CAPÍTULO 8

Ronald se estaba cambiando de ropa para ir a la fiesta en casa de Isobel Billows cuando el ama de llaves encargada de la primera planta subió las escaleras y llamó a su puerta.

—Esta tarde dejé entrar a su secretaria —le dijo la mujer—. Solo quería avisarle. Espero que no haya ningún problema…

—¿Qué secretaria? —dijo Ronald.

—La chica… La chica que vino por sus papeles.

—¿Qué chica? —dijo Ronald.

Una vez que el ama de llaves, con aire abatido y rencoroso, lo volvió a dejar a solas, Ronald miró compungido en el cajón de su escritorio donde había dejado la carta en la que Patrick Seton, presuntamente, había falsificado la firma de Freda Flower.

—Yo diría que tenía unos veintiocho años, puede que hasta treinta —había dicho el ama de llaves antes de marcharse—. Una joven de aspecto honesto, el pelo casi rubio, muy claro. ¿Cómo iba a saberlo? Ella dijo que era su secretaria y que usted quería los papeles cuanto antes y que se había dejado las llaves. Yo pensé que no habría ningún problema y como estaba con mi sobrina en casa le dije que cerrara al salir, simplemente. Parecía buena gente… Me acordé de ese caballero que vino a su casa aquella mañana, mientras yo limpiaba, a buscar un portafolio, ya sabe… Usted lo había enviado. ¿Cómo iba yo a saber que no venía a sacarlo de un apuro?

—No se me ocurre quién podría ser… —había dicho Ronald.

—En fin, que sepa que yo no me hago responsable de nada.

—Pierda cuidado, no se preocupe.

Y en cuanto volvió a quedarse a solas, Ronald corrió a revisar el cajón, a sabiendas de que la carta no estaría ya allí. Abrió todos los otros cajones y miró entre las resmas bien ordenadas de papeles, pero solo como un acto de desesperada diligencia.

Ronald se sintió lleno de esa tediosa melancolía que lo embargaba de vez en cuando. No era solo este asunto lo que parecía afectarlo, sino su vida entera, la gente en general, los delincuentes de medio pelo, las amas de llaves indignadas y todo aquello con lo que estaba familiarizado desde el principio de los tiempos. Cuando esa sensación lo colmaba, Ronald hábilmente rechazaba cualquier tipo de conformismo, por el contrario, se decía a sí mismo: esta sensación, este tedio, este desasosiego podrían llegar a parecerme, en retrospectiva, estados de ánimo incluso agradables, a la luz de las penurias que podrían aguardarme más adelante. Es mejor, pensaba, ser un pesimista. El pesimismo hace la vida más soportable. Está visto que el más ligero optimismo conduce a la desilusión absoluta.

La casa de Isobel Billows estaba en una calle recién arreglada en World’s End, al otro extremo de Chelsea. Las paredes y el techo de su recibidor estaban empapelados en un anodino diseño rojo y negro. Esa noche Isobel daba una fiesta. La dama en cuestión llevaba tres años separada de su marido. Como siempre le decía a sus nuevos amigos: «Yo era la parte inocente», cosa que ellos no ponían en duda; para algunos de ellos, en cierto sentido, esta sola declaración valía como prueba de su inocencia.

Los pendientes de Marlene Cooper se balanceaban animadamente mientras hablaba sobre espiritismo con Francis Eccles, que acababa de conseguir un empleo bastante apañado en el British Council. Tim, en plan joven sirviente de buen aspecto, se deslizaba sinuosamente entre los invitados con una bandeja de plata llena de gambas. Las gambas enroscadas parecían dormir sobre las pequeñas galletas saladas. Isobel Billows, alta, de rasgos suaves, de mediana edad y aspecto atractivo, había renunciado a presentar a todo el mundo y estaba inspeccionando a sus invitados desde un rincón del salón mientras Ewart Thornton, que llevaba tres Martinis seguidos, le decía que tenía montañas de trabajo, que un maestro de escuela carecía de estatus en estos tiempos, que el espiritismo era el terreno donde se encontraban la ciencia y la religión y que él siempre compraba sus camisas y sus pantalones de franela en Marks & Spencer. Fue a la altura del cuarto Martini cuando el atractivo más profundo de Ewart emergió por fin, e Isobel supo que realmente había acertado al invitarlo a su fiesta. Estaba encantada con él. Lo escuchó maravillada mientras él le hablaba de la genuina cabaña de minero donde había nacido y donde aún habitaba su padre, en Carmarthenshire, nada menos, y de la genuina cabaña de arrendatario en Perthshire, donde sus abuelos habían vivido hasta hacía no mucho.

—Escuela de Latham Street; Escuela de Gramática de Traherne; luego Sheffield Red Brick, solo que los ladrillos no son rojos —dijo Ewart, presumido—. Tres chelines y seis peniques a la semana durante todo el tiempo en que fui estudiante. Entre los diez y los trece años fui empleado de una pescadería. Tenía que trabajar por las tardes, después de la escuela, y también los sábados por la mañana. Ganaba cuatro chelines a la semana que, junto a las ganancias similares de mis hermanos, iban a parar al fondo familiar. Me daban un par de botas de cuero duro cada año por Pascua. Casi toda mi ropa estaba hecha en casa. Usábamos un inodoro comunal que debíamos compartir con otras dos familias…

—Y dígame, ¿alguna vez tuvo problemas con la policía? —preguntó Isobel, mirando a su alrededor con la esperanza de que alguien más estuviera escuchando.

Ewart lanzó una mirada grave en dirección a un florero, como intentando hurgar en su memoria, aunque lo cierto es que se había distraído por completo. Al final dijo:

—No, honestamente, no. Pero sí recuerdo haber sido perseguido una vez por un policía. Junto a otros chicos. Debíamos de haber hecho alguna travesura. Sí, me persiguió hasta un callejón. Qué días aquellos… —Ewart sacó su pitillera con aire ofendido—. Sin duda soy de cuna humilde —dijo—, pero nunca fui un delincuente.

Isobel trató de animarlo con una pregunta:

—¿Y cómo era su acento por aquel entonces?

—Galés del sur. Eso sí, todavía me queda algún rastro.

—Cómo no —dijo Isobel, se notaba a leguas de distancia.

A ella le encantó su astroso traje de tweed, su altura, su trémula papada. Se preguntó por qué no se habría casado todavía. Luego pensó que, por algún motivo, ella debía de sentirse mucho más afortunada de tenerlo allí de lo que en realidad se sentía, y después de interrogarse sobre los motivos entendió que se debía al hecho de que él fuera un simple maestro de Gramática. Después de unos comienzos tan humildes… Hubiera preferido un ascenso mucho más radical. Pero aun así, Ewart le parecía auténtico, además de un capital activo indiscutible para cualquier fiesta.

Ewart cogió una pizca de rapé y dijo:

—Mi padre era minero, un minero de los de verdad. La mitad de los tipos que dicen haber trabajado en una mina al final resulta que son hijos de algún administrador, o funcionarios de las oficinas.

Tim se acercó con su resplandeciente bandeja de gambas.

—¿Una gambita? —dijo.

Isobel dijo:

—Tim, quédate con Ewart un momento. Tengo que hablar con tu tía un segundo.

Tim ocupó el lugar de la mujer, con la bandeja del lado de Ewart, y empezó a comerse las gambas una a una, dejando un rastro de galletas vacías.

—Me atrevería a decir —dijo Ewart Thornton en evidente tono de hombre a hombre, como dirigiéndose a un delegado de curso— que tu tía te ha contado que pretende juntar a algunas personas que den fe de la buena reputación de Patrick Seton, en caso de que la ridícula viuda logre llevarlo ante un juez.

—No, Marlene no me ha dicho nada —dijo Tim, atragantándose.

—Seguramente te lo pedirá —dijo Ewart—. Querrá que testifiques a favor de Patrick Seton. Te aconsejo que no lo hagas… De hecho te aconsejo que sirvas como testigo de Freda Flower. No es que me importe la señora, que me parece ridícula, además de una estúpida de remate, pero creo que Patrick Seton es un personaje indeseable que no le hace justicia al Círculo. Desde luego que es un buen médium pero…

—Cómete una gamba, anda —dijo Tim—, antes de que me las coma yo todas.

—No, gracias. Es un médium competente pero hay muchos médiums brillantes que podrían reemplazarlo. Patrick no es imprescindible. Me temo que tu tía no está dispuesta a entrar en razón. Creo que todos deberíamos apoyar a Freda Flower y…

—Bebe vino —dijo Tim, agarrando al vuelo una copa de la bandeja del camarero que pasaba por allí.

—Gracias. Creo que todos deberíamos apoyar a Freda Flower y no a Patrick Seton.

—Yo no pienso apoyar a ninguno de los dos —dijo Tim alegremente—. No los conozco, no sé nada de ninguno.

—¡Venga, hombre, no me vengas con esas! —dijo Ewart—. Has estado en las sesiones…

—Solo como novato, recuerda —dijo Tim—. Preferiría no verme envuelto en nada.

—Venga, muchacho, sé razonable —dijo Ewart.

Tim se comió otra gamba.

—Estoy siendo razonable —dijo lamiéndose los labios.

—Es una cuestión de principios —dijo Ewart—. Supongo que tendrás principios.

—Si te digo la verdad, ninguno en absoluto —dijo Tim.

—Pensaba que sí —dijo Ewart—. La gente como tú, que lo ha tenido todo en la vida…

—A mí me criaron a palos, ojo —dijo Tim, comiéndose dos de las galletitas sin gamba.

—¡Tim! —chilló Marlene desde algún lugar cercano—. Ven un minuto, llevo toda la tarde queriendo hablar contigo.

—Mi tía me ha puesto en busca y captura —dijo Tim. Dejó la bandeja en una mesa, se quitó las gafas, las limpió con el pañuelo, se las puso otra vez, cogió un bol de aceitunas y fue adonde se hallaba su tía comiéndoselas una a una.

Junto a la ventana se había dispuesto la mesa del catering; sobre el mantel blanco había varias botellas y copas brillantes. Ronald Bridges y Martin Bowles se habían apartado de los demás, entre una esquina de la mesa y la pared.

—Podría ir a Suiza por Navidad —dijo Martin—, si me pagaran aunque fuera una mínima parte del dinero que me deben. Decenas de casos resueltos y sigo sin cobrar. Los notarios son unos granujas, no sueltan un centavo.

—¿Qué tal te queda la peluca? —dijo Ronald.

—Bastante bien, la verdad.

Ronald pensó que probablemente era cierto, pues Martin se estaba quedando calvo y el crecimiento excesivo de la frente en los últimos cinco años había roto la armonía de sus rasgos.

Martin dijo:

—Me han invitado a Suiza a pasar la navidad. Todos son parejas de casados, excepto yo, si es que voy. Uno se siente joven estando rodeado de parejas de casados.

—O insignificante —dijo Ronald.

—Sí. O insignificante. Siempre me siento un poco inferior a cualquier hombre casado. ¿Por qué será? ¿Será porque los hombres casados tienen más dinero que nosotros?

—No, los hombres casados casi siempre tienen menos dinero. Es evidente.

—Pues dan la impresión de tener más dinero, es extraño, no sé, como si fueran económicamente más fuertes que los tipos solteros.

—Es una ilusión. La verdad es que un hombre casado es psicológicamente más fuerte que uno soltero.

—Sí, es algo psicológico. Uno se siente más joven al lado de ellos, incluso más joven que los hombres con los que uno solía ir a la escuela. Por cierto, ¿qué tal te va con aquella carta falsificada del caso Seton?

—Es una cuestión de responsabilidad, creo, sobre todo si las parejas tienen hijos —dijo Ronald para distraer a Martin del asunto de la carta. Este, sin embargo, insistió:

—¿Qué tal va lo de la carta?

—Alguien entró a mi piso para robarla —dijo Ronald—, lamento decirlo.

—¡Vosotros dos, los solteros del rincón! —dijo Isobel Billows—, venid conmigo.

La mujer deslizó su brazo desnudo bajo el brazo de Martin y lo arrastró hasta un grupo en el que estaba Marlene, la de los largos pendientes, Tim con su bol de aceitunas, una chica con un vestido rosa y Francis Eccles, quien, lleno de confianza por su nuevo trabajo en el British Council, filosofaba con gran exuberancia intentando impresionar a las damas.

—Veréis —decía—, en lo fundamental nos miramos y nos hablamos los unos a los otros desde las ventanas de distintos edificios que, vistos desde fuera, son muy parecidos. Vosotros no sabéis cómo es mi edificio por dentro ni yo sé cómo es el vuestro. Quizás penséis que mi casa está muy bien amueblada con su cuarto de música y su biblioteca, como la vuestra. Pero no es así. Mi casa es un laboratorio con tubos de ensayo, vasos capilares y… ¿cómo se llaman…? Mecheros de Bunsen.

—¿De verdad vives en una casa tan espléndida? —le preguntó Martin a la chica, pues lo único que sus oídos eligieron del discurso de Eccie fue la parte del salón de música y la biblioteca.

La chica estaba visiblemente irritada.

—Eccie habla metafóricamente —dijo—. Yo vivo en un estudio.

—Yo vivo en un entresuelo —dijo Eccie, todavía aturdido por su reciente invención filosófica. Miró a quienes lo rodeaban, uno a uno.

—Oh, ya veo —dijo Martin—. Le pido disculpas, es que tengo una vulgar mentalidad de abogado y…

—Continúa —le dijo la chica a Eccie.

Isobel metió su brazo regordete y desnudo bajo la manga azul oscuro de Eccie.

—Eccie, necesito hablar contigo —dijo y lo arrastró fuera del círculo.

Martin le dijo a la chica:

—Lamento haber interrumpido… —Pero en realidad de quien estaba pendiente era de Ronald, ansioso por saber si este hablaba en serio cuando dijo que le habían robado la carta y, en caso de que fuera cierto, manifestarle su más contundente enfado.

Martin sonrió cortésmente a la chica mientras se alejaba, primero andando de espaldas unos pocos pasos, luego de lado y, por fin, dándose la vuelta para reunirse con Ronald, entonces acompañado por Marlene Cooper y Tim.

—… hacer algo para justificar tu existencia —le estaba diciendo Marlene a Tim—, y ahora tienes la oportunidad de demostrar tu temple.

—Nunca he tenido temple ni nada que se le parezca —dijo Tim—. ¿Quieres una aceituna, Ronald?

Ronald miró el diminuto poso de licor al fondo de su copa.

—Cómete una aceituna —dijo Tim.

—Lo que pretendemos —dijo Marlene— es reunir un grupo de testigos y presentarlos en el tribunal. Todos podemos testificar con nuestras propias palabras. Tú, Tim, tú has visto a Patrick y lo has escuchado. Sabes que es un médium auténtico, es lo único que tienes que decir. Esto no tiene por qué comprometerte. Debemos apoyar a Patrick. No cabe duda de que Freda Flower le está tendiendo una trampa, ayudada por ese vil amante suyo, Garland. Es posible que no haya juicio, pero como te digo, por otro lado, cabe la posibilidad de que sí lo haya…

—Martin Bowles forma parte de la acusación en el caso, Marlene —dijo Tim.

Marlene inclinó su cabeza para mirar a Martin.

—¿De veras? —dijo—. ¿De veras? Está usted bromeando…

—Verá —dijo Martin—, en realidad no puedo hablar de…

—Ya. Me imagino que no puede —dijo Marlene—. ¡No tienen ninguna prueba! Y no la tendrán si esto llega al tribunal, permítame que se lo diga. Todos apoyamos a Patrick. Yo lo apoyo. Tim lo apoya…

—Preferiría no verme involucrado —dijo Tim.

—¡Pero lo estás! —dijo su tía.

—¿Cómo ocurrió exactamente? —dijo Martin mientras llevaba a Ronald a casa en su coche.

—Una mujer vino a mi casa esta mañana y fingió ser mi secretaria. Por desgracia, el ama de llaves la dejó entrar. Cuando yo llegué la carta no estaba. Pero ahora creo que sé quién la tiene.

—¿Quién?

—La novia de Patrick Seton. No creo que fuera ella quien entró en mi casa, pero me parece que Matthew Finch conoce a la chica.

—¿A quién? ¿A qué chica? —preguntó Martin con su voz de abogado—. No me queda claro quién es quién.

—Intentaré recuperar la carta.

—Lo mejor será que informemos a la policía de inmediato —dijo Martin.

—De acuerdo —dijo Ronald.

—Bueno, sé que no será precisamente bueno para tu reputación —dijo Martin—, ya sabes, perder un documento tan importante. Aunque supongo que no dependes demasiado de tu trabajo como asesor de la policía, ¿o sí?

—Me gusta —dijo Ronald.

—¿Crees que puedes recuperarlo?

—No lo sé —dijo Ronald, con deliberado candor, como quien rehúsa hacer el papel del ratón incluso cuando se encuentra atrapado entre las garras del gato.

—No quiero complicarte las cosas —dijo Martin—, pero…

—¿Pero qué?

—Bueno, dices que no puedes trabajar con las fotocopias. Yo diría que las fotocopias serían utilizadas como pruebas. Pero no se puede confirmar una falsificación a partir de una fotocopia, ¿o sí?

—En realidad, no. Es preciso examinar la tinta y estudiar la escritura en los pliegues del papel. Esa clase de cosas.

—Nos has metido en un lío… —dijo Martin.

—Matthew Finch conoce a la chica. Veré qué puedo hacer.

—Él estaba en la fiesta, ¿no?

—Sí.

—¿Hablaste con él del tema?

—Sí.

—¿Se lo contaste todo?

—Sí. Cometí el error de hablarle de la carta. Luego él se lo contó a la chica. Él cree que la persona que entró en mi casa debe de ser la chica que trabajaba con la novia de Seton en el café. Es amiga de la otra chica y…

—¿De quién? ¿Cuál es cuál? ¿Cómo se llaman?

—Alice y Elsie —dijo Ronald—. Pero será mejor que dejemos esto en manos de la policía, como habías sugerido tú.

Martin se había detenido a causa del atasco que siempre se montaba en South Kensington. Se recostó en el respaldo y meditó unos instantes. Luego, cuando volvió a poner el coche en marcha, dijo:

—Vamos a esperar hasta mañana por la noche; si para entonces no has conseguido recuperarla dejaremos que lo haga la policía. Si es que a esas alturas no la han destruido ya…

—Es probable que ya la hayan destruido, sí —dijo Ronald en un tono más alto de lo habitual—. Y en realidad creo que, de todos modos, deberíamos informar a la policía.

—Podrían hacerte preguntas incómodas —dijo Martin.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, es obvio que has tomado pocas precauciones.

—Eso ya no se puede remediar.

Cuando llegó a casa y se quedó a solas, su melancolía y su tedio regresaron con tanta fuerza que, buscando consuelo, recitó un pasaje de la Epístola a los Filipenses que, en medio de la ofuscación de su mente, carecía de sentido, tal como una capa de pintura carece de sentido en una ventana y aun así le da color y la protege al mismo tiempo:

—Todo lo que es verdadero y noble, todo lo que es justo y puro, todo lo que es amable y digno de honra, todo lo que haya de virtuoso y merecedor de alabanza, debe ser el objeto de sus pensamientos.

Y es que Ronald, repentinamente, se había obsesionado con la fiesta y con todas las figuras que había visto moverse bajo los candelabros de Isobel, gesticulando, le pareció entonces, como animales autómatas; los ruidos que producían durante sus intercambios sociales se le antojaron histéricos. La fiesta de Isobel lo aturdió como una de esas obras en las que los actores empiezan a saltar de un lado al otro del escenario, de modo que uno deja de ser un mero espectador de una confortable sátira, repentinamente asediado por una compañía de ridículos demonios.

Este pasaje de los Filipenses constituía un ejercicio mental, antes que espiritual; un mero encantamiento para mantener a raya el hastío, la desesperación y la angustia.

Esto ocurría a comienzos de noviembre, el mes en el que los muertos se levantan, pensó Ronald, y se agolpan a nuestro alrededor para darse consejos unos a otros. Entonces uno queda como afectado por una droga depresiva, asediado con escalofríos. La época del año, ese es el problema…

Siguiendo un método que se le antojó desesperado, Ronald empezó a analizar a las personas que habían asistido a la fiesta, y lo hizo, deliberadamente, con el ánimo de ver lo peor que podía hallar en ellas. Es preciso definir, pensó, es esencial.

A través del lúcido ojo de su mente vio sonreír a Isobel Billows, con su insaciable lujuria y su incansable capacidad para mostrarse generosa allí donde la generosidad parecía una buena inversión.

—¿Pero qué hay de malo en mí? —dijo ella.

—Nada —contestó él—, nada, salvo tú misma.

—Oh, Ronald, siempre ves el lado malo de las cosas, hay algo verdaderamente diabólico en tu naturaleza.

—¿Qué quieres decir con diabólico?

—Bueno, quiero decir, poseído por un demonio; ese es el motivo de tu epilepsia.

—Maldita zorra adúltera…

—Oh, Ronald, no tienes idea de lo mal que me tratan los hombres. Los hombres siempre me han maltratado. Toda mi vida lo han hecho.

—Una mujer de tu clase no debería hablar así.

—Pero los hombres se aprovechan de mí, Ronald, luego se marchan y van por ahí diciendo: «Ah, esa. Mejor no meterse con ella. Ni tocarla».

Martin Bowles era su amante, además de su asesor financiero. Valiéndose de su astucia legal, manejaba todas sus propiedades.

—Verás —decía Martin (en la imaginación de Ronald aparecía sentado en su escritorio, con una mano plantada sobre su amplia frente)—, no soy lo que podría considerarse un hombre libre. Tengo a mi madre enferma, y al ama de llaves y, luego, claro, está Isobel. Estoy, sencillamente, atado a ella.

—¿Piensas casarte con Isobel?

—No, oh, no. Solo una cuestión de negocios…

—¿Acaso te has apropiado indebidamente del dinero de Isobel?

—No, hombre, pertenezco al lado limpio de la ley.

—Claro, el lado limpio de la ley.

—No seas vulgar, Ronald.

—Has sido tú quien ha usado la frase.

—Isobel es una mujer muy acaudalada, a pesar de que finge ser pobre como una rata. Lo cierto es que no vive de acuerdo al dinero que tiene, ¿sabes?

—Malversación de fondos, me revuelve el estómago.

—Para nada. No hay nada fraudulento, lo que he hecho es perfectamente legal. Es una cantidad considerable, Ronald, pero todo es limpio.

—¿Cuarenta mil?

—¿Cómo sabes todo esto, Ronald?

—Atando cabos entre lo que oigo en un lado y en otro.

—Mi vieja es una tirana, un fardo con el que debo cargar.

—A tu edad no deberías vivir con tu madre. Te estás echando a perder. Vivir con mami después de los treinta genera en los hombres un espíritu mezquino.

—¿Sabes algo, Ronald? Deberías haber sido un poco más cuidadoso con esa carta.

—Cierto.

—El caso es que la has perdido. ¿Crees que deberíamos contárselo a la policía? ¿Deberíamos arruinar tu pequeña reputación de experto en quien se puede confiar? No deberías haber hablado con tanta ligereza…

—Haz lo que te parezca. Por mi parte, no estoy particularmente interesado en recuperar la carta. No tengo nada en contra de Patrick Seton. Su falta no es muy diferente a la has cometido tú, un poco más pequeña, quizás, ejecutada con menos astucia, sin duda.

—Eso es absurdo —dijo Martin Bowles en la mente de Ronald—. ¡No pienso tolerarlo!

—¡No pienso tolerarlo! —dijo Marlene Cooper, dejando que sus pendientes se frotaran contra la boca de Ronald como si este no estuviera allí—. No pienso aguantar que Tim siga en tan buenos términos con ese picapleitos calvorota.

—Martin Bowles me cae bien —dijo Tim.

—Si el caso de Patrick llega a los tribunales tu amigo será uno de los abogados de la acusación.

—Alguien tendrá que acusarlo —dijo Tim.

—Da igual, debes dejar de asociarte con él.

—No he tenido ningún tipo de asociación particular con él. Martin es solo un amigo —dijo Tim.

—Pero Tim, querido, si te vi con él en la fiesta de Isobel, riéndote a carcajadas como si no hubiera pasado nada. ¿Te das cuenta de que llegado el momento ese tipo querrá interrogarte durante el juicio?

—No quiero involucrarme en eso —dijo Tim—. No pienso testificar. Esta conspiración vuestra es una broma macabra.

—Eres débil… —dijo Marlene—, débil como tu padre y como el padre de tu padre.

Mal que te pese, pensó Ronald con saña, pues sentía un afecto especial hacia Tim. Él no quiere involucrarse en nada, excepto con Hildegarde, claro.

—He hecho por Ronald todo lo que una mujer podría hacer —dijo Hildegarde—. Lavaba sus camisas, remendaba su ropa, compraba las entradas para el teatro y le ponía el despertador todos y cada uno de los días. Hice todo lo posible para que su discapacidad no representara un impedimento. Incluso lo ayudé en su trabajo. Hice un curso sobre caligrafía y estudié manuscritos antiguos. ¿Qué más podía haber hecho?

—Nada en absoluto —dijo Tim en el oído imaginario de Ronald, sentado en su apartamento de madrugada—. Nada de nada —dijo Tim—. Supéralo, querida, y no te lamentes.

—Imposible —dijo Hildegarde—. Lo lamento por Ronald. Si al menos me hubiera dado una excusa cuando rompió conmigo…

—Deja ya de hablar de Ronald —dijo Tim—. Es un poco perturbador.

—¿Sabe algo de lo nuestro? —dijo Hildegarde.

—No, claro que no.

—No debe saber nada —dijo ella—. Se enfurecería y nunca te lo perdonaría. No quiero echar a perder tu amistad con Ronald.

—Eres muy dulce —dijo Tim, acurrucándose junto a ella—. Me alegra pensar que mañana será domingo y podremos quedarnos en la cama hasta tarde.

—Deja que te acomode la almohada, mi niño —dijo Hildegarde—. Estás todo encogidito.

Matthew le había dicho a Ronald:

—La otra noche vi a Hildegarde Krall en el Pandaemonium Club, en Hampstead. Llevaba unos vaqueros que le quedaban muy bien.

—¿Estaba sola?

—Sí, sola.

—¿Hablaste con ella?

—Solo un poco. Se fue pronto. Walter Prett estaba conmigo. Ella se marchó cuando Walter empezó a hacer el idiota y a insultar a Francis Eccles.

Tim, Hildegarde, Matthew Finch, Francis Eccles, Walter Prett. Ronald repasó la lista de los presentes hacia las tres de la madrugada. Al fin y al cabo, ¿qué significan todas esas personas para mí? ¿Por qué me dejo oprimir por este inmenso repudio?

—Debemos ir a juicio —dijo Ewart Thornton—, debemos derrotar a Patrick Seton sea como sea. Testifiquemos a favor de la tal señora Flower, cuyos defectos son indiferentes para nosotros.

¿Pero por qué esto me sumerge en un estado que raya con la locura?

Porque así es como estamos conformados, y en momentos de extremo desencanto ninguna distracción, sea cual sea, resulta útil; incluso los pequeños anuncios de los periódicos nos resultan viles, del mismo modo en que yo, con mi epilepsia, soy un ser repulsivo. Volvió a recitar el pasaje de los Filipenses:

—… todo lo que es verdadero y noble, todo lo que es justo y puro, todo lo que es amable y digno de honra, todo lo que haya de virtuoso y merecedor de alabanza, debe ser el objeto de sus pensamientos.

En un violento giro de su mente, Ronald fue capaz de aplicar impasiblemente esta exhortación a la compañía de demonios que acosaba sus pensamientos. Con esfuerzo, trató de hallar en ellos cualquier atributo gracioso y delicado que pudiera ocurrírsele. Se sintió enfermo. Isobel era valiente por el solo hecho de seguir respirando; otra mujer se habría suicidado diez años atrás; sabe bien cómo vestirse, cómo decorar su casa. Marlene es guapa, Tim es adorable, Ewart Thornton es inteligente, ha llegado muy lejos a pesar de sus orígenes, y además es maestro, alguien que siente respeto por su profesión y encuentra retos en el desarrollo de esta. Martin Bowles es atento con su madre. A Matthew Finch le preocupa el sexo y cuenta con la bendición de su amor sencillo por las viejas normas. Walter Prett se ve acuciado constantemente por su negligencia y sus estúpidas fantasías, pero ama el arte y es honesto en su profesión. Hildegarde tiene mucho carácter. Eccie tiene un trabajo apañado en el British Council…

Hacia las cuatro de la mañana se acostó en la cama. A las cinco se levantó y vomitó. A la mañana siguiente tuvo un ataque epiléptico que duró media hora; las drogas resultaban inútiles para ese tipo de ataques. Esto solía ocurrirle después de haber hecho algún tipo de esfuerzo en su voluntad de ser condescendiente, como si el demonio que habitaba su cuerpo se vengara de él.

Decidió ir a confesarse, no tanto para liberarse de sus pensamientos de la noche anterior —pues su párroco distinguía los pecados de pensamiento de aquellas danzas convulsivas y sus diálogos mentales—, sino más bien para recibir, como absolución, un gesto amistoso de reconocimiento de parte del creador del cielo y de la tierra, atento manipulador de la Enfermedad de los Caídos.