CAPÍTULO 5

Si hay algo que un soltero no puede soportar es a otro soltero que ha perdido su trabajo.

El honorable Francis Eccles, bajito, con esos hombros tan elevados que casi lo dejaban sin cuello, estaba inclinado sobre la barra del Pandaemonium Club de Hampstead, cuyos miembros pertenecían, supuestamente en su totalidad, al mundo de las artes y las ciencias. Y a pesar de que ningún científico se hubiera unido al club en sus doce años de existencia, al menos los actuales miembros eran dignos representantes del mundo de las artes: había un actor de televisión, un tenor galés, un figurante de cine al que casi siempre contrataban para que hiciera de campesino, una aficionada al ballet y un corredor de bolsa que estaba escribiendo una novela.

Pero no solo eran los representantes de las artes de Hampstead quienes frecuentaban el club: muchos se habían mudado a otros barrios, pero se pasaban ocasionalmente por allí, más que nada para no perder la costumbre. Estaba Walter Prett, por ejemplo, el mastodóntico crítico de arte de mediana edad y pelo gris hasta el cuello, quien había venido desde Camden Town; o Matthew Finch, quien, tras haber enviado sus columnas semanales para el Irish Echo, había ido para encontrarse con Walter en esa noche de principios de otoño en que el pequeño Francis Eccles se hallaba encorvado sobre la barra, sin cuello, triste porque había perdido su trabajo.

—Igual no necesitas un trabajo, Eccie —dijo Chloe, la joven camarera—. No sé para qué quieres trabajar.

Sin intercambiar una sola palabra o gesto y por puro instinto migratorio, Matthew y Walter se refugiaron en la mesa junto a la ventana donde, ocultos tras un piano de cola, quedaron a salvo del noble desempleado.

—Dime, ¿me ves más delgado? —le dijo Walter a Matthew.

—No —dijo Matthew—, tienes un aspecto excelente.

—He perdido casi cuatro kilos —dijo Walter en tono confidencial, agitando su pelo largo y blanco como la nieve junto a los rizos azul oscuro de Matthew.

—No te preocupes, tienes buen…

—Tengo que perder catorce kilos —dijo Walter elevando el tono—. Así de claro. De lo contrario mi corazón no lo soportará.

Matthew se sintió un poco abochornado.

—¿No estabas haciendo una dieta? —dijo.

Walter volvió a atemperar la voz:

—Estaba, sí, pero la dieta me prohibía la cerveza, el vino y las bebidas espirituosas. Preferiría estar muerto.

Los ojos de Walter, enrojecidos, se inflamaron en el círculo interior del rostro —que, a su vez, estaba rodeado de otros tantos círculos, hechos de carne amoratada a causa de la mala circulación—. En un gesto delicado, Walter insertó su copa de vino sus enormes labios. Matthew tuvo la impresión de que la copa estallaría de un momento a otro en la enorme mano de Walter, pues este último era propenso a sufrir repentinos estallidos de cólera sin ningún motivo. Matthew, un poco incómodo, lo miró con unos ojos que parecían saltar bajo las cejas negras y brillantes.

Walter, consciente del efecto que había provocado, se sintió abatido. Sonrió dulcemente, una sonrisa verdaderamente amable, como solo puede sonreír una boca enorme.

—Hoy es mi cumpleaños —dijo Matthew—. Hoy cumplo treinta y dos. Mi signo zodiacal es Libra, la balanza de la justicia. Me apasiona la justicia. Como a todos los irlandeses.

—¿Todos los irlandeses son Libra?

—No. No creo en la astrología —dijo Matthew, apurando su copa de vino con súbita ansiedad.

—En fin —dijo Walter—, y que cumplas muchos más. Yo te podría regalar unos quince años.

—¿De veras? —dijo Matthew distraído en otro asunto.

—Cumpliré cuarenta y ocho el año que viene —dijo Walter—. ¿Y qué he hecho con mi vida?

—Tienes tu columna.

—Podría haber sido pintor —dijo Walter—. Tenía aptitudes.

—¿Alguna vez pensaste en casarte? —dijo Matthew.

—Vaya si tenía aptitudes —dijo Walter—, pero a mi familia no le interesaba el arte. Les interesaban los caballos. Mi padre tenía un establo con tres caballos y al final no pudo pagar ni la factura de la leche.

—Sí, eso ya me lo contaste una vez —dijo Matthew mientras observaba con ojos ansiosos a una chica de jersey holgado y vaqueros ajustados que acababa de entrar y que ahora se sentaba en una de las butacas altas de la barra.

Walter se levantó de su silla y gritó:

—¡Pues ya ves, te lo estoy contando de nuevo!

Y es que Walter odiaba que la gente se mostrara indiferente a sus historias familiares.

—Siéntate, hombre, siéntate, no te sulfures —dijo Matthew.

—Esto está lleno de hombrecillos vulgares —opinó Walter después de recorrer el lugar con sus ojos inflamados—. Especialmente los que provienen del mundillo del arte.

—Siéntate —dijo Matthew—. ¿Quieres una copa?

Chloe gritó desde su sitio al otro lado de la barra:

—¡Walter! ¿Qué es todo ese ruido?

Walter, meditabundo, volvió a sentarse en su silla mientras Matthew rodeaba todo el salón para ir hasta el otro extremo de la barra, lejos de la joroba de Eccie. Después de recoger las bebidas dio el mismo rodeo para volver a la mesa junto a la ventana. Esta vez, sin embargo, aprovechó para saludar fugazmente a la chica de los vaqueros ajustados.

—Estoy contemplando la idea de casarme —dijo Matthew.

—Oh, ¿de veras? ¿Con quién? —preguntó Walter.

—Con nadie en particular —dijo Matthew—. Solo que mi cuñado cree que debería casarme. Mi hermana insiste en ello y mi tío piensa lo mismo. Cada vez que vuelvo de visita a Irlanda mi madre se avergüenza de que no haya encontrado esposa.

—Cuando tenía dieciocho años me metí en líos con una chica —dijo Walter—. Era hija de uno de nuestros sirvientes. Un irlandés. El mayordomo lo sorprendió en la despensa leyendo a Nietzsche, sin atender al conveniente bruñido de los cubiertos de plata. Desde luego, ni siquiera se planteó la posibilidad de que me casara con la hija. La familia llegó a un acuerdo con el padre y yo me fui al extranjero, a pintar. A los diecinueve años ya tenía todo el pelo blanco.

—Pues yo conozco a una chica que está esperando un bebé —dijo Matthew—. El padre es un charlatán de esos, un espiritista. Una chica adorable. Tiene el pelo largo y oscuro.

Matthew se puso mustio y miró en silencio a la chica de los vaqueros ajustados, repentinamente desinteresado, pues se dio cuenta de que se trataba de la antigua novia de Ronald.

—Me fui a pintar al extranjero, pero mi primo el marqués de…

—¿Sabes una cosa? —dijo Matthew—. No hay justificación para que sigamos solteros, no nos engañemos. Afrontémoslo. El deber de todo el mundo es ser fértil y multiplicarse en arreglo a sus necesidades espirituales o temporales, según el caso…

—Monet en persona elogió mi trabajo. Justo antes de morir visitó mi taller con unos amigos y…

—Aquí están los datos —dijo Matthew, sacando de su abrigo un amasijo de papeles entre los cuales eligió uno doblado en cuatro, mugriento y agrietado en los pliegues. Desplegó la hoja sobre la mesa y, siguiendo las líneas mecanografiadas con el dedo, leyó—: Londres, censo de 1951. Varones solteros mayores de veintiún años: seiscientos cincuenta y nueve mil quinientos. Y eso incluye divorciados, viudos y, por supuesto, casi todos los jóvenes solteros…

—Recuerdo claramente cómo —dijo Walter—, ayudado por sus amigos, se sentó en una silla frente a mi caballete. Monet se quedó en silencio durante diez minutos enteros. La pintura era sencilla, pero se trataba de una exquisita escena de…

—Varones solteros mayores de treinta —dijo Matthew—: trescientos cincuenta y ocho mil cien. Desde 1951 la población de solteros ha incrementado un…

—Deja ya ese pedazo de papel mugriento, caray —dijo Walter.

—Me lo dio Tim Raymond —dijo Matthew, guardándolo cuidadosamente—. Trabaja en el COI. Dios bendiga a Tim Raymond.

—Deberías casarte —dijo Walter.

—¿Tú crees? ¿Por qué?

—Porque es evidente que no tienes las agallas suficientes para procurarte sexo de ninguna otra manera.

—El matrimonio es más que sexo.

—No en tu alma miserable.

—Puede que tengas razón. A menudo me pregunto si solo pienso en el sexo cuando contemplo la idea de casarme. Aun así, siento que debería hacerlo y multiplicarme. Siento que…

—¿De veras quieres casarte? —dijo Walter.

—No.

—Yo estuve a punto de casarme una vez —dijo Walter—. En 1932, cuando no tenía trabajo y ni siquiera contaba con el apoyo de mi familia. La chica tenía un empleo. Si una chica tenía trabajo en esa época se consideraba casi como una dote. Ella estaba loca por casarse conmigo, pero a mí el que me caía bien era su padre. Un carpintero, uno de los últimos de la tradición de buenos artesanos ingleses. Yo, por supuesto, no quería casarme con su hija, que no era más que una pequeña zorra burguesa, con todos sus ahorros guardados en la oficina de correos. Digamos que se llamaba Sybil.

Pese a no haber existido nunca más que en su imaginación, el recuerdo de Sybil, a través de las frecuentes elaboraciones sobre aquel romance ficticio, estaba tan arraigado en la mente de Walter que este le guardaba un tremendo rencor a la chica.

—Le deseé toda la suerte del mundo con sus ahorros de la oficina de correos y me di el piro —gritó Walter. Entonces dejó su copa en la mesa vacía y se levantó de la silla antes de abrocharse el único botón del abrigo capaz de abarcar su descomunal estómago.

—¿Te marchas ya? —dijo Matthew.

Walter se agarró el puño como si se estuviera planteando salir a la calle y darse de guantazos con la mismísima Sybil.

—Anda, te acompaño a la estación —dijo Matthew.

Walter se sentó de nuevo y apretó los labios, que se cerraron en una larga línea.

—Tengo que irme en un rato —dijo Matthew—. Mi otro cuñado acaba de llegar a la ciudad y tengo que encontrarme con él en casa de mi tío.

—Vaya —dijo Walter—, pues menudo esfuerzo.

—No me refiero a mi tío de Twickenham, atontado, sino al otro tío, el de Poplar —dijo Matthew sin quitarle los ojos de encima al moño marrón de la chica de Ronald, que se estaba riendo a carcajadas con Chloe.

—Me apetece un trago —dijo Walter.

—Me temo que casi no me queda dinero ya… —dijo Matthew—. Ya sabes, a estas alturas del mes…

—La dulce y bella Chloe será muy amable y me cambiará un cheque —gritó Walter.

—Chloe no te cambiará ningún cheque —gritó Chloe—, por la sencilla razón de que Chloe ya no tiene permiso para cambiar ningún cheque.

Francis Eccles giró en su butaca.

—¡Por Dios, Walter! —dijo.

—¡Hombre, Eccie! —dijo Walter.

—No hay excepciones a la regla de los cheques —dijo Chloe.

Walter se acercó a la barra y dijo en un tono de indignado reproche:

—Para tu información no he traído mi chequera. Aun así me sorprende, Chloe, que incurras en esa ridícula actitud, más propia de las clases inferiores que de tu…

—Tengo órdenes estrictas, Walter —dijo Chloe.

—¿Qué te apetece beber, Walter? —dijo Eccie.

—Conque tienes órdenes, Chloe —dijo Walter—. Muy bien, tienes tus órdenes. Pero de verdad, querida, tienes una actitud terriblemente burguesa.

La argucia surtió efecto más rápido que de costumbre. Chloe dijo:

—No soy ninguna burguesa, de verdad que no. Te cambiaría el cheque personalmente. Solo que no puedo, no me permiten cambiar cheques para el club…

—¿Desde cuándo? —dijo Walter.

—Desde la semana pasada —dijo ella—. Te lo juro.

—Vaya, no sabía nada —dijo la chica de los vaqueros.

—Yo te cambiaré el cheque —dijo Eccie, ansioso por no parecer burgués.

—No tiene importancia —dijo Walter—. Mis objeciones van solo contra la regla. En todo caso, como decía, no he traído mi chequera.

Al final acabó aceptando un préstamo de Eccie y una vez que el trato estuvo cerrado, Matthew se acercó desde el guardarropas, se hizo con una butaca y cogió una cebolla en conserva del plato que había sobre la barra.

—Matthew —dijo Chloe—, te presento a Hildegarde. Hildegarde, este es Matthew.

Matthew se inclinó ligeramente y le sonrió, más allá del corpachón de Walter.

—Ya nos conocemos —dijo.

—¿De dónde? —dijo ella.

—A través de Ronald Bridges. ¿No eres amiga de Ronald?

—Lo era —dijo ella.

—Conozco a Bridges —pensó Eccie en voz alta—. Me pregunto si habrá podido…

—No —dijo Chloe—. No lo creo, Eccie.

—¿No lo crees?

—No.

—¿De qué demonios estáis hablando? —gruñó Walter.

—Es algo entre Eccie y yo —dijo Chloe—. Un asunto privado.

—Viles, vulgares criaturas —dijo Walter—. Os comportáis muy mal con los hombres.

—No me refiero a eso, Walter —dijo Chloe—. ¿Te refieres tú a eso, Eccie?

—No, claro que no —dijo Eccie—. He de decir, Walter, que…

—Esto es demasiado —dijo Hildegarde, antes de bajar de su butaca haciendo balancear sus largas piernas. Luego se marchó.

—Venga, Walter —dijo Matthew—, tengo que ir a ver a mi cuñado…

—No permitiré que una camarera y un joven llorón advenedizo de clase media, por muy hijo de un conde que sea, me echen de mi bar —dijo Walter.

—Estás borracho… —dijo Chloe.

Walter se echó a reír sin estruendo o regocijo, sino apenas con un estremecimiento de sus rechonchos hombros, su pecho y su barriga.

Eccie declaró tristemente:

—Walter, Walter, esto no está bien.

—En el fondo, te encanta lamentarte, lo sé —dijo Walter.

—Walter, me he quedado sin trabajo, ya te lo he dicho. El instituto cierra.

—Justo a tiempo —dijo Walter.

—Admito que como escuela de artes tenía sus deficiencias —dijo Eccie—. Pero me enorgullece haber sido capaz de contribuir en algo con mis clases, especialmente en los itinerarios campestres que estuve haciendo en los últimos dos años.

—Bah, tonterías. No has contribuido en nada. No tienes ni la más remota idea de arte.

—¡Oh, vamos, Walter, basta ya! —dijo Eccie con humildad cristiana.

—¡Está borracho! —dijo Chloe.

—Tendré que llamar por teléfono a mi hermana —dijo Matthew.

—Borracho —dijo Chloe—. Y esta es la última vez, no te lo voy a consentir. No puedes venir aquí a insultar a mis clientes.

Walter se sacó del bolsillo las cinco libras que le había prestado Francis Eccles.

—Prefiero devolverte esto —dijo—, antes que admitir que tienes siquiera una noción de pintura, Eccie.

—Buenas noches, Chloe —dijo Eccie en un tono de gentil reproche—. Buenas noches, Matthew. —Y se marchó.

—No puedo creer lo que has hecho, Walter —dijo Chloe.

—Soy un hombre honesto —declaró Walter—. Sobre todo cuando se alude a alguno de los escasos asuntos que exigen honestidad verdadera.

—Será mejor que llame a mi hermana —dijo Matthew—. Mi primo debe de estar llamándola ya para decirle que no me he presentado en casa de mi tío para conocer a mi cuñado.

—Has mostrado una actitud muy descortés, Walter —dijo Chloe, inclinándose comprensiva sobre la barra—. Pobre Eccie, está deprimido por haber perdido el trabajo.

—A él no le hace falta el trabajo —dijo Walter—. Tiene su pensión y su entresuelo. Y además es anglo-católico. Los anglo-católicos siempre acaban consiguiendo trabajo.

—No cobra mucho de la pensión —dijo Chloe—. ¿Has visto cómo vive? Ese entresuelo se le hunde cada vez más. No tiene a nadie que cuide de él.

—Pues haberse casado —dijo Matthew.

—No es del tipo de los que se casan —dijo Chloe.

—Se mea en la pila de la cocina, Chloe —dijo Walter—. No es que tenga nada contra él, claro, pero se mea en la pila de la cocina.

—¡No, eso no es cierto! —dijo Chloe.

—Es verdad —dijo Walter—. Pero no pasa nada. Todos los solteros nos meamos en la pila de la cocina. Y en los lavabos.

—Yo no —dijo Matthew.

—Todavía eres joven —dijo Walter.

—Sucias bestias, todos vosotros —dijo Chloe entre carcajadas, mirando una cara tras otra, inclinada sobre la barra.

A continuación se incorporó.

—Hola, hola —dijo, pues acababa de entrar Mike Garland, acompañado por un hombre vestido de sotana.

—Walter, Matthew —dijo Chloe—, estos son el doctor Garland y el padre Socket.

—¿Cómo le va, padre? —dijo Matthew, saltando de su butaca para estrecharle la mano.

—Mal, si se trata de convencernos —le contestó Walter a Matthew, ante lo cual este último retiró la mano con cierto nerviosismo y dijo:

—Buenas noches.

—Estos dos son unos espiritistas farsantes de mierda —protestó Walter.

—Excúseme, pero… —dijo el padre Socket.

—Lo excuso con la mayor de mis indulgencias —dijo Walter mientras empujaba a Matthew hacia el frío viento otoñal de Hampstead.

—Me hubiera gustado hablar con ellos un poco —dijo Matthew—. ¿A qué viene tanta prisa? Alice Dawes, la chica embarazada del pelo negro, también es espiritista.

—Pero estos dos son unos espiritistas farsantes de mierda.

—¿Y cuál es la diferencia? —dijo Matthew.