CAPÍTULO 1
La luz de la mañana caía sobre Londres, la gran ciudad de los solteros. Las botellas de leche empezaban a aparecer a las puertas de las casas de apartamentos, desde Hampstead Heath hasta Greenwich Park y desde Wanstead Flats hasta Putney Heath; pero sobre todo en Hampstead, sobre todo en Kensington.
En Queen’s Gate, en Kensington, en Harrington Road, en The Boltons, en Holland Park, en King’s Road, en Chelsea y sus remansos, los solteros se revolvían entre las sábanas, buscaban a tientas el reloj y, en el amanecer de la consciencia, miraban la hora; luego, al recordar que era sábado, la mayoría volvía a hundirse en la almohada. Aun así, dado que era sábado, casi todos salían pronto a la calle para comprar huevos y beicon, las provisiones semanales para el desayuno y las cenas ocasionales. Los solteros procuraban salir temprano, hacia las diez y cuarto, para evitar encontrarse con las mujeres: las legítimas compradoras.
A las diez y cuarto, Ronald Bridges, de treinta y siete años, que trabajaba durante la semana como adjunto en un pequeño museo de manuscritos en la City, se detuvo en medio de Old Brompton Road para charlar con su amigo Martin Bowles, un abogado de treinta y cinco años.
Ronald alzó un par de veces su vieja bolsa de la compra para indicarle a Martin cuánto pesaba y cuán engorroso le resultaba todo aquello.
—¿Dónde has encontrado los guisantes congelados? —dijo Ronald, señalando un paquete que sobresalía en la bolsa repleta de Martin.
—En Clayton’s.
—¿Cuánto te han costado?
—Una libra con seis. Eso vale el paquete pequeño, que alcanza para dos raciones. El grande cuesta dos con seis, para seis raciones.
—Un precio justo —dijo Ronald satisfecho.
—Tú siempre cuidando el bolsillo, ¿eh? —dijo Martin.
—¿Qué más tienes por ahí? —dijo Ronald.
—Bacalao. Lo pones al horno con yogur y un poquito de mejorana y sabe a mero. Mi madre estará fuera durante dos semanas con la vieja ama de llaves.
—¿Mejorana? ¿Y dónde consigues mejorana?
—Ah, en Fortnum. Allí se encuentran todas las especias. Me hago con una bolsa de especias cada mes. Desde la operación de mi madre me encargo de casi todas las compras y de la cocina. Además, la vieja Carrie ya no está para esos trotes. Aunque nunca fue muy buena cocinera que se diga.
—Debes de llevarlo en la sangre —dijo Ronald—. Mira que ir hasta Picadilly a por especias…
—Casi siempre consigo arreglármelas —dijo Martin—. A mamá y a mí nos gustan las hierbas. Ven, entremos aquí.
Se refería a un café. Se sentaron junto a sus bolsas y sorbieron sus espressos con satisfecha languidez.
—Me olvidé del detergente —dijo Ronald—. Tengo que comprar detergente.
—¿No haces una lista? —preguntó Martin.
—No. Compro de memoria.
—Yo hago una lista —dijo Martin—, cuando mi madre no está. Siempre hago la compra los fines de semana. Cuando mamá está en casa la lista la hace ella. Aunque no hay manera de leerla.
—Una pérdida de tiempo —dijo Ronald— si tienes buena memoria.
—¿Le importa? —dijo una chica que acababa de entrar al café. Se refería a la bolsa de la compra de Ronald, que ocupaba la silla junto a la pared.
—Oh, lo siento —dijo Ronald, quitando la bolsa antes de dejarla en el suelo.
La chica se sentó, y cuando la camarera se acercaba para atenderla ella dijo:
—Estoy esperando a alguien.
La chica tenía el pelo negro recogido con gran estilo, ojos oscuros y un rostro ovalado, como de bailarina. Le devolvió a los dos solteros una mirada adormilada y rutinaria, luego encendió un cigarrillo y miró hacia la puerta.
—Hay patatas frescas en el mercado —dijo Ronald.
—Ahora siempre las hay —dijo Martin—. Sea o no temporada. Lo mismo pasa con todo: se consiguen patatas frescas y zanahorias frescas todo el año, y guisantes y espinacas en cualquier época del año, y hasta tomates en primavera.
—Un poco caro —dijo Ronald.
—Un poco —dijo Martin—. ¿Y qué clase de beicon compras?
—Me las arreglo con algo de panceta. El desayuno suele tenerme sin cuidado —dijo Ronald.
—Igual que a mí.
—Tú siempre cuidando el bolsillo —dijo Ronald antes de que Martin pudiera decirlo.
Un señor bajito, de complexión enjuta, entró por la puerta y se acercó a la chica, sonriendo con una expresión dulce y espiritual.
Se sentó junto a ella en el asiento de la pared. Luego ocultó el rostro detrás de la carta y se puso a mascullarle algo a la chica con voz inaudible.
—Por todos los demonios… —murmuró Martin.
Ronald miró al hombre, cuyo cuerpo estaba casi oculto por el de la chica. Observó su cabeza, incapaz de distinguir en un principio si el pelo era rubio o plateado, aunque pronto descubrió que se trataba de una mezcla de ambos colores. Era un hombre delgado, de aspecto ansioso, de cara angulosa y nariz puntiaguda, la piel arrugada, lívida. Debía de tener unos cincuenta y cinco años, y vestía un traje azul oscuro.
—No mires —dijo Martin—. A ese tipo lo están procesando y yo soy el abogado de la acusación. La semana que viene tendrá que presentarse ante el magistrado. Y tiene que firmar en la comisaría todos los días.
—¿Y qué ha hecho?
—Oh, nada. Fraude, quizás alguna cosilla más. Alguien del bufete defendió a este Seton antes, pero fue hace mucho tiempo. Tampoco es que le haya servido de mucho… Venga, vámonos.
Ronald dejó el periódico sobre la mesa.
—Detergente —dijo Ronald cuando ya estaban en la calle—. No se me puede olvidar el detergente…
—¿En qué dirección vas?
—Al otro lado de Clayton’s.
—Yo también. Me faltan un montón de cosas que tenía anotadas en la lista. Ceno fuera cuatro veces a la semana. Y tú, ¿dónde cenas los domingos?
—Oh, por ahí, ya sabes —dijo Ronald—, siempre hay alguien que te invita.
—Yo suelo ir a Leighton Buzzard, siempre que venga alguien a hacerle compañía a mamá —dijo Martin—. Leighton Buzzard es divertido. Para variar. Eso sí, cuando Isobel se queda en Londres voy a cenar a su casa.
Cruzaron la calle.
—Oh, vaya, me he dejado el periódico en el café —dijo Ronald dubitativo—. Será mejor que vuelva a buscarlo. Nos vemos pronto.
—¿Estás bien? —dijo Martin, mientras Ronald se disponía a darse la vuelta.
—Sí, oh, sí, solo que se me ha olvidado el periódico…
—¿Seguro? —dijo Martin, que vivía pendiente de la epilepsia de Ronald.
—Sí, adiós.
Ronald volvió a cruzar la calle.
Encontró el periódico en el mostrador. Se sentó en una silla frente a la que había ocupado poco antes. Quería ver mejor al tipo del pelo plateado-amarillento, que ahora le hablaba a la chica del pelo negro en un tono muy bajo, esforzadamente persuasivo. Pidió un café y un pastel de nata. Abrió el periódico, desde cuyos bordes espiaba de vez en cuando al hombre que se alargaba en sus explicaciones ante la chica. Ronald no era capaz de recordar dónde lo había visto antes; ni siquiera estaba seguro de haberlo visto jamás. «Me estoy convirtiendo en una vieja criada cotilla», se dijo a sí mismo para justificar su regreso a la cafetería, pues había preferido describirse con esa imagen antes que reconocer por completo sus verdaderas motivaciones: que simplemente quería poner a prueba su memoria. Y es que Ronald no perdía ocasión para averiguar si su epilepsia había llegado a afectar sus facultades mentales o no.
—No —le había dicho ya el especialista americano al que había consultado, molesto por verse obligado a expresar un asunto tan técnico en el lenguaje ordinario—, no hay razón para creer que su intelecto se vea afectado, a menos, claro está, que no lo ejercite, por ejemplo, cursando y terminando una carrera normal. Sin embargo, usted conserva, y de hecho, debería estar en posición de mejorarla, su capacidad mental. Los ataques serán intermitentes. Si me permite decirlo así, los ataques afectan a su cerebro pero no a su mente. Se preparará físicamente para afrontarlos hasta cierto grado, pero no para controlarlos. Los ataques no dejarán ninguna secuela en su mente, salvo las posibles perturbaciones emocionales y psicológicas. Un área que se escapa a mis competencias…
Ronald había guardado todas y cada una de esas palabras en un lugar privilegiado de su memoria durante los últimos catorce años, consciente de que el propio especialista a duras penas recordaría los datos más generales, y eso con ayuda de las anotaciones. Ronald, por tanto, se aferraba a esas palabras y de vez en cuando las sometía a toda clase de interpretaciones. «Si se me permite decirlo así, los ataques afectan al cerebro pero no a su mente». Pero él cree, discutía Ronald consigo mismo alguna que otra vez, incluso después de varios años, él cree que la mente forma parte del cerebro. Entonces, ¿por qué habrá dicho eso de «si me permite decirlo así»? ¿Qué quería decir con eso? De todos modos, pensaba Ronald, aún mantengo el control durante los ataques. Y aun así, es posible que nunca sea capaz de seguir y dominar una carrera normal. ¿Y qué entendemos por una carrera normal? El derecho: pero ese camino está cerrado para mí. Con todo, le decían sus amigos, no tienes por qué postularte para ministro de Justicia; podría irte bien como notario, por ejemplo. Oh, ¿vosotros creéis que podría de verdad irme bien? Eso es que no me habéis visto cuando me dan los ataques… La administración pública: imposible. No, cierto, eso no, le aconsejaban sus amigos. Medicina, Magisterio, siempre puedes dar clases en la universidad; intenta conseguir una beca, tienes habilidad para lo académico. Ya sabes cómo son algunos de esos profesores de la universidad, nada te resultaría raro…
—Nunca llegaría a ser un profesor de primer nivel.
—Ah, de primer nivel…
Tenía veintitrés años, estaba recién graduado, cuando, sin previo aviso, empezaron los ataques. Fue tres meses después de descubrir su interés por la teología. Así que el sacerdocio: cerrado. Sí, le decían sus amigos, olvídate del sacerdocio. De todas maneras, le dijeron sus orientadores, no tienes vocación y sin vocación no se puede ser sacerdote.
—¿Cómo lo sabéis?
—Llegado el momento de la verdad no habrías podido ser un buen cura.
—Esa es la clase de lógica retrospectiva que nos ha hecho renegar del catolicismo.
—La vocación para el sacerdocio proviene de la voluntad misma de Dios. Nada puede cambiar la voluntad de Dios. ¡Y tú eres un epiléptico, Ronald! Ningún epiléptico puede llegar a ser sacerdote. Ergo, tú nunca has tenido vocación. Igual puedes dedicarte a otra cosa.
—Pero nunca sería de primer nivel.
—Eso se llama vanidad —era un viejo sacerdote el que le hablaba—. No estás hecho para ejercer una carrera de primer nivel.
—¿No puedo ni siquiera ser un epiléptico de primer nivel?
—Ciertamente, claro… Para ser honestos, sí… —dijo el viejo sacerdote.
Fue durante una época en que tenía convulsiones tres veces a la semana cuando aceptó la invitación que le hiciera un especialista itinerante para viajar a un centro de investigación en California, con el propósito de someterse a un experimento clínico con una nueva droga durante dos años. Él era uno de los sesenta voluntarios de entre cinco y veintiocho años. Ronald vivía en un luminoso cuarto con balcón, en un hostal. Algunos de los cincuenta y nueve voluntarios restantes eran deficientes mentales. Casi todos aquejados de neurosis. Ninguno era demasiado inteligente. De los sesenta pacientes, tres no respondieron a la droga. Ronald era uno de ellos. De esos tres, Ronald fue el único que, tan solo cuatro días después de haber iniciado el tratamiento, sucumbió al temible status epilepticus, y tuvo que soportar ataque tras ataque, uno detrás de otro en una rápida sucesión, durante todos esos días hasta que suspendieron el tratamiento.
—Esto se debe a algún tipo de aprehensión emocional, sin duda —le dijo el doctor Fleischer al cabo de una semana. Ronald convalecía, parcialmente recuperado, aunque escuálido y exhausto, en un cuarto pintado de verde y blanco, con las persianas bajadas—. Puede retirarse del experimento si así lo desea —le dijo el doctor Fleischer—. O bien puede continuar, con los beneficios acordados, claro.
La mente y el tiempo del doctor Fleischer estaban ocupados casi por completo con los cincuenta y siete epilépticos que habían empezado a responder favorablemente a la nueva droga.
Cuando Ronald pudo levantarse por sí mismo y caminar con dificultad por el lugar, mareado por los efectos de sus medicamentos habituales, intentó sopesar el precio de su posible cura. Los pacientes que estaban respondiendo bien al tratamiento del doctor Fleischer parecían incluso más adormilados y aturdidos que él. Aunque, pensó Ronald, aquel estado no era muy diferente de su condición normal, pues seguramente ya habían nacido así, medio dormidos.
—¡Esta nueva droga es un éxito! —le dijo la joven y astuta investigadora, con sus labios recién pintados de carmín—. Se ha demostrado que la droga tiene efectos anticonvulsivos y sedantes en las ratas y ahora, según parece, está funcionando bien con la mayoría de los pacientes. —La mujer sonrió a través de sus gafas sin montura, con unos ojos abstraídos en su trabajo, unos ojos eficientes, cremosos, de primer nivel.
—Pues a mí me pone peor —dijo Ronald, sintiendo en su interior, por un instante, lo irritante que podía llegar a ser la situación.
Durante otra de sus breves entrevistas con el doctor Fleischer, Ronald le espetó:
—¿Es usted consciente de lo que me pide al sugerirme que persevere con el tratamiento? Podría volver a sufrir los ataques repetitivos, y creo que no sería capaz de soportarlos de nuevo…
—No le estoy sugiriendo que persevere —le dijo Fleischer—. Insinúo que su incapacidad de responder favorablemente al medicamento se debe solo a una resistencia emocional. Eso es todo.
—¿Acaso no sabe —dijo Ronald—, cuán largos resultan esos pocos segundos de lucidez entre los ataques y lo que se le pasa a uno por la mente durante esos brevísimos instantes de consciencia?
—No —dijo el doctor—, no tengo idea de cómo son esos intervalos lúcidos. Le aconsejo más bien que regrese a Inglaterra. Le aconsejo… le sugiero… No, no hay razón para creer que su intelecto se vea afectado, a menos, claro está, que no lo ejercite, por ejemplo, cursando y terminando una carrera normal…
—Quizás —dijo Ronald—, me convierta en un epiléptico de primer nivel, quizás en eso consista mi carrera.
El doctor Fleischer no sonrió. Buscó la ficha clínica de Ronald y escribió algo en ella.
Antes de partir, Ronald fue sometido a un examen cerebral con una máquina, desconocida para él, que grababa las corrientes eléctricas generadas por sus convulsiones y que estaba empezando a utilizarse en los juzgados de algunos estados para determinar la veracidad de las declaraciones de los sospechosos, razón por la cual se la conocía como «la máquina de la verdad».
Mientras esperaba la llegada del hombre que lo acompañaría en el viaje de vuelta a Inglaterra, Ronald ignoró deliberadamente la escena que lo rodeaba, a sus compañeros del hospital que, semana tras semana, se mantenían ocupados con el tenis, haciendo la cama, fabricando juguetes y tocando con la orquesta de jazz. Tendría que pasar mucho tiempo para que estas escenas, que tanto se había esforzado por ignorar, volvieran a la memoria de Ronald junto a las palabras del doctor Fleischer —mucho después, incluso, de que el especialista las hubiera olvidado—, particularmente cada vez que Ronald, agobiado por las preocupaciones, deseaba con todas sus fuerzas anularse a sí mismo, a las clínicas, los hospitales, los doctores y todo aquel boato al que se veía sometido por cuenta de su enfermedad. Era en esos momentos de repudio cuando las imágenes obsesivas de sus primeros años de epilepsia le pesaban más en la memoria y lo hacían sentir, no ya como ese muchacho amable que aparentaba ser —por simple buena voluntad, o tal vez por una necesidad de protegerse del mundo—, sino como alguien poseído por un demonio, alguien juzgado por los sagaces inquisidores de la vida como una defectuosa rata de laboratorio, incapaz de responder adecuadamente a la droga correcta. Con el paso del tiempo esta experiencia agudizó su perspicacia, a tal punto que, cuando analizaba en privado a su círculo de conocidos, en momentos de especial tensión, actuaba como una máquina de la verdad que representaba a sus amigos como demonios hipócritas. Sin embargo, siendo como era un hombre razonable, Ronald dejaba pasar esos estados de ánimo, pues en realidad sentía aprecio por sus amigos y nunca dudó en darles su consejo cuando, en años posteriores, estos empezaron a requerirlo.
A su regreso de California descubrió con sorpresa que era capaz de retener cierto grado de consciencia durante sus ataques —aunque no conseguía controlarlos—, a través de un método secreto e inarticulado cuya aplicación no fallaba, salvo si antes de ponerlo en práctica había intentado describírselo a sus médicos.
—Encuentro muy útil inducir en mí cierta… noción —balbuceaba Ronald al principio ante su doctor—, una noción, cada vez que estoy en proceso de… ya sabe, una noción de que todas las acciones del mundo quedan temporalmente suspendidas durante mis ataques…
—Episodios —dijo el doctor.
—Mis episodios —dijo Ronald—, y esto curiosamente me permite mantener cierto grado de consciencia, incluso durante los peores instantes. Me resulta más fácil soportar esta consciencia parcial de mi conducta durante los ataques antes que renunciar a mis sentidos por completo, a pesar de lo dolorosa que pueda resultar la experiencia.
En cuanto terminó de decirlo se sintió estúpido. Sabía que su explicación no era pertinente. El doctor repuso:
—Ya se lo he dicho. Siempre hay progresos en el paciente cuando este se acostumbra a los episodios. Al principio logra percibir el umbral y esto le permite tomar algunas precauciones durante el episodio para no hacerse daño. Luego, con el tiempo, aprende a echarse en el suelo. Aprende…
—No, no me refiero a eso —dijo Ronald—. Hablo de otra cosa. Es como si pudiera ser a la vez observador y parte durante el ataque…
—El episodio —dijo el doctor, frunciendo el ceño en un gesto de extrañeza.
—El episodio —repitió Ronald.
—Oh, claro —dijo el doctor—. El paciente puede llegar a ejercer cierto control durante la fase de petit mal, que le permite ganar cierta estabilidad cuando pasa a las convulsiones de la fase de grand mal.
—Exacto —dijo Ronald y se despidió del doctor. De camino a casa sufrió un ataque muy severo en plena calle. En esa ocasión el método no surtió efecto, así que cuando despertó se encontraba en la sala de urgencias del Hospital Saint George, mareado por los calmantes que le habían administrado para detener las sacudidas frenéticas.
Poco después Ronald se vio obligado a ganarse la vida. A su padre, un jardinero retirado que nunca había conseguido superar la prematura muerte de su esposa, le entró el pánico cuando se dio cuenta de que la enfermedad de Ronald era incurable. Su hijo, sin embargo, logró tranquilizarlo y le aconsejó que pidiera la pensión y se fuera a vivir a Kew. Su padre sonrió agradecido y se marchó.
Ronald encontró trabajo en un pequeño museo de manuscritos en la City al que acudían personas de muy diversas profesiones y un puñado de curiosos itinerantes. Por allí pasaban criminólogos extranjeros o personas que querían determinar las fechas de los manuscritos o la caligrafía presente en algún documento dudoso. Algunos acudían con la esperanza de obtener «lecturas», esto es, algún dictamen que arrojara luz sobre el carácter y la futura suerte de la persona responsable de un fragmento de manuscrito, aunque estos últimos siempre se marchaban con las manos vacías. Ronald se forjó una cierta reputación en la detección de falsificaciones, y al cabo de unos cinco años era habitual que lo consultaran abogados y funcionarios judiciales, además de recibir muchas citaciones para asistir a la corte como testigo de la defensa o del fiscal.
En el museo le habían asignado un despacho para él solo donde podía tener sus ataques en paz, sin que nadie se alarmara intentando prestarle auxilio. Sabía cómo prepararse para los ataques. Había cultivado su método secreto de retener cierto grado de consciencia durante las convulsiones y, por si acaso, no volvió a mencionar el asunto con sus doctores, no fuera a ser que perdiera el don. Tenía siempre a mano una cuña de corcho que se metía entre los dientes cada vez que percibía los primeros síntomas. Sabía cuántos segundos se tardaba en apagar la calefacción de gas de su diminuto despacho, podía tomarse la dosis correcta de pastillas, recostarse sobre su espalda, inclinar la cabeza hacia un lado mordiendo su cuña de corcho y esperar la sacudida. Se había dispuesto que si alguien entraba de casualidad al despacho en uno de esos momentos jamás debería tocar a Ronald, excepto si se lo veía sangrar por la boca. Nunca nadie vio brotar sangre de ella, solo espuma, pues Ronald era muy cuidadoso con su cuña de corcho. Sus dos viejos colegas y los dos jóvenes asistentes se acostumbraron pronto a sus episodios, y la mecanógrafa, una mujer obesa y muy religiosa, cejó en su intento de apadrinarlo.
Después de cinco años, los ataques de Ronald tenían lugar en un promedio de uno al mes. Los medicamentos que tomaba regularmente —y en una dosis adicional cuando aparecían los primeros signos de un ataque— se hicieron cada vez más efectivos a la hora de controlar sus sacudidas, aunque disminuyó la frecuencia con la que podía prevenir el nivel más crítico de su ataque sin necesidad de tener que encontrar un lugar adecuado para recostarse. En los últimos catorce años había sido arrestado dos veces por ir dando tumbos por ahí como en estado de embriaguez, de camino a una farmacia. En otras dos ocasiones simplemente se recostó en la acera, cerca de la pared, y se quedó allí hasta que se lo llevó la ambulancia. Casi siempre procuraba desplazarse en taxi o en el coche de algún amigo.
El portero de su edificio lo encontró una vez contorsionándose violentamente dentro del ascensor y Ronald, pacientemente, tuvo que recitarle como un loro la secuencia de explicaciones habituales. Después de estos incidentes callejeros, no importa dónde tuvieran lugar, Ronald siempre volvía a casa y se acostaba a dormir durante doce o catorce horas del tirón. Con los años, sin embargo, empezó a sufrir casi todos sus ataques en casa, en su cama, en su piso de una sola habitación en Old Brompton Road; a tal punto que sus amigos llegaron a creer que la frecuencia de las convulsiones había disminuido.
Al cabo de los años, Ronald se había consolidado en la mente de todo el mundo como un amable joven, de aspecto desgarbado, hombros ligeramente arqueados, los dientes un poco descuidados y el pelo prematuramente gris.
—Podría casarse —le dijo su doctor.
—No creo que pudiera —le dijo Ronald.
—Podría tener hijos. La herencia directa es improbable. El riesgo es mínimo. Podría casarse. De hecho, debería hacerlo…
—Tampoco creo que pudiera —dijo Ronald.
—Espere a conocer a la chica adecuada. La chica adecuada podría ser muy comprensiva con un sujeto como usted, con una discapacidad como la suya. Es cuestión de encontrar a la chica adecuada.
De hecho, Ronald había conocido a la chica adecuada cinco años después de su viaje a América. Su extraordinaria capacidad para comprender sus ataques lo aterraba tanto como lo conmovía su belleza. Era inglesa, hija de unos refugiados alemanes. Era morena, saludable, radiante, espléndidamente esbelta a pesar de su juventud. Durante dos años ella lavó y remendó sus calcetines, le hizo la colada, le ayudó con la compra los sábados, viajó al extranjero con él, durmió con él, fue al teatro con él.
—Soy perfectamente capaz de conseguir entradas para el teatro yo solito —dijo Ronald.
—No te preocupes, querido. Las compraré a la hora del almuerzo —dijo ella.
—Mira, Hildegarde, no necesito que me apadrines. No soy un imbécil.
—Lo sé, querido, eres un genio. Todo un genio.
No obstante, los problemas de pareja tenían que ver, sobre todo, con la caligrafía. Hildegarde se había dedicado a estudiar el tema a fin de comprender lo mejor posible a su amante en su faceta de grafólogo. Hildegarde tomó un cursillo en el que logró un asombroso dominio de la materia, gracias a su poderosa capacidad para memorizar aquellos datos que Ronald era incapaz de emplear, cuando así se requería, sin acudir a los libros de referencia.
Gracias a esa habilidad, Hildegarde sacaba a relucir a menudo su arsenal de datos, sus fechas, sus referencias bibliográficas.
—Tienes mejor memoria que yo —le dijo Ronald una mañana de domingo mientras andaba en pantuflas por la habitación.
—Recordaré por los dos si hace falta —dijo ella.
Y esa misma tarde ella dijo:
—¿Alguna vez tuviste problemas de oído?
—¿Problemas de oído?
—Sí, dificultad para oír.
—Cuando era niño solamente —dijo él—. Me dolían los oídos.
Ella estaba junto a su escritorio, examinando algunas notas manuscritas de Ronald.
—La conformación de tu i mayúscula denota problemas de oído —dijo ella—. También veo, por las variaciones de los ángulos de escritura, que te gusta hacer las cosas a tu manera, probablemente como resultado de la temprana muerte de tu madre y el escaso interés de tu padre en ti. El ritmo emocional es irregular, lo que quiere decir que tu conducta a veces resulta incomprensible para aquellos que te rodean. —Hildegarde se rio—. Y sobre todo, tu letra revela que eres todo un genio.
—¿De dónde sacas todo eso? —preguntó Ronald.
—He leído algunos libros de texto. Debe de haber algo de cierto en esas cosas. Al fin y al cabo es una rama de la grafología.
—¿Alguna vez has interpretado el carácter de distintas personas a partir de su letra contrastando los resultados con la experiencia?
—No, todavía no. Solo he leído un par de libros. He memorizado todo.
—Tu memoria es mejor que la mía —dijo Ronald.
—Recordaré por los dos si es necesario.
Y él pensó entonces: cuando nos casemos lo hará todo por los dos. De modo que al protestar por el asunto de las entradas para el teatro —recalcando que podía ir a comprarlas él mismo y que no era un imbécil, a lo cual ella replicó: «Lo sé, querido, eres un genio»—, Ronald decidió que la relación con esa chica tan admirable había terminado. Pues el tono con que lo había llamado «genio» era indulgente y maternal, así que Ronald no tardó en intuir que ya no podría cocinar nunca más, ni hacer la compra solo, y que ella cuidaría de él toda su vida, y estaría a cargo de todo, acaparando cada detalle de los años venideros. Se vio a sí mismo, como en una premonición, recobrándose de su frenesí animal, volviendo en sí con los miembros todavía temblorosos y la espuma en los labios, y la vio a ella, con sus ojos marrones, la mentira amorosa y paternalista brotando de su boca tan bien delineada: «Ya pasó, cariño, te pondrás bien, lo que pasa es que eres un genio». Cosa que revelaría no que Hildegarde creyera en las capacidades mentales de Ronald, sino una convicción secreta respecto a la superioridad de las suyas propias.
Tras la ruptura, Ronald se dedicó a poner a prueba su memoria para ver si esta se había deteriorado como consecuencia de su mal. Así que esa mañana de sábado en la cafetería, cuando vio al hombrecito delgado, Patrick Seton, que ese mismo martes recibiría el auto de imputación en el juzgado, Ronald, que había experimentado una vaga sensación de reconocimiento, salió del local y se fue a casa, donde empezó a pensar de nuevo en aquel hombre. Pero no consiguió recordar nada. Lamentó entonces no haberle preguntado a Martin Bowles el nombre. Desconcertado, ordenó los víveres que había comprado, poniendo cada cosa en su sitio en la alacena. Luego salió a la calle y entró en el pub que había al otro lado de la calle.
Allí, bebiendo una pinta tras otra de cerveza negra, con su pelo plateado y su rostro mustio, se hallaban Walter Prett, el crítico de arte, que revisaba una tabla dietética, Matthew Finch, con su colorida sonrisa y su pelo rizado, corresponsal en Londres del Irish Echo, y Ewart Thornton, maestro de Lengua en una escuela y espiritista, con su cavernosa voz y su pelo oscuro. Todos ellos solteros en distintos grados de confirmación.
Ronald tenía terminantemente prohibido beber alcohol, pero había descubierto que la pequeña cantidad que acostumbraba a ingerir no tenía efectos significativos en su epilepsia, y que el propio acto de pedir una bebida le proporcionaba una agradable sensación de libertad.
Agarró su pinta, se sentó en la mesa con sus amigos y sorbió su cerveza sin hacer el más mínimo ruido. Casi cinco minutos después dijo:
—Me alegra veros por aquí.
Matthew Finch empezó a enredar el dedo en uno de sus rizos negros. A veces Ronald sentía deseos de hacer lo mismo con los rizos negros de Matthew, aunque ya había dejado de preguntarse si la evidencia de ese impulso bastaba para convertirlo en un homosexual latente. En una ocasión había visto cómo una pareja de casados, simultáneamente y en un gesto espontáneo, insertaban juguetonamente los dedos en el pelo de Matthew.
—Me alegra veros a todos juntos —dijo Ronald.
—Huevos, cocidos o apenas hechos —leyó Walter Prett con voz pesarosa en su tabla dietética—. Pepinillos agrios, no dulces. Nada de cebada, arroz o macarrones… —leyó tranquilamente. Luego su voz se hizo más estridente, tanto que incluso Ronald, acostumbrado a los cambios de tono de Walter Prett, lo miró asombrado—. Frutas frescas de cualquier tipo, incluyendo plátanos y frutas en conserva —recitó modestamente—. ¿Nada de mantequilla? —chilló—. ¿Ni grasas ni aceite? —rugió.
—Tengo toneladas de trabajo —dijo Ewart Thornton—. Acaba de empezar la temporada de exámenes parciales.
Matthew se acercó a la barra, trajo a la mesa un platito con dos cebollas en conserva y se las comió.