23.40
ES una extraña mezcla. La fuimos escuchando mientras nos acercábamos al salón. Entre la música, los aplausos y las risas, asoma un agudo balido de auxilio. Carolina me suelta la mano y sale corriendo a una velocidad insospechada. Ariel y yo corremos detrás. Ariel me dice que Roxy se ha desmayado de todo lo que le han dado para tomar, me dice que cuando estaba medio zombi en el piso empezaron a tocarla, y como ella se reía y se dejaba, siguieron cada vez más intensamente, cada vez más profundo. Es como uno de esos documentales con hienas, buitres y despojos de carne. Sergio Canetti y el Duce le aprietan las muñecas contra el piso, el Gordo Paoleri y otro del San Roque la sujetan por los tobillos, separándole las piernas. La han desnudado a zarpazos. Conserva la ropa, pero fuera de lugar. La remera retorcida hasta al cuello deja al descubierto un portentoso par de tetas. La minifalda de jean, subida a la fuerza, hasta la altura del abdomen.
Carolina da un grito inútil y empieza a llorar. Intenta frenarlos pero lo hace sin fuerza. La sujetan entre dos y la llevan a los tirones a un costado. Escucho sus gritos. Me pide que haga algo. Me lo pide a los gritos, por favor, hasta que le tapan la boca. El Chino y Lucas hablan conmigo. Me apartan unos metros y me dicen que no les van a hacer nada, que sólo están jodiendo un rato, que de todas maneras, la gorda había estado buscando guerra desde el vamos.
—Llevate a la otra para el baño —me recomiendan—. Así no arma quilombo y te la dejamos toda para vos.
—¿Qué le van a hacer? —pregunto.
—No le vamos a hacer nada. Te lo prometo, Mocho.
—No va a pasar nada que ella no quiera —agrega Lucas y siento el peso plomizo de su mano sobre mi hombro.
Ése es el fin de nuestro diálogo. No pregunto nada más. Tampoco llevo a Carolina al baño. Quiero hacer algo, sé exactamente lo que tengo que hacer, pero simplemente no puedo. Me apoyo de espaldas contra la pared y me dejo caer hacia abajo, hasta quedar en cuclillas, breve y ovillado como un feto gigante. Desde esa posición soy testigo de lo que sigue. No quiero mirar pero miro. Mis ojos registran todo con una nitidez espantosa.
Roxy recobra parte de su fuerza pero no consigue zafarse. Los parlantes reproducen, con una devastadora ironía, la versión de Los Ramones de «What a Wonderful World»: Veo árboles verdes, rosas rojas también, las veo florecer para mí y para vos.
Esa canción la habíamos escuchado antes, en el auto, con Carolina, cuando la letra todavía tenía algún sentido. Ella por suerte ha quedado fuera de mi vista —hay una columna en el medio—, pero sé que Perdomo la tiene agarrada porque cada tanto aparece el ruido de su llanto entre el griterío. Quiero ponerme de pie y rescatarla a Carolina. También me gustaría llorar, pero no. No sé llorar. Veo cielos azules, nubes blancas, veo días brillantes, benditos, veo noches cálidas, sagradas. Estoy seguro de que siento lo mismo que alguien que llora, pero no puedo sacar agua por los ojos. Lucas agarra una botella de whisky y deja caer un chorro sobre las tetas de Roxy. Limpia el enchastre con la lengua. ¿Así te gusta? ¿Sí, putita? El Chino hace lo mismo. Esconde la cara entre los senos como un avestruz. Roxy ya no grita. Los colores del arco iris tan bonitos en el cielo. El Gordo Paoleri quiere un poco también. Deja la pierna izquierda a cargo de otro. Le quiere besar la boca. No muerdas, putita, si te gusta. Se conforma con las tetas. Echa otro chorro de la botella y comparte con Sergio Canetti: una teta para cada uno. Veo amigos estrechándose las manos, diciendo ¿Cómo te va? El resto mira desde la ronda, unos pasos atrás. Ariel, Fefo y los otros atestiguan todo con miedo y silencio. Ariel me mira cada tanto, pero yo no puedo hacer nada. Cuando el Chino se aburre de las tetas, pasa a la entrepierna. Se arrodilla y ordena que separen, como en un sillón ginecológico. Qué linda tanguita roja. Se ve que viniste preparada. Veamos, veamos, qué tenemos por acá. Traigan los fideos que el agua ya está. Y después se hacen las que no les gusta. Y el espacio que hay. Es un loft, esto. Acá entran dos perros peleando. Vení, Cristiancito, vení a sentir el calor de una conchita. Dale, no seas cagón. ¿Te gustan las nenas o los nenes? Mostrale toda esa pija boba que tenés. Escucho críos llorar, los veo crecer, aprenderán mucho más de lo que yo jamás sabré. Chupale la concha, Chino. Ni en pedo, andá a saber los bichos que andan por ahí. Yo se la chupo. En una de ésas revive como la Bella Durmiente. Echale un chorrito de whisky antiséptico. Ahí está, eso mata todo. Está rica. ¿Te gusta así? Ahora que la chupe ella. Mirá a Lucas el palo que tiene. ¿Y si muerde? Qué va a morder si está casi desmayada. Aparte, a estas negritas les gusta más la pija que el dulce de leche. ¿Me vas a morder? ¿Sí? Dale, portate bien. Es un petecito, nomás. ¿Qué te cuesta? Los chicos hacen fila con la verga hinchada entre las manos. Qué divertido. Y entonces pienso para mí mismo: qué mundo tan maravilloso.
Los demás no pueden verlo. Está ubicado a sus espaldas. Yo, en cambio, lo tengo de frente. Su cara asoma, espiando, por la ventana que da al estacionamiento. Es un pibe de unos dieciocho años, no más de eso. Tiene que estar subido a algo, porque esa ventana tiene al menos tres metros de altura. Me refugio detrás de una silla de mimbre. Aún puedo verlo a través del respaldo deshilachado. Él los mira a ellos, pero no me puede ver a mí. Ellos no lo notan, inmersos como están en lo suyo. Sólo yo lo veo todo. Ese pequeño poder me da una tibia sensación de placer. La cara desaparece de la ventana. Debería advertir al equipo sobre el intruso. Pero no lo hago. Enciendo un cigarrillo y espero. Ahora lo veo por el mosquitero de la puerta. Está en el estacionamiento. Puedo ver su bicicleta apoyada contra la reja de entrada. Sube al asiento pero no se mueve. Queda ahí, sentado, estático, con un pie en el pedal y el otro en el piso. Baja de la bicicleta, saca algo del interior de su campera y desaparece de mi vista. Todo esto dura lo que un cigarrillo encendido. Lo sé, porque apenas me queda una última pitada, cuando entra al salón y dispara dos veces contra el revoque del techo.
Todo se detiene. Cae un bloque de yeso contra el piso y todo queda quieto: las manos que escarban en el cuerpo de Roxy, el humo en mis bronquios, las risas, los gritos. Todos se dan vuelta para verlo. Es bajo pero bien formado, de hombros anchos y sólidos. Tiene pescadores de jean y una campera deportiva roja, empapada por la lluvia. El pelo también lo tiene mojado: rulos negros y algunos rubios, decolorados. Un charco de agua se va formando a su alrededor. Su cara, redonda y aniñada, revela su edad: dieciocho años, no más de eso. La pistola le queda grande. La sostiene con las dos manos, apuntando contra todos, temblándole el pulso por el peso del metal. No hay duda de que está asustado, pero hay una solemne firmeza en su manera de amenazar, una seguridad que hace que nadie se mueva de su lugar. El pibe no da ninguna instrucción, simplemente se queda quieto, apuntando, sus ojos hinchados por una rabia serena. Carolina se suelta de Perdomo y se le acerca, llamándolo por su nombre: Joel, le dice, y no consigue decir nada más. Es el novio de Roxy, Carolina me había contado sobre él. Los pibes del quiosco le deben de haber pasado el dato: tu novia arrancó con los chetos del radby. Roxy ha logrado sentarse y se acomoda la ropa con torpeza. Todavía le dura la bobera del alcohol. Mientras Carolina la ayuda a vestirse, Joel se descuida. Se olvida por completo de la puerta de entrada, y es por ahí que aparece uno de los del San Roque. Se mueve como un rayo a sus espaldas y lo golpea con un tackle feroz a la altura de los riñones. Joel cruje y grita de dolor. El arma se le escapa de las manos y va a parar al piso en silencio. El Duce se le echa encima y lo sujeta por el cuello. Lucas y Perdomo lo ayudan: descargan sus puños contra el estómago de Joel. Le sacan el aire. Lo hacen con furia y destreza, respetando cada uno su turno para golpear. Lucas toma el arma del piso. Apoya la punta sobre la frente de Joel. Por fin me pongo de pie y hablo:
—¡Pará Lucas! ¡Es un pendejo!
—Si es hombre para robar, es hombre para pagar las consecuencias —el Duce grita las palabras, su cara deformada por la furia y el alcohol—. Y a estos negritos hay que enseñarles de chicos. Si no, no aprenden más.
Lucas mete la punta de la pistola en la boca del pibe. El metal redobla entre el temblor de los dientes.
—¿Qué ibas a hacer con esto, negro de mierda? ¿Vos decís que es un pendejo? —pregunta Lucas mirándome—. ¿Alguna vez viste a un pendejo con una pistola?
Carolina da un grito, ahogado por la mano que nuevamente la sujeta por detrás. Afuera llueve. Roxy también grita, pero nadie las puede oír.
—Griten todo lo que quieran pero nadie se va ir de acá sin la pija bien chupada —dice el Duce—. Ustedes se pueden quedar con estas negritas. El pendejo es mío. Vení, putito. Vas a salir hecho una mariposa cuando terminés conmigo.
Lucas me da la espalda. Me le acerco a traición y descargo toda la fuerza de mi puño contra su mentón. Es la primera piña que pego en mi vida adulta. No le hago casi nada. Apenas aparece una mueca de disgusto en su cara, como si hubiese tomado un mate frío. Al menos sirve para que Joel se zafe y salga corriendo hasta su novia. Lucas no va a dejar pasar la oportunidad de darme una buena paliza. A su juego lo he llamado. Se me echa encima y forcejeamos en el piso. Es evidente que voy a perder. Por eso intervienen los chicos: por piedad. Yo me he tapado la cabeza para aguantar la embestida, pero distingo las manos de Fefo sujetando a Lucas por detrás, al Chino poniéndose en la línea de los golpes, a la voz del Gordo diciendo que no nos podemos pelear entre nosotros. Y entonces sucede. Entre los golpes y el forcejeo, la pistola, que nunca ha dejado la mano derecha de Lucas, produce la tercera y última detonación de la noche. La bala me entra a la altura del abdomen, justo debajo del esternón. Tardo unos segundos en empezar a sangrar, el mismo tiempo que le lleva al resto darse cuenta de lo que ha pasado. Ya la sangre sale con ganas, invadiendo la remera y la mano de Ariel que presiona contra la herida. Es un momento de intenso placer. Una sensación de cálido bienestar se esparce por todo mi cuerpo. Estoy lúcido, iluminado, hasta entretenido. No me conviene sangrar por la boca. En todas las películas, los baleados mueren recién después de haber sangrado por la boca. Pero yo sé que no me voy a morir. Me gusta que el resto crea que me voy a morir, me gusta ver la aflicción en las caras de mis compañeros; me gustaría ver la cara de Ana, la de mamá, la de la Cholita, la de la muchacha peruana, la de mi viejo, la de mi hermano, la del entrenador, la de Carolina, que ha aprovechado la confusión para marcharse con los otros a las corridas, y lo bien que han hecho.
No paro de sonreír durante todo el viaje hasta el hospital. Me llevan en el auto de Lucas, a toda marcha, hasta un sanatorio privado que construyeron hace poco en la ruta a Pilar. Tom Sawyer tenía razón: es divertido asistir a tu propio funeral. Todos deberíamos tener ese derecho. Ya sé que no es mi funeral, pero se le parece bastante. Qué dulce es el mareo: y esa noviecita de Tom Sawyer seguro que estaba buena, esa con la que se perdió en las cuevas, ¿Becky Thatcher, se llamaba?, toda rubiecita y de trenzas, aunque no parece de las que se entrega fácil, no creo que tenga esa chispa gatuna de la que hablaba Cacho, seguro que quiere esperar hasta casarse, hasta tener el consentimiento de su papito el juez. Hasta las enfermeras son rubias en este hospital. Yo no había visto enfermeras rubias salvo en las publicidades.
Me dijo la muchacha de la noche que cuando me llevaban para el quirófano le conté, jadeando, que el viejo infundía respeto, a pesar de su anticuada y sucia apariencia, que las personas principales del Cuzco lo saludaban seriamente, y que era incómodo acompañarlo porque se arrodillaba frente a todas las iglesias y capillas y se quitaba el sombrero en forma llamativa cuando saludaba a los frailes. Esas palabras las había aprendido de memoria. Inconscientemente. Ésas son las exactas palabras con las que Arguedas describe al Viejo de Los ríos profundos, pero la enfermera creyó que hablaba de mi propio padre. No la corregí.