CAPÍTULO 3

—Lo nunca visto —dijo Tim—. Se desató el infierno.

—Cuéntame un poco más —dijo Ronald Bridges. Entonces sonó el teléfono.

—Oh, tía Marlene —dijo Tim—. Lamento haberlo olvidado otra vez… Marlene… Sí, después de todo eres mi tía y yo… sí, Marlene. No, Mar… Sí, solo que estaba sobrecogido por toda la situación… Sí, justo iba a llamarte yo ahora mismo.

Le hizo un gesto a Ronald para que le sujetara la copa.

—No, tía… lo siento de veras. No, Marlene. Sí. No. Claro. Claro que no. Mira, ahora mismo estoy muy ocupado. Sí, ya sé que es domingo, pero era algo urgente, me ha llamado mi amigo… Mañana a las once. De acuerdo, te llamo a las once. Sí, a las once. Adiós, tía. Sí, a las once. Sí. No. Chao.

Tim cogió su copa y se arrellanó en el sofá.

—Como te decía… —continuó, cerrando los ojos y bebiendo un sorbo.

—Yo siempre he tenido la tentación de asistir a una de esas sesiones de espiritismo —contestó Ronald—. Solo para ver.

—Casi me muero, te lo aseguro —dijo Tim abriendo mucho los ojos detrás de sus gafas.

—Pensaba que te habías unido voluntariamente —dijo Ronald.

—Bueno, sí, supongo que sí. Pero lo de anoche fue algo realmente tremendo.

—¿Y cómo acabó?

—Huí después del segundo acto.

—¿Y piensas dejarlo? —preguntó Ronald.

—Sí, creo. Aunque hay que tomar precauciones —dijo Tim mirando con aprehensión el teléfono, como si el espíritu de su tía Marlene, cuya voz había escuchado unos momentos antes por el aparato, siguiera presente de algún modo en la estancia—. Te aseguro que tratar con mi tía requiere mucho tacto.

—¿Y por qué te involucraste en todo eso?

—Bueno, al principio era de lo más emocionante. Aunque es un mundo un poco hostil una vez que todo está dicho y hecho. —Tim se levantó del sofá y volvió a rellenar torpemente los vasos con ginebra y tónica, aunque tuvo cuidado en no derramar una sola gota—. Y claro —dijo luego—, también pasan cosas raras. El médium ese, Patrick Seton, no se puede decir que sea un farsante, ya sabes. Ese tipo tiene algo…

—¿Patrick Seton has dicho? —preguntó Ronald.

—Sí, ¿lo conoces?

—¿Un hombrecito servil, con la cara muy fina y el pelo blanco?

—Sí, ¿de qué lo conoces?

—Ahora lo recuerdo —dijo Ronald, feliz de que su memoria hubiera funcionado una vez más. De repente podía ubicar en su mente al hombre que había visto la mañana anterior en el café—. Hubo un caso de falsificación hace unos cinco años —dijo Ronald—. Tuve que identificar la caligrafía. Él era el acusado…

—Me temo que hay un nuevo caso contra él —dijo Tom—. No estoy seguro de si es por falsificación. Es la comidilla del Círculo. ¡Vaya panda!

—Apropiación fraudulenta —dijo Ronald.

—Vaya, parece que lo conoces bien.

—Martin Bowles es el abogado de la acusación. Él fue quien me habló del caso.

—No me puedo creer que sea un fraude como médium —dijo Tim—. Lo he visto adivinar las cosas más terroríficas, cosas que ni por asomo podría haber sabido. Un día, durante una sesión, me estuvo hablando de un asunto personal de mi oficina del que nadie sabía nada. Solo un colega y yo. Y te puedo asegurar que mi colega no tenía ni la más remota conexión con Seton.

—Quizás seguías con ese asunto en mente y el médium lo captó telepáticamente. ¿Crees en la telepatía?

—Sí, bueno, según parece hay evidencias de que la telepatía existe. Pero es extraño que Seton sea capaz de captar todo el tiempo lo que piensan los demás. El tipo tiene algo, te lo digo yo…

—Me hubiera gustado verle —dijo Ronald.

—Puedes venir conmigo un día, si quieres. De verdad, puedes venir —dijo Tim entusiasmado—. Las reuniones son en…

—No, gracias —dijo Ronald—. Me temo que tendrás que recurrir a otro para que te ayude a escaparte de las sesiones. —Y al cabo de un segundo añadió—: Se me ocurre que si de lo que se trata es de ver a Seton en uno de sus trances, pronto estará en prisión y, bueno…

—¿De verdad lo crees? En cierto modo me da lástima —dijo Tim.

—No sé, no conozco los detalles del caso. Pero esa clase de personajes nunca pasa mucho tiempo al aire libre.

—Supongo que Seton bien podría ser un médium auténtico —dijo Tim—, y un fraude en otros aspectos. Es una viuda quien lo ha denunciado. Creo que Seton se acostaba con ella y después de sacarle algo de dinero dejó de frecuentarla. Ahora ella está furiosa, claro. Aunque anoche, la viuda parecía muy asustada cuando él empezó a transmitirle los mensajes de su difunto marido. Supongo que es probable que cambie de parecer y retire la acusación.

—¿Puede hacer eso? —dijo Ronald—. Ahora el asunto está en manos de la policía.

—En realidad no lo sé.

En ese momento sonó el teléfono. Tim lo cogió.

—Sí, Marlene. No, tía, no… Bueno, sí, mi amigo sigue aquí. No, no puedo quedar para comer. Lo siento… Yo, pero… No te enfades, Marlene. Escucha. No. Sí. No. Espera un segundo. —Tim cubrió el auricular con la mano—. ¿Te importaría venir a comer con mi tía? —le preguntó a Ronald—. No es una sesión, solo un almuerzo.

Ronald asintió con la cabeza.

—Escucha, Marlene —dijo Tim—. ¿Te parece bien que vaya con Ronald Bridges? Es el amigo del que te hablé. Está aquí conmigo. Sí, claro que estará interesado. No, no creo. Sí… es católico. Sí, ya sé que dije que estaba aquí por un asunto de negocios pero ya hemos terminado. Por supuesto que quiere comer contigo, eso creo… Solo estábamos tomando un aperitivo. Sí. Gracias. Seremos puntuales, sí. Gracias. No. Chao.

Tim colgó y le dijo a Ronald:

—Está enfadada. Cree que quiero dejar el Círculo después de lo que ocurrió anoche. Y no le falta razón.

—¿Te importa si paso antes por casa para coger mis píldoras? —dijo Ronald.

—Te acompaño. No sabes cuánto te agradezco que vengas a comer con nosotros. Eres un gran apoyo. Sobre todo porque no quiero quedar mal con Marlene, ya sabes…

—Tenía planeado comerme un plato de huevos con beicon —dijo Ronald.

—Yo ni siquiera iba a comer —dijo Tim—. No puedo permitirme pagar dos comidas al día en el restaurante. En todo caso, uno tiene que comer, ¿no crees?

—Es terrible no poder comer en casa de alguien —dijo Ronald—, sobre todo si es domingo entre la una y las tres de la tarde. Me da esa sensación, ¿sabes?

—Opino lo mismo —dijo Tim—. El día se pone raro si no te dan de comer. Preferiblemente una tía o alguien así.

—Sí, es agradable quedar con una mujer los domingos —dijo Ronald.

—A veces voy a casa de Isobel con Martin Bowles —dijo Tim—. Es una mujer difícil, pero aun así se disfruta de su compañía.

—Los domingos… —dijo Ronald.

—Te entiendo perfectamente —dijo Tim—. Curioso. Marlene también es una persona difícil. Pero en cierto modo le tengo aprecio. Ella cree que ando detrás de su dinero y de sus lujos, la pobre. Cuando en realidad lo único que pasa es que le tengo aprecio. No se da cuenta…

—Lo más perturbador —dijo Marlene— fue oír todo ese alboroto y no poder ver lo que ocurría.

—No había mucho que ver —dijo Tim—, casi todo era ruido.

—Hiciste mal en marcharte —le dijo su tía—. En todo caso, ¿por qué te fuiste?

—Aquello me sobrepasó —dijo Tim.

—La próxima vez —dijo Marlene—, ve a recostarte un rato, pero no te vayas.

—Sí, tienes razón…

—He dado con el nombre del caballero que vino con Freda Flower. Es un tal doctor Garland. Doctor en qué, no tengo idea. Tiene una gran reputación como clarividente, pero por supuesto es un farsante. Hay muchos farsantes que logran una gran reputación. Suelen aprovecharse de las mujeres ingenuas. ¿Le aburre todo esto, señor Bridges?

—No —dijo Ronald—. Es de lo más interesante.

—¿Me permite llamarlo por su nombre de pila, señor Bridges?

—Por favor, estaba a punto de sugerirlo.

—Espero que no le importe comer en la cocina —dijo ella señalando la abertura que comunicaba con el salón de sesiones—. El comedor es ahora nuestro Santuario. Por favor, llámeme Marlene… No quiero que piense, Ronald, que lo de anoche fue un acontecimiento usual. Nunca había ocurrido algo así en ninguna de nuestras reuniones, ¿no es verdad, Tim?

—Bueno, hasta cierto punto se veía venir, ¿no?

—Para nada. El comportamiento deplorable del Círculo anoche es algo que no tiene precedentes en nuestro caso.

Tim estiró sus largas piernas y se hundió en el sofá. Se quitó las gafas, las limpió con su pañuelo blanco y se las puso de nuevo. Luego dobló el pañuelo en forma de conejito.

—¡Tim! —dijo su tía.

Tim se incorporó, desdobló el conejito y dijo:

—¿Qué?

—No te tomas las cosas en serio. Sugiero que después de comer vayamos todos al Santuario para hacer un reposo espiritual de quince minutos —y señaló de nuevo la abertura—. Lástima que Patrick no esté aquí para guiarnos…

—La verdad es que no me gustaría volver a entrar allí —dijo Tim—. Al menos de momento.

—¿Qué quieres decir? No hay nada malo en el salón, nada negativo… Lo único malo era el espíritu perverso de ese falso clarividente.

—No podemos hacer un reposo espiritual mientras Ronald esté aquí —dijo Tim, mirando con desesperación a su amigo—. Ronald es católico y no tiene permitido hacer cosas como reposos espirituales.

—Yo soy totalmente anticatólica —anunció Marlene.

A lo largo de los años Ronald se había acostumbrado a escuchar esa declaración en boca de sus anfitrionas y había concebido varias formas de lidiar con tales argumentos, de acuerdo a su estado de ánimo y a su percepción de las intenciones de cada dama. Si se trataba de alguien muy inteligente y Ronald se encontraba de buen humor, respondía: «Y yo antiprotestante», cosa que no era cierta, pero a veces le servía para sacar a relucir de golpe la indiscreción de la señora. En una ocasión la anfitriona fue tan ofensiva que Ronald tuvo que marcharse. A veces solo decía: «Oh, ¿de veras? Qué peculiar». Otras, se daba cuenta de que la señora solo pretendía iniciar una discusión religiosa y entonces él intentaba explicar su posición al respecto. O bien decía: «Así que ha recibido usted una educación católica», y en cuanto escuchaba a la señora en cuestión decir que no, Ronald replicaba: «Y entonces, ¿cómo puede estar en contra de algo que no conoce?», lo cual solía irritar sobremanera a la anfitriona y hacía que Ronald se sintiera en cierto modo despiadado.

También había algunas mujeres que le espetaban ese «soy anticatólica» como incitándolo a cometer una violación. Ronald nunca cedía y casi siempre lidiaba con la frase de marras como lo hizo en esta ocasión, cuando le dijo a Marlene: «Oh, estoy seguro de que en el fondo, muy en el fondo, no lo es».

—Sí, de veras —replicó Marlene, como lo hacía la mayoría en su caso—, lo soy.

—Vaya, vaya —dijo Ronald.

—Aunque con eso no quiero decir que sea anti-Ronald, ja, ja —rio Marlene—. Usted es un hombre de lo más dulce.

—Oh, gracias.

—Existe una gran diferencia —apuntó Tim con su habitual tacto— entre las personas y la religión que profesan.

—Ya veo —dijo Ronald muy atento a las patatas de su plato.

—En cambio, nosotros no le agradamos a usted —dijo Marlene—. De hecho, nos detesta.

—¿Detestarlos? —dijo Ronald—. ¿Por qué dice eso? A mí me parecen encantadores.

—Vaya, ahora está eludiendo la pregunta. De todos modos usted no está…

—Ronald está tremendamente interesado en el espiritismo —interrumpió Tim.

—Pero si él no cree en el espiritismo —dijo Marlene—. Todo esto le parecerá una majadería. Es uno de esos…

—Estoy convencido de que es posible entrar en contacto con el espíritu de los muertos —dijo Ronald.

—¿En serio? —dijo Tim—. Pues eso sí que es interesante.

—Los católicos tienen prohibido creer en estas cosas —dijo Marlene.

—Nosotros nos pasamos el día invocando a los santos, no lo olvide —dijo Ronald—. Y que yo sepa los santos están todos muertos.

—Bien, eso es algo muy distinto —dijo Marlene—. Eso es idolatría. En España, por ejemplo… bueno, quizás no debería decirlo. Una vez tuve una criada irlandesa que era de lo más complicada. En todo caso, ustedes no establecen comunicación con los santos, ¿o sí? Los santos no les envían mensajes. ¿Alguna vez ha oído la voz de uno de sus santos?

—No —dijo Ronald—. En eso tiene razón.

—Claro que sí —dijo Marlene—. Yo he oído la voz de mi marido. ¿No es cierto, Tim? Díselo. He oído a Harry. Su enérgica voz.

—El tío Harry era un hombre muy enérgico —susurró Tim.

—Comed un poco más de cordero —dijo Marlene—. Hay que terminarlo. Chicos, no estáis comiendo nada.

—Gracias, comeré un poco, sí —dijo Ronald.

—Gracias —dijo Tim.

—Tim —dijo Marlene—, por el amor de Dios, rellénale el vaso a Ronald y haz lo mismo con el tuyo. Y cuénteme, Ronald, ¿a qué se dedica?

—Trabajo en un museo de grafología.

—Manuscritos —dijo Tim.

—De todos los tiempos —añadió Ronald.

—¿Puede descifrar cualquier caligrafía?

—Es lo que hago.

—¿Puede juzgar el carácter de una persona a partir de su caligrafía?

—No, eso no —dijo Ronald.

—Es justo lo que pensé que me diría —dijo Marlene—. Es usted un incrédulo…

—A veces —dijo Tim—, la policía consulta con Ronald algunos casos de falsificación.

—¡No! —dijo Marlene.

—Sí —dijo Tim—. Así es.

—¡Qué emocionante! —dijo Marlene—. Me encanta ver cómo sale a la luz un fraude.

—Por cierto —dijo Tim—, ahora que lo dices, anoche me pareció que…

—Oh, vamos, Patrick lo abochornó delante de todos —dijo Marlene a la vez que se volvía para explicarle a Ronald—: a un falso clarividente, un tal doctor Mike Garland, que en la sesión de anoche quedó completamente desquiciado con nuestro médium, Patrick Seton.

—¡No! —dijo Ronald.

—Sí —dijo Marlene—. Garland formó un gran alboroto, pagado como estaba por uno de nuestros miembros, quiero decir, exmiembro, la señora Freda Flower, pero Patrick le ganó la partida. Estuvo imperturbable. ¿No es así, Tim?

—Yo me tuve que marchar —dijo Tim—. Antes de que acabara.

—La próxima vez te recuestas en la cama, Tim. No estuvo bien que te fueras justo cuando a Freda Flower le dio el ataque de histeria. ¿Te diste cuenta de la absurda pose que el supuesto doctor Garland adoptó durante la sesión, mientras hacía su adivinación? Supe que era un farsante en el mismo instante en que levantó la cabeza para hablar. ¿Te diste cuenta, Tim, de cómo miró hacia arriba, sin relajarse en su silla? En ningún momento se recostó en el espaldar, ¿lo viste? En ningún momento. Y yo supe al instante que era consciente de todo lo que decía. Tengo que averiguar más sobre este Garland. Es necesario desenmascararlo por completo.

Tim miró por un instante hacia la abertura de la pared. Marlene lo notó y entonces se dio cuenta de que había revelado la ubicación de su puesto secreto de observación. Los ojos de Tim volvieron a posarse en el soufflé.

—Esto está delicioso, Marlene.

—Tengo dotes de clarividente, ¿sabe? —le estaba diciendo Marlene a Ronald, con un leve balanceo de sus pendientes—. Y esto me permite reconocer un fraude de inmediato. A mí no me engaña ningún farsante.

—Por cierto, tía, ¿cuándo es el juicio de Patrick? —preguntó Tim.

—Freda no va a continuar con eso —dijo Marlene—. Si no me equivoco, Freda retirará los cargos. Aunque ella no lo admita, tiene demasiada fe en Patrick para ignorar las advertencias que este le transmitió anoche de parte de su marido. Aun así, ya le he dicho a Freda que su presencia en nuestro grupo ya no es bienvenida. —Marlene miró a Tim, que seguía distraído—. Es mi obligación —dijo— estar atenta.

—Por supuesto —dijo Tim, limpiando sus gafas con el pañuelo blanco.

—Me parece muy bien que hayas tomado partido —dijo ella.

—¿Quién? ¿Yo? —dijo Tim.

—Aunque eres prácticamente un novato en el Círculo. No sabes nada de las labores internas. Eso quedó muy claro anoche. Tu modo de ubicar a la gente ayer…

Marlene se levantó y los invitó a hacer una visita al Santuario. Entonces vio cómo Ronald se tomaba sus pastillas con un vaso de agua.

—¿Se encuentra bien? —preguntó ella.

—Ronald sufre de indigestión —dijo Tim.

—Oh, pobre, ¿tan terrible ha estado la comida?

Ronald no supo qué decir. Se quedó de pie, apoyado en el espaldar de su silla, los ojos muy abiertos, con aire ausente durante unos segundos.

El episodio, sin embargo, no pasó a mayores y Ronald recuperó el control de sí mismo mientras Tim y su tía continuaban mirándolo, el amigo temiendo lo peor y la mujer, totalmente fascinada.

—¿Es usted un psíquico? —preguntó ella.

—No lo sé.

Ronald siguió a Tim hacia el Santuario, en cuyo umbral Marlene lo cogió del brazo.

—Me da la impresión —dijo ella— de que es sensible a la atmósfera de este piso. Justo hace un momento, por un segundo, creí que usted estaba a punto de entrar en trance. Yo soy psíquica, ¿sabe? Y estoy segura de que usted sería un médium estupendo, si recibiera el entrenamiento adecuado, claro.

De camino a casa, antes de que cada cual siguiera por su lado, Tim le dijo a Ronald:

—De verdad, la adoro.

—Una mujer realmente atractiva —dijo Ronald.

—En sus tiempos era toda una belleza. Por supuesto, está un poco chiflada. Hay algo en su fijación con el espiritismo, ¿sabes? Aunque no tiene ni idea de cómo lidiar con ello. Se engaña como si creyera… que está justificado.

—Me parece algo difícil de lidiar.

—Yo no puedo con ello —dijo Tim—. Lo complicado del caso es saber cómo voy a salir.

—Ya encontrarás la manera.

—Sí, claro que sí. Solo que no quiero quedar mal con Marlene, ya sabes. Honestamente, ¿qué piensas de ella? Honestamente.

—Tiene un montón de encanto —dijo Ronald con total honestidad.

No obstante, cuando Martin Bowles lo llamó unas horas más tarde y le dijo que fuera a cenar a casa de Isobel, que estaba invitado, Ronald contestó que tenía un compromiso. Dos tías en un solo domingo sería demasiado, pensó. Con una bastaba y sobraba.

—Dios me ampare —dijo Matthew Finch, el corresponsal en Londres del Irish Echo— en mi infinita debilidad.

Estaba pelando una cebolla, las lágrimas todavía escurriéndosele por las pestañas, cuando sonó el teléfono. «Que no sea una excusa para pecar», se dijo a sí mismo, o a Dios, mientras se disponía a contestar.

—¿Sí? —dijo, aprensivamente, aunque en el fondo sabía con quién hablaba.

—Hola, soy Elsie —dijo Elsie Forrest.

—Oh, sí, Elsie. Hola, Elsie.

—¿Sigue en pie la invitación, Matthew? Dijiste el domingo, ¿no es así?

—Sí, Elsie, estaré esperándote. ¿Podrás venir? Metro hasta South Kensington y luego coges el 30 y te bajas en la parada de Drayton Gardens. Ahí te espero. A las seis menos cuarto.

—Bueno, estaba pensando tomar el metro hasta…

—No, no, el bus desde South Kensington es mejor. Estaré esperándote desde las seis menos cuarto.

—De acuerdo, Matthew.

Elsie nunca había estado en su piso. Y lo cierto es que a Matthew en realidad le gustaba más la otra chica del café, Alice Dawes, pero por desgracia estaba con otro hombre. Aun así, en último término, estaba contento de haber descubierto a Elsie. No es que tuviera la necesidad de estar con cualquier chica, no importaba cuál, pero sí quería conocer a alguien otra vez, dado que su anterior novia se había mudado a América y Matthew se sentía morir de soledad en Londres. Alice Dawes, con su pelo negro recogido, era la más guapa de las dos, pero Elsie Forrest era quizás más accesible.

—Dios me ampare en mi debilidad —dijo Matthew mientras volvía a su mesa con la cebolla. Se sabía débil ante las mujeres y tenía, además, un gran sentimiento de culpa con respecto al sexo y su práctica. En Dublín era mucho más fácil porque allí los solteros protegían su humanidad pasando muchas horas en los edificios públicos. Matthew no estaba seguro de lo que debía hacer exactamente con Elsie. Se supone que lo tendría todo listo para que ella preparara la cena, pero Matthew no sabía cómo usar la cebolla y trato de sopesar de antemano cuán fuerte sería la atracción que Elsie ejercería sobre él y cómo acabaría la velada. Por esa razón estaba pelando la cebolla, pues había descubierto que el olor de la cebolla en el aliento indefectiblemente mantenía a las chicas a raya, así que decidió construir esa magnífica fortaleza contra el demonio, como una forma de evitar una ocasión para el pecado. Sin embargo, Matthew no estaba muy seguro de que fuera a necesitar la cebolla con Elsie. A decir verdad, ella no era muy guapa que digamos. Pero nunca se sabe cuándo una chica acabará mostrando los encantos que atesora en su interior. Por otro lado, esa cebolla, la última de la despensa, podría ser útil para la cena, quizás mezclada con carne picada…

¿De verdad no quedaba ninguna otra cebolla en la despensa? Matthew decidió que aquella sería la prueba definitiva: si quedaba otra milagrosa cebolla en la despensa de las verduras, antes de ir a recoger a Elsie a la parada del bus, Matthew se comería la que acababa de pelar en la mesa; si no quedaban más cebollas se arriesgaría a estar con Elsie a solas en su piso y con el aliento fresco. Miró en la despensa. En un rincón lleno de tierra, entre las patatas, halló una cebolla diminuta y reseca. Agarró aquella cosa maltrecha, la miró y calculó si era lo suficientemente grande para usarla en la cena. Luego pensó que quizás debería comerse la cebolla pequeña y dejar la grande para la cena.

Pero entonces recordó sus anteriores instantes de gracia y los términos exactos del juramento que había hecho antes de mirar en la despensa. Pensó con lujuria en Elsie, que pronto estaría con él, allí mismo. Súbitamente cogió la cebolla pelada de la mesa, se la comió rápidamente como un hombre, se restregó los ojos y la frente con el pañuelo y salió a esperar a Elsie a la parada.

Como lanzándole una advertencia, en cuanto Elsie se apeó del autobús, Matthew le dio un beso soplándole en la cara. Ella apenas retrocedió. De hecho, no se lo tomó nada mal.

Matthew dejó que ella subiera antes que él por las escaleras y se deleitó con las pequeñas caderas, que se movían a la altura de sus ojos.

—Bonito piso —dijo ella—. ¿Esta de aquí es tu madre?

—Sí. Y este es mi hermano mayor, y esa es mi hermana con su marido en su luna de miel. Espera, voy a encender la luz para que puedas verlos mejor. Mi hermana tiene tres hijos ya. Mi hermano menor también está casado, pero el mayor es soltero. —Matthew fue pasando una a una las fotografías—. Esta es la Universidad Nacional de Irlanda, en Galway, donde estudié hasta 1950 —dijo antes de servir la ginebra—. Ese es mi primo que murió en la guerra, luchando por Gran Bretaña… ¿Con qué quieres mezclar la ginebra? —preguntó—. Hay zumo de naranja, o agua, si lo prefieres.

—Lo tomaré solo, gracias —dijo Elsie—. Lo necesito, no sabes cuánto. —Elsie puso a un lado las fotos—. Alice estuvo enferma anoche, así que me pasé toda la noche sola en el café, hasta las doce. ¿Por qué no viniste?

—Tenía que trabajar —dijo Matthew—. Trabajo todos los sábados por la noche.

—Ya. Pues antes de marcharme llamé a Alice para ver cómo seguía y la pobre estaba tan pachucha que tuve que ir a hacerle compañía. Patrick no fue a casa anoche.

—¿Qué le ocurre a Alice? —preguntó Matthew.

—Está esperando un bebé. Y tiene diabetes. Y el hombre con el que vive no es de fiar.

—¿Y no se puede hacer nada con la diabetes? —dijo Matthew.

—Tiene que ponerse unas inyecciones todos los días. Y el hombre quiere que se deshaga del bebé.

—Pero ella no haría eso…

—No, de ningún modo.

—Eso pensé yo, parece buena chica —dijo Matthew—. ¿Y quién es el tipo?

—Un médium. Patrick Seton. —Médium. Matthew pensó que Elsie se refería a algún tipo de intermediario, entonces insistió—: ¿Pero quién es el tipo?

—Él, Patrick Seton. Un médium.

—Ah, ¿quieres decir un espiritista?

—Sí, un médium estupendo. Pero no le hace bien a Alice. Es débil como una niña. Se supone que el tipo se está divorciando de su esposa y que luego se casará con Alice. Pero no creo que vaya a divorciarse. Y encima, tiene un juicio este martes por malversación, o algo así. Ya había comparecido ante el juez una vez, pero entonces la policía no consiguió reunir pruebas suficientes. No sé qué pasará si lo condenan.

—Qué hombre más horrible —dijo Matthew—. Alice debería dejarlo. Qué desperdicio, una chica tan adorable.

—Ella está completamente subyugada. Lo idolatra.

—Qué horror —dijo Matthew—. Una chica así con un espiritista. ¿Acaso esos espiritistas no son todos una panda de locos? —En el fondo estaba pensando en Ewart Thornton con quien discutía a menudo sobre el problema de Irlanda—. Conozco a un espiritista —dijo Matthew—. Un maestro de escuela, compañero de un club de amigos bebedores en Hampstead. Pero él no habla de espiritismo conmigo porque sabe que soy irlandés. Habla de política. Está chiflado.

—¿Acaso los irlandeses están en contra del espiritismo?

—Bueno, los católicos. Es lo mismo.

—Hay muchas cosas interesantes en el espiritismo —dijo Elsie—. No es que yo sea exactamente una espiritista. Al menos nunca me he unido al Círculo. Pero Alice sí es miembro del grupo. Y yo creo en los espíritus.

—¿De verdad? —El interés de Matthew, producto de su imperiosa curiosidad mental, se volvió directamente proporcional a la pérdida de atracción sexual que le produjo el solo hecho de pensar que ella fuera aficionada al espiritismo. Un impulso profundo e inapelable, muy arraigado en su ser, lo obligó a apartar un poco su silla, cuando apenas hacía un instante había intentado acercarse todo lo posible a Elsie. Entonces pensó que quizás no le habría hecho falta comerse la cebolla. Llegado el momento de la verdad, una chica espiritista bien podía desmaterializarse en el acto. Sin embargo, su mente seguía atenta a la información—. ¿Y cómo se las arreglan para invocar los espíritus de los muertos? —preguntó Matthew—. ¿Quieres un poco más de ginebra?

—Después de pasar la noche en blanco, la necesito —dijo ella.

—Hay un poco de carne picada, cebolla y patatas. Ah, también hay natillas y algo de fruta. También puedes comer huevos con beicon —dijo Matthew—. Avisa cuando tengas hambre. ¿Cómo lograrán sacar a los muertos de su eterno reposo? —dijo antes de volver a llenarle el vaso a Elsie, que se puso a describir el emocionante proceso mediante el cual un médium consigue comunicarse con el Más Allá.

—Mi amigo Colin fue asesinado —dijo ella—, y Patrick Seton entró en contacto con él y me hizo llegar un mensaje de su parte. Fue algo asombroso porque nadie, excepto Colin y yo, habría podido saber lo que Seton mencionó. Era un secreto entre Colin y yo.

—¿Y no puedes decirme de qué se trataba? —preguntó Matthew.

—Bueno —dijo ella—, es algo personal.

Y miró a Matthew como dándole a entender que era obvio. Matthew se sintió ligeramente amenazado y después de todo se sintió agradecido por su fuerte aliento cebollesco.

Ella se bebió la ginebra de un trago. Matthew rellenó una vez más su vaso y se acercó a ella nuevamente.

—¿Tienes ganas de cenar algo? —preguntó Elsie—. Quizás deberíamos freír un par de tiras de beicon y un par de huevos. O tal vez prefieras comer algo fuera. Quizás sería lo más sencillo. —Lo miró con ojos brillantes y su rostro, pese a estar un poco demacrado, reveló su juventud—. Creo que solo me voy a tomar la copa —dijo—. Estoy a gusto y me alegra poder abrirle mi corazón a alguien.

Entonces se levantó y se sentó en el brazo de la silla de Matthew. Luego empezó a acariciarle sus rizos oscuros. Él se giró y le lanzó con todas sus fuerzas una vaharada de su aliento.

—Oh, me recuerdas a Colin —dijo ella—. En cierto modo. A él le encantaban las cebollas y al principio me disgustaba, pero luego me acostumbré. Así que no me importa demasiado que te huela el aliento a cebolla.

Matthew la abrazó desesperadamente por la cintura y suspiró como si intentara salvar su alma. Pero ella también suspiró y tembló de excitación mientras se hundía definitivamente en el abrazo de Matthew.

A las diez salieron a cenar. Elsie llamó por teléfono a Alice para ver cómo seguía y cuando colgó volvió con el informe: Patrick seguía sin volver a casa y Alice estaba de mal humor. De modo que Elsie llevó a Matthew al piso de Ebury Street, donde Alice los recibió en la cama, con su largo pelo negro suelto y su adorable ofuscación; Matthew supo que estaba totalmente enamorado de Alice.

Cuando este ya se había marchado, Alice, mirando a Elsie de un modo especial, dijo:

—Has estado con él esta tarde…

—Sí. Me recuerda a Colin, en cierto modo. Su aliento…

—¿No crees que has hecho una tontería, Elsie?

—Bueno —dijo Elsie—, ya sabes que no me importa que un hombre tenga aliento a cebolla. Colin siempre olía así.

—Se me revuelve el estómago solo de pensarlo.

—En fin —dijo Elsie—, supongo que debe de ser algo psicológico, algo de mi infancia, porque a mí también me revuelve el estómago, en cierto modo.