13.50
SÁBADO 13 de octubre de 2007. Hecho histórico: Argentina estaba en la semifinal del Mundial de rugby. Al día siguiente los Pumas jugaban contra Sudáfrica, y ese sábado casi no se hablaba de otra cosa. El partido nuestro, contra San Roque, estaba programado para las 15.30 en el Christians.
San Roque también es un club de ex alumnos. El colegio queda en el centro, en un edificio que tiene más de ciento cincuenta años y ocupa casi una manzana. La entrada impone respeto desde sus puertas de roble, altas como tres hombres. Pasando la primera puerta sobresale un cartel como una advertencia: «Bienvenido a la familia Marista». Se ve que el colegio tuvo su momento de gloria. En una pared lateral se exhibe esta inscripción: «Colegio San Roque: cuna de líderes», y para acreditar este alarde se despliega, como una sala de trofeos, una colección de retratos de ex alumnos: próceres, políticos, abogados, religiosos, militares. «José Alberto Santamaría, Generación 1912, presidente del Honorable Senado de la República Argentina». «Luis Alberto Ortiz, Generación 1954, cardenal de la Conferencia Episcopal Argentina».
Pero ese esplendor pasó. Hoy quedan ruinas, y esa decadencia sórdida de lo que alguna vez fue grande. Las familias de apellido se mudaron hace tiempo del centro y el colegio les queda a trasmano. Quedaron los nostálgicos y los que no pueden pagar algo mejor. Hace mucho tiempo que no se agrega un retrato a la galería de líderes, incluso han tenido que sacar algunos. Hace algunos años, el gobierno le otorgó un préstamo al colegio para que siguiera subsistiendo, pero le puso como condición que debía descolgar las imágenes de dos altos jerarcas de la última dictadura militar.
«San Roque: cuna de fachos». Ésa fue una pintada que apareció en el muro principal del colegio hace algunos años. Unos días antes, los alumnos de quinto les habían dado una paliza a dos judíos ortodoxos, de esos que se ven por Once con barba y trencitas. El incidente salió en los diarios, y en una inspección encontraron esvásticas dibujadas en los baños y grabadas en la madera de los pupitres. El director del colegio minimizó el asunto, dijo que se trataba de una broma de mal gusto y pidió disculpas. Se hacían los nazis por joder.
Como equipo de rugby San Roque es bastante mediocre. Era un partido para ganar caminando. Por eso en el almuerzo nadie hablaba de San Roque. Es costumbre que el equipo se junte a almorzar unas horas antes de los partidos. Nos reunimos en el salón principal, en una mesa larga, y el equipo come fideos con manteca y queso. Los integrantes más veteranos del plantel, que ya rondan los treinta, suelen llegar más temprano al club. Vienen con sus mujeres, sus hijos y sus perros a disfrutar del verde y del sol. Los jóvenes por lo general llegamos sobre la hora, a veces luchando con la resaca de la noche anterior. Para unos y otros, el almuerzo es un compromiso ineludible. Es una forma de unir al grupo y además muchas veces se aprovecha para hablar del rival, aunque ese día el único tema de conversación eran los Pumas.
—Va a ser muy difícil ganarle a Sudáfrica —dijo el entrenador.
—Para mí se puede —contestó Lucas—. Si se mete huevo y no se cometen errores, se puede.
—A mí me tienen las bolas llenas las publicidades de los Pumas —dijo Ariel—. Prefiero que pierdan con tal de no seguir soportando esta tortura.
—Algunas están buenas. Esa en la que cantan el himno te pone los pelos de punta.
—A mí me da un poco de vergüenza. Hermanos de corazón, unidos por la pasión. ¡Qué sarta de putadas! —dije, para armar polémica.
—Vos porque sos un amargo.
—Puede ser. Pero comparar lo de los Pumas con el desembarco del día D en las playas de Normandía me parece un poco exagerado.
El entrenador se rio. Nos llevábamos bien a pesar de nuestras diferencias. Es un tipo al que respeto. Él podría haber frenado todo antes de que se pudriera. Ya voy a hablar del entrenador. Mientras comíamos llegó el referí del partido: un tipo cuarentón, rubio, de camisa a cuadros y cinturón con hebilla plateada, fanático del rugby y correcto hasta el aburrimiento. Cristiancito se paró y lo saludó con un abrazo. Se conocían. Cristiancito conoce a toda la familia del rugby. Tiene un retardo. Ya sé, debería decir habilidades especiales o capacidades diferentes, pero la verdad es que Cristiancito, pobre, tiene un retardo. A sus diecisiete años, su cuerpo es el de un hombre pero su mente quedó rezagada, se plantó a los seis, como el petiso de El tambor de hojalata, y no creció más. Dicen que fue culpa de una coz de caballo, que el golpe en la cabeza lo dejó así, pero a mí me huele a verso, se me hace demasiado literario. Como todo niño, tiene sus momentos geniales. La luna es un licuado de banana, me dijo una vez, y vaya si lo es. A veces entiende mucho más de lo que parece, como si se hiciera el tonto por gusto. Cuando le toman el pelo, él mira como diciendo: pará hermanito, que soy retardado pero no soy boludo. No conozco a nadie más fanático del rugby que Cristiancito. Tiene fotos con todos los Pumas y no se pierde ni un partido. Duerme con una pelota de rugby de peluche como almohada. A veces se lo deja jugar un ratito al final de los partidos. No es fácil, porque hay que avisarles a los rivales que no lo golpeen duro, pero tendrían que ver su sonrisa cuando le dicen que puede entrar. Se sube las medias, se ajusta el casco y entra a la cancha como si entrara a la final del Mundial.
El entrenador invitó al referí a sentarse y a charlar sobre las reglas nuevas. En el rugby, nadie se va a escandalizar si el referí se sienta a la mesa con un equipo antes del partido. No está mal visto. El referí es un ser impoluto, dentro y fuera de la cancha. No se le puede discutir ni rezongar ni hacer ademanes. Eso es para el fútbol. Un viejo entrenador nos decía: «El referí siempre tiene la razón. Incluso cuando no la tiene». Este referí había tenido su momento de gloria unas semanas atrás. El episodio había salido en los diarios. No le costó mucho contarnos la anécdota cuando le tiramos de la lengua:
—Me tocaba dirigir a la menores de diecisiete de San Martín contra Pueyrredón. Yo iba solo en mi auto. Eran las once de la mañana y el partido empezaba a las doce. Estaba atrasado, así que había salido de casa vestido de referí, listo para entrar a la cancha. Agarré General Paz y doblé a la derecha en la salida de San Martín. Se ve que venía distraído porque en algún cruce la pifié y terminé en la entrada de una villa jodidísima que hay por ahí.
—A mí una vez me pasó lo mismo, pero por suerte salí al toque.
—Fui tan tarado que me agarró un semáforo en rojo y frené. Cuando me quise acordar, me pusieron un caño en la cabeza y se me subieron tres tipos al asiento de atrás. Querían plata, pero yo no tenía casi nada. Apenas los viáticos que nos da La Unión. Me tuvieron dando vueltas un buen rato. Me llevaron a una casa en el medio de la villa y me revisaron el bolso y la billetera. Encontraron mi tarjeta del banco, y tuve que darles mi código de seguridad para que hicieran una extracción en un cajero automático. Me dejaron en la casa, a cargo del que parecía el jefe, y los otros salieron en mi auto a buscar un cajero. Estuve más de una hora encañonado, tirado en el piso de un depósito mugriento. Me decían que si no sacaban la plata me iban a matar.
—¿Es cierto lo que decía el diario? ¿Que en ese momento, mientras te tenían de rehén, lo que más te preocupaba era tu familia y cómo ibas a hacer para llegar a referear el partido?
—Les juro que sí. Mi mujer me dice que estoy loco, pero fue así. Quería que me largaran rápido. Eran las doce menos cuarto y todavía podía llegar al partido. No lo dije para hacerme el héroe, pero a los del diario les encantó la frase y la pusieron de titular.
—¿De dónde lo conocés a Cristiancito?
—¿De dónde? Cristiancito es uno de los personajes más conocidos del rugby local. Hace poquito estuvimos viendo un partido de los Pumas juntos en el Palco de Honor. Bueno, les termino el cuento, que ya me tengo que ir a cambiar. Cuando me largaron en el medio de la ruta, llamé por teléfono al club, les conté lo que me había pasado y les dije que iba a llegar, pero un poco tarde. Ellos no podían creer que igual fuera al partido. En mi casa no había nadie. Los chicos y mi mujer se habían ido al campo. ¿Qué iba a hacer? Busqué contención entre mis amigos del rugby. La gente del rugby es muy solidaria cuando uno está en problemas. Se ve que todos se habían enterado de lo que me había pasado, porque cuando entré a la cancha me aplaudieron los dos equipos y las tribunas también. Nunca había visto que aplaudieran a un referí. Fue una emoción muy fuerte. Después me llamaron de todos los diarios para hacerme notas y la semana pasada me entregaron una plaqueta en La Unión. Mi mujer me dice, en broma, que tenía todo arreglado con los ladrones para que mi foto saliera en los diarios. En fin, fue una desgracia con suerte, pero no se lo deseo a nadie.
Cuando terminó su historia el referí se fue a cambiar. Nosotros nos quedamos en el salón, terminando la comida y esperando a los que faltaban llegar. El salón del club es una construcción del tamaño de media cancha de tenis. Todo bastante simple y armonioso: ladrillo a la vista, una larga barra de roble, cocina apretada, mesas apoyadas sobre caballetes, bancos de madera, fotos de equipos pasados, banderines, algunos trofeos y plaquetas. Ese día lo estábamos preparando para una fiesta. Teníamos todo listo: cajones de cerveza, luces y sonido, litros de fernet y hasta una máquina de humo. No todos los terceros tiempos armábamos fiesta, pero el éxito de los Pumas nos había contagiado y ésa era una ocasión especial. Habíamos arreglado con las minitas de hóckey. Ellas jugaban afuera, pero vendrían no bien terminara su partido. Nunca hay muchas mujeres en nuestros terceros tiempos: novias, algunas amigas y pará de contar. Al entrenador no le gusta que hablemos del tercer tiempo antes del partido. Primero el trabajo, después el festejo, dice. De ese tipo de cosas siempre se encarga el Chino. Él es la fiesta hecha persona. El Chino Antúnez es lindo. No soy menos hombre por admitirlo. Aparte, «Chino» es un buen apodo en el mundo del rugby, les gusta a las chicas, siempre que no seas chino de veras. Es morocho y ágil, con un aire a Monzón, pero sin lo aindiado. Lo de «Chino» es por sus ojos ligeramente apaisados, como si estuviese permanentemente fumado. Siempre se lleva a la más linda. El resto va detrás rescatando las migas. Para peor, el Chino sabe que es lindo, y te lo hace sentir. Si estás hablando con una mina, se acerca y derrocha su encanto hasta que quede claro que, si él quisiera, te la podría robar. Cuando esto sucede pierde interés y se va a joder a otra parte. Para él la conquista es algo deportivo, una competencia feroz que divide a los ganadores de los perdedores. En la cancha es igual, es un jugador vehemente y seguro. El Chino era uno de los que estaba cuando levantamos a las minas en el quiosco. Fue él quien las encaró y las invitó a la fiesta. Así empezó todo ese sábado, por un alarde del Chino.
A mí no me gusta almorzar antes de los partidos. No puedo hacer nada bien con la panza llena. Igual me obligan a sentarme a la mesa durante el almuerzo. Para no perder la unidad del equipo, dicen. No bien termina el primer comensal, me voy a un banquito que hay a la salida del salón a tomarme unos mates. Esa tarde me acompañaron Ariel y Facundo Acevedo, un muchacho que vino hace unos años de Azul a estudiar agronomía y se integró al club.
—Guarden ese mate, grasas —la broma llegó del Gordo, que salía del salón. Siempre es la misma broma.
—Cómo se nota que sos un oligarca de medio pelo —retruqué—. Se ve que tu familia no tiene campo. El mate ya no es grasa, hasta se puede tomar en las caballerizas con los peones, compartiendo bombilla y todo.
—Bueno, en el campo puede ser, pero acá, en la ciudad, con el termo y la azucarera, es una grasada. Es como rezar, está bien hacerlo en la iglesia o en la intimidad, pero rezar en público es una grasada.
—No entendés nada. El campo está de moda en la ciudad. El verde, el cuero, la vida sana, la familia feliz y todo eso. En el campo no hay moda, en el campo hay campo. Cuando esta nueva generación de Baltasares, Estanislaos, Bautistas y Bartolomés tome el poder desde la Sociedad Rural, e imponga el mate y la talabartería obligatoria, vos te vas a golpear la cabeza y vas a decir: el Mocho tenía razón. Entonces vas a ir corriendo a Cardón a comprarte un mate de alpaca y unas bombachas de gaucho de trescientos pesos.
—Dejen de hablar boludeces. Hay que ir para el vestuario. En veinte minutos empieza la entrada en calor.
—Sí, mi capitán.