CAPÍTULO 10
Al día siguiente, las horas de la mañana, la tarde y el hastiado y largo crepúsculo del domingo —en el que hasta los relojes parecieron bostezar— pasaron sobre la ciudad de Londres y en especial sobre Kensington, Chelsea y Hampstead, con un revuelo de periódicos, campanas, voces, sueños y destinos.
Algunos solteros fueron a la iglesia. Otros se quedaron en la cama toda la mañana, entre edredones, yendo y viniendo con bandejas de huevos y café; estos hombres retorcían los dedos de sus pies bajo las sábanas y, por mucho que intentaran evitarlo, veían cómo las irritantes migas de las tostadas se esparcían por doquier. Terminaban su desayuno, fumaban un cigarrillo, y luego dormían hasta el mediodía.
Aquellos que se hallaban en medio de algún tipo de aventura amorosa, habían dado instrucciones a las asistentas para que no entraran con sus aspiradoras los domingos. Preparaban café y tostadas en la diminuta cocina que había tras la cortina y le servían el desayuno a sus conquistas.
Tim Raymond tenía un amplio cuarto amueblado en la primera planta de una casa en Gloucester Road, Kensington. La moqueta era verde, las paredes de un tono un poco menos intenso, el sofá y las poltronas estaban tapizadas con una fina tela de color marrón oscuro. De las paredes colgaban unas acuarelas de paisajes marinos pintadas por el difunto tío de Tim. Detrás del cristal que protegía las estanterías más bajas de un mueble había tres piezas de plata georgianas —una tetera, un frutero y un salero, reliquias heredadas de una tía-abuela—; en las estanterías más altas había algunos calendarios de carreras de 1909, con las hojas amarillentas, forrados en piel, y que a Tim le pareció que tenían una pinta magnífica.
En un lado de la habitación había una cama turca y dentro estaba Hildegarde Krall, medio dormida. En el lado opuesto, había una cocinita con una placa eléctrica y una palangana donde Tim se estaba cepillando los dientes.
Hildegarde estaba de espaldas a Tim. Desde ese ángulo, le pareció que la chica tenía un cierto aire masculino. Ella se dio la vuelta y se apoyó en un codo para mirarlo.
—Son las once menos veinte —le dijo.
Tim continuó cepillándose los dientes, y la miró sin decir nada.
—No me digas que está lloviendo —dijo ella.
Sonó el teléfono. Tim se enjuagó la boca en la palangana y fue a contestar.
—Debe de ser mi tía Marlene —dijo, antes de descolgar—. ¿Hola? —gritó—. Sí, Marlene. No, llevo horas despierto. Sí. No, me temo que hoy no podré. No, no, me temo… Me temo que no. Todo el día, claro. Bueno, sí, te entiendo, Marlene, pero no quiero involucrarme, no. Realmente… Bueno, tía Marlene, a duras penas he podido verlo en acción. Es decir, sé que es un buen médium y todo eso, pero ¿no crees que habría que dejar que la ley siga su curso? Sí, la ley, o sea, quiero decir que la ley… Ellos interrogan a todos los testigos, ya lo sabes. Hoy es imposible, Marlene. Mañana, sí, a las seis. —Tim se puso el auricular del teléfono bajo el mentón y se limpió las gafas con un pañuelo—. A las seis, sí, sí —dijo—, mañana. Oh, de maravilla, ¿y tú? ¿Todo bien? Adiós, querida, adiós. Sí, sí, a las seis…
Tim se dejó caer en una de sus poltronas marrones y encendió un cigarrillo.
—Soy demasiado joven para esto —dijo. El teléfono volvió a sonar.
—¿Sí? Ah, Marlene. No, para nada, para nada… Sí, Marlene. No sé, bueno, ¿te parece si lo discutimos mañana? Sí, claro, dímelo. Sí, sí. Quizás Ronald no esté en casa. A lo mejor se ha ido de fin de semana. De hecho, estoy seguro: sí, sí, de fin de semana… eso creo. No tengo su número, Marlene, ¿no está en la guía? De todo modos él no hablaría contigo del tema. Ronald es tremendamente estricto cuando se trata de… Oh, no, estoy seguro de que él no ha perdido nada. Él nunca descuida… No, pues te han informado mal. No, lo siento, no tengo su número. Mañana por la mañana podría llamarlo a su oficina. Sí, lo haré, no te preocupes. Lo llamaré por la mañana… No, para nada. Mira, tengo que colgar, llego tarde a… Sí, de acuerdo. Adiós.
—¿Qué es lo que ha perdido Ronald? —dijo Hildegarde.
—Una carta relacionada con una investigación judicial.
—¿La ha perdido? De verdad, es como un niño, alguien debería ocuparse de él. Yo solía encargarme de todo, solía…
—Sí, ya me lo has contado.
—Pues eso. ¿De qué tiene que hablar tu tía con Ronald?
—No lo sé. Francamente, no me apetece meterme en esto.
—Yo solía remendarle la ropa a Ronald. Le compraba las entradas para ir al teatro. Iba corriendo a su casa después del trabajo y…
—Lo sé, lo sé, ya me lo has contado —dijo Tim antes de encender su máquina de afeitar eléctrica. Afortunadamente, el ruido lo libró de seguir escuchando a Hildegarde.
Ronald salió de la iglesia después de la misa de las once y vio que el cura más joven estaba en la entrada repartiendo bendiciones y consejos entre los feligreses que ya se marchaban a casa. A Ronald no le gustaba ver a ese cura joven, no porque le desagradara personalmente, sino porque era joven y con un tipo similar al suyo, cosa que le recordaba su malograda vocación sacerdotal. Ese joven cura se vanagloriaba de saber los nombres de la mayoría de sus feligreses.
—Ve con Dios, Eileen —decía—. Muy bien, Patsy. Adiós, señora Mills. Y dime, John, ¿en qué puedo ayudarte?
«Oh, buenos días, padre…», «¿Cómo le va, padre…?», «Oh, padre, ¿cuándo vendrá a visitarnos?», «Oh, padre, lo pasamos muy bien la tarde del bingo benéfico», «Delicioso sermón…».
—Adiós, Tom —decía—. Adiós, Mary, saluda a tu madre de mi parte. ¿Cómo se encuentra, por cierto?
—Un poco mejor, padre, gracias.
—Adiós, Ronald —dijo el jovencísimo padre al verlo salir.
—Adiós, Sonny —dijo Ronald.
El joven cura se quedó observándolo mientras pasaba frente a él a toda prisa, y al recordar que Ronald Bridges era epiléptico se volvió rápidamente para saludar al siguiente en salir de la iglesia.
—Adiós, Matthew —dijo—. ¿Cómo te va?
—Bien, padre, gracias —dijo Matthew Finch—. Lo siento pero no puedo demorarme. Debo alcanzar a Ronald Bridges, padre, antes de que coja el autobús. Pero nos veremos pronto.
Matthew alcanzó a Ronald en la parada.
—Logré ver a Elsie esta misma mañana —dijo—. Tiene la carta, pero no me la dará a menos que vuelva a acostarme con ella.
—Hablamos más tarde —dijo Ronald, pues algunos de los miembros de la parroquia que también esperaban el autobús se volvieron para tomar atenta nota de la conversación.
—Le dije que la arrestarían —continuó Matthew excitado— por entrar de manera ilegal en tu casa y por robo. Le dije que…
—¡Cállate…! Vamos a mi casa y allí me lo cuentas todo —dijo Ronald.
—En fin, quiere que vuelva a acostarme con ella y por Dios que no pienso hacerlo. Es una pervertida. No sabes hasta qué punto. Y a mí las pervertidas no me gustan. Y si no es una pervertida entonces es una ninfómana, que para el caso es lo mismo.
El autobús llegó a la parada. Ronald y Matthew esperaron su turno para subir. Quienes venían escuchando con interés la historia de Matthew los siguieron de cerca. Dos chicas se sentaron detrás de ellos, riéndose por lo bajinis.
—No digas nada más —murmuró Ronald—. La gente podría oírte.
—Dos para South Kensington, por favor —dijo Matthew—. De verdad, no quiero acostarme con Elsie. Es con Alice con quien quiero acostarme. Si tuviera que acostarme con Elsie otra vez tendría que fingir que estoy acostándome con Alice. Y en todo caso no pienso volver a acostarme con chicas. Es pecado mortal, eso no se puede negar —dijo mientras recogía el cambio—. Elsie —dijo—, está…
—¡Cállate!
—Elsie —susurró Matthew— está un poco celosa de Alice y de su belleza. Elsie no tiene a nadie en el mundo y anda detrás de un cura espiritista, pero ha descubierto que es homosexual y no puede soportarlo. Los homosexuales la ponen enferma. Ayer iba a darle la carta al cura, pero como se dio cuenta de que…
—¿Y para qué iba a querer ese cura la carta?
—El cura es espiritista. Todos están confabulados contra Patrick Seton. Hay un gran cisma dentro del Círculo ahora mismo.
Se bajaron en South Kensington y caminaron hasta el piso de Ronald.
—Elsie intentará usar la carta para conseguir a un hombre y ese hombre no seré yo —dijo Matthew—. Elsie es muy apasionada, ya me entiendes… Y no es que yo sea un tipo de mente estrecha, solo que Elsie no es guapa como Alice, y es mejor no dar rienda suelta a las pasiones raras de una chica que no es guapa.
Cuando ya habían llegado al piso, Ronald dijo:
—Será mejor que vea a Elsie. ¿Trabaja hoy en el Oriflamme?
—Sí, a las seis.
—¿Cuál es su dirección?
—En el 10 de Vesey Street, cerca de Victoria, primer piso.
Ronald anotó la dirección. Matthew dijo:
—Pero no vayas por allí, es una zona peligrosa y además…
Sonó el teléfono.
—Habla Marlene Cooper —dijo la voz—. Ronald, no habrá olvidado mi invitación a almorzar, ¿o sí? Soy la tía de Tim.
La mujer articulaba las vocales como si estuviera hablando con un deficiente mental.
—Sí, claro, ¿cómo le va? —dijo Ronald.
—Escuche bien —dijo ella—. Si no he entendido mal, usted ha perdido un documento.
—¿Un documento? —preguntó Ronald.
—Lamento que adopte esa actitud —dijo ella.
—¿Actitud? —dijo Ronald.
—Sí, porque yo quizás podría ayudarle.
—¿Ayudarme?
—Sí, ayudarle. Creo que puedo facilitarle el nombre de la persona que tiene el documento en su poder, cosa que podría ahorrarle el bochorno, lo único…
—¿Bochorno?
—No es una falsificación —dijo Marlene—. Y si usted quisiera venir a verme para hablar del asunto, podría decirle cómo encontrar el documento. ¿Puede venir a las seis? No es una falsificación, eso debe quedar claro. Patrick Seton debe quedar libre de cualquier sospecha. Se lo explicaré todo. Tomaremos el aperitivo a las seis o seis y media. Y si quiere puede quedarse a cenar, Ronald…
—¿Falsificación? —dijo Ronald.
—No es una falsificación —dijo Marlene—. Insisto. Y si usted accede a decírselo a sus superiores puedo facilitarle el nombre y la dirección de cierta jovencita…
—Gracias —dijo Ronald—, pero lo cierto es que no me gustan las jovencitas.
—¿Podemos quedar hoy a las seis? —dijo Marlene.
—Me temo que no. Debo ver a una jovencita.
Después de colgar le dijo a Matthew:
—La tía de Tim no tiene ningún escrúpulo cuando quiere conseguir algo.
—¿Te vienes al bar a tomar una cerveza? —dijo Matthew—. Todas las mujeres del planeta son brutalmente inescrupulosas cuando quieren conseguir algo.
—Estaba dispuesta a venderme el nombre y la dirección de Elsie —dijo Ronald—. Pero dado que, gracias a ti, he conseguido esa información gratis voy a invitarte a un trago.
Esa misma tarde de domingo, mientras atizaba el fuego frente a la chimenea, Isobel Billows mandó a Martin Bowles a buscar más carbón. Martin, que estaba leyendo un informe, puso los papeles en el suelo junto a su silla y fue a cumplir con el encargo. Como era imposible oír el timbre desde la parte trasera de la casa, donde Martin llenó el cubo de carbón, cuando volvió al salón se sorprendió al encontrar a Walter Prett, el orondo crítico de arte, ocupando su silla. Walter estaba pisando el informe de Martin con uno de sus zapatos.
—Eh, estás pisando mis papeles —dijo Martin, inclinándose para liberar el maltrecho sobre de manila del peso del tacón de Walter—. Hay un negocio por valor de ciento ochenta libras aquí —dijo Martin, con aire de estar muy fastidiado.
—No seas vulgar… —dijo Walter.
—Basta, jóvenes, basta —dijo Isobel—, no discutáis.
—No hay nada particularmente vulgar en hablar de dinero —dijo Martin.
—¿Pusiste la tetera cuando pasaste por la cocina? —dijo Isobel.
—No, no me pediste que lo hiciera —dijo Martin.
—¿Y a qué esperas para hacerlo? —dijo Walter.
—¡Walter! —dijo Isobel a la vez que quitaba de su regazo el periódico del domingo y se acomodaba el peinado—. Ahora vamos a tomar el té.
Dicho lo cual se fue a la cocina.
—Me pregunto si quizás podría… —dijo Walter.
—No —dijo Martin.
—Hombrecillo vulgar… —dijo Walter agitando sus mechones de pelo blanco. Su cara adoptó un tono ligeramente púrpura. Cogió un cigarrillo del paquete que había en el brazo de su silla. Eran los cigarrillos de Martin, que le arrebató el paquete y se lo metió en el bolsillo.
Walter rompió un trozo de papel de periódico y lo encendió en la chimenea para prender el cigarrillo.
—No viniste a la fiesta —dijo Martin.
—¿Qué fiesta?
—Oh, lo siento. Supongo que no estabas invitado.
—Creo recordar que Isobel me dijo algo —dijo Walter—. Pero estaba muy ocupado.
Martin siguió leyendo su informe.
—Demasiado ocupado —dijo Walter— como para andar mezclándome con la gentuza vulgar que viene a las fiestas de Isobel. Chulos, zorras y judíos.
Martin siguió leyendo.
—Gorrones y busconas. Gentuza de tercera categoría, típica de la clase media que…
Isobel empujó la puerta con ayuda de la bandeja.
—Walter estaba describiendo a la gente que viene a tus fiestas —dijo Martin.
—¿Qué gente? —dijo Isobel apoyando la bandeja en una mesita.
—La clase de gente que estaba en tu fiesta la otra noche.
—Oh, Walter —dijo Isobel—. La fiesta… intenté localizarte por teléfono pero siempre estás en la calle. Pensé enviarte una tarjeta pero se me olvidó por completo, como esperaba encontrarte por teléfono…
—De todas formas no hubiera venido —dijo Walter—. Gentuza de quinta categoría. Periodistas, funcionarios del British Council, maestros de escuela. Típico salón de solterones.
Acto seguido se levantó, cogió la bandeja del té y la lanzó con furia dentro de la chimenea. Luego recogió su astroso abrigo de piel de camello de la silla donde lo había dejado y salió dando un portazo.
—Vaya, lo has hecho enfadar —dijo Isobel.
—Ya me lo agradecerás. Solo ha venido a pedirte dinero. Intentó provocarme… y eso que no has estado fuera del salón ni cinco segundos.
—¡Criatura abominable! Y pensar que puede ser tan interesante cuando quiere. Era mi porcelana favorita… —Isobel empezó a llorar.
—Envíale la factura.
—No seas estúpido.
—Alguien tiene que cuidarte —dijo Martin, abrazándola—, protegerte de los gorrones.
Deseó que aquel alboroto no le impidiera marcharse después del té, pues le había prometido a su vieja madre que iría a cenar a casa.
—No soy una mujer posesiva —solía decirle su madre—. Eres libre de hacer lo que te parezca. Si quieres puedes usar la casa como un hotel, entrar y salir cuando te apetezca. O puedes alquilar un piso, vivir en otro sitio, hacer lo que quieras. No pienses en mí, yo ya he vivido mi vida. No soy una mujer posesiva.
—No es una mujer posesiva —les decía Martin a sus amigos—. Mi vieja madre siempre me dice: «Alquila un piso si es lo que quieres, ve a vivir a otro sitio, no quiero tenerte agarrado a mis faldas toda la vida». No es una madre posesiva, pero —les decía Martin a sus amigos—, aun así tengo que quedarme con ella. No puedes dejar que tu vieja madre se pudra en Kensington cuando sufre de artritis. Todas sus amigas tienen artritis. Y se pasa la vida peleándose con Carrie, literalmente peleándose con Carrie, o sea, se tiran de los pelos y todo.
Carrie era la vieja nana de Martin, a la que ahora, por gratitud, llamaba «ama de llaves». Cuando Martin apenas empezaba su carrera y andaba corto de dinero, la vieja Carrie a menudo iba a la oficina de correos y sacaba tres libras de sus ahorros para dárselos en privado al joven abogado. Martin se lo recordaba a su madre todo el tiempo, en un intento de reprenderla por su crueldad. En esas ocasiones la señora Bowles le extendía un cheque a Martin y, en cuanto este salía de casa, volvía a reñir con la vieja Carrie.
A esas alturas, Carrie vivía con la señora Bowles como una igual. A veces las discusiones acababan fatal, con las dos mujeres tirándose del pelo, las manos endebles y artríticas golpeando el rostro de la otra, ambas con las gafas torcidas, los inofensivos nudillos chocando contra la mandíbula. Carrie le había dado los ahorros de toda su vida a Martin, todo lo que había conseguido reunir desde los catorce años. La señora Bowles, por su parte, sospechaba que la fortuna de Carrie superaba con creces sus menguados fondos y por tanto la consideraba una rival.
—No soy una mujer posesiva —decía la señora Bowles.
—Tendrías que haberlo dejado salir del nido hace mucho —le decía Carrie—. Deberías aprender de los pájaros. A los hijos hay que sacarlos del nido. Cuando mi hermano tenía trece años mi madre le dijo: «Aquí tienes cinco chelines, ahora vete». ¡Así es como se sacan del nido a los polluelos! Mi hermano tenía un buen puesto en un club antes de morir.
—Esto es diferente. Un abogado tiene mucho trabajo. No soy una mujer posesiva. Que se case, que se vaya.
—Hay que sacarlos del nido —decía Carrie.
—¿Me estás diciendo que saque a patadas a mi hijo de su propia casa? —decía la madre y sus ojos, ya de por sí prominentes, brillaban con una luz cortante.
—Sí —decía Carrie—. Así dejaría de ser un niño.
—¿Entonces por qué le das dinero?
—¿Yo? ¿Dinero? Dios me libre.
—Martin me lo contó. La semana pasada le diste dinero. Tres veces. Y el mes pasado…
—Bueno, tú no le das nada, así que yo…
De modo que Martin ya no podía desembarazarse de su madre y menos de Carrie, aunque ya no le hicieran falta los pequeños regalos de esta última. Empezó a quedarse calvo. Se preocupaba mucho por su madre cuando iba a pasar el fin de semana con Isobel al campo. Intentaba entretenerlas y ser un buen hijo para ambas. Las dos viejas lo aburrían, pero cuando se iban de casa por algún motivo Martin echaba de menos ese aburrimiento, con sus lapsos de feroz enemistad.
—Carrie tendrá que marcharse a un asilo —decía la madre—, si su artritis empeora.
—No —decía Martin—. Carrie se queda.
—Andas detrás de su dinero, lo sé. A lo mejor te llevas un chasco —le decía su madre. Él la odiaba por su incesante manera de privarlo de mejores motivos.
—Le tengo cariño —decía. Pero su madre no le respondía, y entonces él se quedaba pensando si era verdad que le tenía cariño.
—Tu madre quedará postrada dentro de poco —decía Carrie—. ¿Qué harás entonces?
—Contrataré una enfermera —decía Martin—. Nos las arreglaremos.
—Ninguna enfermera la soportará —decía Carrie—. No a tu madre. Mira lo que pasó con Millie…
—Oh, las enfermeras no tienen nada que ver con las criadas. Las criadas van y vienen.
—Millie era una buena chica. Se habría quedado si tu madre no le hubiera hecho la vida imposible.
Algunas veces, cuando Martin se las llevaba al campo, a casa de su tía, compraba algunas provisiones y, suspirando de aburrimiento, preparaba todas las comidas que no tomaba con Isobel. Echaba de menos a esas dos viejas que holgazaneaban y discutían sin cesar.
—He perdido un chaleco, Carrie.
—Yo no lo he visto.
—No he dicho que tú lo tengas. Supongo que Millie se lo habrá llevado.
—¿Para qué querría Millie un chaleco que le llega hasta las rodillas? —decía Carrie.
—Era un chaleco de buena calidad, muy calentito —decía la señora Bowles.
—Lo habrás dejado por ahí —decía Carrie—, es lo que siempre haces. Mira entre los manteles.
Eso era lo que Martin echaba de menos cuando las dos viejas se iban al campo y entonces, incluso durante sus confortables fines de semana con Isobel, pensaba en la casa vacía y ansiaba que llegara la hora de ir a buscarlas en el coche para llevarlas a casa y sentarlas delante de la televisión.
—No se ve bien.
—Silencio, Carrie.
—Voy a encenderla.
—Silencio, Carrie.
Una vez la sobrina de Carrie se había ofrecido a llevársela a vivir lejos de Martin.
—Deja que se vaya —dijo entonces la señora Bowles y, poseída por la furia como estaba, se desgarró un músculo del hombro mientras arrastraba el baúl de Carrie desde el trastero.
Carrie inspeccionó el baúl.
—Me iré cuando me convenga —dijo—, y no cuando le convenga a los demás. Podría tener otra casa mañana mismo, si quisiera.
Martin puso el baúl en su sitio, dejando en el suelo polvoriento una oblonga y definida marca. Martin se sacudió los pantalones y se lavó las manos.
—Pásame el linimento para mi hombro —le dijo su madre—. Anda, sé buen chico.
Él les había comprado la televisión y ahora, mientras consolaba a Isobel por la vajilla de porcelana rota, se preguntaba cómo llegaría a tiempo a casa para la hora de la cena, sin faltar a su promesa.
Martin recogió los trozos de porcelana y dijo:
—No debes permitir que Walter Prett vuelva a poner un pie en esta casa.
—Nunca había hecho algo así… —respondió Isobel.
—¿Viene muy a menudo? —preguntó Martin, algo alarmado y sujetando la mitad de la azucarera en alto, de modo que una diminuta cascada de azúcar se derramaba sobre la alfombra.
—No, Martin —dijo ella.
A él le pareció sospechoso que dijera «No, Martin», en lugar de un simple «No».
—Es un impresentable —dijo Martin—. Un gorrón y un borracho.
—Sí, Martin, lo sé.
A Martin le devoraba la curiosidad.
—¿Qué podría ver una mujer en un tipo como él?
—A veces es un hombre interesante, cuando…
—Cuando no está borracho.
—Bueno, tiene un no sé qué, es diferente. —Se arrodilló para recoger el resto de porcelana que quedaba en el suelo—. Sírveme un trago, ¿quieres?
Martin miró su reloj y luego echó un vistazo al trasero enorme de Isobel, que seguía arrodillada recogiendo los trozos. Tuvo ganas de arrearle una patada en el mismo centro. Pues de repente tuvo la sensación de que él era simplemente el hombre que se encargaba de administrar sus propiedades y sus inversiones, y que ella se acostaba con él solo para afianzar su lealtad y ahorrarse el problema de investigar los negocios inmobiliarios.
—No puedo quedarme mucho tiempo. Mi vieja madre me espera para cenar —dijo.
—Quédate a tomar una copa. —Ella se enjugó las últimas lágrimas y se llevó la bandeja con los restos de la porcelana rota.
Martin ya había servido las copas cuando ella volvió. Llevaba una nueva capa de maquillaje en el rostro. A menudo él había pensado que la única vía segura para asentarse sería casarse con ella, una idea que ahora contemplaba con temor, pues no siempre se sentía atraído por ella, y tampoco estaba seguro de que Isobel lo fuera a aceptar sin más. A veces, cuando ella reclamaba sus derechos, no de una manera vulgar y ostentosa, pero sí con todas las alusiones implícitas del caso, a Martin le parecía que tenía la cara demasiado gorda, el cuello demasiado grueso y los hombros repulsivos de tan fofos. En ese instante, mientras ella se apoyaba contra la repisa de la chimenea, con la copa en la mano, Martin se sintió privado de todo derecho para interrogarla sobre la frecuencia de las visitas de Walter Prett y tuvo la impresión de que el mentón de la mujer era demasiado cuadrado y masculino. Corroboró, pese a todo, que lo mejor sería casarse con ella. Cuando ella le decía: «Martin, ¿qué haría yo sin ti? No podría manejar mis asuntos sin tu ayuda», él reconocía su belleza de huesos fuertes y pensaba en el provecho que le sacaría un escultor a semejante anatomía. Incluso en esos momentos en que hallaba cierta placidez en la idea de casarse con Isobel, se estremecía de pánico al pensar en la posibilidad de que ella se negara. Lo mejor sería espantar la idea. Al fin y al cabo, pensó, no podía abandonar a las dos ancianas, no sería decente.
—Carrie, has limpiado el horno con la fregona.
—¿Cómo voy a haber limpiado el horno con la fregona, cuando la fregona la tienes ahí, delante de tus narices…?
Se marchó a las siete y de camino a casa paró en una cabina telefónica. Quería hablar en privado con Ronald Bridges, comentarle el ofensivo comportamiento de Walter Prett y, de paso, limar cualquier aspereza, pues de pronto sintió que el ojo escrutador de Ronald había estado observándolo toda la tarde. Se sentía incómodo cuando las cosas no andaban bien con Ronald.
Sin embargo, nadie contestó el teléfono. Poco después Martin estaba comiendo cordero frío y remolacha junto a su madre y Carrie.
Martin se llevó las manos a la cabeza calva y dijo:
—Oh, por Dios, dejad de gruñir.
Y las dos viejas guardaron silencio unos instantes.
Esa misma noche de domingo, hacia las siete y media, Ewart Thornton se hallaba en el salón de Marlene Cooper, en Bayswater.
—Tengo un montón de deberes que corregir, exámenes de matemáticas… —dijo.
—Olvídate de eso por ahora —dijo ella—. Ven a cenar.
Él había estado fumando, así que después de vaciar su pipa en el cenicero se levantó con dificultad de la mullida poltrona tapizada.
—Exámenes de matemáticas —dijo—. Parciales.
—Ewart —dijo ella durante la cena—, la Espiral Interior se reunirá el martes a las ocho y media para discutir el asunto de las pruebas del caso de Patrick Seton. Debemos presentarnos como un frente común en caso de que esto llegue a los tribunales, como me temo que ocurrirá. Ahora bien, ¿en quién podemos confiar?
—Bueno, puedes confiar en mí, por ejemplo —dijo Ewart—, pero me temo que no podré servir de testigo en el tribunal.
—¿Qué? —dijo Marlene, con la cuchara de guisantes fríos suspendida en el aire.
—No puedo ir al tribunal.
Ella sirvió los guisantes en el plato de Ewart y lo miró fijamente.
—Es preciso que vengas —dijo ella—. Cuento contigo para ello.
—Me temo que coincidirá con la época de exámenes finales —dijo él.
—¿Por qué tenemos que discutir cada vez que nos vemos, Ewart? —dijo Marlene antes de empezar a comer sus guisantes.
—No estamos discutiendo —dijo él, salpimentando su ensalada.
—No puedes defraudarme ahora, después de tanta preparación. El futuro de Patrick podría depender de esto.
—No estoy muy convencido de la inocencia de Patrick. Como sabes, soy un hombre de principios. La señora Flower podría tener razón.
—Pero lo único que necesitamos es que digas que Patrick es un médium auténtico y que Freda Flower no tuvo piedad a la hora de perseguirlo, como bien sabes. Lo sabes bien.
—Marlene —dijo Ewart—, te aconsejo que no te metas en esto. Hablas sin pensar. A nadie le importaría mi testimonio.
—Vaya, esto sí que es una sorpresa —dijo ella.
—Te he dado mi punto de vista. Te aconsejo que…
—Sí, pero yo pensaba, como miembro de la Espiral Interior, que llegado el caso tú darías la cara por mí…
Marlene rompió a llorar. A Ewart le complació ver aquellos sollozos y pensar que él había sido el causante de toda esa congoja: el majestuoso pescuezo doblado, la cabeza apoyada en las manos, el temblor imparable de los pendientes de jade, la resignación con que se secaba las lágrimas en la servilleta, ese indignado resuello final…
Ewart se llevó el tenedor a la boca y masticó poniendo cara de hombre sabio hasta que la mujer recuperó la compostura.
—No entiendo por qué estás tan sorprendida. Te he dicho desde un principio que me parece absurdo ir a un estrado para testificar a favor de Patrick Seton. Le haría más mal que…
—Oh, Ewart —dijo ella—. Nunca fuiste muy claro al respecto. No puedo creerlo.
Era cierto. Él nunca había hablado con tanta claridad sobre el tema hasta esa noche, aunque, poco a poco, a lo largo de los últimos meses, había dado a entender lo suficiente como para permitirse rechazar cualquier acusación de súbita traición a la causa. Recordó que un tiempo atrás le había comentado a Marlene:
—Puedo entender el punto de vista de la señora Flower. Obviamente, fue una tontería dejarle tanto dinero, incluso suponiendo que fuera un regalo…
—Oh, fue un regalo. Eso dice Patrick. Puede probarlo. Tiene una carta.
—Es una suma demasiado grande para que sea un regalo.
En otra ocasión había dicho:
—Mis simpatías no están del todo del lado de Patrick. Puede que sea un buen médium, sí, pero como ciudadano…
—Ya va siendo hora de que el espiritismo sea reconocido como una seña de buen civismo —dijo Marlene.
Poco antes, en una reunión de la Espiral Interior, el grupo secreto dentro del grupo secreto, Ewart Thornton había dicho:
—Es inevitable que los peores prejuicios contra el espiritismo salgan a flote si el caso llega a los tribunales. Mi consejo es que nos hagamos a un lado y que la ley haga su trabajo. Más nos vale.
—Hay que luchar contra los prejuicios —dijo entonces Marlene—. Y nuestro deber es apoyar incondicionalmente a Patrick. Debemos decidir lo que vamos a decir en el juicio. No podemos continuar sin Patrick. —En esa ocasión Patrick había llegado a la reunión con su pelo blanco empapado por la lluvia, frágil como un gorrión—. Justo estábamos poniéndonos de acuerdo —dijo Marlene— sobre cuál sería nuestro testimonio en caso de que nos llamaran al estrado.
—Ah —suspiró Patrick encorvando los hombros—, el infortunado incidente.
—Es más —dijo Marlene—, necesitamos tu ayuda para establecer lo que debemos decir sobre Freda Flower. Tendrás que proporcionarnos los datos relevantes, de modo que…
—No todos conocemos a Freda Flower —dijo Ewart.
—Oh, ¿de veras? —dijo Marlene.
Ewart se refirió sin mucha convicción a este episodio aquella tarde de domingo en que, sentado en la mesa de Marlene, dijo:
—Te he dicho desde un principio que me parece absurdo ir a un estrado para testificar a favor de Patrick Seton.
—Oh, Ewart. No, nunca fuiste muy claro al respecto. No puedo creerlo.
—Recuerda —dijo—. Te he dicho desde un principio cuál era mi posición.
Apoyó los codos en la mesa con seguridad y aunque en el fondo se sentía tremendamente incómodo, miró a Marlene con aire de superioridad moral hasta que percibió la sumisión de la vieja dama: ella no dudaba de su rectitud.
A continuación Ewart sintió con gran satisfacción cómo crecía esa rectitud en su interior. En ese momento deseó que la decepción de la mujer hubiera sido aún más profunda, pues si bien se sentía muy atraído por ella también reprobaba secretamente su conducta. La reprobaba y a la vez se sentía atraído por lo que ella daba por sentado en la vida: su libertad para dar rienda suelta a su espíritu y comprar la aquiescencia de sus seguidores, su despreocupación a la hora de contraer deudas y apoyar a espiritistas o médiums, sin necesidad de tener que procurarse amantes. Se sentía atraído y reprobaba a la vez al difunto Harry, que le había comprado esos pendientes que se balanceaban sobre su espigado y elegante cuello, el mismo Harry que había muerto y había sido enterrado y más tarde desenterrado e incinerado por su mujer; Harry, a quien por nada del mundo dejaban descansar en su tumba.
Ewart se había deleitado con las anécdotas del pasado de Marlene y quería más, siempre deseoso —con un deseo más propio de una vieja— de presenciar su ruina.
—Contaba contigo como testigo —dijo Marlene—. Pensaba que tu mera presencia en la corte constituiría una excelente publicidad para el Infinito. La gente ya no pensaría que somos una panda de chiflados. A ti nadie te tomaría por un chiflado, Ewart.
Ni siquiera esto logró conmoverlo. Le complacía ver cómo Marlene se valía de cualquier medio para intentar convencerlo; además, él estaba seguro de que no era un chiflado. La miró con expresión grave y se alegró de haberse entrevistado con Freda Flower y de haber persuadido a otros testigos a su favor.
—Ronald Bridges —dijo—. Ese también me ha defraudado de mala manera esta tarde.
—De todos modos no es uno de nosotros.
—Oh, claro, no es espiritista. Pero me ha defraudado de todos modos. Algo más a favor de Patrick —dijo Marlene—, es que nunca me ha defraudado.
Ewart estaba ansioso por marcharse, pues quería telefonear a Freda Flower desde la acogedora reclusión de su estudio en Campden Hill. Le encantaba cotillear con una señora hogareña como Freda Flower, y mucho más ahora que tenía confianza para contarle cómo iban las cosas en el Amplio Infinito y lo que se decía por allí de ella. Y es que, al igual que un cristiano converso de la jungla que regresa en secreto cada noche a adorar al tronco fetiche, o como alguien que públicamente apoya un partido político y en el último momento decide votar por el oponente, Ewart se sentía justificado por Freda Flower hasta el punto de permitirse esas llamadas telefónicas, a pesar de la reputación de la mujer.
—Freda, anoche estuve en una fiesta en casa de Isobel Billows. No la conoces… No, no es miembro del Círculo. Pero había varios miembros allí. Hice lo que pude para convencerlos de que testificaran a tu favor, Freda. Al fin y al cabo, ¿adónde fue a parar el dinero? Los miembros saben que Patrick ha tenido mucho que ver con el manejo de los fondos. Intenté persuadir al joven Tim Raymond, pero me temo que es demasiado joven e irresponsable. Y, querida, no estoy diciendo nada en contra de Marlene, pero…
—Patrick Seton es capaz de mirarte a los ojos y decir la peor de las mentiras —dijo Freda— para hacerte creer que eres tú quien miente y no él.
—Te creo, te creo, querida —decía él una y otra vez al auricular del teléfono, arrellanado en su silla y alisándose el chaleco en el estómago—. Pero no entiendo por qué dudas de ofrecer todas las pruebas.
Marlene estaba recogiendo la mesa con ayuda de una bandeja y miraba a Ewart furtivamente en un intento de evaluar si todavía podría persuadirlo o no. Él se levantó como un marido honrado y con un gesto desdeñoso puso el pimentero sobre la bandeja.
—No quiero retenerte, Ewart, si tienes cosas que hacer —dijo ella.
Pero él estaba ansioso por ayudar a Marlene a lavar los platos antes de volver a su casa para cotillear con Freda Flower. Le gustaba ponerse ese largo delantal y secar los platos, uno por uno, con la bayeta. A veces, al final del semestre, después de los exámenes finales, Ewart invitaba a sus tres mejores alumnos a cenar el sábado en su casa, cosa que disfrutaba muchísimo: planear el menú, comprar los ingredientes, preparar la cena, cocinar, vigilar los cazos, ver que los chicos hubieran comido suficiente. Se sentía como una madre solícita.
Ewart iba secando los platos de Marlene y, orgulloso, los iba amontonando cuidadosamente a un lado. Se sintió estimulado por el abatimiento de la dama y satisfecho después de haber comido.
Sus caderas eran anchas para pertenecer a un hombre. Se alisó el delantal mientras esperaba, bayeta en mano, a que le dieran el siguiente plato. Marlene fregó con rabia la sartén. Ewart rehízo el nudo del delantal para dejarlo bien ajustado a su cuerpo.
—¿Eso es todo? —dijo.
—Supongo que vendrás mañana por la noche —dijo ella—, a la reunión de la Espiral Interior.
—Me temo que no, querida. —Ahora se mostraba encantador.
—No te entiendo —dijo ella, quitándose el delantal. Ewart se quitó el suyo y se lo pasó a Marlene, que dejó ambas prendas con gracioso descuido sobre el respaldo de una silla.
Él le acarició el brazo, comprensivo, como un hombre íntegro que acaricia a una mujer incapaz de comprender lo que significa la integridad.
—¿Vendrás a la sesión del miércoles?
Él la miró con un gesto de reproche.
—Por supuesto —dijo. Marlene debía comprender que el simple hecho de que él se hubiera negado a apoyar a su favorito no lo convertía en un espiritista laxo.
—Bien —dijo ella con tristeza—, así me gusta, Ewart. Te lo agradezco.
Ella se acercó a la abertura en el muro que separaba la cocina de la sala de sesiones y sacudió levemente un ligero pliegue de la pequeña cortina.
—Patrick vendrá este miércoles —dijo ella.
—Podría ser su última aparición —dijo Ewart.
—No que yo sepa —dijo ella, pasando junto a él para salir de la cocina.
Ewart se puso su sombrero, su bufanda y su abrigo en el recibidor.
—Gracias por esta tarde tan placentera, querida —dijo él.
—Me siento defraudada, Ewart…
—Algún día me lo agradecerás, Marlene.
La besó en ambas mejillas y se marchó a su estudio en Campden Hill donde, una vez acomodado en las profundidades de su sillón de cuero, telefoneó a Freda Flower.
—He dejado muy clara mi posición en cuanto a Patrick Seton. Ya era hora, Freda. Así que no seas tonta. ¡Eso es pura superchería! Patrick no puede hacerte ningún daño. Creo que aún sientes algo de compasión por él, Freda, pero créeme… Y si yo estuviera en tu lugar, querida, me mantendría lejos del tal Mike Garland. Sí, lejos, bien lejos… Entre los dos limpiaremos toda la organización, tú y yo juntos. Y Marlene tendrá que dar su brazo a torcer…
Sus caderas se desparramaban dentro del sillón y a su papada le nacían nuevos pliegues a medida que el cráneo se le iba hundiendo en el cuello. Una confortable sonrisa femenina se abrió amplia entre sus mejillas mientras hablaba y sus ojos brillaron, ávidos, como nunca se habían movido sobre ningún examen.
—Sí, Freda querida, se lo he dejado muy claro y le dije…
Entretanto, el reverendo T. W. Socket le decía a Mike Garland, que acababa de llegar a su casa en ese momento:
—La señora Flower está decidida a seguir adelante con el caso.
—No tiene alternativa. Ahora está en manos de la policía…
—¿Pero crees que su testimonio será concluyente? Es lo que la policía necesita.
—He hecho lo que he podido —dijo Mike Garland.
—Espero que no hayas tenido que desflorarla —dijo el reverendo Socket, cerrando los ojos y estremeciéndose de júbilo.
Mike Garland sonrió con cara de asco.
—No me fío de la señora Flower —dijo—. No estoy seguro, pero creo que ella puede haber hablado con la policía sobre mí. Un tipo de paisano vino anoche. Alguien ha estado hablando con la policía.
—¿Y qué quería? ¿Qué te preguntó?
—Quería saber cosas sobre mi actividad como clarividente. Dónde ejercía, cuánto cobraba por una carta astral. Se lo dije. Le mostré mi fichero. Las comisiones.
—Me alegra haberte sugerido lo del fichero —dijo Socket—. No hay nada como tener un fichero en casa. Siempre se puede falsear. Y eso los despista.
—Le dije al hombre que podía revisarlo pero ni se tomó la molestia.
—Me pregunto quién les habrá hablado de ti.
—El tipo mencionó a Freda Flower.
—¿De verdad? ¿A propósito de qué?
—Me preguntó si la conocía. Le dije que sí, que éramos amigos.
—¿Cuántas chicas has conseguido hospedar en casa de Freda Flower hasta el momento?
—Solo tres.
—Envíalas a Ramsgate de inmediato —dijo el padre Socket—. Esto es cosa de Marlene Cooper. Por lo visto la otra noche te volviste su enemigo. Fue una impertinencia por tu parte desafiar a Patrick en medio de una sesión.
—No puedo transferir a las chicas a Ramsgate ya mismo.
—¿Por qué?
—Porque Freda Flower podría sospechar si se marcharan todas de repente. Ella cree que trabajan en la cocina nocturna de Lyon’s Corner House. No me fío de ella.
—¿De quién podemos fiarnos? —dijo Socket.
—Alguien se ha chivado a la policía —dijo Mike Garland.
—¿Habrá sido Elsie? No creo, no.
—Robó la carta. Es capaz de hacer cualquier cosa.
—Te lo dije. Deberías haber sido más discreto cuando Elsie vino a casa —dijo Socket.
—Dudo que Elsie hablara con la policía después de robar una carta propiedad de la Corona de Inglaterra. Además, ¿qué iba a decirles? ¿Que llevaba puesto un albornoz de rayas? —Mike Garland sonrió con los labios apretados.
—Esto es grave —dijo el padre Socket, metiendo un rollo de cinta en un magnetófono. Encendió el aparato. Era una grabación de su voz recitando la Oda al viento del Oeste de Shelley.
Se quedó escuchando con crítica atención mientras Mike se reclinaba en su silla con los ojos cerrados.
Cuando terminó la grabación el padre dijo:
—Tendría que haber recitado más despacio la parte de «Guía mis pensamientos muertos…». Las palabras tienen pocas sílabas, cada una debía ser pronunciada con la misma intensidad. Guía-mis-pensamientos-muertos. Así.
—Me produce cierto escalofrío —dijo Mike.
—No hay problema que no sea pasajero —dijo el padre Socket—. Hijo mío, pronto pasará la fiebre. Saldremos bien parados de esta investigación de la policía. No te preocupes, Mike. Patrick Seton será llevado a juicio, la reputación del Amplio Infinito quedará por los suelos, el Templo libre de indeseables y entonces podremos ocuparnos de los asuntos del Círculo personalmente.
—Lo controlaremos todo. Todo el cotarro —dijo Mike—. Sus palabras me tranquilizan, padre.
—Algunos tendrán que irse —dijo Socket—. Obviamente, Marlene ya no estará al mando. Dejaremos de reunirnos en el piso de Marlene, lo haremos aquí. Ewart Thornton tendrá que irse. Freda Flower (que además de sospechosa solo nos ha traído problemas) tendrá que irse. Hay que andarse con cuidado. Podríamos quedarnos con Tim Raymond, un muchacho dócil. También…
—Aunque no me gustó lo del policía de paisano que vino anoche —susurró Mike—. No me gustó nada.
—No hagas nada durante un par de semanas —dijo Socket—. Hijo mío, no vayas a ninguna parte, no hagas nada.
—Pero las chicas…
—Yo mismo me encargaré de hacerlas llegar a Ramsgate —dijo Socket—. Una por una.
Mike Garland halló consuelo en su socio, a quien reverenciaba desde hacía ocho años, más exactamente, desde aquella tarde de verano en Ramsgate cuando oyó por primera vez un sermón del padre Socket. Esto ocurrió en una casa particular, antes del comienzo de la sesión de espiritismo. Mike, que acababa de salir de la cárcel de Maidstone, donde había cumplido una condena por proxenetismo, quedó profundamente conmovido cuando le oyó decir al padre Socket: «Hay entre nosotros algunas personas que no pertenecen a la raza humana, sino que son alienígenas. Y, sin embargo, deben caminar entre nosotros adoptando el aspecto de miembros de la raza humana. Aquel que tenga oídos que escuche». Después de la sesión Mike le dijo al padre Socket: «Quedé profundamente conmovido con lo que dijo usted antes». Y el padre Socket lo adoptó desde entonces. En esa época Mike tenía cuarenta años y trabajaba como camarero en un gran hotel. Tenía intenciones de regresar a Londres en invierno y buscar trabajo como criado, pues en sus tiempos había sido un buen mayordomo, con numerosas y rentables fuentes de ingresos. El padre Socket no se lo permitió. Tenía planes mucho mejores para Mike, que empezó a experimentar un tardío florecimiento de su espíritu. El padre Socket citaba a los clásicos y a André Gide, y aunque Mike en realidad no leía aquellos libros, por primera vez en su vida comprendió que existían escritos que reivindicaban su homosexualidad —que hasta entonces él había ejercido de manera inconstante y sin convicción—. Mike dejó su trabajo de camarero y empezó su entrenamiento para convertirse en clarividente. Su aspecto le fue de gran ayuda y tuvo éxito en la tarea. El padre Socket lo instruyó en la teoría y la práctica de la clarividencia, y ese tardío florecimiento de su alma reveló a la postre un talento psíquico notable. La casona del padre Socket en Ramsgate se llenaba dos veces a la semana de viudas y militares retirados —los clientes habituales— para asistir a las sesiones de Mike.
—Existen ciertas ayudas para la percepción que un clarividente, por prudencia y humildad, no debería ignorar —le dijo el padre Socket a Mike, y le enseñó cómo observar a las personas y cómo obtener información útil sobre sus vidas privadas. La experiencia pasada de Mike en el mundo de la hostelería y el servicio doméstico también resultó ser muy útil, pues sabía cómo acceder a las escaleras auxiliares de los hoteles y las pensiones y podía reconocer a un camarero amigable con solo mirarlo a los ojos.
—Sin embargo, no debemos pasar por alto las pequeñas cosas de la vida —decía el padre Socket—. Hay que pagar la factura del gas.
Mike conocía a un fotógrafo callejero. El tipo sabía qué hombres adinerados salían a tomar el fresco con sus amigos durante algún ilícito fin de semana. Las parejas eran fotografiadas, el fotógrafo pasaba la factura y la factura desaparecía. Mike consiguió estas fotos a un precio bastante más elevado que los simbólicos siete peniques que costaba cualquier foto callejera. Sin embargo, no salió perdiendo con el trato y, aunque algunos de los sobornos a los miembros del staff de algún hotel salían de su propio bolsillo, las facturas del gas del padre Socket siempre se pagaban puntualmente.
—Jamás toques a una mujer —decía el padre Socket—, pues ninguna mujer entrará en el Reino. Ten tratos con una mujer y tus poderes te abandonarán. Deberías leer lo que dicen los clásicos sobre la materia.
Mike se sentía seguro junto al padre Socket durante sus actividades veraniegas e invernales. Había dejado de ser un buscavidas que entra y sale de los callejones de la ilegalidad, siempre lleno de resentimiento. Ahora Mike estaba en paz con el mundo, por fin se sentía alguien. Tenía una religión y un Camino en la Vida, bajo la guía del padre Socket. Mike, alto, corpulento, con las mejillas sonrosadas, no daba la impresión de ser un tipo cariñoso precisamente. Pero lo cierto es que Mike adoraba al padre Socket y tenía celos de cualquier acólito que pudiera parecer mínimamente tentador.
Ahora, después de ocho años de prosperidad, Mike no podía creer que la simple visita de un policía vestido de paisano pudiera hacer temblar a la roca que traducía a Horacio, recitaba a Shelley, conocía los escritos de los Antiguos y estudiaba la Cábala. La empresa de aquel invierno, una continuación de la empresa del verano, era un pase privado de cine que duraba solo media hora. La sesión incluía dos películas: La verdad sobre el nudismo y El camino de la naturaleza. Las tres chicas que aparecían en el escenario después de la proyección venían más o menos incluidas en el precio de la entrada. A Mike le parecía que el uso de estas chicas era innecesario.
—Supongamos que hubiera una redada. Es más fácil destruir películas que esconder seres humanos.
—El espectáculo perdería todo su interés —decía el padre Socket—, si nadie pudiera probar un poco de carne de verdad. Personalmente, prefiero la pulcritud artística de la película, pero debemos complacer los gustos de la mayoría, más vulgares.
Alojaron a las chicas en casa de la poco suspicaz Freda Flower, de quien el padre Socket solo sabía que era espiritista y viuda y que, conmovedoramente, le había regalado cincuenta cigarrillos cada Navidad y un ambientador floral en el cumpleaños del difunto sir Oliver Lodge.
—Freda alojará a las chicas —dijo el padre Socket—. Ahora que Patrick Seton le ha robado sus ahorros, la señora seguramente necesitará el dinero.
A Mike no le había parecido buena idea que Freda alojara a las chicas.
—Nunca te involucres con una mujer… Destruyen tus virtudes.
En los últimos tiempos, Mike albergaba una ligera preocupación que lo obligaba a preguntarse si quizás el padre Socket seguía tan poco interesado en las mujeres como afirmaba. Una tal Elsie lo visitaba para mecanografiar sus textos. Mike estaba terriblemente celoso de Elsie. Y ahora esas chicas. Aun así, estremeciéndose como bajo un golpe de clarividencia, Mike había preferido espantar los malos pensamientos.
Pero cuando el padre dijo: «Yo mismo me encargaré de llevar a las chicas a Ramsgate. Una por una. Debes mantener un perfil bajo. Confieso que no me gusta lo del policía de paisano que vino a verte. ¿Estás seguro de que era de la policía? ¿Le pediste que se identificara? Siempre deberías exigir que muestren su identificación», cuando el padre Socket pronunció estas palabras, Mike recordó sus reticencias iniciales a la hora de tratar con Freda Flower, recordó el destello de una duda: ¿acaso el padre Socket, a punto de cumplir sesenta y dos años, se estaría debilitando con la edad? En el fervor de la clarividencia y la aprensión, Mike miró al que era su modelo y constante apoyo y dijo:
—Nunca se involucre en tratos con ninguna mujer, padre. Ellas tienen vedado el acceso al Reino. Chupan la virtud y…
—Bueno, hijo mío —le dijo el padre Socket, dándole una palmadita en el hombro—, no temas. Al fin y al cabo tienes ya cuarenta y ocho años y debes ser capaz de soportar los embates del destino.
—Esto me da mal augurio —dijo Mike, imponiendo su estatura sobre el padre Socket—. Tuvimos mala suerte con Elsie Forrest ayer. Eso para empezar. Tendríamos que haberle quitado la carta. Quizás nuestra buena racha se ha terminado.
—Te dije que no anduvieras por ahí con ese albornoz y la cara maquillada —dijo el padre Socket—. Te advertí que esa chica no era un espíritu de fiar. ¿Qué habrá pensado la pobre de nosotros?
Esa tarde de domingo, Alice Dawes estaba sentada en su cama peinándose su negra caballera. En la mesita de noche había una jeringa vacía.
—Esta misma semana, supongo —dijo Patrick en su murmullo habitual.
—¿Y el divorcio? ¿Qué me dices del divorcio?
—Ah, sí, justo pensaba decírtelo. El divorcio se ha pospuesto. Un asunto técnico, parece ser. Nada de qué preocuparse, claro, he hecho todos los preparativos para nuestra luna de miel.
—¿Pospuesto? ¿Cómo pretendes que tengamos una luna de miel sin habernos casado?
—Unas vacaciones, querida, unas vacaciones. Llegado el momento nos casaremos.
—Cuéntame en detalle lo del divorcio.
—¿No confías en mí? —dijo Patrick suavemente—. Dime. —Y estiró la mano para apretar ligeramente el brazo de la chica.
—Claro que sí —dijo ella. Y tras una pausa añadió—: ¿Estás seguro de que el caso se resolverá el próximo mes?
—El divorcio tardará…
—No, el divorcio no. El caso, la acusación de fraude.
—Es muy posible que ni siquiera haya juicio. La policía podría concluir que no tiene suficientes pruebas.
—Ya me gustaría decirle unas cuantas cosas a la tal Freda Flower. ¡Mira que acusarte de falsificar esa carta! ¿Has visto a Elsie últimamente?
—No. Ojalá Elsie no hubiera puesto sus manos en la famosa carta. Eso me pone en una situación difícil. La policía cree que estoy detrás del robo. —Patrick volvió el rostro de manera dramática.
—¿Ya lo saben? ¿Cómo? ¿Quién…?
—El hombre que perdió la carta, supongo.
—Ronald Bridges —dijo Alice—. El epiléptico. ¿Qué dice la carta?
—No demasiado. Venía con el cheque que Freda me envió y dice simplemente: «Por favor, usa este dinero para tu futuro trabajo psíquico y espiritual. Lo dejo enteramente en tus manos». O algo así. Una mujer sin principios. No debería haber recibido ese dinero…
En un desesperado acceso de rabia contra Freda Flower y sus propias dudas, Alice se revolvió en la cama. Se incorporó violentamente y empezó a sacudir las mantas mientras buscaba su ropa.
—No se hable más. Iré ahora mismo a ver a esa mujer. Le voy a dar un escarmiento que…
—No, no —dijo Patrick.
—Le diré que no serás tú, sino ella quien acabará en chirona si se planta delante del juez y dice que tú has falsificado esa carta. Se lo diré y así podrá ver con sus propios ojos que estoy embarazada y le diré que no tiene ningún derecho, le diré… le diré… ningún derecho a interponerse entre nosotros con esa sucia demanda y le diré que tendría que haber pensado mejor las cosas antes de enviarte ese cheque…
—No, no, Alice, cálmate —dijo Patrick.
—Le diré: «Tendría que habérselo pensado mejor, señora; ¿creía que él se casaría con usted después de obtener el divorcio, ridícula vieja gorda?», eso pienso decirle, decirle: «Ahora que ha donado el dinero a una buena causa, repartiéndolo entre los estudiantes espiritistas, ahora viene a decir que usted no se lo había dado». Y voy a decirle: «Señora Flower», voy a decirle: «Señora Flower, usted sabe que la policía tiene muchos prejuicios y todo el mundo tiene prejuicios contra el espiritismo y dirán que la carta es falsa y le pagarán a sus hombres para jurarlo ante el juez. Ahora bien, señora Flower», le diré, «¿adónde cree que irá a parar después de todo esto? ¡A chirona! Allí es donde irá a parar. ¿Cree de veras que podrá interponerse entre Patrick y yo?», le diré. «Oh, no, señora Flower, eso sí que no…».
Alice se acurrucó en la cama, sollozando como una niña.
Patrick, sereno, se sentó junto a ella y la observó a medida que sentía bullir aquel murmullo interior que era su memoria. No podía recordar dónde había visto una imagen similar antes. Su memoria era impresionista, basada en unas pocas sensaciones claras y distintas en medio de una masa de materia nebulosa que, por lo general, constituía su imagen del pasado. Recordaba casi toda su infancia y quizás habría podido evocar la imagen latente de aquella vez en que su maestra llevó a la clase entera a visitar una galería de arte. La maestra intenta explicarles el impresionismo haciendo que cada alumno se mire fijamente las palmas de las manos. «Alrededor de vuestras manos sois conscientes de los objetos; los veis pero no con claridad. Lo que veis alrededor de las manos es una impresión». La memoria de Patrick se había convertido en esa clase de impresión, y cuando dedicaba toda su atención a pensar en las cosas del pasado casi siempre era su infancia lo que acudía a su mente, una infancia feliz que le había servido como justificación de todas sus acciones posteriores. De hecho, le asombró que los psicoanalistas de la prisión le hubieran dicho que su comportamiento podía explicarse por algún tipo de trauma en la infancia. Nada más lejos de la verdad: todo lo malo que le había ocurrido en la vida había venido después, en oleadas. Su vida estaba llena de desafortunados incidentes, y el dulce sueño de la infancia había permanecido incólume en su mente como aquello respecto de lo cual todo lo demás representaba una desviación. Patrick es un niño soñador: un soñador empedernido, como decía la gente con orgullo, el niño que vuelve de un paseo por el jardín botánico o que levanta la vista de su libro favorito (en este caso, Mary Rose, de J. M. Barrie), el niño al que llevan al teatro para ver la adaptación del libro y queda profundamente emocionado ante la visión de esas actrices y actores reales con la cara pintada que representan en el escenario la tierna historia de la chica raptada por las hadas en las islas Hébridas. En su juventud memoriza los poemas de W. B. Yeats y nunca los olvidará. Luego, durante su primera y fantástica visita a las Islas Occidentales protagoniza su primer desafortunado incidente, cuando es acusado de haber sustraído dinero del bolso de una dama americana, a la que había estado recitando poemas la noche anterior. Él piensa en ella, en su poética inocencia, un alma caritativa a la que el dinero no parece importarle; pero ahora, de repente, se comporta como si le importara. Poco después sabe por boca de un hombre que los primeros cristianos compartían todas sus posesiones terrenales. Patrick aprende esa lección y la repite por doquier. Pasado un tiempo mantiene relaciones sexuales con una mujer. Todos los detalles vergonzosos le repugnan y a menudo sufre raptos de enajenación. Hay demasiadas cosas nauseabundas en la vida que destruyen el éxtasis, nuestro legado más preciado. Creo que la gente, dice Patrick, debería leer más poesía y ocuparse de sus sueños. Yo no reconozco las leyes y los dogmas creados por los hombres, siempre montando un gran escándalo por unos miserables centavos o por la puntualidad. «Que tu paso sea leve», les recita a las jovencitas que conoce, «porque caminas en mis sueños». Las jovencitas lo escuchan embelesadas. «He deshojado mis sueños bajo tus pies», dice, «que tu paso sea leve…». Incluso las mujeres maduras lo escuchan embelesadas. Su enjuto padre acepta su postura y muere. La madre viuda no comprende por qué su hijo no logra abrirse camino en la vida, teniendo tan finas cualidades. Ella se queja siempre de que no tiene dónde caerse muerta y, cuando por fin fallece, Patrick descubre asombrado que su madre tenía mucho sobre lo que caerse muerta. Mucho. Él no se imaginaba que fuera una persona tan materialista. Una chica ha quedado embarazada, pero a Patrick no le parece que sea asunto suyo, así que decide mudarse a Londres, lejos de todos esos desafortunados incidentes. En Londres descubre el espiritismo y se convierte en un notable médium, actividad para la cual había tenido desde siempre, sin saberlo, un gran talento. Como nunca faltan los altibajos, hace todo lo posible para ayudar al señor Fergusson, proporcionándole información. Patrick tiembla de miedo y de alivio cuando piensa en el señor Fergusson, que antes lo acusa de un delito; esa es la primera vez que se encuentran.
Patrick intenta explicar cuánto lo decepcionan esas personas que después de confiar en él, y tras haber hecho un pacto de confianza, como yendo contra su propio buen juicio y haciendo la vista gorda, de repente ya no confían en él y se vuelven en su contra.
Hay otra acusación y una desafortunada sentencia, pero el señor Fergusson, con su gran corpulencia y su uniforme que inspira tanta confianza, sigue en la comisaría de policía, así que llega a un acuerdo con él a cambio de información y entonces Patrick se siente mucho mejor y piensa que el señor Fergusson es un amigo de verdad, aunque de vez en cuando el señor Fergusson no puede evitar imputarle algún cargo; de modo que Patrick tiene miedo del señor Fergusson.
Patrick contempla a Alice, acurrucada, muerta de angustia. Es mucho más fácil escapar de una chica en cualquier otra parte del país que en Londres, piensa. Si uno vive en provincias solo hace falta ir a Londres para desaparecer. Pero si estás en Londres y tienes ante ti a la chica de tu vida, estate seguro de que ella conocerá a todas las personas con las que andas, como si te hubieras casado con ella, incluso estará al tanto de algunos de tus negocios; sabrá dónde encontrarte y te resultará imposible desaparecer de ella sin desaparecer del centro de las cosas, del movimiento espiritista, de Marlene, de su Círculo, del pan de cada día. Patrick está indignado. Él ha sido bueno con Alice. No le ha quitado un penique. Es más, es él quien le ha dado dinero a ella, la ha mantenido durante casi un año. Ella ha aceptado confiar en él, es un pacto. Es mía, piensa él, y solo mía. Las otras no eran mías pero esta sí, es mía. La he querido, todavía la quiero. No le he quitado nada. Le he dado todo. Liberaré su espíritu de ese cuerpo tan vulgar.
Patrick mira decidido la jeringa sobre la mesita de noche y tiene muy claro cómo hará las cosas en Austria (si todo sale bien), pues un hombre debe proteger su pan de cada día y Alice ha aceptado morir, aunque no lo haya dicho con palabras.
Patrick la observó con calma y llegó a la conclusión de que había sido débil con Alice. Ella había hablado sin cesar del matrimonio, como si él fuera un vil materialista y creyera en formas vacías. Él le había dicho repetidas veces que no era una persona de convenciones: «Vivo la vida del espíritu». Ella le había contestado simplemente: «Yo tampoco soy nada convencional». Y sin embargo, en cuanto concibió ese repulsivo bebé le entraron las prisas por casarse. Era absurdo que se negara a dar en adopción al niño y que estuviera tan frenética por el matrimonio.
Era su amor hacia él y sus valores espirituales lo que la hacían tan parecida a las demás mujeres, acurrucada allí en la cama después de su rapto de furia. Un frío sutil le caló los huesos ante la posibilidad de que el caso de Flower pasara a mayores y finalmente recibiera una condena. Prefirió abstraerse de aquella idea y se entregó de nuevo a la reflexión espiritual. Antes de que Alice se recuperara, él, observándola ahora desde una silla, se sorprendió al sentir algo que nunca antes había experimentado. Era un agudo pálpito de anticipación y placer ante la imagen mental de Alice acurrucada en esa misma posición, pero en medio de las montañas austriacas, inerme. Es mía, pensó. A esta no le he quitado un penique. Se los he dado yo todos. Puedo hacer lo que me parezca con ella. A esta la quiero. Ella ha accedido a confiar en mí. Acurrucada en las montañas austriacas, con una sobredosis de insulina, lejos de cualquier médico, de cualquier ayuda, lejos de los entrometidos de sus amigos y conocidos y enemigos de Londres, fuera del radio de acción de su pan de cada día, libre de su pesado cuerpo, más allá del bien y del mal. Ella ha aceptado, no con palabras, claro, pero…
Ella lo miró desde la cama, aterrada. Pero el miedo no tardó en abandonar su rostro. Tenemos un pacto, pensó él. Ella ha accedido a confiar en mí.
Todavía era domingo y Ronald había subido por las escaleras hasta la puerta de Elsie Forrest en el número 10 de Vesey Street, cerca de Victoria, y se había sentado en las escaleras, esperando a que ella regresara. Hacia las once y media, cuando ella apareció, Ronald se incorporó para recibirla.
—¡Dios santo! —dijo Elsie al verlo.
—Espero no haberla asustado.
—¿Qué quiere?
—Hablar con usted —dijo Ronald.
—Me está amenazando. ¡Voy a gritar!
Ronald se sentó en el último peldaño.
—No la estoy amenazando. Solo le pido que hablemos. Estoy dispuesto a escucharla.
Ella abrió la puerta.
—Pase —dijo y se quedó mirándolo mientras él entraba a su salita.
—No tengo nada que ofrecerle —dijo.
—¿Ni siquiera un té? —dijo Ronald.
—Póngase cómodo —dijo ella.
Ella se quitó el abrigo y lo colgó en un armario, de donde sacó una percha en la que colocó cuidadosamente el abrigo de Ronald, antes de colgarlo junto al suyo. Ronald se sentó en el diván y estiró las piernas.
Mientras ponía a calentar el agua en la pequeña placa eléctrica, detrás de una cortina, Elsie dijo:
—¿De qué quería hablarme? —Lo miró de reojo a la vez que preparaba las tazas.
—De lo que usted quiera.
Ella lo miraba, no para adivinar lo que él quería decirle, sino como quien examina una mercancía, cosa que hizo sentir a Ronald como un objeto en venta.
—Usted es Ronald Bridges —dijo ella.
—Y usted es Elsie Forrest —dijo él.
—Ha venido por la carta —dijo ella, acercándose a la ventana para correr la mustia, improvisada cortina.
Él dijo:
—¿Ha venido a verla la policía?
—No —dijo ella—. Y usted lo sabe. No sería tan idiota como para decirle a la policía que intentó recuperarla personalmente. Iría contra su reputación, perder un documento confidencial, ¿no es así? ¿Por qué no le dio un trato confidencial si era tan confidencial?
—No lo sé —dijo Ronald.
—No sería tan tonto de contárselo a la policía… —dijo ella.
—No —dijo él—, fue un amigo quien la delató.
—No le creo —dijo ella—. Ningún detective me ha llamado hasta ahora.
—Les he pedido que me den un tiempo para intentarlo por mi cuenta.
—No le creo.
—Muy bien —dijo él—. El agua está hirviendo.
Ella preparó el té. Ronald la observó con detenimiento. Parecía una chica bastante neurótica, con esa manera tan nerviosa de moverse, con esos ligeros y constantes tics producto, probablemente, de un rencor pertinaz. Su pelo rubio, brillante de tan grasiento que lo llevaba, le tapó el rostro mientras ella servía el té.
—Su amigo Matthew Finch vino a verme —dijo ella.
—Lo sé —dijo Ronald.
—Quería recuperar la carta.
—Lo sé.
—Y por eso ha venido usted después que él.
—No tenía necesariamente por qué venir después que él —dijo Ronald.
—¡Basta! —dijo ella—. Llame a la policía. Lo afrontaré todo. —Se sentó junto a Ronald en el sofá y, doblando los brazos sobre su regazo, miró intensamente al vacío—. Aunque ya lo he afrontado —dijo en un tono trágico, como el que usaba Alice cuando hablaba con un hombre y la ocasión lo exigía.
Justo en ese momento, Ronald se sintió violentamente atraído por ella.
—He muerto —dijo Elsie—, he muerto muchas veces.
—Vaya —dijo él—, ¿cómo es posible?
Ella se apartó el pelo de su frente prominente. Tenía un rostro combado y juvenil.
—He amado demasiado, he confiado demasiado —dijo, consciente de la efectividad de su estilo—, he dado mucho y no he recibido nada.
—¿Ha tenido muchas relaciones sexuales? —dijo Ronald.
—He tenido sexo sin tener ninguna relación. No sé por qué le cuento todo esto en los primeros cinco minutos.
—Quizás no ha conocido al tipo adecuado —dijo Ronald.
—Los tipos adecuados no existen. Si no están casados son maricas. Si no son maricas son crueles; si no son crueles son demasiado blandos. De un modo u otro siempre fracaso con los hombres. ¿Por qué le estoy contando todo esto?
—Soy como un tío —dijo Ronald.
—¿Por qué dice eso? ¿Le interesa la psicología…? A mí me interesa mucho la psicología. ¿Por qué dice que es como un tío?
—Porque todo el mundo me cuenta sus problemas —dijo Ronald.
—¿Y usted no le cuenta a la gente los suyos?
—No —dijo Ronald—, mis problemas son demasiado evidentes. Y además, no soy una persona demasiado filial. Para poder contarle los problemas a la gente es preciso sentirse como un hijo. O como una hija, ya me entiende…
—Pues yo debo de ser una hija innata —dijo Elsie—, según esa psicología.
—De momento usted se comporta como una sobrina, si es que yo sigo siendo su tío. Mantengamos el orden en nuestros términos de referencia.
—En fin. Hay un hombre, el padre Socket —dijo Elsie—, que me ha decepcionado. Yo lo veía como a un padre y he descubierto que es homosexual.
—Podría pasarlo por alto si lo viera como un primo segundo —dijo Ronald.
—No puedo pasarlo por alto. Odio a los maricas. Quiero tener un hijo.
—¿Le gustan los bebés?
—No especialmente. No es solo por tener un niño, sino por el hecho de concebirlo con el hombre del que esté enamorada.
—Será mejor que se case —dijo Ronald—. Sería el procedimiento más razonable.
—No quedan maridos disponibles que yo sepa. Mi propio hermano le es infiel a su esposa. Me pone enferma. Y encima él pretende que yo lo respalde. «Préstame tu apartamento esta tarde, Elsie», me dice. Y cuando me niego a dejárselo me acusa de ser mala hermana. Entonces yo le digo que repruebo el tipo de mujeres que elige. No hay más que hablar. No permitiría que vinieran aquí. Así es mi hermano. Siempre supe que sería un pésimo marido.
—Será mejor que se case con alguien que no sea como su hermano.
—La verdad es que no abundan los candidatos. Todos los hombres que conozco quieren aprovecharse de mí. Solía hacer todo el trabajo de mecanografía para el padre Socket. Ese amigo suyo, Matthew Finch, solo quería cometer pecados conmigo y comía un montón de cebollas y me echaba el aliento encima para que yo lo disfrutara. ¿Cómo sabía lo que me ponía? Si es su amigo, solo puedo decirle que…
—Oh, sí, como es mi amigo, será mejor que lo dejemos fuera de la conversación.
—Y luego hay otra cosa: ustedes, los hombres, hacen causa común contra nosotras.
—¿No tiene amigos?
—Sí, bueno, está Alice…
—Bien, no la metamos en esto entonces.
—No, de ningún modo. Alice es un caso. Está loca de amor por ese renacuajo de Patrick Seton. Admito que es un médium estupendo. ¿Pero qué más puede ofrecer? Y ahora Alice está esperando un hijo de Patrick. ¿Y qué ha hecho él al respecto? Intentar convencerla para que lo dé en adopción. Alice cree que él se casará con ella, y está equivocada. Se lo he dicho mil veces. Le he dicho que Patrick nunca se casará con ella. Él dice que se está divorciando, pero el divorcio nunca llega. Y ella le cree. Cuando la cosa se pone incómoda, Patrick la distrae recitándole poemas. Estoy segura de que Patrick no tiene ninguna esposa, ni la ha tenido. No es del tipo de los que se casan, para nada. Nunca se casaría con Alice, pero ella se niega a verlo.
—¿Entonces por qué defiende a Patrick como si fuera su hermana mayor?
—Para nada, no lo estoy defendiendo, es que…
—Está ocultando la prueba que lo incrimina.
—Oh, la carta. Pienso quedármela. Sé que ha venido por eso, pero pienso quedármela. Asumiré todas las consecuencias. Ya las he asumido. Así que puede irse.
Ronald se levantó y fue a buscar su abrigo al armario.
—Quédese esta noche —dijo ella— y le daré la carta por la mañana.
Ronald volvió a sentarse.
—No —dijo él.
—¿Por qué? ¿No quiere acostarse conmigo?
—No —dijo Ronald.
—¿Por qué? Dígame. ¿Le molesta algo de mí?
—Los tíos no se acuestan con sus sobrinas —dijo Ronald.
—¿No le parece que está llevando la idea demasiado lejos?
—Sí —dijo Ronald—. Cierto. No soy su tío, soy un extraño. Por eso no puedo acostarme con usted.
—¿Y yo? ¿Soy una extraña para usted?
—Sí —dijo Ronald.
—Ya veo. Intenta jugar conmigo, manipularme —dijo ella—. Solo quiere la carta. Quitarme todo y no darme nada a cambio.
—Pensaba que estábamos teniendo una conversación interesante, mutuamente asumida como una charla entre extraños —dijo Ronald.
—Sí, claro. Y cuando usted se marche pensará: «Bueno, no he conseguido recuperar la carta pero al menos me lo he pasado bien burlándome de esa pobre chica durante una hora entera». ¿Y cómo cree que voy a sentirme yo? Prefiero que los hombres no vengan a verme si a la postre acabarán marchándose y dejándome sola. No tengo sensación de soledad antes de que vengan, sino cuando se van.
—Hay una filosofía implícita en todo eso —dijo Ronald—. Trae a colación la cuestión de si sería mejor no haber nacido.
—Esa es una pregunta idiota —dijo ella—, porque solo puede hacerla quien ha nacido ya.
—Sí, es una tontería. Pero en vista de que uno ha nacido, se trata de una pregunta acuciante que hemos nacido para formular.
—Creo que es mejor haber nacido. Al menos uno sabe dónde está —dijo Elsie.
—¿No se está contradiciendo? —dijo Ronald.
—No me importa contradecirme. Hay una gran diferencia entre sentirse sola después de que un hombre se haya marchado de casa, y la idea de no haber nacido. Haber nacido es fundamental. La compañía no es necesaria en el mismo sentido en que uno precisa haber nacido.
—Lo que está diciendo tiene mucho sentido —dijo Ronald.
—Lo que digo es que es un error procurar la compañía de alguien, ojalá pudiera parar de hacerlo.
—Solo tiene que poner una nota en la puerta que diga: «Estaré fuera un par de semanas» y dejarla allí mucho tiempo, si es lo que quiere, claro.
—No tengo agallas para hacer algo así —dijo ella—. Y los hombres que conozco no me dan la compañía que necesito. Solo quieren sexo. Y si acaso tenemos una tarde de ocio sin sexo, siempre están ansiosos por volver con sus mamis, sus titas o sus esposas.
—Debería obligarlos a entretenerse sin sexo —dijo Ronald—. Una chica inteligente como usted…
—Ellos no quieren inteligencia. No vienen a verme si no hay sexo. Soy muy sexual, me excita la sola idea del sexo. Y eso es lo que les gusta de mí. Pero eso me hace sentir sola.
—¿Pero no lo disfruta en el momento?
—No. Pero no puedo vivir sin sexo y estos hombres lo saben. Van por ahí enseñándome sus condones o abren los paquetes de anticonceptivos como un niño hace con el envoltorio de una golosina, o bien esperan siempre que lleve puesto un dispositivo. Siempre tengo deseos de enamorarme de cada hombre y concebir ese niño, pero no puedo evitar pensar en el control de natalidad y algo dentro de mí se revuelve. Es imposible disfrutar el sexo con esa disposición mental.
—Conozco la sensación —dijo Ronald—. Es como contemplar la idea del suicidio.
—¿Alguna vez ha pensado en suicidarse?
—Sí —dijo él—, pero algo dentro de mí se revuelve.
—Yo he pensado en el suicidio, pero al final siempre decido esperar por si surge otra posibilidad. Podría conocer a un hombre que esté dispuesto a vivir conmigo y que no me dé con la puerta en las narices con el asunto del control de natalidad. Muchos querían vivir con Alice antes de que empezara a salir con Patrick Seton. Y ahora está a punto de sufrir un terrible desengaño, aunque ella no lo quiera admitir… Al menos ha tenido sexo para quedarse embarazada.
—En todo caso no se puede ir por ahí llenando el mundo de niños —dijo Ronald—. No es muy razonable.
—Lo sé —dijo ella.
—¿Podría devolverme la carta? —dijo Ronald.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Porque usted se la llevó.
—Es la primera vez que le quito algo valioso a un hombre. Pienso quedármela.
—¿Para qué?
—Podría serme útil para ayudar a Alice. Si condenan a Patrick ella se quedaría en una situación complicada. No niego que me gustaría verlo metido en un calabozo, pero eso no quita que sea el amante de mi amiga, así que no veo por qué no debería destruir la prueba que lo incrimina. Estoy segura de que la carta es falsa.
—Usted no destruirá la carta —dijo Ronald.
—¿Cómo lo sabe?
—Se puede explotar de mil maneras. Podría crear una secta entera alrededor de esa carta. También me la ha ofrecido a mí a cambio de que me acueste con usted.
—¿Y cómo sabe si yo se la habría devuelto al final?
—Se equivoca si cree que el hecho de conservar o no la carta alterará las pruebas contra Patrick —dijo Ronald—. Existen fotocopias que pueden ser aceptadas en la corte junto a la evidencia de la pérdida del original.
—¿Entonces para qué la quiere?
—Para salvar mi reputación. La policía me contrata a menudo para detectar falsificaciones. No debería haberle hablado a nadie de ese documento. Ese fue mi error. Y obviamente yo soy el principal responsable del robo. Pero si consigo devolver la carta, la policía se olvidará del asunto.
—¿Si le devuelvo la carta promete volver a visitarme?
—No —dijo Ronald.
—Entonces no veo por qué debería devolvérsela. Usted me ha hablado como un amigo, pero lo único que quería era la carta.
—No soy su amigo, soy un extraño —dijo Ronald—. Aun así, he disfrutado mucho de la conversación.
—Muy bien, pues yo también soy una extraña y pienso quedarme con la carta. La carta tiene un precio.
—Démela por amor.
—¿Y qué clase de amor obtengo yo a cambio?
—Esa no es la cuestión.
—Vaya, qué agallas tiene, déjeme decirle. Igual, todos los hombres vienen aquí por un solo motivo.
—Devuélvamela por amor —dijo Ronald—. El amor más elevado es el amor sacrificial. Si le sirve de consuelo, recibir esa clase de amor es algo sumamente embarazoso. El mejor tipo de amor que se puede recibir es que te tomen de entrada por una persona de fiar y, por tanto, te ignoren. Eso es más cómodo.
—Palabras, palabras —dijo ella—. Estoy cansada… He hecho el turno del cierre en el Oriflamme.
—En fin, piénselo mañana. —Ronald se puso el abrigo.
—¿Si le doy la carta, vendrá a visitarme uno de estos días?
—No lo creo —dijo él—. Usted descanse. Gracias por la charla.
—¿Y si no le doy la carta? ¿Qué piensa hacer?
—Volveré y lo intentaré de nuevo.
—¡Cielos! —dijo ella—, me está volviendo usted loca. —La chica se acercó a la ventana y tras de meter el brazo entero en uno de los pliegues de la cortina, extrajo un papel doblado en cuatro—. Tome —dijo—, y váyase rápido, corra antes de que cambie de idea. —Elsie metió la carta en el bolsillo del abrigo de Ronald—. Váyase —repitió—, no quiero volver a verlo.
Ronald se sentó con el abrigo puesto y desdobló el papel.
—La ha arrugado toda —dijo—. Pero veamos cómo suena. Y leyó en voz alta:
Querido Patrick:
Quisiera que aceptaras el cheque adjunto por valor de dos mil libras. Por favor, usa el dinero para tus futuros trabajos psíquicos y espirituales. Los detalles del empleo de este dinero quedan a tu entero albedrío.
Aprovecho para reiterarte cuánto te admiro y lo mucho que me ha inspirado tu grandiosa Obra. Te estaré eternamente agradecida.
Tuya,
Freda Flower
—La ha arrugado toda —dijo Ronald—. Al menos no la ha doblado. En la detección de falsificaciones hay que estar muy pendiente de los pliegues.
—¿Por qué?
—A veces se repintan las líneas después de que se ha hecho el pliegue. El falsificador casi siempre tiene dudas sobre la calidad del trabajo después de haber doblado el papel, así que para asegurarse de que todo queda perfecto desdobla el papel y retoca alguna cosa. Por ejemplo, el palito de una efe. Con un microscopio se puede detectar si el falsificador ha hecho algo así.
—¿Y es lo que Patrick ha hecho? ¿Eso cree usted? —dijo ella, husmeando la carta—. Parece la letra de una mujer.
—Cierto. Es un buen falsificador, tiene experiencia. Ya ha estado preso por lo mismo, le cayó una buena condena.
—¿De veras? Alice no lo sabe. Bueno, en cierto modo lo sabe pero no quiere afrontarlo. El bebé la obliga a confiar en Patrick.
—Lo averiguará tarde o temprano.
—¿Lo enviarán a prisión?
—No lo sé —dijo Ronald—, no es fácil demostrar la falsificación. Este documento podría dar problemas. Los expertos a menudo se contradicen. El abogado de Seton tendrá su propio perito, seguramente. De modo que todo dependerá, en gran medida, de los testigos. Por ejemplo, si el testimonio de la señora Flower…
—Pero si saben que en el pasado ha hecho otras falsificaciones, seguramente…
—No sabremos nada hasta después del veredicto.
—Alice cree que el caso no tendrá consecuencias.
—Es posible. Tal vez ni siquiera llegue al tribunal.
—¿Aquello de que Patrick estuvo encerrado en la cárcel es algo confidencial?
—No, es vox pópuli —dijo él mientras examinaba la carta.
—Quizás será mejor que no le diga nada a Alice. Ella cree que van a casarse, aún tiene esperanzas. En todo caso él piensa llevársela de vacaciones a Austria en cuanto se resuelva el caso.
Ronald volvió a doblar el papel y se lo metió en el bolsillo interior del abrigo.
—Debo irme ya —dijo.
—¿Vendrá a visitarme uno de estos días? —preguntó Elsie.
—No creo —dijo él.
—Le he dado la carta…
—Se lo agradezco.
—Necesita a alguien que cuide bien de usted —dijo ella.
—Hace tiempo estuve saliendo con una chica que acabó creyéndose mi madre. No funcionó.
—No estoy a su altura —dijo—. No soy de su clase, es eso, ¿no?
—Soy epiléptico —dijo él—. Digamos que eso me pone más allá de cualquier clase.
—Ya sé que es epiléptico —dijo ella—. Me lo dijeron.
—Buenas noches, Elsie —dijo Ronald antes de bajar por las escaleras y salir a las oscuras calles. Fuera ya era de madrugada.