20.30

EL juego de postas es un juego bastante pelotudo. Es una carrera para saber quién es más masculinamente pelotudo. Los participantes se dividen en equipos y se disponen en fila. A la orden de largada los primeros de cada equipo deben:

1. Correr hasta una mesa llena de vasos.

2. Elegir uno y tomar a velocidad todo el contenido.

3. Decir: «Me lo tomé todi» antes de apoyar el vaso, bajo pena de repetir la ingesta.

4. Dar tres vueltas a la mesa en el sentido de las agujas del reloj.

5. Volver hasta al lugar de partida y tocarle la mano al segundo de la fila.

Y así hasta que todos hayan corrido y tomado. Ese día se tomaron «submarinos»: chop de cerveza con un vasito de whisky adentro. Este trago también se llama «bomba irlandesa», pero aunque termina con una detonación, tiene la gentileza de ser gradual, y eso no pasa con las bombas. Los primeros sorbos de cerveza son fríos y ricos, a mitad del chop ya es difícil respirar, y para rematar queda el vasito de whisky esperando en el fondo. El buen whisky no se mezcla con la cerveza, queda dentro de su recipiente, orgulloso de su status. El trago termina con un calorcito bajando por la garganta. Los objetivos del juego son tres. Ganar la carrera, demostrar hombría y emborracharse hasta las tetas en menos de una hora. Esto último lo consiguen todos.

No es obligatorio jugar pero está mal visto no hacerlo. Ese día quedaban unas quince personas a la hora en que empezaron las postas: cinco del San Roque y diez del Christians. Todos hombres. El resto, pregustando el fracaso de la fiesta, ya se había ido, entre excusas y falsas promesas de volver. Formamos tres equipos: dos nuestros y uno de ellos. Los equipos nuestros no los dividimos al azar. Pusimos a los cinco mejores por un lado y al resto por el otro. No podíamos correr el riesgo de que San Roque saliera primero. En el Equipo A estaban: el Gordo Paoleri, Hernán Perdomo, Lucas, Sergio Canetti y el Chino. Yo formé parte del Equipo B, junto con Ariel, Fefo, Simón y Cristiancito. Cristiancito infló tanto los huevos para jugar que no hubo forma de dejarlo afuera. Le pusimos un vaso especial: medio chop de cerveza. Igual terminó en pedo y con la remera manchada. El equipo del San Roque estaba compuesto por el Duce y cuatro más. Digo cuatro más porque mi memoria no los diferencia. No eran ni muy altos ni muy gordos, ni graciosos ni maricas, ni rengos ni narigones. No se distinguían en nada. Todos seguían al Duce como los cachorros siguen a la madre.

Los gordos son muy buenos para estas cosas de tomar. Paoleri abre la garganta y el líquido pasa como si cayera al vacío. Lo mismo hacía el Duce. Las carreras se desarrollaron con gran respeto y solemnidad, entre gritos y puteadas de aliento. La música de «Rocky» sonaba a todo volumen como inspiración. Fueron cinco carreras en total. Tres ganó nuestro primer equipo, una el segundo y la restante el San Roque. En menos de una hora habíamos tomado unos 75 chops de cerveza y 70 vasitos de whisky, y hasta algunos más, por los que se olvidaron de decir lo de «todi» y tuvieron que repetir.

A ese ritmo no es raro que la bebida se haya terminado tan temprano. Eran las diez de la noche y no sabíamos qué hacer. El fin de la bebida es el fin de una fiesta. El panorama no era muy alentador. Las minas de hóckey habían llamado: no iban a venir. Se iban a quedar en el tercer tiempo del Newman «porque las habían invitado y estaba divertido». Éramos quince flacos borrachos en un salón con música, luces de colores y una máquina de humo.

—Vamos a hacer algo, porque esto parece una fiesta de putos.

—Sí. Algo hay que hacer. No podemos desperdiciar este pedo.

—¿Y si arrancamos para algún boliche?

—Son las diez, recién. Todavía no hay nada abierto.

—¿Alguien conoce algunas minitas para llamar y que vengan para acá?

—Yo conozco a las del equipo nacional de lucha en el lodo. Si querés manguereamos un poco la tierra y les digo que vengan. Dale, pelotudo. ¿A quién vas a traer hasta acá a esta hora?

—Llamá de nuevo a las minas de hóckey. Chino, hablá con la Pocha. Deciles que se dejen de joder y vengan. Están acá nomás.

—Ni en pedo me rebajo a rogarles a esas gordas putas. Mejor que no vengan. Son más de lo mismo.

—¿Y si vamos nosotros para el tercer tiempo del Newman?

—Por favor, Ariel, no seas perdedor. Loser total.

—Yo conozco unas minas que van adonde quieras.

—¿En serio, Duce?

—Sí. Se llaman putas.

—¿Llamamos unas trolas? Ponemos veinte pesitos cada uno y hacemos una fiesta romana.

—Ahí hay un diario. Pasámelo, Lucas.

—De paso lo hacemos debutar a Cristiancito.

—¿Nos vas a mostrar la foquita ahora o no?

—No quiero. No quiero.

—Dale. No seas putito.

—No quiero.

Sergio se escabulló detrás de Cristiancito y le bajó los pantalones de un tirón, como en un acto circense. Por un segundo quedó congelado, los calzones por los tobillos y un miembro gigante y oscuro oscilando como un péndulo entre sus piernas. Había una extraña desproporción entre su cuerpo y su pene. Era como si le hubiese robado la verga a un actor porno negro. Sin levantarse los pantalones, Cristiancito lo corrió a Sergio alrededor de la mesa, dando pasos grotescos de pingüino, y diciendo todas las malas palabras que le tienen prohibido.

—Escuchen este aviso: Marcia y Camila: putísimas.

—Dos paraguayitas dulces por $25. Zona Constitución.

—¿No hay algo más cerca?

—Pilar Escorts. Servicio VIP. $300. ¿Te viene bien?

—Gordita golosa. Clon de Pampita. Universitarias fiesteras.

—¿De qué sirve que sea universitaria?

—Te hablan de Keynes con la boca llena.

—Universitaria quiere decir que no son negras. Que no son bolitas o paraguas. Que tienen casi todos los dientes.

—Dejémonos de joder. No vamos a llamar a nadie. Se llegan a enterar en el colegio y nos suspenden el club de por vida. Todo el laburo y el sacrificio que le metimos durante años lo tiramos a la basura.

—Para mí lo mejor es ir a comprar más chupi acá cerca y hacer tiempo hasta que se pueda ir al boliche de Pilar.

—Está buenísimo ese boliche. Tenés de todo: desde las chetitas de los countries hasta las mucamas con la noche libre.

—Está bárbaro eso. Hasta las cinco de la mañana podés bailar y hablar con las chicas, les pedís el teléfono, y cuando está por terminar la noche le invitás un trago a una negra y te la llevás a coger.

—Vos te reís, Gordo, pero funciona así. Mi hermano lo conoce al dueño. Una vez le preguntó por qué dejaban entrar a todas esas negritas de la zona y el tipo dijo eso. Habían probado rebotarlas, pero no funcionó. Los pibes de los countries se aburrían, y a las cinco de la mañana se iban en sus motitos a las bailantas para ver si rescataban alguna mucamita. El dueño del boliche es un tipo práctico. Piensa en pesos. Hoy las negritas pasan como reinas y todos contentos.

—Yo una vez fui a una de esas bailantas y no te creas que es tan fácil levantar algo. Te hacen sentir que sos de afuera. Esa gente es baja. El más alto me llegaba por la tetilla. Yo miraba el baile desde arriba y no pude ni abrir la boca. Esa gente baila muy bien.

—A mí no me querían dejar entrar porque tenía los jeans rotos. ¿Te acordás? No les entraba en la cabeza que me los había comprado así. Te juro que me lo compré ayer, le decía al de la puerta.

—Pasa que ellos van todos arregladitos. Una vez fui a un baile de peruanos cerca del Abasto. No me querían dejar entrar porque no tenía zapatos. Yo estaba con mis All Star todas rotosas. Al final me dejaron. Fue como entrar a otro mundo. Yo pensaba que las minas iban a ser fáciles pero ni ahí. Estuve hablando toda la noche con una que no me dejaba ni tocarle la mano. Estaba el hermano cerca y ella le tenía miedo. Sólo quería bailar. En la pista podés meter mano, pero no sabes cómo bailaban salsa los perucas. Te dejan pintado.

—El Mocho es peruano y no baila ni que le pegues.

—Pero el Mocho es un peruano de Barrio Parque. Así da gusto ser peruano.

—No se engañen. Yo bailo muy bien cuando nadie me ve.

—Che, ¿qué hacemos al final?

—¿Quién va a comprar el chupi?

—Para mí tienen que ir el Mocho y Ariel, que son los que tenían que servir hoy.

—Andá vos, gil, o tenés miedo de meterte en el barro.

Las discusiones de borrachos son aburridas y espiraladas. Se grita y no se escucha, las lenguas patinan y se dicen cosas que no se deberían decir. Ésa era una rutina que teníamos bastante bien aprendida. Después de demasiado debate se decidió que un auto partiera a comprar más bebida al pueblo. Me eligieron a mí, porque mi auto es una ruina y pasa inadvertido por las calles de tierra. No lo dijeron, pero todos piensan que mi cara también pasa inadvertida por las calles de tierra. No fui solo. Me acompañaron Ariel y el Chino. Juntamos diez pesos por persona y arrancamos. Lucas me ofreció su 38, por las dudas. Lo hizo a propósito, porque sabe que no me gustan las armas. Le contesté que mi cara se encarga de cuidarme el culo y nos fuimos los tres con la radio de cumbia a todo volumen.