VII
SOY estudiante de Derecho. Es hora de que lo sepan. Siempre me gustó discutir. Mejor digo debatir, queda un poco más refinado. Siempre me gustó debatir. Poder convencer a alguien de algo. Poder convencer a uno de que el agua de lluvia es buena para el pelo, y después convencer a otro de lo contrario, o incluso a la misma persona. Yo pensé que de eso se trataba ser abogado: convencer al juez de esto o lo otro, usando la palabra y las pruebas como armas de persuasión. Quizás haya visto demasiadas películas de abogados. Todo el sistema jurídico yanqui está pensado para que las películas sean entretenidas, pero eso no pasa acá.
Durante el último año de colegio vinieron de casi todas las universidades a vendernos su producto. Vinieron de las caras, de las mediocres, de las formadoras de yuppies, de la católica y de la ultracatólica. Vinieron de todas, salvo de la pública. Debe ser por eso que terminé allí. Por eso y porque mi viejo quería que fuera a otra, no importaba a cuál, a otra. Mi hermano ya está estudiando en Estados Unidos, como todo peruano que se precia de ser de la crema. Está en un pueblo perdido en el medio del mapa; un pueblo de esos bien conservadores, donde está prohibido blasfemar y bailar pegado. Se pasó del rugby al fútbol americano. Dice que juega bien, y le creo. Debe estar de fiesta en fiesta, aplastando latas de cerveza contra la frente y curtiéndose porristas huecas y tetonas, llamadas Pam o Cindy.
La Universidad de Buenos Aires no fue lo que esperaba. Por lo que me habían advertido en el colegio, imaginé que iba a estar en una clase sin luz ni bancos, que a mi lado se iba a sentar un Neo-Che-Guevara, e iba a apoyar sobre el piso su molotov y su manifiesto leninista, y que todos juntos íbamos a ser obligados a punta de pistola a cantar «La Internacional». Pero no es así. Yo veo lo de «Universidad Obrera» en los carteles y en los panfletos, pero no tanto en los pasillos. Salvo algunas excepciones, lo que se ve es clase media. De ahí para arriba. Tampoco hay mucha gente de barba en la Facultad de Derecho. Es una lástima. Los tipos de barba llena siempre tienen algo interesante para contar. Tendría que haber ido a Sociales. La que pega fuerte en mi Facultad es la barba candado, la de penalista, pero eso no es una barba, es apenas una boca enmarcada, una boca que dice: Dejalo en mis manos, vos confiá en mí y no te hagás problema.
Hace más de un año que escribo para una revista de derecho universitario. Eso se lo debo a una profesora. Cuando entregó la corrección de mi monografía de fin de curso me dijo: «Sánchez: no estudió nada. Todo lo que escribió es una porquería, pero qué linda porquería». Me pasó raspando y me invitó a formar parte de la revista que ella dirige. En esa redacción conocí otro tipo de cabezas. En el colegio yo me las daba de culto y de pibe leído, pero en esa mesa no me animaba a abrir la boca. Simplemente escuchaba zumbar las palabras, las palabras que armaban ideas. Las primeras veces me hundía en mi silla, un poco abochornado de mi falsa erudición. Ahora ya estoy un poco más suelto. A veces vamos de bares después del cierre de la edición. Yo soy el más joven del grupo, pero les sigo el ritmo con las copas. Hasta diría que me sobra. Esta gente no toma con la avidez de mis amigos del rugby. Tomar no es una competencia para ellos: son medio flojitos en ese sentido. Lo que no le dan a la cerveza se lo dan al porro. He compartido más de un fasito con respetados abogados y profesores, pero ellos no la caretean. Esta gente habla un idioma distinto del que yo estaba acostumbrado, o el mismo idioma pero otro lenguaje; con oraciones más largas, hilvanadas, con pausas y comas. Los temas también son otros; hablamos de derechos y garantías, de Arlt, de hábeas corpus, de Rodolfo Walsh, del Eternauta, de Homero Manzi. También hablamos de minas y de fútbol, pero eso pasa en todos lados. No sé por qué les mentí con lo del rugby. Al principio fue una omisión, simplemente no dije nada de mi vida deportiva. No tenía por qué hacerlo. Pero un día me vieron irme con el bolso grande de entrenamiento, y cuando me preguntaron, les dije que iba a jugar al fútbol. No pensé mi respuesta, me salió. Fue un reflejo condicionado por vaya uno a saber qué íntima vergüenza. Después pasó lo que siempre pasa con las mentiras: tuve que mentir más mentiras encima de la primera. Mi bolso decía «Gira a Sudáfrica 2005» y tenía un dibujo de un puma corriendo con una pelota de rugby bajo el brazo. Me hice el gil. Cuando llegaba a la redacción con algún golpe del partido, me hacía el gil. Cuando tenía que faltar a alguna reunión porque coincidía con un partido, también me hacía el gil. Me estaba haciendo tanto el gil que ya me lo estaba empezando a creer. Un día lo hablé con Ana. Ella me puso en mi lugar: ¿Qué les importa a ellos si jugás al rugby? Se puede jugar al rugby y ser un tipo sensible. Me decidí a confesar, pero no lo hice. Ya no me avergonzaba lo del rugby sino haber sostenido una mentira tan pelotuda durante tanto tiempo. Con mis compañeros de clase me llevo bien, estudiamos y tomamos mate o café, pero no me hice ningún amigo. No soy bueno para hacer amigos de grande. Me cuesta. No sé cómo se hace. A ellos tampoco les cuento demasiado sobre el rugby. Cuando me preguntan si soy rugbier contesto que juego al rugby, como si esa pequeña diferencia gramatical sirviera para salvar mi honra. Hay demasiada pertenencia en la palabra «rugbier»; más que la práctica de un deporte implica un modo de vida, un acto político, como ser evangelista o lesbiana. Además, ahora el rugby ni siquiera sirve con las minas, ni siquiera con las chetitas. Ese tipo fornido de los años ochenta, estudiante de Derecho, con Phil Collins en el walkman y crucifijo de plata en el pecho, de hombros anchos y camisa dentro del pantalón, era el sueño de toda mujer soltera. Ahora ese tipo es un pelotudo. Sólo a las más veteranas les siguen gustando los rugbiers. Me di cuenta con toda esta fiebre del Mundial. Cuando una mina pasa los treinta prefiere la carne firme a cualquier otra virtud un poco más esotérica.
A la única que le dije la verdad fue a una vieja loca que acampa en las escaleras de la Facultad. «Soy el Mocho y juego al rugby», le confesé. Claro, yo sabía que estaba loca, sabía que era como decirlo al vacío. Esa vieja es una cosita interesante. Se llama Amanda y se ve que alguna vez fue hermosa. Su belleza resiste a las arrugas y la alienación. Amanda duerme desde hace quince años en las escalinatas de la Facultad. Se despierta todos los días con los pasos apurados de profesores y alumnos, hasta que un silbato de guardia termina de echarla. Entonces se levanta y se acomoda, por lo que queda del día, en el parque que está a la vuelta, el de la flor de metal. No da mucho trabajo la mudanza. Su vida le cabe en una bolsita de náilon negro. Ahí la veo por las mañanas, sentada prolijamente en un banco de madera con su rodete gris, su cara descubierta y serena. A su alrededor las familias pasean, los estudiantes toman sol y los niños patean pelotas por el suelo. Amanda no pide dinero ni les da de comer a las palomas. Tan sólo toma mate, fuma y se cuida las uñas. Pasa horas mirándose las uñas, limando, limpiando, dándoles brillo, esmalte o pintura. Parece absurda tanta coquetería. ¿De qué sirven las uñas en una vida así? A cada rato se levanta y va hasta la puerta de la Facultad. Luego vuelve a su banco y a sus uñas. Una mañana de invierno me agarró la empatía. Me acerqué y le dije:
—Hace frío. ¿Por qué no va a un refugio, señora?
—No puedo, m’ijo. Quedé en encontrarme con mi abogado en la puerta de la Facultad. Debe estar por llegar.
Linda historia, ¿no? «Debe estar por llegar». Qué hija de puta. Ahora nos saludamos todas las mañanas, aunque no sé si me reconoce. Los lunes le comento cómo salió nuestro equipo de rugby. Amanda se sonríe cuando le digo que ganamos.
Claro que no en todos lados escondí lo del rugby. En algunos lugares, lo enarbolé como bandera. En eso fui bastante zorro. Dicen que es difícil conseguir trabajo, pero a mí se me hizo sencillo. Apenas entré a la Facultad me llamaron para una entrevista en uno de los estudios más importantes de la ciudad. Cuatro apellidos: Walker, O’Connell, Anchorena & Etchegaray. El «&» es un asunto importante en estos lugares. Este símbolo es como el quinto apellido, con su aire señorial y su pancita de burgués. Mi primer llamado de atención fue por usar la «y» antes de Etchegaray. ¿Qué tendrá esta gente contra los griegos?
La entrevista fue fácil. Pasamos dos candidatos a hablar con uno de los socios, el doctor Anchorena. Empezó por lo de rigor: materias cursadas, promedio, experiencia, perspectivas de trabajo, etc. Después se interesó por nuestra vida social. Leyó la última línea de la hojita de mi currículo: Jugador de rugby de Old Christians Rugby Club. Sus ojos se encendieron un poco.
—¿Jugás en el Christians? Lo debés conocer al Chato Alzogaray…
—Sí, claro, fue mi entrenador durante años.
—Un tipo bárbaro el Chato. Mandale saludos si lo ves. Un tipo bárbaro.
—Sí, claro.
—Yo jugué años en CUBA y fui entrenador toda mi vida. Ahora dejé, ya no tengo tiempo. Sólo miro los partidos de mis chicos cuando puedo. Aunque a veces me sale el entrenador de adentro. Eso es algo que se lleva de por vida. Al más grande lo llamaron para los Pumitas. Juan Martín Anchorena. ¿Lo conocés?
—Creo que sí. ¿Juega de fullback?
—Sí. De fullback o de wing.
—Lo tuve en contra en menores de diecisiete. Un jugadorazo. Yo estaba ayudando a entrenar a las divisiones inferiores.
—Eso es bárbaro. Entrenar te enseña a trabajar en equipo, a tirar todos para el mismo lado.
En ese momento terminó la entrevista para el pibe que había entrado conmigo. Hablamos de rugby durante quince minutos sin que él pudiera meter bocado. El pobre era un genio: había estudiado en el Pellegrini, 9,75 de promedio, tenía experiencia de trabajo y recomendaciones varias, pero apenas había jugado al handball en Vélez, y con eso no alcanza. Cuando nos fuimos, Anchorena me dio un firme apretón de manos, se llenó su mano con la mía y me miró, como reconociéndome. Tuvimos nuestro pequeño momento de amor y endogamia. Para un rugbier no hay nada mejor que otro rugbier, en la cancha, en la oficina, en la familia o en la cordillera de Los Andes. Los dos candidatos bajamos juntos los catorce pisos de ascensor hasta la planta baja. Silencio y vista al piso. Era de mármol. Cuando nos despedimos en la calle no le pude sostener la mirada. Apenas le dije «buena suerte», como pidiéndole perdón.
Yo miraba a esos pibes en la Facultad y no lo podía entender. Mi colegio le costó a mi padre mil dólares por mes durante diez años. Cien mil dólares, digamos, redondeando un poco. Esos son muchos dólares. Ojalá los tuviera ahora. La única forma sería envenenándolo, y no soy bueno con el veneno. Yo miraba con asombro a mis compañeros de los mejores colegios públicos: del Nacional Buenos Aires, del Pellegrini, del Avellaneda; aprendieron de todo sin pagar un peso. Historia, geografía, filosofía, matemáticas; salvo al inglés, no había con qué darles. Entonces pensaba: «¡Qué salame mi viejo! ¡Cuánta guita tirada a la basura!». Cuánta ingenuidad de mi parte. No entendía cómo funcionan las cosas.
Lo debés conocer al Chato Alzogaray…
Ahí fue a parar la guita. Ahora entiendo. Ésa es la pregunta de los cien mil dólares. Conozco al Chato Alzogaray. Conozco la contraseña. Ésa es la inversión. Ahora entiendo. Así funcionan las cosas. En una de ésas le hice un favor a ese pibe. El trabajo fue una tortura. Lo acepté porque ya no soportaba recibir el semanal de las manos de mi padre. Quería tener plata mía. Yo le mentí a Anchorena en mi entrevista de trabajo, es cierto, pero mucho peor mintió él. Me habló de su estudio como una «Gran familia», «Un barco donde todos somos iguales y remamos para el mismo lado», y ese tipo de mierda. Mi sueldo era de setecientos pesos —ganaba menos que trabajando de hijo, menos que la Cholita— y laburaba de nueve a nueve. Doce horas, con una en el medio para almorzar. Un esclavo de traje y corbata. Estos estudios grandes se abusan de su renombre; tienen una larga fila de estudiantes dispuestos a ser explotados con tal de meter su nombre en el currículo. Si uno se cansa, se va y entra otro. Así de fácil. Gente de mierda la de ese estudio: los jefes eran máquinas, pero eso era de esperar, lo más triste era ver a los jóvenes, a mis compañeros, los que estaban en mi posición. Había imbéciles o trepadores, y hasta algunos imbéciles trepadores, que son los más peligrosos. Yo me cansé a los dos meses, pero no quería irme sin hacer un poco de ruido. Cuando pasé el período de prueba comenzó mi plan para hacerme echar. No quería darles el gusto de renunciar. Quería ganarles en su juego, que me tuvieran que pagar. La gente de la revista me dio una idea: ser políticamente incorrecto. Hacer todo lo que a ellos no les gusta pero sin darles ningún argumento para que me pudieran despedir legalmente. Me divertí muchísimo. Iba a cagar con el Diario Obrero bajo el brazo, me pedí el feriado de Yom Kippur, propuse ideas sindicales, me dejé la barba, fui a una reunión con un mate y un termo con el calco de Sandro y hasta me compré una corbata con la cara de Marx. Ésa fue mi obra maestra: la corbata marxista. La usaba todos los días, como una paradoja prolijamente anudada, la barba de Karl haciéndome cosquillas en el ombligo. A las dos semanas me informaron que me iban a dejar ir por «reducción de personal». No creo que les haya hecho demasiado daño. Ya deben tener otro boludo en mi lugar. Pero fue un lindo experimento.