CAPÍTULO 6

—¿Desde hace cuánto que la conoces? —preguntó Ronald.

—Desde hace un par de semanas —dijo Matthew—. Tiene el pelo negro y largo. Se lo recoge en un moño cuando está en el café, y se lo deja suelto cuando está en la cama.

—Yo diría que tienes ante ti una oportunidad de oro… —dijo Ronald—. Ese Seton no me parece un gran rival, por lo que sé de él. Pero ¿estás seguro de que quieres casarte con esa chica?

Matthew rápidamente comprendió que lo último que había dicho podía ser malinterpretado, así que le explicó a Ronald:

—La vi en la cama porque estaba enferma y su amiga Elsie me llevó a su casa… Elsie es otra de las chicas del café-bar.

—¿Te apetece un poco de té? —dijo Ronald—. Ahí están las tazas.

—Espero que no te importe aconsejarme sobre esto.

Ronald sirvió el té, sujetando la tetera tan alto como le fue posible sin salpicar alrededor de la taza. Tal era su hábito desde hacía muchos años, así que no se dio cuenta de lo que hacía al elevar a semejante altura la tetera, ni recordó en qué momento la hermosa visión de la pequeña cascada de oro líquido había convertido la preparación del té en algo mucho menos aburrido que si lo hiciera desde una altura normal.

—Ten cuidado —dijo Matthew—. No lo vayas a derramar.

—Este mes cumplirás treinta y dos años —dijo Ronald, poniendo a prueba su memoria.

—Mi cumpleaños fue la semana pasada —dijo Matthew con la inocencia de un seminarista interrogado por un cura.

—Todo el mundo me pide consejo sobre temas matrimoniales —dijo Ronald.

Tres meses antes Tim Raymond, antes de unirse al círculo espiritista de su tía, había acudido a Ronald con las mismas dudas. Le había dicho:

—¿Crees que todo el mundo va a decir que me caso con ella por su dinero y que ella se casa conmigo por mis contactos?

—No lo sé. Es posible.

—Quizás esa sea la verdad, a fin de cuentas.

—No sé, tienes buenos contactos. Pero ella no tendría por qué aprovecharse de todos tus contactos. Y por otro lado, a ti no te interesa echar mano de todo su dinero, me atrevería a decir. Hay un elemento de respeto mutuo, ¿no crees?

—En eso tienes razón. Aun así, sería agobiante que la gente anduviera por ahí diciendo que…

—¿Estás enamorado de la chica? —le había dicho Ronald.

—Es gracioso, ¿sabes? De un modo un tanto gracioso, ella es, bueno… graciosa.

—En ese caso no veo por qué no habrías de casarte. ¿Y ella está enamorada de ti?

—Creo que sí. Al menos eso dice.

—¿Y qué opina tu madre?

—Oh, ella está encantada con la idea. A todas les agrada la idea. Y a mí digamos que también, pero…

—¿Pero tú quieres casarte?

—No —le había dicho Tim—. No sé muy bien por qué, pero no quiero.

—¿Pero tú quieres casarte? —le preguntó Ronald a Matthew mientras vertía el té desde una gran altura.

—Bueno, estoy muy enamorado de Alice.

—¿Estás seguro de querer casarte?

—Si tuviera que casarme con alguien, me gustaría que fuera con Alice.

—¿Pero quieres casarte o no?

—No puedo decir que sí —dijo Matthew antes de sorber el té, que con el método de Ronald se había enfriado—. Todos tenemos el deber de casarnos. ¿No es así? Hay dos caminos en la vida: el sacerdocio y el matrimonio. Y hay que elegir.

—¿De veras crees que es necesario? —dijo Ronald—. A mí me resulta evidente que no es obligatorio elegir una de esas opciones. Estamos hablando de la vida. No es un juego.

—Solo estoy repitiendo lo que me han enseñado en la iglesia —dijo Matthew.

—No es una doctrina oficial del todo —dijo Ronald—. No hay una ley moral que prohíba ser soltero. No exageres, por favor.

—Pero uno no puede pasarse la vida entera acostándose con chicas y confesándose luego.

—Eso es una cosa muy diferente —dijo Ronald—. Eso es puro sexo. Aquí estábamos hablando del matrimonio. Tú quieres tener una vida sexual pero no quieres casarte. No se puede tener todo.

—Al final no tendré más remedio que casarme —dijo Matthew, la mirada perdida en las hojitas de té que se mecían en el fondo de su taza—. El único modo que tengo de eludir el sexo es confesándome y renovando mis votos de castidad cada semana, aunque no siempre funciona. No es natural vivir así si se es cristiano.

—Entonces encuentra a la chica adecuada y cásate con ella.

—Alice es la chica perfecta.

—Pues bien, ahora solo tienes que convencerla.

—No es que quiera casarme, ¿sabes?

Ronald se rio a carcajadas. En cierto modo le sorprendía que la conversación se hubiera vuelto un tanto hostil.

Matthew preguntó:

—¿Tú quieres casarte?

—No —dijo Ronald—. Soy un solterón recalcitrante.

—¿Por qué no queremos casarnos? ¿No es como si fuéramos todos homosexuales?

En ese momento Ronald deseaba, como le ocurría tantas veces, acariciar los rizos de Matthew. Así que pensó, bueno, puede que tenga razón. No somos homosexuales. La homosexualidad reprimida es un término sin sentido porque nadie puede demostrarla.

Matthew dijo:

—Supongo que mucha gente pensará que el solterón recalcitrante no es más que un homosexual que no es consciente de su homosexualidad.

—Imposible demostrarlo —dijo Ronald—. Solo se puede deducir la homosexualidad a partir de hechos. Las tendencias inconscientes, las represiones, todas esas ideas son demasiado simples y débiles para ofrecer explicaciones convincentes. Hay infinitas razones por las que un hombre puede permanecer célibe. Podría ser un académico. Los esposos no suelen ser académicos decentes, en mi opinión.

—Solo digo —dijo Matthew— lo que la gente dice. Todo el mundo dice que los solteros somos maricas. Bujarrones. O que tenemos fijación con nuestras madres. Cosas así.

—¡Bah, lo que dice la gente, lo que dice la gente! Siempre se concentran en lo que podría ser, en lo que debería ser y nunca en lo que es.

—Mi problema —dijo Matthew—, es que lo que más me gusta del mundo es pensar en las musarañas. En otras palabras, soy un puñetero irlandés perezoso sin oficio ni beneficio. Me gusta sentir que en cualquier momento puedo mandar a la porra el trabajo y mudarme a Bolivia.

—¿Estás pensando en mudarte a Bolivia?

—No —dijo Matthew—, no particularmente.

—Tienes los zapatos mojados —observó Ronald.

—Sí, ¿me los puedo quitar?

—Tendrías que habértelos quitado antes.

—¿Existe alguna mujer que no se quiera casar? —preguntó Matthew.

—La mayoría de ellas se casa sin querer hacerlo. Como muchos hombres.

—¿Por qué? ¿Por el sexo?

—No siempre, creo. Quizás sea un desarrollo de la propia naturaleza humana. Algo a la vez satisfactorio e insatisfactorio. De otro modo, las solteronas y los solterones estarían metidos todos en alguna orden religiosa.

—Una parte de mí cree que deberían hacerlo.

—Pero el hecho es que no lo están.

—Es el miedo a la responsabilidad lo que me aleja del matrimonio. La responsabilidad me aterra. ¿No te aterra a ti?

Ronald lo pensó un momento:

—No —dijo—. Simplemente no he encontrado a nadie que valga la pena. —Y pensó en Hildegarde y en sus intentos de convertirle en una mera carga para ella.

—Tengo mis responsabilidades —dijo Matthew, haciendo girar los dedos gordos de los pies—. Debo enviar dinero a Irlanda para mi madre y mi tía. En la granja solo viven mi madre y su hermana, y las cosas allí van de mal en peor. También quieren que me case. Y yo me siento como un inmoral manteniéndome soltero. ¿Alguna vez te has sentido inmoral?

—No muy a menudo —dijo Ronald—. Uso mi epilepsia como coartada.

—Antes solían referirse a ello como «el mal de la caída», ¿lo sabías? —dijo Matthew—. ¿Vendrías conmigo al café para conocer a Alice?

Ronald no pudo evitar decir:

—Ya la he visto.

—¿De verdad? ¿Dónde?

—En un café, en Kensington. Estaba con Patrick Seton.

Sobre la moqueta había un montón de ropa sin lavar de Ronald. Encima de todo se hallaba la lista de la compra que este había empezado a elaborar. Apenas contenía una línea: «3 coles».

—¿Cómo supiste que era Patrick Seton? ¿Lo conoces? —preguntó Matthew.

Ronald tampoco pudo evitar decir:

—Sí, en una ocasión me consultaron sobre su caligrafía. Estaba acusado de falsificación. Es más, tengo una carta suya aquí, en mi escritorio —dijo Ronald un tanto frívolo—. Una carta que podría condenarlo otra vez, y que quizás te dejaría el camino libre para casarte con Alice…

—Ella me dijo que el caso estaba cerrado.

—Todavía no se ha decidido nada.

—¿Vendrías conmigo a conocer a Alice? —dijo Matthew—. Trabaja en el Oriflamme.

—De acuerdo —dijo Ronald pasando por encima de la montaña de ropa sucia.

—Claro que Alice —dijo Matthew— no es católica. Es espiritista.

—Supongo que eso no sería un impedimento para ella si quisiera casarse contigo.

—Lo digo desde mi punto de vista…

—Sí, te entiendo.

—Pero, como católico, qué opinas de…

Ronald se volvió hacia Matthew en un ataque de irritación:

—Como católico aborrezco a todos los demás católicos.

—De acuerdo, de acuerdo, pero no me grites, por Dios —dijo Matthew.

—Y a los irlandeses los soporto menos que a nadie.

—Eso no pienso tolerarlo.

—Deja de preguntarme entonces —dijo Ronald— lo que opino sobre esto o aquello como católico. Para mí ser católico es parte de mi existencia como ser humano. No tengo una opinión como ser humano y otra como católico.

—Al diablo contigo —dijo Matthew.

Ronald agarró uno de los zapatos de Matthew que él mismo había puesto a secar —ni muy cerca ni muy lejos del radiador— y lo arrojó con un gesto casual a la cabeza de su dueño.

Matthew hizo el amago de devolvérselo, pero se contuvo. Ronald se quedó un instante con el brazo en alto para protegerse y entonces se dio cuenta de que Matthew se había compadecido de él por su epilepsia.

Matthew tropezó con el montón de ropa, se puso sus zapatos empapados y se metió en el baño. Cuando salió, Ronald ya estaba listo para acompañarlo al café donde trabajaba Alice.

—Todavía no se le nota el embarazo —dijo Matthew—. No dudaría en adoptar al niño si me casara con ella. Por cierto, ¿crees que debería intentar casarme con ella? Tiene el pelo negro y largo, solo que no se ve en todo su esplendor cuando lo lleva recogido. En cambio cuando lo lleva suelto…

Cuando llegó el momento de su descanso de diez minutos, Alice se sentó en la mesa con Ronald y Matthew, que estaban comiendo una pizza correosa y salada. Con un gesto delicado, Alice se sacó una hebra de tabaco de la lengua antes de darle una calada melancólica a su cigarrillo.

—Amo a ese hombre —dijo ella—. Y sé que es inocente.

Matthew dijo de inmediato:

—Precisamente Ronald está examinando uno de los documentos claves en el caso. Ronald es experto en grafología. Lo consultan en los juzgados, ¿no es así, Ronald? Parece que tiene un documento. Supuestamente es una falsificación. Una carta. ¿Es una carta, Ronald?

Ronald sonrió como si el criminal fuera él.

Matthew prosiguió:

—Ronald somete estos documentos a toda clase de pruebas, ¿no es cierto? Hay una prueba para la tinta, otra para el papel, otra para los pliegues. Pero lo más importante es la formación de las letras. Cualquiera podría hacer las otras pruebas, pero Ronald es un experto en la detección de las formas de las letras. Porque a veces el falsificador pierde precisión en el trazo y luego, tal como se le fue, recupera el pulso. Eso es fatal porque hay una interrupción en la escritura que solo puede ser detectada con un microscopio. O al menos Ronald puede detectarla. ¿No es cierto, Ronald?

Alice miraba su cigarrillo mientras tiraba las cenizas en el cenicero.

—Para mí siempre será inocente —dijo—. Siempre.

Ronald pensó cuánto la perjudicaba ese segundo, histriónico «siempre», cuánto rebajaba a esa chica extraordinaria al nivel de la vulgaridad.

—Siempre creeré en su inocencia —dijo—. Siempre. No me importa cuántas pruebas haya en su contra.

—Todavía no he revisado el documento, la verdad —dijo Ronald—. Estoy seguro de que no incriminará a su amigo.

Ella levantó la mirada del cenicero.

—¿Por qué está tan seguro?

—Porque es su amigo —dijo Ronald.

Algo en su tono hizo que Matthew cobrara consciencia de su torpeza.

—Espero no haber sido imprudente mencionando lo de la carta —dijo.

—Es perfectamente comprensible —dijo Ronald.

—Después de todo fuiste tú quien me habló de la carta.

—Cierto —dijo Ronald—. Fui yo.

Matthew siguió mirando a Ronald con el mismo gesto de incomodidad, pero continuó con su parloteo en un intento desesperado de denigrar al amante de la chica.

—Ronald dice que Patrick Seton ya ha sido acusado de falsificación antes.

—Me da igual. No me lo creo. Patrick ha pasado muchos años en el extranjero trabajando como médium. Estuvo casado hace tiempo. Pronto se divorciará y nos casaremos. El coronel Scorbin, que es uno de los espiritistas líderes del círculo de la señora Marlene Cooper, me dijo una vez que Patrick es una de esas pocas personas nacidas para hacer grandes cosas, y como tal está condenado a sufrir la injusticia y la persecución. Y yo creo lo mismo. Ahora y siempre. Siempre.

Alice no estaba segura de cómo debía mirar a Ronald. No sabía si mostrarse predominantemente hostil, a fin de intimidarlo, o temerosa, lo cual podría inspirarle compasión, o quizás podría desplegar su encanto para ganarse su confianza. Al final consiguió expresarlo todo a la vez con la frente en alto, la mirada fija, los ojos suplicantes bajo las largas pestañas y apoyando un codo sobre la mesa, de modo que sus pechos se ofrecieran inequívocamente ante Ronald.

Matthew se dio cuenta de que, en lugar de desacreditar a Patrick, con sus manejos había convertido a Ronald en el centro de atención.

El descanso de diez minutos tocó a su fin y Alice, después de levantarse, se paseó con sus largas piernas entre las mesas y las hiedras trepadoras del Oriflamme, recibiendo peticiones de los clientes. Matthew y Ronald se quedaron un rato más y ella regresó cuantas veces pudo a la mesa; una de esas veces, cuando se disponía a servir a un cliente, se detuvo un instante frente a Ronald con la bandeja en la mano:

—Es posible que el caso no se suspenda. ¿Sabe algo al respecto?

—No. Eso no tiene nada que ver conmigo.

—Sería muy sencillo tenderle una trampa a Patrick con esa carta.

—Nadie le tenderá ninguna trampa —dijo Ronald—. Por favor, olvídese de la carta.

—¿Quieres que venga al cierre y te acompañe a casa? —dijo Matthew.

—Sí —dijo ella. Y asintiendo con la cabeza repitió—: Sí.

Matthew no se esperaba esa respuesta.

—¿Estás segura? —dijo y de inmediato se sintió como un idiota.

—Sí, sí, estoy segura —dijo Alice mirando a Ronald.

—Volveré a por ti a las doce menos diez —dijo Matthew. Pero ella seguía mirando a Ronald.

—Buenas noches, Alice —dijo Ronald.

—¿Podría usted hacer algo para ayudar a Patrick? —le dijo Alice.

Y este respondió:

—No debería esperar nada de Patrick Seton. Olvídelo.

Matthew y Ronald caminaban con las manos en los bolsillos por el dique de Chelsea. Matthew dijo:

—No creía que Alice fuera a aceptar mi propuesta. Será mejor que llame a mi hermana. Quería que le hiciera compañía esta noche porque mi cuñado se ha ido a Dublín con mi otro tío y a ella no le gusta quedarse sola en casa con los niños. Será mejor que la llame y le diga que llegaré tarde. ¿Te ha molestado que le comentara a Alice lo del documento que tenías que revisar? ¿Era algo confidencial?

—Era confidencial, sí.

—Vaya, tendrías que habérmelo dejado bien claro cuando me lo contaste. Solo quería que Alice supiera lo que le espera si se queda con ese sujeto.

—Sí, bueno, la chica parece estar localmente enamorada de ese Patrick Seton.

—¿Tú crees?

—Sí.

—Una chica encantadora, ¿no te parece? Y con un bebé en su vientre.

—Muy atractiva.

—¿Crees que tengo alguna oportunidad?

—¿Oportunidad de qué?

—Bueno, en este caso tendría que ser de matrimonio. Además, ella está esperando un niño. Eso la hace más deseable aún. Muchos no opinarían lo mismo, pero a mí me fascina.

—Creo que solo tendrías alguna opción si Patrick Seton pasa unos meses en prisión.

—¿No te parece más bien que es de esa clase de chica que esperaría a que Seton cumpliera su condena?

—No en cuanto escuche sus antecedentes penales leídos en voz alta en el juzgado.

—¡Con lo viejo que es! ¡Y la pinta que tiene! —dijo Matthew—. ¿Qué puede haber visto una chica como ella en ese hombre? Nunca verías una pareja semejante en Irlanda, salvo en casos excepcionales en que el hombre tuviera algo de dinero y la chica estuviera prácticamente desahuciada.

—Es evidente que ella es de las que se fija en el espíritu de uno —dijo Ronald—. Estará enamorada de su faceta como espiritista, está claro. El tipo debe de saberse unos cuantos trucos…

—Creo que es un médium auténtico, según lo que me han contado… Espero que no consiga el divorcio. Eso podría venirse abajo. En ese caso Alice…

—Si mal no recuerdo —dijo Ronald—, Seton no está casado. O al menos no lo mencionaron en el tribunal la última vez.

—Se supone que estuvo casado durante veinticinco años. Al menos según Alice.

—Bueno, quizás mintió en el tribunal. Aunque se mencionó algo de una pensión alimenticia, pero recuerdo claramente que su estado civil era soltero.

—Vaya memoria que tienes —dijo Matthew.

—Gracias —dijo Ronald, que aprovechó para sonreírse a sí mismo ante el escaparate de una tienda.

—Aun así, ¿por qué hablará de divorciarse si ni siquiera está casado? —dijo Matthew—. ¿Realmente crees que tiene intenciones de casarse con Alice?

—Averiguaré lo que pueda con Martin Bowles. Él está a cargo de la acusación.

Matthew se detuvo y observó las luces de la otra orilla por encima del río que corría impetuoso a sus pies.

—¿Has estado comiendo cebollas? —dijo Ronald.

—No desde ayer. ¿Tengo mal aliento?

—Sí.

—Venga, vamos a tomar una copa para que se me quite antes de ir a recoger a Alice. A las chicas no les gusta el olor a cebolla. ¿De verdad crees que Patrick Seton es soltero?

Ambos se sentaron en el bar a discutir sobre el asunto de la soltería de Patrick y sobre los posibles motivos por los que este le había dicho a Alice que estaba casado.

—Quizás intenta deshacerse de ella poco a poco —dijo Matthew—. Eso tendría sentido. Ella insistiendo todo el tiempo en casarse por el asunto del niño y él, en el fondo, con ganas de quedarse soltero. En ese sentido sería como nosotros.

Ronald contempló en silencio el letrero que prohibía hacer apuestas en el local.

—Seguramente no tiene ninguna intención de casarse con ella —dijo Matthew. Estaba repentina y ferozmente convencido de ello—. ¿Qué se puede esperar de un espiritista? Su mente está sintonizada todo el día con los espectros del aire. ¿Cómo podría hacerse cargo de las obligaciones morales de la carne? Ese hombre es un dualista. No en el sentido sacramental, quiero decir. Ha habido muchas herejías famosas parecidas al espiritismo…

—Tómate otra copa, anda —dijo Ronald, que estaba acostumbrado a esas largas veladas en las que Matthew demostraba que había salido del colegio de los jesuitas bien versado en asuntos de herejías.

—Por ejemplo, los albigenses. O incluso los quietistas. Los zoroastrianos. Todos son espirituales. No quieren saber nada del cuerpo. Están en contra del sexo…

—En contra del matrimonio —dijo Ronald—. Todos solteros. Como nosotros.

—Creo que los espiritistas sí que practican el sexo —dijo Matthew, meditabundo, mirándose las rodillas—. Me temo que somos unos malditos herejes —agregó—. O quizás es que estamos poseídos por algún demonio. —Sus rizos brillaban bajo la lámpara—. Esto de no casarse si uno no piensa ser sacerdote o religioso demuestra una actitud dualista. Es preciso afirmar la unidad de la realidad de una forma u otra.

—No somos herejes —dijo Ronald—, al menos no en el sentido estricto de la palabra.

—Bueno, en cierto modo, la nuestra es una actitud herética.

—En absoluto. ¿Pero por qué te preocupa tanto?

—Me preocupa simplemente, no sé.

—¿Quieres casarte?

—No.

—Entonces tienes un problema —observó Ronald antes de ir a buscar otras dos copas.

—Supongo que una actitud herética forma parte del pecado original —dijo Matthew en cuanto Ronald volvió de la barra—. Es algo que no se puede evitar.

—La economía cristiana me parece tan ordenada que el pecado original es necesario para llegar a la salvación. Y en cuanto al asunto de permanecer soltero, eso se aplica a un montón de gente.

Caminaron hasta Battersea. Les llamó la atención el sonido del galope de un caballo. Se asomaron a una calle lateral siguiendo la dirección del sonido y descubrieron que provenía de un hombre tumbado en el suelo, a las puertas de un pub. Estaba pateando el suelo y taconeando rítmicamente sobre el pavimento. Unas cuantas personas se habían congregado junto a él en la acera y un joven policía daba vueltas alrededor del hombre como haría un tigre con su presa.

—¿Está borracho? —preguntó Matthew.

Ronald se acercó al joven policía.

—Póngale la cabeza de costado —dijo—, de lo contrario se morderá la lengua.

—¿Es usted médico? —dijo el policía.

—No, pero entiendo de ataques. Este hombre es epiléptico. —Ronald sacó de su bolsillo la cuña de corcho y se la dio al policía—. Póngale esto entre los dientes. Luego inmovilícele las piernas con sus rodillas e intente quitarle las botas.

—Hay una ambulancia en camino —dijo el policía.

—Podría morderse la lengua entretanto y hacerse mucho daño —dijo Ronald—. Yo mismo le pondré la cuña.

El policía se arrodilló y después de agarrar la cabeza del hombre, intentó introducir la cuña entre los espumarajos de la boca, pero las convulsiones no se lo permitieron.

El policía miró a Ronald.

—¿Le importaría intentar quitarle las botas, señor?

—Dudo que pueda hacerlo —dijo Ronald, tremendamente agitado, pues si había algo que no le gustaba era ver a otro epiléptico en acción. La sola idea de ponerle la mano encima a aquel hombre lo horrorizaba—. ¡Matthew! —gritó—. Échale una mano, venga.

Matthew se acercó y, siguiendo las instrucciones de Ronald, se abalanzó sobre las piernas temblorosas del hombre. El policía consiguió meterle la cuña dentro de la boca. Ronald palpó con cautela los zapatos como quien mete la mano en las brasas. Le cerró los ojos y buscó los cordones, los desató y tiró de los zapatos con tanta violencia que uno de ellos estuvo a punto de golpear a uno de los transeúntes. Luego se apartó de un salto de aquella figura trémula.

El hombre seguía agitándose cuando llegó la ambulancia. Dos hombres con uniforme de enfermeros lo pusieron en una camilla y se lo llevaron.

—Te ha perturbado, ¿no? —dijo Matthew mientras volvían a la orilla del río.

—Sí —dijo Ronald.

—¿Vas a estar bien?

—Oh, sí, claro.

Matthew fue a telefonear a su hermana y luego se puso a leer una novela en Lyon’ s Corner House, esperando a que llegara la hora de ir a recoger a Alice. La novela se titulaba Marie Donadieu. Por su parte, Ronald, después de caminar un trecho a solas, sintió de repente que corría peligro y cogió un taxi de vuelta a casa. Una vez allí, se resistió al ataque con ayuda del fenobarbital, pese a los espasmos que le estaban entrando ya. Y es que en ocasiones de excesiva angustia Ronald, en cierto modo, disfrutaba del hecho de estar más despierto, más consciente de lo habitual, disfrutaba de esa tensión y le gustaba observar hasta dónde era capaz de soportarla. Esa noche se preparó para meterse en la cama sin percibir un solo indicio de la proximidad de un ataque y aunque había dejado las pastillas a mano, al final no tuvo que tomarlas y logró conciliar un sueño atormentado, en lugar de uno muerto y pacífico.