22.30

EN los noventa se pavimentó la calle Eureka; la calle que parte Marindia al medio. De un lado están los countries, los barrios cerrados, los colegios, los clubes. Al otro lado vive el Marindia profundo. Ambas márgenes se necesitan a su manera. Unos necesitan la mano de obra: los jardineros, los albañiles, las mucamas, los pileteros, los caddies. Los otros necesitan el dinero. Un caso extraño es el de los guardias de seguridad. Ellos están en la puerta de entrada, con la barrera en sus manos. Algunos dicen que un día se van a cansar de vigilar. La seguridad es el bien más preciado en esta zona norte. También la llaman «tranquilidad», porque la palabra suena más linda, no suena tanto a guardianes, sino a pajaritos cantando. De esa pretensión vienen los nombres un poco humorísticos: «Barrio Roble Joven», «Colegio Los Arándanos», «Green Paradise High School», «Brisa de Abril Country Club». Hasta los muertos tienen su barrio privado en esta zona. Un inmenso parque verde, con hermosos jardines, nidos de gorriones, santa misa, música funcional y árboles frutales, para que los muertos puedan descansar y descomponerse en paz.

La separación no es nueva, siempre hubo ricos y pobres en el Gran Buenos Aires. La clase media es cosa de Capital. Siempre hubo hijos de puta de los dos lados. Siempre hubo división. Se empezó con el alambre: un entretejido de metal que dice: hasta acá llegaste, hermano. Pero un simple alambre sólo excluye a los que no ponen mucho empeño en pasar. Algo había que hacer. A un inventor —dicen que argentino— se le ocurrió formar púas de metal usando el mismo alambre, para dificultar la escalada. Pero el alambre ya no alcanza. Los ladrones no son sonsos e invierten en tecnología. Hay criminales exitosos. Gente a la que le va bien en lo suyo. Personas que juntan treinta mil dólares pero eligen no comprar la pizzería del barrio, prefieren invertir en armas y autos veloces y hacerse ricos de veras. Hoy por hoy, lo mejor es un muro. Un muro altísimo, y arriba de todo: alambre electrificado.

El Old Christians Rugby Club no está demasiado protegido. Apenas lo recorre un alambrado que podría ser vencido por una abuela asmática. Aun así, nunca hubo problemas en ese sentido. La sala y los vestuarios quedan casi vacíos y los postes están bien aferrados al suelo. El equipo entrena ahí martes y jueves. Queda lejos y se gasta una fortuna en nafta, pero es mejor que ir a los lagos de Palermo. El año pasado lo asaltaron a Gabriel, uno de los pilares, en la subida a la ruta. Se detuvo en un semáforo y le pusieron la punta de un cañón en la sien. Le robaron la billetera, el celular y el bolso de rugby. Después de ese incidente, nos esperábamos para salir todos juntos luego del entrenamiento. Pero eso duró sólo unas semanas. Era demasiado engorroso. Hay gente que demora mucho en ducharse.

Cerca del club hay una villa grande. A veces oímos los tiros por las noches. El sonido de un tiro es decepcionante. Suena falso, incapaz de matar, como en una película argentina de los ochenta. Lucas se jacta de poder distinguir el calibre de un arma por el sonido del disparo. «Ésa es una 38 larga. Aquella otra, una reglamentaria». Lo dice y nadie puede contradecirlo. A veces los niños de la villa se asoman a espiar ese extraño juego con esa extraña pelota. Los niños de la villa se llaman menores. Apenas se los puede ver con la cara contra el alambrado. En medio de la oscuridad parecen monos enjaulados, o sombras de monos. Esperan pacientemente a ver si se nos escapa alguna pelota del predio.

Yo formé parte de un proyecto del colegio para ayudar al comedor de la escuela de esa villa. Se vendieron rifas y bonos de beneficencia. La gente del colegio fue muy generosa. Se representó la obra My fair lady en el auditorio del colegio y los espectadores donaron arroz, polenta y fideos. Hasta hubo un humanista que dejó una lata de palmitos. Otros creen que alcanza con donar sus porquerías: medias rotas, frazadas apolilladas, pelotas pinchadas y cosas así. A veces la beneficencia es un acto de egoísmo. Otra familia necesita lo que la mía puede tirar. Qué orgullo. Alguien quiere nuestra basura. El padre de Ariel al menos fue más sincero en su respuesta:

—¿Para qué quieren alimentarlos? ¿Para que tengan más fuerza cuando te vengan a robar?

Con todo lo recaudado, algunos representantes del colegio fuimos al acto de inauguración del comedor. Los niños estaban muy agradecidos. No parecían menores. Me sentí bien. Hicieron un acto sencillo y emotivo. Se izó la bandera y yo leí para todos una traducción de «Imagine» de John Lennon. Sí, ya sé, no fui original, pero tenía quince años y una educación de retaguardia, así que sáquenmela un poquito. Igual, me aplaudieron fuerte cuando terminé. Les pregunté qué significaba la paz para ellos. Hubo un silencio incómodo hasta que un chiquito, de la altura de una mesa, levantó la mano y dijo: la paz es una noche sin tiros.

No hay mucho para robar en el club. Igualmente, vive ahí un casero, por las dudas. Ese sábado el tipo no apareció en toda la noche. Dicen que los fines de semana le entra con fuerza al tinto y se duerme profundo, con la botella en una mano y el control remoto en la otra. Yo haría lo mismo si viviera ahí.

Eran exactamente las 22.33 cuando cruzamos la reja del club y entramos en la calle Eureka. Lo sé porque el almacén de enfrente estaba cerrado y miré el reloj del auto. El reloj decía 22.33. A esa hora sólo quedaba el quiosco del pueblo. Hicimos cinco cuadras por la calle Eureka antes de doblar para adentro. Los tres estábamos bastante tomados. Yo soy un conductor muy responsable cuando estoy borracho. Fui en tercera, atento y despacito. El Chino estaba en el asiento del copiloto. Me contó sobre una bailanta que queda a pocas cuadras de ahí. El Chino es un borracho digno, nunca lo vas a ver vomitando de rodillas o con la camisa manchada. Ariel, en cambio, se excita demasiado. Asomaba su cabeza entre los asientos de adelante como un niño camino al circo.

—Doblá acá que hay un quiosco veinticuatro horas —ordenó el Chino.

Bajé el volumen de la radio y subí las ventanillas. La calle estaba mal iluminada y desierta.

—En esa puerta verde se consigue faso, merca, pastillas, lo que quieras —comentó el Chino como si se tratara de una visita guiada—. El flaco se hace la guita con los pendejos de los countries. Les vende cualquier porquería y se las cobra en oro. ¿Sabés lo que hace? Está arreglado con la policía. Él les vende y a la cuadra siguiente la cana los para. Los pendejos se cagan encima. Imaginate, se llegan a enterar los viejos y los matan. Los canas se la juegan de comprensivos; les secuestran la droga, alguna coimita adicional y los dejan ir. Es un negocio redondo. Estacioná acá, Mocho, que el quiosco es en la esquina.

Bajamos los tres del auto. Ariel estaba nervioso. La gente de ahí te saca la ficha al toque. Por más que te disfraces y te comas las eses, se dan cuenta. En la esquina del quiosco se había juntado gente a tomar cerveza. Eso pasa mucho en Buenos Aires. Había un grupito de cinco o seis que tomaban y se reían. Tenían la radio del auto a todo volumen. Era un Fiat Europa, viejito pero tuneado que parecía una discoteca. Sonaba la canción «Te amo», de Franco De Vita. Eso de alguna manera nos tranquilizó. Ni nos miraron. Uno de ellos le aseguraba al resto que Johnny no era el mismo desde que había empezado a curtir con la gata esa, que andaba hecho un arrastrado y ya no les daba bola a los pibes. Eso pasa en todos lados, me hubiese gustado decirles. El quiosquero es un veterano gordo y pelado, con cara de pocos amigos. De noche atiende a través de una mampara blindada. Ladrones eran los de antes, que tenían códigos y no robaban en el barrio. Nuestro pedido era tan grande que lo dije con vergüenza.

—¿Lo qué? Hablá más fuerte, nene —me intimó el quiosquero.

El Chino se lo repitió con voz firme. Veinte cervezas, dos botellas de fernet y una de whisky. Los pibes del auto no escucharon o no les importó. Mientras esperábamos el pedido, el Chino las vio. Nos están mirando, me dijo. En realidad, lo estaban mirando a él. Las dos chicas estaban a unos pocos metros, tomando cerveza, sentadas en el zócalo del comercio de al lado. Hacían esa cosa de minita que es como una invitación: miraban, secreteaban y se reían. Parecían de veinte pero después nos dijeron que tenían menos. Es difícil saber con las negritas, asegura el Chino. Y en algo tiene razón: parecen más grandes de lo que son. Algunas a los quince ya trabajan, sufren y son madres de sus hijos o de sus hermanos. Medieval. En el club hay adolescentes de treinta años. Yo tengo veintidós y nunca tendí mi cama.

—Pagá vos, que les voy a ir a hablar —dijo el Chino y me dio ciento cincuenta pesos.

—Andá con cuidado que en una de ésas andan con estos flacos y se arma quilombo.

Cuando terminé mi advertencia el Chino ya estaba a mitad de camino. Envidio a la gente que puede hacer eso: acercársele a hablar a una mujer que le gusta. Parece simple, debería ser simple, pero no lo es. Yo no sirvo para romper el hielo. Lo único que me sale es pedir fuego y esperar una sonrisa. La bebida entró en dos cajas. Pagué y el quiosquero hasta insinuó una sonrisa. También compré cigarrillos. Ariel tomó una caja y yo la otra. Nos acercamos hasta el Chino y las minas. Ya las había invitado al club, pero ellas dudaban. Se habían alejado unos pasos para deliberar. Las miré bien. Las dos estaban buenas a su manera. Una parecía más guerrera; tenía el pelo teñido de rubio y unas tetas gigantes y duras como rodillas. La otra era más sutil. Morena y menuda: así me gustan a mí. Su culito era pequeño y perfecto, como el de una gimnasta olímpica. El flequillo le sentaba bien a su cara aniñada.

Las dos volvieron y nos presentamos. La guerrera se llamaba Roxana y la otra, Carolina. Pensé hasta qué punto las vidas están condicionadas por los nombres. Ofrecí cigarrillos. Me alegró que Carolina aceptara uno. Se lo prendí y lo agradeció con una sonrisa. Linda mezcla: su boca de nena y el cigarrillo.

—¿Ustedes son los del radby? —preguntó Roxana.

El Chino le dijo que sí. Que la fiesta era en el club y quedaba a unas pocas cuadras.

—A mí me gusta cuando se meten en esa araña —agregó Roxana, refiriéndose al scrum—. En mi casa estamos mirando todos los partidos del Mundial.

Carolina no decía nada. Fumaba callada y sonreía. Daba ganas de acariciarla. Ariel tampoco decía nada pero su cara ayudaba. Tiene cara de nene bueno. Abrimos una cerveza y la tomamos entre los cinco. Roxana nos pidió que la llamáramos Roxy, y con ese acto de confianza nos estaba diciendo que sí, que aceptaban la invitación. Terminamos la cerveza y subimos al auto. El Chino y Roxy se acomodaron atrás, junto con Ariel. Carolina se subió adelante. Le ofrecí otro cigarrillo y me lo aceptó en silencio. Quería escuchar su voz. Le acomodé el cinturón de seguridad y ella me ayudó con la hebilla del mío. Nuestras manos se rozaron. Roxy preguntó si nos gustaba la cumbia. Le dijeron que sí. Arranqué el auto. El dial de la radio había quedado en la estación de cumbia, así que no fue difícil complacerla. En el asiento de atrás se divertían con una canción sobre una hermana y una tanga; cantaban a coro y golpeaban a ritmo el techo del auto.

—A mí me gusta el rock —dijo Carolina.

Lo dijo para todos pero yo sentí que era para mí. Le di mi caja de casetes para que eligiera uno. Qué antigüedad los casetes, me dijo burlándose un poco. A mí me gustan mis casetes. Me gusta cargar en una caja de zapatos lo que ahora cabe en un chip. Roxy me mostró su celular con MP3.

—Me lo trajo Papá Noel el año pasado —dijo Roxy.

—Se ve que sos una nena que se porta muy bien —le dijo el Chino, sin inocencia.

Roxy se rio, como desmintiendo y el Chino aprovechó para besarla en el pescuezo. Mirá que tengo novio, dijo Roxy, y volvió a reír. Cuando pasé la reja del club me di cuenta de que no quería llegar. No quería volver al tercer tiempo. Las cosas eran perfectas así como estaban. Apagué las luces y estacioné el auto unos metros antes de llegar al salón. No nos vieron llegar. De afuera, se podía sentir la música y las luces. Hasta parecía una fiesta.

—A mí me gustan tus casetes —me dijo Carolina antes de abrir la puerta.

Me lo dijo con una sonrisa blanca que era parecida al amor. Tenía un casete de Los Ramones en la mano. La invité a quedarse un rato en el auto, escuchándolo. Ella tenía un pie afuera, pero dijo que sí. El Chino me miró y en sus ojos había sorpresa y reconocimiento, como si me quisiera decir: al fin aprendiste algo, Mocho.

—Nosotros vamos entrando las bebidas —dijo el Chino, cómplice, y desapareció, salón adentro, con Roxy y Ariel.

Cada uno vive de sus pequeñas glorias. Ése era el momento del Chino. La entrada al salón con una caja de bebidas en una mano y una mina en la otra. Roxy era una chica de armas tomar. Se divertía con la situación. No parecía asustada. ¿Por qué iba a estarlo? Estaba entrando a una fiesta en un club de rugby.

Mi gloria era distinta. Puse el casete de Los Ramones y fumamos más cigarrillos. Mi gloria es de a dos. Carolina me pidió que le tradujera la letra de una canción. Lo hice y se decepcionó.

—A veces es mejor escuchar sin entender —me dijo y encontré una extraña poesía en la elección de sus palabras.

Después hablamos. Hablamos de todo. Yo suelo mentirles a las mujeres. Suelo atribuirme historias, frustraciones y virtudes de otros. Pero esa vez fue distinto. Hablamos de música. Hablamos de amor. Hasta le conté de mi viaje a Perú. Ella me dijo que nunca había tenido novio, que todos los pibes le parecían unos tarados. Yo tuve novias pero tampoco sé lo que es el amor. Le conté lo que siento cuando vuelvo solo del boliche a mi casa y veo a las parejas abrazarse en la calle. Me dieron ganas de abrazarla a ella. Quería apretarla fuerte hasta que desapareciera contra mi cuerpo, meterla dentro de mí. Quería que tirara sus brazos alrededor de mi cuello como un lazo. Quería olerle el cuello y la espalda. Cuando terminó la cinta ella se puso de costado. Apoyó la espalda contra la puerta cerrada, se sacó las zapatillas de lona, puso los pies descalzos contra el borde de mi asiento y prendió otro cigarrillo. Lo sacó de mi atado, sin pedirme permiso. Eso me gustó. Quería decir que ella estaba bien así. Hablando y fumando nos habíamos olvidado del resto. Empezó a llover con fuerza. Qué romántico, dije, y me reí por si le parecía una cursilería. La escena era asquerosamente cinematográfica. La tenía de frente y me contaba sobre sus estudios. Pocas tetas. Mejor. Las tetas están muy sobrevaluadas. Sólo sirven dentro de un escote. Ella quería ser periodista. Tenía los labios llenos y suaves. Me imaginé mordiéndolos. Me imaginé besándola. Me sorprendió no imaginar esos labios anillando mi entrepierna. Nos sobresaltamos cuando Los Ramones volvieron a sonar. El casete había dado la vuelta.

Todo esto duró apenas unos minutos. Lo cuento como si hubiese sido una eternidad porque así lo recuerdo, pero no fueron más de quince minutos. No podía haber sido de otra manera. Primero aparecieron Ariel y Sergio Canetti. Atrás estaban Lucas y el Gordo Paoleri. No les importaba mojarse. Fue sorprendente que hayan demorado tanto en venir a joder. Lo hicieron sin disimulo. Se pusieron a mear contra el murito del salón y gritaban: Compartí, Mocho. Mocho egoísta, jugá para el equipo. El Gordo Paoleri asomó su cabezota por la ventanilla del auto y cantó: «El que come y no convida tiene un sapo en la barriga».

Eso debe cantarles a sus hijos los domingos. Sentí odio y vergüenza. Tendría que haber arrancado el auto y habernos ido a la mierda. Pero no lo hice. El momento había pasado. Bajamos del auto y entramos todos al salón.

Lo que pasó de ahí en más se me hace confuso. No sé cómo fue que se pudrió todo. Cuando entramos en el salón, Roxy y Hernán Perdomo bailaban una cumbia. Me sorprendió que Perdomo bailara bien. Se movía como un cubano a pesar de su cara de sargento. El resto había formado una ronda alrededor. Aplaudían, gritaban y se divertían. Todos tenían el vaso lleno. La bebida bajaba como agua. Si hubiesen llegado las minas de hóckey en ese momento todo hubiese sido distinto.

Ahora Roxy baila con el Chino. Se besan en el medio de la pista y todo el mundo grita y aplaude. Lo cuento en presente porque así se me viene a la cabeza. Cierro los ojos y lo veo pasar. Las imágenes aparecen. Por más que quiera echarlas se quedan, y no me dejan dormir. Yo estoy por fuera de la ronda y tengo a Carolina de la mano. Le di la mano cuando entramos al salón y no nos hemos soltado. Tomamos una cerveza entre los dos. Ella está nerviosa. Le ofrezco irnos si se aburre. Ella dice que no, que no se va a ir sin Roxy.

—No sean amargos —nos dicen—. Vengan a bailar.

Entramos a la ronda. No tengo ganas de bailar. Roxy la agarra a Carolina de la mano y bailan entre ellas. Se mueven lindo y la ronda grita y aplaude. ¡Mucha ropa!, grita uno. El Duce apenas se mantiene en pie. Tiene los ojos desorbitados y la camisa blanca desabotonada, manchada de whisky y fernet. Lucas la agarra a Roxy. Se le pone por detrás como un perro, la abraza por la cintura y la aprieta contra su cuerpo. Carolina baila con Fefo. La ronda sigue aplaudiendo alrededor. Lucas la besa a Roxy en el cuello y ella se deja. Le busca la boca pero ella se la esconde. Sergio Canetti se suma a la pareja. Lucas por detrás, Sergio por delante y Roxy en el medio como una feta de fiambre. Se frotan contra Roxy y meten mano. Ella ya no se divierte. Lucas le pasa la lengua por el pescuezo, pero Roxy es una muchacha fuerte, se zafa de los dos con un empujón y vuelve a bailar con el Chino. Hace calor en la pista y los hombres transpiran.

—A sacarse la ropa. Se armó la fiesta del calzón.

Los chicos se sacan las remeras y las agitan por sobre las cabezas. Algunos se bajan los pantalones hasta los tobillos y bailan haciendo gracias. Esto es bastante común al final de los terceros tiempos. Es algo lúdico. No te asustes, le digo a Carolina. Me pide que la acompañe al baño. Para llegar a los baños hay que cruzar por afuera, por el barro y la lluvia, hasta la casita de servicios. Es un plan perfecto. Saltamos los charcos de la mano y la lluvia nos pega tibia en la cara. Me descalzo y la subo a caballito para el tramo final. Sí, eso fue lo que hice. Soy un tierno, después de todo. La espero debajo del techito a la salida del baño. Enciendo un cigarrillo, una excusa para no apurarse a volver. Un cigarrillo se consume en siete minutos. Algo es algo. Cuando Carolina sale del baño encuentra la mejor versión de mí. Apoyado contra la pared, los jeans arremangados y los pies llenos de barro, el pelo y la cara mojados, y en la boca una sonrisa ladeada y un cigarrillo. Por Dios, estaba hecho un encanto. Se me arrima y pasa las manos envolviendo mi cintura. La meada parece haberla hecho más resuelta. Apoya su cara contra mi pecho y me mira desde abajo. Me sentí gigante, sobrenatural. Le doy del cigarrillo directo de mis dedos. Pita fuerte, traga el humo y me lo echa burlonamente en la cara. La aprieto contra mí. Puedo sentir su calor a través de la ropa mojada. Puedo sentir el crispamiento de sus pezones. Es el momento de besarnos. Los dos lo sabemos. Por eso no tenemos apuro. Es un instante de solemne alegría. No sé cómo la risa y la felicidad han quedado tan entreveradas. No hay nada más serio ni más feliz que un momento de amor. No hay nada más vulgar que una risa a destiempo. Esto no lo pensé entonces, lo pienso ahora, que lo escribo. Pero los dos lo sabíamos. Por eso nos besamos en silencio.

La cara de Ariel aparece entre la lluvia. Conozco esa cara de Ariel: es una cara que anticipa algo terrible. Está pálido, como si la lluvia le hubiese lamido el color. Su boca entreabierta no consigue hablar. No necesita decirlo pero igual lo hace:

—Mocho, vení. Se están cogiendo a la gorda.