Querida doña Leonor, después de lo que habéis sufrido sin duda estáis preparada para enfrentaros a los mayores problemas, pero afortunadamente, en la corte no se darán situaciones similares. En realidad, el mayor escollo ya lo hemos superado. La corregencia del reino no debe resultar complicada, entre otras razones, porque el infante don Fernando y yo siempre hemos mantenido buenas relaciones. Además, él ha reconocido a su sobrino, mi hijo, como rey de Castilla. Así lo ha proclamado públicamente en las plazas de distintas villas y ciudades.
—Sí, doña Catalina, todo eso es verdad, pero el poder es ambicioso y no se conforma con lo que tiene. Cada día se aspira a un poco más. Por otra parte, debéis tener en cuenta que habrá nobles que se situarán del lado de uno y otro regente y si la balanza no está equilibrada, el regente con menos apoyo verá mermado su poder y deseará, lógicamente, neutralizar al otro.
—Estoy totalmente de acuerdo en que esa situación se puede dar. Pero el infante don Fernando y yo no queremos movernos por caminos distintos, pues ambos deseamos lo mejor para Castilla.
—Da lo mismo. Estoy segura —afirmó Leonor— de que surgirán problemas entre vuestra alteza y don Fernando.
Cuando a los pocos días conocí la intención de Fernando de introducir en el Consejo Real a dos de sus hijos, me di cuenta de que mi amiga tenía razón.
El Consejo Real —creado por mi suegro el rey Juan I y mantenido por mi marido— era el único órgano del reino que podía imponer su criterio sobre el de los regentes. Es decir, los miembros del Consejo Real tenían la última palabra sobre cualquiera de los temas a debatir.
Aquel era el comienzo del acoso al que me vería sometida y del aislamiento que hube de soportar en determinados momentos.
En febrero de 1407 se convocaron Cortes en Segovia. Y comencé a ver la realidad de forma palpable. Me di cuenta de lo equivocada que estaba al decir que Fernando y yo seguiríamos idénticos caminos. La guerra con Granada sería el marco de nuestro desacuerdo; no porque yo no aprobara tal confrontación, sino por tal vez no era el momento adecuado, porque discrepaba en cuanto a la forma de acometerla y también porque consideraba que existían otros medios a nuestro alcance que deberíamos probar.
Don Fernando defendió la necesidad urgente de enfrentarse a los árabes, argumentando que la tregua firmada hasta 1408 no había sido respetada y cada día eran más frecuentes las incursiones de las huestes de Muhammad VII en territorios cristianos. Todo ello era verdad y también la enorme cantidad de dinero que precisaba para organizar el ejército. Era necesario conseguir dinero de las ciudades y también del tesoro del reino que estaba en mi poder.
Me habían preparado un escrito para manifestar mi postura ante las peticiones de mi cuñado. Era la primera vez que yo intervenía en las Cortes. Temía que mi enfermedad me ocasionara algún problema, pues a veces sentía que mi voz se atrancaba. Era como si los espasmos que sacudían mi cuerpo en determinados momentos afectaran también a mi garganta.
Afortunadamente no sucedió nada y me manifesté sin problemas. Fue un discurso en el que aceptaba y alababa lo expuesto por mi cuñado, pero le pedía sometiese a control de las Cortes toda la preparación del ejército para tratar de encontrar la forma de reducir la cantidad de dinero que él pedía. Le recordé que yo no estaba dispuesta a darle del tesoro real más de veinte cuentos, como habíamos acordado con anterioridad.
A pesar de todo, los representantes de las ciudades aprobaron la guerra inmediata.
Leonor no había intervenido en la redacción del texto que yo leí en las Cortes. Y se lo di para que me diera su opinión.
—No está mal, aunque yo hubiese sido más contundente sobre la responsabilidad exigida al infante don Fernando si las cosas no salen bien por falta de una buena planificación y preparación, que es lo que vuestra alteza, en el fondo, le pide. Sí, doña Catalina, creo que ha sido un discurso demasiado suave y siempre quedará la duda de cuál habría sido la reacción de las ciudades si vuestra oposición hubiera sido más decidida.
Me pareció que su criterio era acertado y por ello le dije:
—A partir de ahora quiero que estés al tanto de todo lo que hago. Deseo conocer tu opinión sobre los distintos temas que afecten al reino.
Poco a poco, Leonor se fue convirtiendo en la persona más cercana a mí. Confiaba plenamente en ella y en su acertado criterio.
Una tarde, paseando por detrás de una de las almenas del alcázar de Segovia le comenté:
—Querida Leonor, qué curioso, nosotras las mujeres solo nos acercamos a las almenas para tomar el aire y disfrutar de la paz de una tarde tan maravillosa como esta. Los hombres cuando acuden a este lugar normalmente es para luchar y defenderse de los ataques del exterior.
—Pero, doña Catalina, ¿no creéis que las mujeres también podríamos hacerlo?
—Seguro. Aunque ya ves lo que sucedió cuando manifesté mi intención de acompañar al infante don Fernando a la guerra. Todos podían imaginar que no iría al frente de batalla a pelear como un soldado, sino que me quedaría en el campamento, y sin embargo se opusieron.
—¿Cómo creéis que le sentaría a don Fernando teneros cerca?
—No lo he pensado. Tú bien sabes, Leonor, que mi postura no obedecía a ningún interés. No me gusta la guerra. Lo hacía para impedir que el gobierno se dividiera en dos y que el infante pudiera decidir en solitario en la mitad del reino.
—Ya lo sé, señora, pero eso, según el testamento de vuestro marido, es lo legal. Además las tierras que conquiste don Fernando serán para vuestro hijo, para la corona de Castilla.
Hacía más de un año que mi cuñado se había ido al sur en el que decidía libremente.
Las Cortes y Fernando, lógicamente, no aceptaron que yo quedara como única regente mientras él estaba en la guerra y decidieron dividir el reino por la mitad; el sur para el infante y el norte para mí.
La guerra continuaba. El infante don Fernando no solo no había conquistado nada, sino que habíamos perdido Antequera. Y lo que era peor, se comentaba que por falta de dinero había emitido moneda devaluada, de menor ley que la establecida oficialmente. Y lo había hecho sin consultármelo.
—Leonor, ¿cómo crees que reaccionará el infante don Fernando cuando le pregunte por el asunto de la moneda?
—Pienso que defenderá su postura y argumentará que tomó la decisión en solitario porque solo él era responsable del gobierno en esa parte del reino. Doña Catalina, ¿por qué no dejamos los temas de gobierno para mañana y ahora nos vamos a merendar y a jugar una partida de ajedrez?
—De acuerdo, prepárate a perder como casi siempre —le dije entre risas.
Pensar que no he vuelto a jugar al ajedrez porque no quiero acordarme de ella. ¡Ay! ¡Qué lejos estaba yo entonces de sospechar lo que sucedería!
—He practicado mucho. No creo que hoy os resulte tan fácil ganarme —replicó Leonor riendo.
Además de ser la persona en quien más confiaba, Leonor contribuía a hacerme la vida más agradable. Nos pasábamos tardes enteras hablando de mi abuelo, de mi madre y sus hermanas. A mi abuela no la había conocido. Leonor siempre sabía lo que me convenía en cada momento. Yo no tenía secretos para ella.
—¿Sabes, Leonor, que echo en falta a mi marido? —Se lo decía mientras acariciaba la sortija de amatista.
—¿Le queríais mucho? ¿Os la regaló él? —me preguntó, señalando la sortija.
—Sí. Era un hombre bueno y me entendía muy bien con él.
Le conté la historia de la amatista y se me ocurrió preguntarle —nunca lo había hecho— por su marido. Yo sabía que estaba casada y tenía dos hijos de los que me hablaba, pero nunca me había contado nada de su marido, porque seguro que habrá muerto, pensé.
—No, no ha muerto sigue viviendo en Córdoba con nuestros hijos —me dijo.
—Él estuvo también en la cárcel de las Atarazanas ¿verdad?
—Sí. Mi señor padre me casó con él, con Ruy Gutiérrez de Hinestrosa, cuando yo contaba siete años. Ruy y yo fuimos los únicos que sobrevivimos a la prisión. Al salir, me fui a Córdoba a casa de mi señora tía, y mi marido se fue a demandar lo suyo, porque era hijo único y heredero de una importante fortuna que tenían sus padres. Pero los parientes que tenían sus bienes no atendieron a sus demandas. Y mi marido no se atrevió a volver y anduvo perdido por el mundo durante más de siete años.
—¿Y qué hiciste tú en este tiempo? —pregunté, sorprendida de la historia que me estaba contando.
—Creyéndome viuda, me encontraba a punto de ingresar en un convento. Pero un día, mi marido se presentó en Córdoba, en casa de mi tía. Un conocido se había encontrado con él en Badajoz y le había dicho que yo estaba muy bien situada con mi familia.
—Sin duda la presencia de tu marido supuso una alegría para ti —le dije confiada.
—Sí y no. Me explicaré. Mientras estuve sola no me importó vivir de la caridad de mi familia, colaborando en el trabajo de la casa como una más, pero con la llegada de mi esposo era distinto. Necesitaba un hogar propio. Mi tía, teniendo en cuenta los años que llevaba con ella, nos cedió una casa junto a la suya.
Siguió contándome que todas las noches rezaba trescientas avemarías a la Virgen para que su tía la autorizase a abrir un postigo que permitiese el acceso directo desde su casa a la de su tía sin salir al exterior.
—Me avergonzaba que los vecinos nos viesen que íbamos a comer a la mesa de nuestros parientes. ¡Ay, doña Catalina, si supierais cuánto he tenido que sufrir!
Se quedó en silencio dando por terminada la conversación, pero yo sentía curiosidad por conocer cuál había sido la reacción de su tía y así se lo pregunté.
—No. Mi tía nunca me dejó abrir el postigo interior. Pero me compró unos corrales cerca de la iglesia de San Hipólito y ese fue el comienzo de mi bienestar. A partir de ese momento, las cosas comenzaron a salirnos bien y nuestra situación mejoró muchísimo. Estoy casi segura de que por una caridad que hice al criar a un niño huérfano judío en la fe de Jesucristo, Dios me ayudó a darme aquel comienzo de casa. Le rogaba que me diese casa, y me escuchó dándome casa y casas, por su misericordia, mejores que yo las merecía.
En verdad era una mujer fuerte y emprendedora. ¿También ambiciosa? Nunca, mientras estuvo a mi lado, llegué a plantearme este interrogante. Jamás me interesé por los motivos que pudieron haberla impulsado a acudir a la corte. Creía que lo hacía por cariño y porque, fiel a mi familia, deseaba serme útil. También podría moverla el interés por conseguir devolver el honor al nombre de su padre, asesinado de forma ominosa.
Me conmovía su profunda fe. Me contó que durante más de un mes acudió de noche, descalza a maitines.
No había nada en Leonor, ni en su persona, ni en su comportamiento que no me gustara. Por ello, la dejé decidir en mi entorno.
No me importaban los comentarios, e incluso los escritos, que se hacían entonces para protestar por su presencia en la corte. Se la acusaba de tenerme secuestrada y que solo accedían a mí aquellos que ella autorizaba.
Desde todos los sectores se cuestionaba la presencia de Leonor a mi lado. Pero yo estaba segura de que juntas podríamos superarlo. Una mañana, Leonor entró en mis aposentos verdaderamente enfurecida.
—Doña Catalina, al final lo conseguirán y me alejarán de vuestro lado.
—¿Qué ha pasado? ¿De qué hablas? Tranquilízate —le dije. Nunca la había visto tan alterada.
—Perdón, señora, por entrar de esta forma, pero es terrible lo que dicen de mí.
Recuerdo que me contó que Fernán Pérez de Guzmán había escrito sobre su presencia en la corte relatando que era una vergüenza para Castilla que los grandes, prelados y caballeros, cuyos antecesores pusieron freno con buena y justa osadía a sus desordenadas voluntades por provecho del reino, se sometieran ahora a la voluntad de una liviana y pobre mujer.
—Os dais cuenta, señora, me califica de liviana y pobre mujer.
—Seguro que lo mismo pensarán de mí —le aseguré convencida.
Yo era muy consciente del diferente papel que nos asignaban a las mujeres. Había hablado muchas veces de ello con mi madre.
Desconozco cuál habría sido la reacción, si la persona por mí elegida como asesor fuera un hombre. Seguro que los comentarios también serían negativos, pero de distinto signo, nunca referidos a la incompetencia. No obstante, de una mujer sí se podía decir eso o cualquier otra cosa, porque habían decidido destinarnos a otras misiones. Pero yo estaba en mi derecho de confiar en quien quisiera y pensaba defender a Leonor contra todos, si fuera preciso.
—No te disgustes, Leonor, superaremos este mal momento. Es normal que a los nobles caballeros no les guste que una mujer, que no es la viuda de un rey, detente poder. No tienes más que observarme a mí. Piensa en lo distinto que sería mi papel si fuera hombre.
—¿En qué sentido, señora?
—Imagínate por unos momentos que el viudo fuera Enrique ¿cuánto tiempo crees que tardaría en contraer nuevo matrimonio?
—Sí, muy poco. Pero vos también podéis hacerlo.
—No, Leonor, porque podría influir en el futuro de mi hijo, el Príncipe de Asturias.
No le quise decir a Leonor, a pesar de que era la persona en quien más confiaba, que había pensado en la posibilidad de contraer nuevo matrimonio con un miembro de la dinastía inglesa que reforzase mi posición frente a los Trastámara. Aunque pronto me di cuenta de que eso no podría ser, de no pasar por un enfrentamiento bélico, algo que no deseaba. Aunque no fue la posibilidad de una guerra lo que me hizo rechazar la idea, sino la seguridad de que el varón elegido, al casarse conmigo, inmediatamente se convertiría en rey y podría disponer a su antojo en todo lo concerniente al gobierno de Castilla.
—Si una cosa tengo clara en la vida, querida Leonor —le aseguré—, es que el biznieto de Pedro I, el Príncipe de Asturias, mi hijo don Juan, será rey de Castilla. Este es mi objetivo en la vida.
—Qué orgullosa se sentiría vuestra madre doña Constanza si pudiera oíros. Gracias, señora, por apoyarme. Nunca os decepcionaré.
Nunca me decepcionaría, aseguraba convencida. ¿Pudo hacerme creer que sus palabras eran sinceras?
Han pasado ocho años desde que descubrí su auténtico juego. He sufrido mucho con su actitud y aún hoy me duele su comportamiento. Era como una madre para mí y así la quería, por ello el desengaño fue mucho más profundo.
Nunca me ha gustado la injusticia y he procurado ser siempre honesta con los demás. Creo que con Leonor López de Córdoba lo he sido, aunque a veces ciertos comentarios me hacen volver a pensar en mi comportamiento con ella.
Las pruebas de su traición eran evidentes, y falsas las insinuaciones referidas a las intrigas de Inés de Torres que, según estos comentarios, pretendía desplazar de la corte a Leonor para ocupar ella su puesto junto a mí. Lo cierto era que si Inés estaba a mi servicio era porque la había traído Leonor para ocuparse de la infanta doña Catalina.
Es verdad que Inés desempeña ahora un cargo de confianza, pero nunca similar al desarrollado por Leonor. Y además, una realidad presente no debe condicionar un pasado. Ya sé que muchas veces se pueden sacar conclusiones observando la evolución y el comportamiento de determinados personajes más o menos cercanos al tema para el que buscamos explicación. Aunque, en este caso, nada tiene que ver la situación de Inés de Torres con la marcha de Leonor López de Córdoba.
Es muy posible que dentro de unos días, en nuestro viaje a Toledo, tome la decisión de dejar a Inés en el convento de Santo Domingo el Real, donde se encuentran mis parientas. Hace unos días se lo comuniqué a doña Teresa de Ayala.
Es una medida en la que vengo pensando desde hace un tiempo. Inés es una mujer joven, muy guapa y un tanto inquieta. Presiento que su presencia puede estar provocando algunas inquietudes en el entorno de mi hijo, el príncipe don Juan, y mejor será evitar un problema antes de que se manifieste.
Inés de Torres era muy jovencita cuando Leonor la trajo a la corte. Creo que cumplió y sigue cumpliendo bien su papel al lado de la infanta doña Catalina. Y es innegable que, con el paso del tiempo, ha ido ganando mi confianza, ocupando un destacado lugar a mi lado.
Es muy posible que sea esa cercanía al poder la causa de que Inés se crea segura y se permita seguir un comportamiento relativamente peligroso con las personas que rodean al príncipe.
Sí, es muy posible que tanto Leonor como Inés —siempre salvando las diferencias— no hayan sabido asumir una situación de privilegio, concedida por mí, con la única finalidad de conseguir su apoyo y orientación en algunos de los temas a los que hube de enfrentarme. No han sido conscientes de que ese poder lo tenían por mí, e igual que se lo concedí se lo podía negar. Sí, se olvidaban de que era a mí a quien debían servir y no a ellas. No puedo negar que yo he tenido parte de culpa porque he dejado en sus manos decisiones importantes que me competían únicamente a mí, lo que probablemente les indujo a creerse imprescindibles al asumir algo que no les correspondía. Estoy convencida de que Leonor se sintió dueña de la situación, considerándose incluso superior a mí.
A pesar de que, en cierta forma, Inés ocupó el lugar de Leonor, no es lo mismo. Igual que no son comparables los comportamientos de una y otra. De hecho, Inés sigue a mi lado. Pero tampoco es comparable mi sentimiento hacia ellas. A Leonor la quise mucho. Antes de conocer su traición, y aún ahora, me cuesta creer lo que de ella escribió el infante don Fernando. Mi cuñado aseguraba, en carta enviada a la ciudad de Murcia, que Leonor era la causa de que él y yo no nos entendiéramos bien. Las dos asumíamos esta acusación.
—Claro que siempre desconfiaré de las intenciones de vuestro señor cuñado —me decía Leonor con cierta ironía porque lo único que le interesa es el poder y su único objetivo es ir arrinconando a vuestra alteza poco a poco. Es un Trastámara, doña Catalina, y con esto ya está dicho todo.
Leonor odiaba a los Trastámara mucho más que yo. Y era lógico, porque eran los responsables de la desaparición de toda su familia. Yo conocía desde siempre sus sentimientos sobre la familia de mi marido y su recelo ante todas las iniciativas del infante don Fernando. Por ello, que la acusara de no permitir el diálogo entre él y yo, no tenía mayor importancia para mí. Pero lo que sí me dejó sobrecogida es que en esa carta mi cuñado dijera que Leonor aceptaba sobornos. Es decir, la persona en la que tenía depositada toda mi confianza —según mi cuñado— cobraba por conceder audiencias conmigo.
No quise preguntarle nada a Leonor, aunque ella sí quiso hablar de ello.
—Doña Catalina, el infante terminará consiguiéndolo. Quiere que el reino entero me desprecie. No creerá vuestra alteza todas esas mentiras, ¿verdad?
Aun con ser inmoral que cobrara a algunas personas por verme, más grave me parecía que me lo hubiera ocultado de ser verdad.
—No, claro que no creo ese tipo de comentarios —manifesté—. Además estoy segura, Leonor, de que si alguien hubiera querido regalarte algo me lo habrías dicho.
—Por supuesto, señora. Tal vez el infante don Fernando hable por experiencia propia.
—No, tampoco es eso —le dije, para añadir—: Es posible que alguien le haya engañado.
Tuve oportunidad, años más tarde, de hablar con mi cuñado de este tema, pero no lo hice. No lo hice porque no creía la historia. Aunque viendo el posterior comportamiento de Leonor, cualquier cosa podría haber hecho, pero ya no me interesaba nada de lo relacionado con aquella traidora.
A su regreso del sur, el infante don Fernando sometió a mi círculo más cercano a un acoso implacable.
Juan de Velasco y Diego López de Stúñiga, personas de confianza de toda la vida —que habían sido elegidos por mi marido como tutores del príncipe y que habían aceptado dinero por no exigir el cumplimiento del testamento y dejar a mi hijo que siguiera conmigo—, después de haber participado en la guerra del sur, habían vuelto a mi lado a la corte. Los dos, al conocer las maniobras de don Fernando, abandonaron Segovia para evitar represalias. Y es que mi cuñado quería dejarme totalmente aislada.
El siguiente paso fue apartar a los obispos de Sigüenza, Mondoñedo y Cuenca del Consejo Real, para poder manipularlo a su gusto. Como este órgano tenía la última palabra, en caso de que él o yo no llegáramos a un acuerdo sobre un tema determinado, Fernando esperaba que el Consejo le permitiese el acceso al tesoro real, algo a lo que yo me opuse decididamente.
Nada pudieron hacer porque el tesoro estaba conmigo en el alcázar de Segovia y jamás permitiría que nadie se acercase a él. Mi misión era entregárselo a mi hijo y así lo haría.
Todavía en aquel tiempo contaba con el apoyo de Leonor López que en todo momento trataba de insuflarme fuerzas para hacer frente al infante.
Había llegado el momento de pedirle cuentas a don Fernando por el tema del dinero devaluado. Abrí la sesión de Cortes en Guadalajara, y como me había apuntado Leonor, la postura del infante fue la de esgrimir su poder en el sur, ya que habíamos dividido el gobierno del reino y a él le correspondía esa zona. Muchos de los representantes no estaban de acuerdo, pero al final se impuso mi cuñado.
—Deberíais alentar a vuestros partidarios para que manifiesten públicamente su oposición a los seguidores de don Fernando —me decía Leonor muy seria.
—No lo haré, Leonor. No deseo enfrentamientos armados. Con los altercados de estos días en Guadalajara ya ha sido suficiente. Si tengo que renunciar a alguna parcela de poder para que vivamos en paz, lo haré sin dudarlo un instante. En lo que no transigiré nunca es en algo que pueda afectar al futuro de mi hijo. Él es lo más importante para mí. Tú bien lo sabes.
—Pero no debéis dejaros dominar por vuestro cuñado, que es un ambicioso y anhela convertirse en el único regente de Castilla —me replicó Leonor, ciertamente enfadada.
—Leonor, debes convencerte de que nunca me enfrentaré frontalmente al infante don Fernando. ¿Sabes por qué? Es muy sencillo, porque esa sería la mejor forma de poner en peligro la corona de mi hijo. No olvides que solo tiene tres años.
Pero el cerco de mi cuñado se cerraba. Cada día estaba más aislada. Cedí a que volviéramos a un solo gobierno aun a sabiendas de que Fernando se iría a la guerra y decidiría todo desde donde se encontrase. A mí únicamente me quedaba velar por mi hijo y por el tesoro real. Cedí a muchas de las exigencias de mi cuñado, pero nunca me avine a firmar ningún acuerdo, utilizando todas las excusas posibles.
Tal vez si el rey de Granada Muhammad VII no hubiera muerto aquel año de 1408 con las consiguientes treguas, obligatorias en tales circunstancias, el infante Fernando no habría dispuesto de tanto tiempo para ocuparse de mí. Pero lo que tenía que suceder, sucedió: Leonor López de Córdoba debía abandonar la corte. Así me lo exigía Fernando, convencido de que el alejamiento de Leonor favorecería nuestra relación.
Traté de convencerlo, pero todo resultó inútil. Al final, Leonor —que estaba al tanto de todo desde el primer momento—, tal vez para hacerme más llevadera la decisión, me dijo:
—No os preocupéis, doña Catalina. A punto estaba de pediros permiso para irme a Córdoba porque mi hija no está muy bien, y quién mejor que yo para cuidarla.
—Te agradezco, querida Leonor, que ante una de las decisiones más dolorosas de mi vida, me des facilidades. —Era verdad. La quería muchísimo y solo de pensar en cómo discurrirían los días sin su compañía sentía auténtico vértigo—. Nos escribiremos con frecuencia. Y además esta separación no será definitiva. Ya verás cómo dentro de poco te vuelvo a reclamar para que acudas a la corte —le aseguré convencida.
Y eso era lo que, tanto una como otra, creíamos.
—Perdón, señora, ¿los sirvo más vino?
—Sí, por favor.
Miré a la criada. Era una de las nuevas. A punto estuve de rectificar y rechazar su ofrecimiento. No me gustaba que me vieran beber, pero solo había tomado un vaso y estaba merendando.
—¿Cómo te llamas? ¿Desde cuándo estás con nosotros?
—Genoveva, señora. Solo llevo tres días.
—¿Estás contenta?
—Sí, estoy muy bien, señora. Aquí aprendo muchas cosas.
—Cuéntame —le pedí con una sonrisa, para darle confianza.
—Vuestra ama, doña Beatriz, es muy lista, sabe mucho. Esta tarde me contó que esto que huele tan bien es un aceite que se puede extraer de las flores, de los frutos, de las semillas y de las hojas de una planta. Y que además de oler bien tiene poderes beneficiosos para la salud, sobre todo si se tienen problemas respiratorios —concluyó muy ufana, añadiendo—: Es una pena que esa planta, el mirto, no la tengamos aquí.
—Sí que sabes muchas cosas —asentí sonriente.
No sé por qué aquella muchacha en su forma de hablar me recordó a mi hija la infanta doña María, que era una enamorada de la naturaleza. Congeniaba muy bien con Leonor que la llevaba por el campo descubriéndole el nombre de todas las plantas y árboles.
Mi hija tenía entonces unos ocho años y su desarrollo psíquico y fisiológico no medraban a la par. En su trato, en su razonamiento, en sus conocimientos era adulta para su edad. Sin embargo, su físico era débil y lento a los cambios físicos normales. Cuando se casó a los catorce años, aún no se había convertido en mujer.
Después de mí, doña María fue quien más sintió la marcha de Leonor. Tal vez por ello, desde que se fue la criada, pasaba más tiempo conmigo.
Una tarde, como otras muchas, mi hija, que insistía sobre la necesidad de que Leonor regresara pronto a nuestro lado, me sorprendió con una historia que yo desconocía.
—Madre, tenemos que ayudarla. Su vida ha sido muy triste.
—Ya sé que ha sufrido mucho —le dije—, pero ella es fuerte y lo ha superado muy bien. No te preocupes, María, te aseguro que en cuanto sea posible la tenemos de nuevo aquí.
—Pues yo creo, madre, que no ha superado la muerte de su hijo.
No entendía muy bien por qué María aludía a la muerte del hijo de Leonor. Yo sabía que había perdido a un varón en edad temprana, pero ella jamás me había hablado de lo sucedido. ¿Qué sabía mi hija?
—María, ¿por qué afirmas algo que seguramente solo existe en tu imaginación?
—No, el día antes de irse Leonor me contó lo que había sucedido. Una verdadera tragedia.
Sorprendida, miré a mi hija. No era dada a inventarse historias, además su expresión serena desmentía cualquier tipo de engaño.
—Cuéntame qué te dijo Leonor —le pedí cariñosamente.
—Me contó que cuando hace unos años la peste llegó a Córdoba, ella se fue con su familia al pueblo de Aguilar, donde era más fácil no contagiarse. Iban con ella sus dos hijos y el niño huérfano judío al que había prohijado. Un día, el muchacho judío llegó a casa con dos landres en la garganta y tres carbuneros en el rostro, con muy grande calentura. Leonor asustada pidió que lo visitara el médico, quien al verlo le aseguró que tenía la pestilencia. No sabiendo que hacer con el enfermo, porque podría contagiarlos a todos, Leonor hizo llamar a un antiguo criado de su padre que vivía en Aguilar para que se llevara al niño a su casa. Parece ser, según me contó Leonor —afirmó mi hija—, que el criado protestó porque aquello significaba que toda su familia sería contagiada. Ella le insistió asegurándole que Dios no lo querría así. El criado se lo llevó. Las trece personas que estuvieron en contacto con el muchacho judío murieron a los pocos días. Al no tener a nadie que se ocupara del enfermo, Leonor decidió entonces enviar a su propio hijo, que se negaba, porque sabía a lo que se exponía. Leonor le aseguró que por la caridad que ella hacía, Dios tendría piedad de ella y no le pasaría nada. Y su hijo de doce años se fue a atender al enfermo. Aquella misma noche murió.
—María, es terrible lo que me estás contando.
—Sí, madre, porque Leonor asegura que fue por sus pecados por los que murió su hijo. Y entre lágrimas me dijo que, además del dolor terrible por haberlo perdido, hubo de soportar, cuando iban a enterrar al muchacho, los insultos de la gente que salían a su paso en la calle. Gentes, según sus propias palabras, cuyos gritos traspasaban los cielos, diciendo: «Salid señores y veréis a la más desventurada, desamparada y más maldita mujer del mundo».
Tardé varios minutos en reaccionar. Era una historia desgarradora. Y a pesar de la pena que sentía por Leonor, al haber vivido aquel trance, todo se desdibujaba ante la duda que me carcomía. ¿Por qué no me lo había contado a mí? ¿Por qué se lo decía a mi hija justo el día antes de abandonar la corte? ¿Qué perseguía?
Pensé que tal vez Leonor, en un momento de debilidad, decidió desahogarse con María porque le daba menos apuro hacerlo con ella que conmigo. Y además tenía la seguridad de que muy pronto mi hija me lo contaría.
Aún hoy, después de conocer su traición, sigo creyendo que lo único que pretendía Leonor al dar a conocer a mi hija esta historia de su vida era mover a la compasión. Lo que ya no estoy tan segura es de si su finalidad era conseguir que yo reaccionara y la hiciera volver pronto a la corte o hacerse perdonar en un futuro cuando conociésemos sus verdaderas armas.
Pronto superé el dolor que me produjo su falta de confianza, sobre todo porque la quería mucho. Y siempre se encuentran justificaciones para seguir valorando a las personas objeto de nuestro afecto.
Desde esta casa de Valladolid le escribí tantas veces, pero en ninguna de las cartas le hablé de este tema. En todas ellas lamentaba no poder comunicarle que volviera y mantenía la esperanza de que en la próxima seguro que lo haría.
Pasaron los meses y poco a poco la situación se fue normalizando. Ciertamente, la ausencia de Leonor hizo que la actitud de mi cuñado, el infante don Fernando, cambiara. Después de las primeras semanas en las que controlaba todos mis movimientos, decidiendo incluso dónde debía vivir, la tranquilidad estaba retornando a nuestras vidas.
Juan de Velasco y Diego López de Stúñiga, conocedores de esta nueva situación habían regresado a la corte y participaban de la vida activa de la misma, como si nada hubiera pasado.
Eran momentos de relativa calma. No habían cambiado las ansias guerreras de mi cuñado que dentro de poco reanudaría los enfrentamientos con el nuevo soberano de Granada, Yusuf III.
Yo seguía pensando lo mismo de las guerras, pero era consciente de que las tierras —si es que don Fernando conseguía conquistar alguna— eran para mi hijo. Esa era la realidad y la razón de que yo no me opusiera frontalmente.
El príncipe don Juan, mi amado hijo, había cumplido cinco años. Afortunadamente, gozaba de buena salud. Era un muchacho despierto, pero un poco caprichoso. Debido, probablemente, al excesivo mimo con el que le cuidamos.
Soy consciente de que muchos en la corte piensan que le he tenido demasiado protegido, pero no me importa. Solo era un niño. Ahora ya tiene casa propia. Don Pablo de Santamaría ha sido el encargado de velar por su formación, y dentro de poco, Velasco y López de Stúñiga, las dos personas designadas por su padre, se ocuparán de él. Mientras tanto se decide que ocupe el cargo de paje del príncipe un joven de veinte años, Álvaro de Luna, que parece ser del agrado de mi hijo. Álvaro de Luna era hijo natural de don Álvaro Martínez de Luna y Albornoz y pariente del pontífice Benedicto XIII.
Nos encontrábamos en Segovia cuando llegó la noticia de la victoria del infante don Fernando que había conquistado Antequera. Mi cuñado se había convertido en un héroe aclamado y vitoreado por todos. Un héroe que a partir de entonces llevaría unido a su nombre el de la localidad conquistada. Las gentes del pueblo, que suelen ser sabias al bautizar a los personajes destacados, comenzaron a referirse a él como Fernando de Antequera. No en vano llevaba varios años persiguiendo una victoria que, por fin, se convertía en realidad. Desde entonces ese sería su nombre.
En la primavera de 1411, la corte se encontraba en Valladolid. El infante Fernando hizo su entrada triunfal en medio de la algarabía del pueblo, que le recibió con grandes muestras de cariño.
Acudía a presentarse ante su rey. No hay que negar que mi cuñado siempre fue muy respetuoso con la legalidad que señalaba a mi hijo como heredero. Yo, desde un principio, creí en su fidelidad, y con el paso del tiempo me reafirmaba en ello. Una cosa era disputar conmigo para quitarme autoridad y otra muy distinta defender al heredero de la corona.
Fue un acto sencillo. El infante don Fernando rindió cuentas a mi hijo de lo sucedido en la guerra del sur, y don Juan le dio la paz. Me sentía orgullosa y feliz al poder presenciar aquella, para mí, emotiva escena. Don Fernando besó mi mano y yo quise mostrarle mi afecto abrazándole a la vez que le decía lo agradecida que estaba a Dios por haberlo preservado de cualquier percance en la batalla.
—Gracias, Catalina, siempre fuisteis como una hermana para mí. Uno de estos días tenemos que hablar. Ya sabéis que ha muerto el rey de Aragón, Martín el Humano, y que no tiene descendencia.
No le dejé terminar.
—¿Pensáis vos presentaros como candidato?
—Todavía no lo he decidido, por ello quiero que hablemos.
—Pues si lo deseáis, mañana mismo podemos reunirnos.
Yo sabía que el infante don Fernando podía reclamar sus derechos a la corona aragonesa por ser hijo de la hermana de Martín el Humano, Leonor de Aragón, madre también de mi marido y por lo tanto abuela de mi hijo. Con lo cual este tenía el mismo derecho para aspirar al trono de Aragón que mi cuñado.
Esa misma tarde pedí a uno de mis colaboradores que me pusiera al tanto de la situación en el vecino reino.
Así supe que el momento que estaban viviendo presentaba grandes complicaciones. Y que se temía una guerra civil. El conde de Urgel y Luis de Anjou, con toda seguridad, se presentarían como candidatos para reyes de Aragón.
Me reuní con algunas de las personas más cercanas para conocer su opinión sobre la conveniencia de promover la candidatura de mi hijo o apoyar al infante —porque no era, bajo ningún punto de vista, aconsejable que se presentaran los dos. La mayoría de mis consejeros eran partidarios de que el aspirante fuera el infante don Fernando, aunque algunos consideraban que podría ser bueno que el rey de Castilla fuera también el de Aragón.
La última palabra en este tema la tenía yo. Mi hijo contaba seis años, y aunque ya vivía independiente, seguía atendiendo mis consejos.
Después de darle muchas vueltas decidí que don Juan no se presentaría como candidato a rey de Aragón y que Castilla apoyaría al infante don Fernando. Quizá en un futuro sea enjuiciada mi postura como cobarde o carente de visión; pero consideré que era la mejor para mi hijo y para mí, que podría convertirme en regente única de Castilla sin la presión incesante de mi cuñado.
En aquellos decisivos momentos me acordé de Leonor López y sentí no poder comentar con ella este tema. Seguro que su opinión sería interesante. De todas formas, pensé, pronto mi amiga podrá volver a la corte, porque si el infante se convierte en rey de Aragón, yo sola decidiré en el reino.
Cuando Fernando conoció nuestra decisión de apoyar su única candidatura, no escatimó elogios hacia mí, pero, como siempre, el dinero sería nuestro tema de desacuerdo.
—Yo necesitaría que todos los fondos que se iban a destinar a las guerras del sur se utilizasen ahora para apoyar mi campaña —expuso él.
No se descartaban todo tipo de enfrentamientos en la pugna por alcanzar el trono. Los tres candidatos disponían de medios y hombres para hacerse oír por la fuerza. Prometí a mi cuñado estudiar el tema, dándole muestras de que mi respuesta podría ser positiva.
—Dentro de unos días viajaré a Cuenca. Pero más tarde —me dijo—, y espero que me acompañéis, me instalaré en Ayllón, donde viviremos hasta que se produzca el desenlace. Espero que favorable a mí.
—¿Con qué apoyos contáis?
—Aún es pronto. De momento, seguros, solo con los vuestros, querida Catalina.
No tardé mucho en recibir noticias suyas desde Cuenca interesándose por el dinero. Pero mi sorpresa fue enorme cuando a los pocos días llegó una carta de Leonor López de Córdoba en la que me rogaba, por el afecto que nos unía, atender las peticiones de don Fernando.
No podía dar crédito a lo que estaba leyendo. Mi cuñado era el responsable de que ella estuviera en Córdoba. Mi cuñado era una de las personas a las que ella más odiaba. ¿Qué había pasado? ¿Por qué intercedía por él?
Durante mucho tiempo estuve dándole vueltas a la reacción de mi amiga, sin encontrar respuesta. No quería pensar mal, pero no entendía nada. Me disgustaba que Fernando hubiera acudido a Leonor para que intercediera ante mí y que ella me lo ocultara. ¿Por qué no me decía claramente que obedecía sus órdenes? ¿Por qué no se había negado a escribirme? ¿Dónde estaba su orgullo? Era un Trastámara quien se lo pedía. Claro que tal vez su deseo fuera que el infante se convirtiera en rey de Aragón. Sí, esa podía ser la explicación. Seguro que Leonor me escribía por propia iniciativa, en un intento de darme a conocer su opinión sobre mi apoyo al infante.
De todas formas, pensé que como ya había hecho gestiones para que el papa Benedicto XIII nos liberara de nuestro juramento, autorizándonos tanto a Fernando como a mí a utilizar el dinero aportado por las Cortes para la guerra de Granada en otros fines, como la campaña por el trono de Aragón, lo mejor era contestar a Leonor, diciéndole que ya lo había hecho, y sin preguntarle nada a cerca de la carta que me había escrito. Tiempo tendría para aclarármelo, creía entonces.
Pasaron varios días y no volví a darle más vueltas a este tema. Vivíamos momentos de intensa actividad internacional.
Uno de los aspectos que más me ha gustado de la política es que te permite desarrollar tu capacidad de negociación.
De cara al exterior yo era una baza bastante segura y creo que propicié la apertura de muchos caminos. Siempre fui partidaria de profundizar en el parentesco que me unía con otras monarquías europeas.
Por supuesto que yo me sentía castellana, eso nadie debería dudarlo. Pero, lógicamente, prefería Inglaterra a Francia, e influí, en la medida de mis posibilidades, para que, sin romper con Francia —que siempre había sido la aliada de los Trastámara—, se introdujesen algunas modificaciones en el tratado habitual con los franceses. La innovación que se plasmó en el nuevo acuerdo era la posibilidad de que Castilla pudiera concertar treguas con Inglaterra para que nuestros barcos consiguiesen navegar sin sobresaltos a Inglaterra y Flandes, libres del siempre acechante peligro de los piratas.
Yo mantenía contacto con mi hermanastro, el rey de Inglaterra. Nuestras relaciones eran buenas. Él fue quien me aprovisionó de ricas y preciosas telas cuando el comercio con el sur se hizo más dificultoso.
También estaba unida por parentesco con la familia real portuguesa. Y era consciente de que existían muchas posibilidades de mejorar nuestras relaciones con Portugal.
De hecho, conseguimos llegar a un acuerdo. Los dos renunciábamos a exigir compensaciones por guerras pasadas y Castilla se comprometía a no seguir ambicionando la corona portuguesa.
Mi labor como mediadora fue importante sin duda alguna y me hacía sentir tranquila porque Castilla permanecería en paz, que era lo que más anhelaba. Pero mi tranquilidad iba a durar muy poco.
Una mañana, cuando volvíamos de la iglesia, mi hija María y yo, acompañadas de la siempre fiel ama doña Beatriz, vimos cómo Inés de Torres venía corriendo a nuestro encuentro.
—¡Dios mío! —exclamé asustada—. ¿Habrá ocurrido alguna desgracia?
—No os preocupéis, doña Catalina —me tranquilizó Beatriz—. Ya conocéis a Inés. Estoy convencida de que la prisa responde a su propio interés. Ya veréis como no me equivoco y lo que viene a comunicaros solo es urgente para ella.
En una primera impresión podría pensarse que mi querida ama Beatriz se sentía molesta de que otras mujeres estuvieran cerca de mí ocupando un lugar que antes era exclusivo de ella. Mas quien así pensara se equivocaba. Beatriz no intentaba afear la conducta de Inés por envidia sino porque de verdad creía que era una persona egoísta y muy ambiciosa. Algunas veces —siempre con prudencia— había intentado ponerme al tanto de algunas cuestiones relacionadas con el comportamiento de Inés de Torres. Beatriz no se sentía desplazada ni quería apartar a nadie de mi lado, de hecho con Leonor López de Córdoba había mantenido una relación muy cordial, pero Inés nunca le había gustado.
Inés seguía siendo la camarera de mi hija doña Catalina, aunque yo le daba también otras competencias porque me parecía eficaz. Además, debo reconocer que había aprendido mucho con Leonor y sabía cómo agradarme.
Cuando Inés llegó a nuestro lado estaba casi sin resuello.
—¿Qué sucede? ¿No has podido esperar a que llegáramos? —pregunté un tanto intrigada.
—Perdonadme, doña Catalina, pero es que creo que la noticia debéis conocerla cuanto antes.
—Habla —le pedí un tanto inquieta.
—Se trata de doña Leonor López de Córdoba.
Me dio un vuelco el corazón. Dios mío, pensé, que no le haya pasado nada grave. Pero no, no podía tratarse de una desgracia, porque la cara de Inés no reflejaba ninguna tristeza.
—Acaba de llegar hace unos minutos de Cuenca don Diego López de Stúñiga y uno de sus acompañantes, conocido mío, me ha dicho que allí se encontraba doña Leonor. Me aseguró que ella mantenía reuniones periódicas con el infante don Fernando y que sus relaciones eran muy amigables.
No pude ni supe reaccionar ante aquella noticia. Era como si no me lo estuvieran contando a mí. No podía dar crédito a lo que estaba diciendo Inés.
—No digáis que no os había prevenido, señora —intervino muy ufana Beatriz para añadir—: Ya me dirá vuestra alteza la necesidad que tenía de conocer inmediatamente la noticia. Aunque hay personas que disfrutan adelantando las tristezas.
Beatriz me miró y al observar mi expresión no siguió despotricando contra Inés. Mi hija doña María estaba tan atónita como yo. ¿Leonor reuniéndose con mi cuñado? Ahora cobraba sentido la carta en la que me pedía dinero para don Fernando. ¿Desde cuándo serían amigos? ¿Había sido siempre una espía de él? Sentí que el mundo se derrumbaba a mis pies. Me apetecía gritar. Insultar a aquella traidora. Mi hija me tomó de la mano y con cariño me dijo:
—Vamos madre, pronto lo aclararemos todo. Estoy segura de que existe alguna explicación y no debemos disgustarnos por algo que nos imaginamos.
—No, María, nadie va a inventar que doña Leonor está en Cuenca con tu tío si no fuera verdad.
—No, eso ya lo sé madre. Pero desconocemos sus motivos, a eso me refiero.
No quise seguir hablando. Precisaba hacer algunas averiguaciones, aunque en realidad no las necesitaba para nada. Lo único que debía tener en cuenta era que Leonor se encontraba reunida con la persona que la había alejado de la corte. La persona a la que, según ella, más odiaba. La persona que intentaba arrinconarme. ¿Habría acudido a ponerse a su servicio?
Tenía que tranquilizarme y hablar con López de Stúñiga; seguro que él estaba al tanto de todo.
Deseaba pensar bien de Leonor pero jamás lo iba a conseguir. La explicación que me había dado Stúñiga no me convencía. Según él, mi amiga y asesora había acudido a Cuenca a pedirle a don Fernando autorización para venir de nuevo a la corte. A mi corte ¡Solicitaba autorización al infante para servirme a mí! ¿Y si yo me había olvidado de ella y ya no la quería? ¿Me iba a obligar Fernando a aceptarla? Pobre imbécil, presuntuosa y egoísta. Se ponía al servicio del que consideraba el más fuerte. Perfecto, pues que se quedara con él para siempre. Y pensar que yo la creía inteligente. ¿Qué concepto tenía ella de mí? La había querido como a una madre. Conocía mi intimidad. Era la persona en la que había depositado mi confianza y me respondía de esta forma.
Stúñiga me aseguró que fue el infante don Fernando quien tomó la decisión de entrar en contacto con Leonor para pedirle su mediación, a fin de que intercediera por él ante mí con la finalidad de que yo le entregase el dinero deseado. Y que precisamente esa relación era la causa de que ella se hubiera desplazado a Cuenca para que él, mi cuñado, la autorizara a regresar a mi lado.
Qué conmovedor; favor por favor. Eso es de lo que Stúñiga quería convencerme. Y yo ajena a todo.
La jugada era perfecta. Seguro que Leonor se comprometió con el infante don Fernando a contarle todo lo que sucediera en mi entorno.
Me dolía haberme fiado de una persona como Leonor. Mi duda era si en algún momento había sido sincera. Tal vez siempre había estado al servicio de mi cuñado y su marcha fue un simple acuerdo entre los dos, haciéndome creer a mí que debía prescindir de ella.
De nada sirvieron los consejos de mi ama Beatriz, ni de mi hija doña María, algo se había roto entre Leonor López de Córdoba y yo que jamás podría volver a unirse.
¿Cómo podría confiar en ella nuevamente? Además la odiaba. No quería verla nunca más. ¿Qué se había creído la insensata? No le iban a servir de nada sus rezos y plegarias. Yo era la reina y como tal me comportaría.
Escribí a mi cuñado diciéndole que enviara a mi criada de vuelta a su casa de Córdoba, pues no estaba dispuesta a recibirla en la corte. No quería volver a verla jamás.
Hasta tal punto la odiaba que si aparecía ante mi vista, sería capaz de mandarla quemar.
También envié una carta al alcaide de Toledo en la que le pedía que si Leonor López de Córdoba pasaba por la ciudad, la detuvieran para impedir que llegara a la corte.
Han pasado seis años desde entonces y no he vuelto a saber nada de ella. Me han contado que mi rechazo la sumió en la más profunda de las tristezas, pero lo dudo. Confieso que a veces siento curiosidad por saber cómo justificaría ante mí su presencia en Cuenca al lado de mi cuñado. Aunque solo es eso, curiosidad. Mi idea sobre ella estaba formada y nada podría cambiarla. La borraría de mi mente para siempre.
Lo cierto es que en este tiempo lo he intentado, rechazando todo lo que me la recordaba y tal vez ha sido un error. Es posible que si hubiera asimilado el recuerdo de su estancia a mi lado con normalidad, no tendría ahora, por un simple olor a mirto, esta dolorosa cascada de recuerdos. Lo que sucede, y soy consciente de ello, es que he tratado de evitar todo lo que me la recordara. Es verdad que lo he hecho para olvidarla, pero, en el fondo, lo que perseguía era evitar el dolor que me producía su ausencia y su comportamiento.
Por ello, pensé en aquellos momentos que el alejarme de los lugares donde aún flotaba la presencia de Leonor me vendría bien. Mi cuñado, el infante don Fernando, me había pedido que desplazáramos la corte a la villa de Ayllón. No era mala idea, porque de esa forma podría seguir con todo detalle su actividad para conseguir la corona de Aragón. Pero antes decidí que nos quedáramos unos días en Riaza.
En Ayllón íbamos a vivir una experiencia importante. Yo podría conocer más a fondo a un hombre muy santo, un fraile dominico, fray Vicente Ferrer, que tuvo mucho que ver con lo acontecido en este periodo de la historia y que a mí me marcó profundamente.
Sé que muchos criticaron mi decisión de desplazarnos a esta localidad segoviana. Pero hoy, seis años después, sin ninguna duda volvería a hacer lo mismo porque nuestra postura era clara; Castilla respaldaba la candidatura del infante don Fernando al trono de Aragón. Así lo hicimos constar tanto mi hijo como yo en cartas enviadas a Barcelona, en las que reconocíamos el derecho de don Fernando a la corona de Aragón.
Es curioso, desde aquel calurosísimo verano de 1411 no he vuelto a Ayllón y eso que es un lugar muy agradable y tranquilo. Bueno, la verdad es que toda Castilla es hermosa. Ya me lo decía mi madre cuando la añoranza de su tierra le oprimía el corazón.
—Nada, querida Catalina, nada es comparable a los atardeceres de verano en las llanuras castellanas, cuando las tímidas amapolas, mecidas por una suave brisa parecen navegar a la deriva en una mar rubia y esponjosa. Llanuras. Llanuras y más llanuras, hasta el infinito… como si no existiera nada más en el mundo. Es hermoso —me aseguraba— sentirse parte de esa tierra. Ya verás cuando la conozcas.
Mi madre tenía razón.
A pesar de haber nacido en Inglaterra, hija de padre inglés, me siento castellana. Sé que pertenezco a esta tierra y que ella me pertenece. Estaría dispuesta a sacrificarlo todo por Castilla.
En Riaza disfrutamos de unos días tranquilos. Dimos largos paseos a caballo. Hacía mucho tiempo que yo no me atrevía a montar, exactamente desde que se me presentó la perlesía. El físico me había recomendado que no lo hiciera, pero en Riaza, animada por el paje de mi hijo, don Álvaro de Luna, me decidí.
Entendí que don Juan estuviera tan contento con aquel guapo caballero. Álvaro de Luna tendría algo más de veinte años. Era simpático, galante. Lancero y jinete excelente. Me parecía que su afecto por mi hijo era sincero. Aunque yo no estaba en condiciones para opinar sobre esos temas después de mi experiencia con Leonor López de Córdoba.
A veces soñaba con ella y me despertaba sobresaltada llorando. Otras estábamos juntas y charlábamos igual que siempre, como si nada hubiera pasado.
En el mes de julio decidimos trasladarnos a Ayllón. Nos instalamos en el palacio de la villa. Mi cuñado se quedó en el convento de San Francisco, algo alejado del centro.
Fueron unos meses de intensa actividad diplomática. Convenía convencer a todos los grandes e influyentes personajes de los parlamentos de Aragón, Cataluña y Valencia para que apoyaran al infante don Fernando. Al final solo él y don Jaime, conde de Urgel, se disputarían el trono.
No sé si por influencia de Vicente Ferrer, mi cuñado, siempre amigo de los enfrentamientos bélicos, adoptó en su campaña por la corona de Aragón una postura totalmente distinta. Quien deseaba una confrontación armada era el conde de Urgel, pero sus pretensiones fueron rechazadas por los distintos parlamentos, lo que supuso que el infante don Fernando fuera ganando adeptos en los distintos ámbitos de poder.
El dominico Vicente Ferrer llegó a Ayllón a los pocos días de hacerlo nosotros. Su presencia me llenó de alegría porque tendría la oportunidad de escuchar alguno de sus sermones. Su paso por Toledo había dejado a todos entusiasmados. Era tal la fuerza de su oratoria y sus convicciones cristianas que moros y judíos, influidos por su palabra, se decidían a abrazar el bautismo.
Confieso que me sorprendió la humildad de Vicente Ferrer. Un reputado filósofo, un afamado predicador como él, envuelto en una aureola de santidad —eran muchos los que le calificaban de taumaturgo—, se comportaba como el más humilde de los siervos de Dios nuestro Señor.
Después de nuestra primera conversación a solas, supe que él era la persona que debía guiarme y cuidar mi alma.
Fray Vicente Ferrer era hombre de concordia. Había intentado mediar en el conocido Cisma de Occidente, aquel conflicto que dividía a la Iglesia desde hacía años, situándose al final al lado del papa de Aviñón, Clemente VII y más tarde de su sucesor el papa Benedicto XIII, el zaragozano Pedro Martínez de Luna, que le nombró su confesor y maestro en sagrada teología. Pero, según me contó el mismo Vicente Ferrer, casi no había comenzado a ejercer sus cargos cuando enfermó gravemente sin que los físicos encontraran solución a sus males. Un día tuvo una visión, Dios se le apareció y le dijo:
—¡Vicente! Levántate y vete a predicar.
Y fray Vicente dejó la corte de los papas en Aviñón. Abandonó cargos importantes, cátedras y protagonismo dentro de la curia, para recorrer Europa predicando la palabra de Dios.
Recuerdo que la gente le seguía enfervorizada para escuchar sus sermones, teniendo que impartirlos siempre en campo abierto o en grandes extensiones porque eran miles las personas que se congregaban en su entorno.
En algunas ocasiones, grupos de hombres, después de escuchar el sermón, se alejaban de la multitud y con vigorosos látigos se azotaban como penitencia a sus pecados.
La verdad es que resultaba impresionante escuchar su clara y sonora voz, llena de matices, dando vida a los textos evangélicos.
—Al oíros, fray Vicente, una se da cuenta de que sois un hombre de Dios.
—Yo no soy nada, doña Catalina, es la gracia de Dios. Mi cuerpo, mi alma, todo lo que hay en mí está feo y asqueroso a causa de mis miserias y pecados.
—Pero las gentes os siguen y les hacéis mucho bien. Gracias a vos se acercan a Dios —le dije emocionada.
—Todo esto se debe a la palabra divina. Lo que hacen es un homenaje a la luz, no a mí, que no soy más que la pobre lámpara que la contiene.
Era totalmente inasequible a cualquier tipo de halago. Quise facilitarle algunos bienes materiales, pero siempre los rechazó. Varias veces le convidé a mi mesa y jamás he visto a nadie comer de una forma más frugal que a él. Todos mis intentos encaminados a ayudarle fracasaron.
Su estancia en Ayllón conmocionó a todos y lo convirtió en el centro de atención. Fray Vicente no era ajeno a la situación que atravesábamos de cara al nombramiento del nuevo rey de Aragón. Él no se manifestaba en público por uno u otro candidato, pero sí, en la medida de sus posibilidades, quería que se llegara a un acuerdo pacífico.
Los días pasaban y se podía afirmar que Aragón en su totalidad apoyaba a mi cuñado. Cataluña se encontraba dividida entre los dos candidatos y lo mismo sucedía en Valencia, donde los enfrentamientos eran cada vez mayores.
Parecía que nunca se llegaría a un acuerdo. Y fue entonces cuando Benedicto XIII, el papa de Aviñón, bajo cuya obediencia estaba Castilla, se decidió a intervenir promulgando una bula en la que se inclinaba por el nombramiento de compromisarios que estudiasen la situación y decidieran sobre ambas candidaturas.
Solo entonces Vicente Ferrer se dispuso a intervenir. Su prestigio y su aureola de santidad iban a ser decisivas.
Entrado el otoño, mi hijo y yo decidimos regresar a Valladolid. El infante don Fernando había estado enfermo y él se fue a Cuenca para estar más cerca y al tanto de lo que pudiera suceder.
Fray Vicente Ferrer se movería por la zona en una intensa actividad negociadora. Él me prometió que cuando consiguiera ponerlos de acuerdo pasaría por Valladolid para seguir hablando de un tema al que le habíamos dedicado bastante tiempo: la separación de judíos, moros y cristianos.
Mi copa está vacía, voy a llamar a la doncella, creo que su nombre es Genoveva. La llamaré para que me sirva otro poquito de vino, pero no, esta muchacha promete. La doncella me había dejado la jarra para que me sirviera, sin necesidad de llamarla.
Solo este detalle, creo, me demuestra que es una chica inteligente. Leonor López de Córdoba —mi odiada amiga— me había abierto los ojos ante las reacciones y comportamiento de los criados. Y era verdad que a poco que observaras te dabas cuenta de todo, menos cuando se trataba de personas tan perversas y falsas como ella. En esos casos de nada servía observar. ¿Es posible que se pueda vivir con alguien que practica un doble juego y nunca llegues a enterarte? Lo cierto es que yo, de no haber sido por la coincidencia de que López de Stúñiga se encontraba en Cuenca cuando llegó la traidora, y que uno de sus hombres fuera amigo de Inés, no me habría enterado de nada y seguiría con Leonor a mi lado, confiando y queriéndola como a una madre ¿Lo hubiera preferido? ¡No y mil veces, no!
No, porque sé que terminaría siempre haciéndome daño y mejor ahora que todavía soy fuerte y dispongo de recursos para hacer frente a los contratiempos.
No es verdad. No ha sido un contratiempo. Debo ser sincera conmigo misma. Ha sido una traición. Me ha engañado la persona en quien más confiaba. La persona que conocía a mi familia. Por lealtad a mi abuelo, su padre había entregado la vida. Pero soy consciente de que los hijos a veces no se parecen en nada a sus progenitores. Leonor López de Córdoba me ha hecho daño, mucho daño.
Algunas veces he pensado en cómo habría reaccionado yo si ella hubiera insistido en obtener mi perdón. Creo que nunca se lo habría concedido, pero es verdad que esperé alguna comunicación suya en Navidad o cuando el infante don Fernando fue reconocido como rey de Aragón, pero no me dio la oportunidad de volver a negarle mi afecto. Claro que pudo haber felicitado directamente a mi cuñado, puesto que era a él a quien de verdad servía. Aunque una vez descubierto el juego ya no le servía para nada y ese era mi consuelo: pensar que estaría en su casa de Córdoba alejada del poder con todo lo que eso significaba para ella.
El infante don Fernando había sido reconocido como rey de Aragón el 28 de junio de 1412.
Ahora, con la perspectiva que proporciona la distancia, creo que sin la ayuda del papa Benedicto XIII, tal vez no hubiese sido posible.
Destaco la importancia de la ayuda del papa, porque si no hubiésemos contado con ella, tampoco fray Vicente Ferrer se habría entregado como lo hizo a la causa de mi cuñado.
Él fue quien consiguió, después de muchas reuniones y encuentros, convencer a catalanes y aragoneses de que firmasen un acuerdo, según el cual nueve compromisarios, tres de Aragón, tres de Valencia y tres de Cataluña, expertos en leyes, se reunieran en Caspe para estudiar y examinar los derechos de cada candidato y decidir quién era el que debía ocupar el trono.
Los compromisarios serían elegidos por sus propios parlamentos según una selección que elaboraría Aragón. El veredicto al que llegasen tenía que ser aprobado por un mínimo de seis votos y ratificado por un procurador de cada reino.
Los reinos de Cerdeña y Sicilia, también pertenecientes a la corona de Aragón, manifestaron que ellos apoyarían la decisión que adoptasen los compromisarios.
En junio de 1412, mi cuñado el infante don Fernando, Fernando de Antequera, fue elegido rey de Aragón por seis votos.
Así se había proclamado en la localidad de Caspe, una vez que los compromisarios finalizaron las reuniones que se habían prolongado durante varios meses.
Todos nos alegramos de aquel triunfo. El infante nos escribió una carta dándonos las gracias a mi hijo y a mí por lo que habíamos hecho en su favor.
Las cosas parecían solucionadas. Y según las previsiones, don Fernando muy pronto podría ser coronado. Pero muchas veces las apariencias engañan y mi cuñado tendría que volver a solicitar nuestra ayuda, porque el conde de Urgel no parecía querer aceptar lo acordado en Caspe.
Los problemas surgieron durante las Cortes celebradas en Barcelona en la primavera de 1413. Don Fernando había intentado llegar a acuerdos económicos con su contrincante político, pero todo resultó inútil, y el conde de Urgel se sublevó.
Tan pronto como me enteré del problema y de la solicitud de ayuda de mi cuñado envié cuatrocientas lanzas y escribí a mi hijo para que cuatro mil lanzas de sus vasallos, a mi costa, saliesen en ayuda del infante para pacificar Aragón.
Estaba dispuesta a todo. Tenía muy claro que en una situación conflictiva debería estar al lado de mi cuñado. Gracias a Dios, el conflicto no se alargó demasiado y el conde de Urgel fue hecho prisionero y trasladado a la cárcel de Urueña.
Por fin, en febrero de 1414, el infante don Fernando fue coronado rey de Aragón. La ceremonia se celebró en Zaragoza. Era el primer Trastámara en el trono aragonés. Y yo, la nieta del rey Pedro I, le había ayudado a conseguir la corona.
Recuerdo que algunas noches, cuando me quedaba totalmente sola, sentía una especie de desasosiego. ¿Qué pensaría mi madre? ¿Y mi abuelo, que había muerto a manos de un Trastámara? ¿Cómo enjuiciarían mi comportamiento?
Ellos tienen que saber allí donde estén —y seguro que lo aprueban— que lo más importante es mi hijo, don Juan. Mi hijo, el rey de Castilla, que llevaba mi sangre —que es la suya—, pero también lleva la de su padre que era un Trastámara.
Además, mi cuñado, aunque no perdía oportunidad de incordiarme para reducir mi poder e incrementar su patrimonio, siempre había respetado a mi hijo. Y eso para mí era definitivo. De todas formas, yo prefería que Fernando se afincara en Aragón, antes de que siguiera a mi lado en Castilla.
Y para demostrarle mi amor de hermana quise colaborar en la brillantez de la ceremonia de la coronación enviándole la corona con la que había sido coronado su padre, Juan I. Fue un gesto que, creo, Fernando supo apreciar en su justa medida.
No volvimos a vernos. Sí nos comunicamos y supimos el uno del otro, no siempre con agrado, pero lo cierto es que no guardo mal recuerdo de él.
Menuda tormenta se ha desatado. ¿Habrá llegado don Juan? Me imagino que no, porque es un gran alborotador y lo hubiese oído.
Saldré al zaguán.