5

Longstreet

El hospital era un campo abierto detrás de la línea. Había pequeñas tiendas blancas repartidas por todo el espacio y tiendas más grandes donde los cirujanos realizaban las operaciones. Allí estaba Hood, en una de las tiendas más grandes, tendido en una camilla. Longstreet entró procedente de la oscuridad, agachándose para pasar por debajo de un dosel, y vio el rostro como de mármol frío a la amarilla luz de las velas, los ojos negros y suaves como viejas piedras pulidas. Cullen y Maury estaban trabajando juntos con el brazo. Longstreet vio: no quedaba gran cosa de la mano. Hueso expuesto. Pensó en Jackson, alcanzado en el brazo en Chancellorsville: una muerte lenta. Déjanos cruzar el río. Los ojos negros de Hood miraban sin ver.

—¿Sam? —llamó Longstreet en voz baja.

Cullen levantó la cabeza; Maury estaba atando un nudo, siguió trabajando. Se habían reunido soldados fuera de la tienda. Un sargento bramó: vamos, vamos. Hood miró fijamente a Longstreet, sin verlo. Tenía las mejillas surcadas de churretes, pero ahora no estaba llorando. Su cabeza sufrió un espasmo, su mejilla se contrajo. Dijo de pronto, con una extraña voz ligera, liviana:

—Deberías haber dejado que me moviera a la de… —Cogió aire—. A la derecha.

Longstreet asintió.

—¿Puedo hablar con él? —preguntó, dirigiéndose a Cullen.

—Mejor no. Lo hemos sedado. Señor. Será mejor que le deje dormir.

Hood levantó el otro brazo, los dedos se estremecieron, dejó caer la mano.

—No vi gran cosa. Los muchachos fueron y cayeron sobre las rocas. Me alcanzaron.

A Longstreet no se le daban bien las palabras; asintió.

—Tendría que haberme ido a la derecha, Pete. —Hood estaba mirándolo fijamente con los ojos brillantes, drogados, sobrenaturales—. ¿Cómo ha ido todo, Pete?

—Bien, Sam.

—¿Hemos conseguido esas rocas?

—La mayoría.

—Conseguimos las rocas. Lo hicimos.

—Sí —mintió Longstreet.

Hood pestañeó despacio, tenía los ojos llorosos. Levantó la mano buena para hacer visera sobre ellos.

—Devil’s Den, el cubil del diablo. Buen nombre.

—Sí.

—El peor terreno que he visto en mi vida, ¿lo sabías? —Hood se tapó los ojos con la mano. Le temblaba la voz—. Mis muchachos tienen mérito.

—¿Puedes salvar el brazo? —le preguntó Longstreet a Cullen.

—Lo estamos intentando. Pero aunque lo consigamos, no le servirá de mucho.

—¿Bajas? —dijo Hood—. ¿Cuántas bajas?

—No lo sé todavía —repuso Longstreet. Y luego—: No muchas. —Otra mentira.

—Debería dormir —dijo hoscamente Cullen, quejumbroso—. Ahora no se resista, general. Deje que surta efecto. Duerma tranquilo.

—Duerme un poco, Sam —dijo con voz queda Longstreet—. Mañana te lo contaré todo.

—Lástima no haberlo visto. —Hood apartó la mano. Tenía los ojos adormilados, cerrándose como portillas sobre una luz tenue—. Debería haber ido a la derecha. —Se miró aturdidamente la mano—. Vosotros intentad salvar eso ahora, ¿entendido?

—Sí, señor, general. ¿Por qué no…?

—Lo echaré de menos. —Hood volvió a cerrar los ojos; su rostro empezó a suavizarse con el sueño. Longstreet pensó: No morirá. No como Jackson. Había una negrura alrededor de los ojos de Jackson. Longstreet alargó el brazo y tocó a Hood en el hombro, luego se dio la vuelta y salió a la luz de la luna.

Allí estaba Sorrel, con el resto del equipo enmudecido. Longstreet ensilló, elevándose a la luz de la luna, contemplando las tiendas pálidas y las pequeñas fogatas, el silencio negro. Oyó llorar a un muchacho, lastimeros sollozos infantiles, una voz más ronca de fondo, consolándolo. Longstreet sacudió la cabeza para exorcizar el sonido, cerró los ojos, vio a Barksdale corriendo hacia la muerte contra una valla en llamas en el brillante atardecer, con el cabello ondeando a la espalda como fuego blanco. Longstreet subió la cresta hacia el terreno más oscuro bajo los árboles. Barksdale yace bajo una manta. No le han tapado la cara; lo cubre una bandera. Semmes está muerto. ¿Cuántos más? Longstreet se aclaró las ideas, apartó de sí imágenes cruentas, la brillante valla al resplandeciente aire del atardecer, intentó catalogar a los muertos. Debía de haber cifras. Pero no estaba pensando con claridad. Había rabia en su cerebro, un área sanguinolenta y nublada como el fango removido de un charco. Era como un luchador que ha caído una vez y se ha vuelto a levantar, herido y furioso, esperando devolver el golpe, buscando una abertura. Pero era una rabia silenciosa, controlada; estaba aprendiendo lo que era la guerra. Cabalgó decididamente, adentrándose con paso lento en la oscuridad con la opresión en su pecho como una bomba sin detonar, y en el fondo de su mente una imagen de aquella colina gris y rocosa erizada de rifles, atestada de soldados azules en la cima, y supo con absoluta certeza como soldado que no podría tomar esa colina, ya no, y una voz fría y metálica carente de emoción se lo dijo desapasionadamente, con calma, hablándole al oído como si lo acompañara alguien ajeno a la rabia, a la guerra, un mecanismo interno totalmente ileso, una mente de metal que no sentía absolutamente nada.

—¿Señor?

Longstreet se volvió en la silla: Sorrel. El hombre dijo con cautela:

—El capitán Goree está aquí, señor. Ah, mandó usted a buscarlo.

Longstreet miró, vio al flaco tejano, hizo una seña. Sorrel se retiró.

—T.J. —dijo Longstreet—. Quiero que salgas por la derecha y explores la posición. No quiero más estúpidas contramarchas por la mañana. Aunque tardes toda la noche, pero lo quiero despejado, despejado. He apostado la división de Hood en nuestro flanco derecho. O lo que queda de ella. He puesto a Law al mando. Si necesitas ayuda, se la pides a Law, ¿entendido?

El tejano, un hombre callado, asintió pero no se movió.

—¿Qué ocurre? —preguntó Longstreet.

—Nos echan la culpa —dijo Goree. Tenía la voz rechinante, como la rueda mal engrasada de una carreta. Irradiaba cólera. Longstreet se lo quedó mirando.

—¿Cómo?

—He hablado con los oficiales de Hood. ¿Sabía que nos echan la culpa? Le culpan a usted. Por lo de hoy.

Longstreet no podía ver nítidamente el rostro esquelético en la oscuridad, pero la voz era tensa y aguda, y Longstreet pensó: He aquí un hombre peligroso, fuera de control.

—Quizá se entere, general —continuó Goree—. Tuve que golpear a un hombre. Todos decían que el ataque era culpa suya y que si el general Lee lo hubiera sabido no lo habría ordenado y no podía quedarme allí plantado ni decir lo que pensaba, así que tuve que golpear a ese hombre. Bastante fuerte. Tenía que hacerlo. Tampoco pienso disculparme. No hay tiempo. Pero… He pensado que querría saberlo.

—¿Está muerto?

—No lo creo.

—Bien, eso es bueno. —Longstreet meditó—. Bueno, no te preocupes. Seguramente no oiremos ni una palabra si no lo has matado. Por la mañana probablemente estará olvidado. Una cosa: no quiero duelos. Nada de estúpidos duelos.

—Sí, señor. El caso es que, cualquier cosa que salga mal ahora, le echarán a usted la culpa. Lo veía venir. No pueden cargar con las culpas al general Lee. Ya no. Así que se las cargarán todas a usted. Tiene que andarse con cuidado, general.

—Bueno —dijo Longstreet—. Déjalo correr.

—Sí, señor. Pero no es fácil. Después de ver cómo se pasaba toda la mañana intentando convencer al general Lee para que se moviera a la derecha.

—Déjalo correr, T.J. Hablaremos de ello después de la batalla.

Goree se despidió. Allá iba un hombre condenadamente bueno. Longstreet sintió la calidez de una gratitud inesperada. Condujo el caballo negro hacia el cuartel general de Lee, en la carretera de Cashtown. Ahora había tiempo para hablar. Largo y tendido. Cuidado con la rabia. Ten cuidado. Pero es verdad. Los hombres evitan culpar a Lee. El Viejo se está volviendo intocable. Ahora más que nunca necesita oír la verdad. Pero… en fin, no es culpa suya, el Viejo no tiene la culpa. Longstreet detuvo en seco al caballo, a punto de arrollar a Sorrel. Salieron a un parche de brillante luz de luna. Longstreet vio: el hombre estaba herido.

—Mayor —dijo secamente Longstreet—. ¿Cómo se encuentra?

—¿Señor? Oh, estoy bien, señor. Un problema de nada.

—Menudo caballo más feo que se ha echado.

—Sí, señor. Perdí el otro, señor. Lo acribillaron conmigo encima. Perdió dos patas. Estaba con la batería de Dearing. Hace calor, señor. —Sorrel cabeceó apesadumbrado.

Longstreet señaló.

—¿Qué le pasa a ese brazo?

Sorrel se encogió de hombros, azorado.

—No es nada, señor. Me duele un poco, no puedo moverlo. Metralla, señor. Apenas un rasguño. Ah, Osmun Latrobe recibió un disparo también.

—¿Es grave?

—Creo que sólo se cayó del caballo. Este combate está haciendo estragos con los caballos, señor. Esperaba que pudiéramos reabastecernos aquí arriba, pero estos caballos yanquis son todos animales de granja… demasiado grandes y lentos. Cualquiera parecería ridículo montado en un caballo de tiro.

—Bueno —musitó vagamente Longstreet—. Cuídese, mayor. No es usted el hombre más agradable que me haya echado a la cara, pero sin duda sabe ser útil.

Sorrel hizo una reverencia.

—Le agradezco el cumplido, señor. El general es un hombre franco.

—¿Tiene ya las cifras de bajas?

—No, señor. Lo lamento. Tan sólo informes preliminares. Todo indica que las pérdidas superarán un tercio.

Longstreet asintió bruscamente, aceptando el hecho.

—Posiblemente más —continuó cautamente Sorrel—. Las cifras podrían elevarse…

—No tire por lo bajo —dijo Longstreet.

—No, señor. Creo que donde más bajas ha habido es en la división de Hood. Tardaré algún tiempo en hacer el recuento exacto. Pero… por lo visto los yanquis han luchado bien. Supongo que las bajas de Hood se acercarán al cincuenta por ciento.

Longstreet inspiró hondo, apartó la mirada. ¿Ocho mil hombres? En dos horas. Su mente se encendió. Ahora no quedaban suficientes hombres para realizar un asalto en masa. De ninguna manera. Lee se dará cuenta. Ahora: los hechos.

—Necesito un recuento fiable, mayor. Lo antes posible.

—Sí, señor. Pero, en fin, no es fácil. Los hombres tienden a callarse la verdad. He oído, por ejemplo, que la división de Harry Heth salió mal parada ayer, pero sus oficiales no informaron de todas las bajas al general Lee porque no querían que el general Heth se metiera en un lío.

—Quiero la verdad. Por negra que sea. Pero los hechos tienen que ser sólidos. En cuanto pueda. Confío en usted. También quiero un recuento de la artillería disponible, las balas restantes, tipo de munición, etcétera. ¿Entendido? Envíe una nota a Alexander.

Por la carretera, al galope: un jinete apuesto, agitando un sombrero emplumado en la noche. Tiró de las riendas ostentosamente, sacudió el sombrero en un arco largo y parsimonioso, se inclinó hasta caerse casi del caballo: el gesto excesivo de un caballero aburrido. Fairfax, otro de los ayudantes de Longstreet.

—Saludos del general Pickett, señor. Desea anunciarle su presencia en el campo.

Longstreet se lo quedó mirando, gruñó, soltó una risita involuntaria.

—Oh, estupendo. Sencillamente estupendo. —Longstreet se volvió hacia Sorrel—. ¿No es estupendo, mayor? Ahora, que comience la batalla. —Hizo una mueca, rezongó—. Dígale al general Pickett que me alegra que haya llegado. Por fin.

Fairfax tenía una boca generosa: sus dientes refulgían a la luz de la luna.

—El general Pickett está muy preocupado, señor. Desea preguntar si queda algún yanqui. Me pide que le diga que él personalmente se aburre y sus hombres se sienten muy solos.

Longstreet meneó la cabeza. Fairfax prosiguió jovialmente:

—El general Pickett se ha presentado hoy previamente al general Lee, mientras el general Longstreet estaba ocupado con el entretenimiento en el flanco derecho, pero el general Lee dijo que los hombres del general Pickett no serían necesarios en la acción del día. El general Pickett me ordena informarle que es de natural sensible y que se siente herido en sus sentimientos, y que él y su división de pálidos virginianos le aguardan en aquel campo, con la esperanza de que vaya usted a arroparlos para pasar la noche y los consuele.

—Vaya —musitó Longstreet—. Fairfax, ¿está usted borracho?

—No, señor. Cito las palabras exactas del general Pickett, señor. Con precisión absoluta, señor.

—Bueno. —Longstreet sonrió ligeramente una vez, se encogió de hombros—. Puede decirle al general Pickett que me acercaré directamente.

Fairfax saludó, hizo una reverencia y se fue. Longstreet se adentró en la oscuridad a caballo. La división de Pickett: cinco mil hombres de refresco. Hombres condenadamente buenos. Era como recibir de regalo una pistola nueva y reluciente. Se sentía más fuerte. Ahora a hablar con Lee. Espoleó al caballo y empezó a trotar hacia las luces que se veían en el camino de Cashtown.

El cuartel general podía verse desde muy lejos, como una pequeña ciudad de noche. Su fulgor se elevaba entre los árboles y brillaba reflejado en la neblina del cielo. Empezó a oír cantos. Distintas bandas que tocaban canciones diferentes: una melodía de viento. Empezó a pasar junto a grupos de hombres que reían en la oscuridad. No lo reconocieron. Olió a whisky, tabaco, carne asada. Salió a campo descubierto justo debajo del seminario y pudo ver el área del cuartel general atestada de humo y luz, cientos de hombres, decenas de hogueras. Dejó atrás a un corro de hombres que miraban cómo bailaba entrechocando los tacones un muchacho negro, alto y delgado, vestido con un vaporoso vestido rojo. Allí estaba el puesto de licorería, un carromato blanco, un hombre que vendía un extraño elixir con los estridentes soniquetes de un predicador. Empezó a ver civiles: gente importante elegantemente vestida, algunos vehículos de líneas puras, muchos esclavos. La gente salía de sus casas para ver qué tal le iba al ejército, para entregar algún paquete a un hijo, un hermano. Salió a la luz y las cabezas empezaron a girarse y fijarse en él y sintió el tímido rubor aflorar a su rostro mientras lo escudriñaban, reconocían y apuntaban con el dedo. Cabalgó mirando directamente al frente, seguido de una multitud como la cola de un cometa. Un reportero le gritó una pregunta. Uno de los extranjeros, el del yelmo de plata como un elaborado orinal, agitó el brazo a modo de ebrio saludo. Longstreet siguió avanzando hacia la casita del otro lado de la carretera. Música y risa y movimiento por todas partes: una celebración. Todas las caras se veían felices. Los dientes destellaban tras las negras barbas. Vio alfileres de corbata con perlas, prendas de seda y satén. Y allí, contra la valla: Jeb Stuart.

Longstreet tiró de las riendas.

El galán, un hombre apuesto, estaba recostado contra una verja blanca, en medio de un círculo de luz, un círculo de admiradores. Los reporteros estaban tomando notas. Stuart estaba vestido de gris claro con galones de un marrón amarillento en los brazos y alrededor del cuello y el encaje en su garganta, y el sombrero emplumado estaba echado hacia atrás para colgar de forma relajada, juvenil sobre su nuca, y los rizos asomaban sobre la atractiva frente despejada. Cultivaba una barba poblada para disimular una barbilla débil, pero era un muchacho adorable, despreocupado, cubierto de barro, visiblemente cansado, lánguido, risueño, confiado. Miró a Longstreet y agitó lánguidamente una mano. Daba la impresión de llevar días sin dormir, días en la silla, sin que le importara. Longstreet asintió a modo de saludo, sin sonreír. Pensó: Ahora nos sirves de poco. Pero eres el problema de Lee. Longstreet aminoró el paso, sin querer hablar con Stuart. El gentío comenzaba a apretarse alrededor de su caballo, gritándole enhorabuenas. Longstreet miró de un rostro sin aliento a otro, asombrado. ¿Enhorabuena? ¿Por qué? La muchedumbre se había interpuesto entre Stuart y él. Avanzó obstinadamente hacia la cabaña de Lee. Era imposible contestar a las preguntas: demasiado ruido. Deseó no haber venido. Vuelve luego, cuando todo esté más tranquilo. Pero ya era demasiado tarde para irse. Uno de los hombres de Lee, Venable, había tomado las riendas de su caballo. Alguien chillaba con una voz espeluznante: ¡Paso al general Longstreet, paso al general! Y allí al otro lado de la multitud vio un espacio abierto junto a la puerta de la casita, y allí a la luz estaba Lee.

Emanaba silencio de él. El anciano salió a la luz y avanzó. Stuart se giró para mirar. Longstreet vio que los hombres empezaban a quitarse el sombrero en presencia del viejo. Lee llegó hasta el caballo de Longstreet, le tendió la mano, dijo algo en voz muy baja. Longstreet estrechó la mano. No había tuerza en ella. Lee estaba diciendo que se alegraba de ver que estaba bien, y se vislumbraba aquella llama extraordinaria en los ojos oscuros, la preocupación de un padre atento, que derribaba todas las defensas de Longstreet y penetraba en el hombre solitario que había tras ellas como una lanza abrasadora, y Longstreet asintió, gruñó, y se apeó del caballo. Lee dijo en tono acusador que había oído que Longstreet había estado otra vez en el frente y que le había prometido no hacerlo, y Longstreet, demasiado azorado por las muchas personas que estaban pendientes de él, demasiados desconocidos, dijo, bueno, que sólo había venido para recibir órdenes.

—El general Stuart ha vuelto —dijo Lee sonriendo, atento a su reacción.

La muchedumbre abrió paso a Jeb. Llegó con la mano extendida. Longstreet la estrechó, musitó algo, incapaz de mirar a aquellos ojos más jóvenes. Jeb lucía una sonrisa radiante; no dejaban de darle palmadas en la espalda. Longstreet se sintió testarudo. Maldito idiota. Pero no dijo nada. Lee dijo que el general Stuart debería saber cuan preocupados habían estado todos por él, y Stuart sonrió como un niño orgulloso, pero había algo cauto en sus ojos, al mirar a Lee, una suerte de discreto interrogante, y Longstreet se preguntó qué le habría dicho el anciano. Stuart dijo algo acerca de haber visto un montón de suelo yanqui últimamente, y se estaba volviendo aburrido, y paulatinamente el ruido comenzó a crecer de nuevo a su alrededor. Se dirigieron a la casa, con Lee tomando a Longstreet del brazo. Avanzaron por un paseo entre cientos de personas, como Moisés al separar las aguas. Alguien dio en comenzar un jaleo, un jaleo formal, un jaleo universitario. Una banda atacó, oh, Cielos, Bonny Blue Flag otra vez. Las manos buscaban a Longstreet. Entró en la casa y en una sala pequeña, con el tejado cerrándose sobre él como la tapa de un tarro, pero aun allí estaba atestado de gente, una sala no mayor que cualquier cocina, y todos los oficiales y ayudantes de Lee, trabajando, entrando y saliendo, e incluso allí había algunas personas de Richmond. Despejaron un sitio para Lee, que se sentó en una mecedora, y Longstreet lo vio a la luz y supo que estaba cansado. Lee descansó un momento, cerrando los ojos. No había ningún asiento para Longstreet salvo el canto de la mesa, de modo que se sentó allí. Taylor le empujó al pasar, rogando perdón a Longstreet, y pidió una firma para una carta para alguien.

Lee levantó una mano.

—Descansaremos un momento.

Longstreet vio al anciano encorvarse, respirar hondamente, con la boca abierta. Arrugas de dolor alrededor de los ojos. Agachó la cabeza gris un momento, antes de mirar rápidamente a Longstreet y sacudir ligeramente la cabeza.

—Estoy un poco cansado.

Él nunca hablaba así. Lee jamás se quejaba. Longstreet dijo:

—¿Le traigo algo?

Lee negó con la cabeza. Los ayudantes de campo hablaban a voz en grito de artillería, un mensaje para Richmond. Longstreet pensó: Aquí no hay descanso. Lee, leyéndole el pensamiento, dijo:

—Los sacaré de aquí dentro de un momento. —Volvió a inspirar fuertemente, casi un jadeo, se llevó una mano al pecho, agitó la cabeza con pesadumbre. Tenía el semblante agrisado e impasible. Había una extraña vaguedad en su mirada.

—Esta tarde ha estado muy cerca.

—¿Señor?

—Casi pasan. Pude sentir cómo penetraban. Por un momento pensé… vi nuestras banderas subiendo la colina… casi pensé…

—No ha estado tan cerca —dijo Longstreet. Pero los ojos de Lee contemplaban por él una visión de victoria. Longstreet no dijo nada. Se frotó la boca. Qué extraños, los ojos de Lee: tan oscuros y suaves. Longstreet no podía decir nada. En presencia del comandante las palabras adecuadas se negaban a aflorar a sus labios.

—Los ataques no estaban coordinados —dijo Lee—. No sé por qué. Veremos. Pero casi lo conseguimos, hoy. Pude ver… una carretera despejada hasta Washington. —Cerró los ojos y se los restregó. Longstreet se sentía extraordinariamente confuso. Experimentó un momento falto de confianza, árido y yermo, huero como una bomba detonada. Había en Lee una grandeza que lo ensombrecía, lo aquietaba. No se podía hablar de cautela allí, no ante aquel rostro. Entonces el momento pasó y rebrotó la rabia, no contra Lee sino contra él mismo. Quiso decir algo, pero Lee se le adelantó—: Me han informado de la muerte del general Barksdale.

—Sí, señor.

—Y del general Semmes.

—Señor.

—¿Cómo está el general Hood?

—Creo que sobrevivirá. Precisamente vengo de verlo.

—Alabado sea Dios. No podríamos prescindir del general Hood. —Volvía a tener la mirada perdida en ninguna parte. Transcurrido un momento dijo, casi lastimeramente—: He perdido a Dorsey Pender.

—Sí —respondió Longstreet. Uno por uno tomaban la oscura carretera. No pienses en eso ahora.

—Hubiera llegado a comandante de cuerpo, creo —dijo Lee. El anciano, sentado, parecía medio dormido.

—Señor —dijo envaradamente Longstreet—, hay tres cuerpos unionistas atrincherados en terreno elevado delante de mí.

Lee asintió.

—Tan cerca —dijo, al cabo—. Creo que un empujoncito más…

Estallido de gritos en el exterior. La banda se había acercado. Longstreet dijo:

—Hoy he perdido casi la mitad de mis fuerzas. —Y se sintió como un traidor por haberlo dicho, la verdad, la pura verdad, se sintió empequeñecido, rabioso. Lee asintió pero no parecía estar escuchando. Longstreet insistió—: El camino de la derecha sigue abierto, señor.

Lee levantó la cabeza despacio, enfocó la mirada, sonrió despacio, alargó una mano y tocó al general en el brazo.

—Déjeme pensarlo, general.

—Tenemos artillería suficiente para otra buena pelea. Una más.

—Lo sé. —Lee cogió aliento, enderezó la espalda—. Déjeme pensarlo. Pero, general, me alegra mucho ver que está usted bien.

Taylor regresó abriéndose paso a empujones. Longstreet estiró el brazo e inmovilizó al joven con una presa de hierro.

—El general Lee necesita reposo. Quiero que mantenga apartadas a algunas de estas personas.

Taylor se retiró con glacial reproche, como si la mano de Longstreet atufara a pescado. Longstreet sintió la inminencia de una cólera considerable. Pero Lee sonrió y buscó los papeles que sostenía Taylor en la mano.

—Un ratito más, general. Luego les diré que se vayan. Ahora, ¿qué tenemos aquí?

Longstreet retrocedió. La cabeza blanca se inclinó sobre los papeles. Longstreet se quedó allí. Llevaba toda su vida recibiendo órdenes y reconocía la necesidad de mando, y el anciano que tenía delante era el mejor comandante que había conocido. Longstreet miró en rededor a los rostros. Los caballeros estaban conversando, intercambiando divertidas historias. Fuera, en la noche cargada de humo, una banda atacaba otra canción. Demasiada gente, demasiado ruido. Cruzó la puerta caminando de espaldas. Volveré más tarde. Entrada la noche, más tarde, cuando el anciano esté solo, tendremos que hablar.

Se adentró en el gentío, cabizbajo, y montó en su caballo. Alguien le tiró del brazo. Le lanzó una mirada furibunda: Marshall, colorado, agitando unos papeles, con las mejillas encendidas de rabia.

—¡General Longstreet! Señor. ¿Querrá hablar con él?

—¿Con quién? ¿De qué?

—He preparado los papeles para el consejo de guerra del general Stuart. El general Lee se niega a firmarlos.

Longstreet hizo una mueca. Claro que se niega. Pero no es mi problema. Marshall tenía agarradas las riendas. Estaba pegado a él y los hombres de los alrededores se habían retirado en deferencia y no le habían oído. Longstreet preguntó:

—¿Cuándo regresó por fin?

—Esta tarde. —Marshall, con esfuerzo, mantenía bajo el tono de voz—. Estaba de excursión. Pasándoselo en grande. Capturó cerca de cien carros enemigos. Y nos dejó a ciegas en territorio enemigo. Criminal, absolutamente criminal. Varios de nosotros nos hemos puesto de acuerdo para solicitar un consejo de guerra, pero el general Lee dice que no quiere hablar de ello en estos momentos.

Longstreet se encogió de hombros.

—General. Si no hay un poco de disciplina en este ejército… Han muerto buenos hombres, señor. —Marshall se debatía. Longstreet vio aproximarse a un hombre. Grueso, de barba poblada. El rostro era familiar: un reportero de Richmond. Sí, un teórico de la guerra. Un hombre con chaleco plateado y opiniones en abundancia. Se acercaba cuaderno en mano. Longstreet ansiaba marcharse, pero Marshall lo retuvo—. Me gustaría conocer su opinión, señor. Usted es el segundo oficial de mayor rango en este ejército. ¿Cree que se debería firmar esta solicitud de consejo de guerra?

Longstreet hizo una pausa. Los hombres estrechaban el círculo, gritando más enhorabuenas. Longstreet asintió una vez, pensativo.

—Sí —dijo.

—¿Hablará usted con el general Lee?

—Lo haré. —Longstreet recogió las riendas. Los hombres estaban ya lo bastante cerca para oír, lo miraban fijamente—. Pero sabe usted, Marshall, no servirá de nada.

—Podemos intentarlo, señor.

—Cierto. —Longstreet se tocó el sombrero—. Por lo menos podemos hacer eso.

Espoleó su montura hacia la fría oscuridad. La aglomeración de gente le abrió paso. Volaban los sombreros; estaban jaleándolo. Cabalgó con la cabeza gacha hacia la carretera silenciosa. Le sorprendía el aire de victoria. Pensó: Ahora es tal que cada vez que combaten asumen que podrán celebrar una victoria esa noche. El rostro de Goree. No pueden culpar al general Lee, ya no. Pero hoy no ha habido ninguna victoria. Tan cerca, decía el anciano. Y sin embargo no ha sido una pérdida. Y Longstreet supo que Lee atacaría por la mañana. Jamás abandonaría el campo de batalla. No con el ejército unionista en él. Tres cuerpos de la Unión en las colinas. Lee atacará.

Longstreet se detuvo, en la oscuridad, volvió la mirada hacia la luz. Una voz lo llamaba. Longstreet se giró dispuesto a seguir cabalgando, hasta que cayó en la cuenta de quién era esa voz y miró atrás de nuevo: una sonriente Fremantle, con el sombrero sujeto como un trapo en el brazo de un espantapájaros, huesudo, ridículo. Se parecía a una ilustración de Ichabod Crane que Longstreet había visto una vez.

—¡Buenas noches, señor! ¡Enhorabuena, señor! Una noche estupenda, ¿verdad? ¡Extraordinaria! Debo decir, señor, que he observado su carga esta tarde, y me he sentido inspirado, señor, inspirado. Extraordinario, señor, un general al frente de la línea. Se le pone a uno el corazón en un puño. Me quito el sombrero ante usted, señor. —Ejecutó una vasta reverencia que a punto estuvo de tirarlo del caballo, se irguió sonriendo, su boca una media luna de dientes risueños. Longstreet sonrió—. ¿Querrá darme la mano, señor, en honor de su gran victoria?

Longstreet tomó la palma inerte, sabiendo el esfuerzo que le costaba al inglés, que consideraba antinaturales los apretones de manos.

—¿Victoria? —dijo Longstreet.

—El general Lee es el soldado de nuestro tiempo, el soldado de nuestro tiempo. —Fremantle irradiaba aprobación como una estrella harapienta, pero lo hacía con una gracia tan relajada y delicada que no tenía nada de forzado, nada de servil o adulador. Sus balbuceos destilaban un grato culto al héroe, de caballero a caballero. Longstreet, que nunca había aprendido las artes del halago, lo admiró—. ¿Puedo cabalgar a su lado, señor?

—Desde luego.

—No quisiera interrumpir sus pensamientos y planes.

—No pasa nada.

—Lo he observado con el general Lee. Imagino que habrá importantes cuestiones técnicas ocupando su mente.

Longstreet se encogió de hombros. Fremantle montaba a su lado parloteando entusiasta. Señaló que había observado al general Lee durante gran parte de la batalla ese día y que el general rara vez enviaba mensajes. Longstreet le explicó que Lee acostumbraba a impartir las órdenes y dejaba que sus muchachos hicieran el trabajo por su cuenta. Fremantle volvió a sentirse impresionado.

—El soldado de nuestro tiempo —repitió, y Longstreet pensó: Debería haber hablado con Lee. Tengo que regresar esta noche. Pero… deja dormir al viejo. Nunca había visto su rostro tan fatigado. El alma del ejército. Él está al mando. Tú sólo eres la mano. Silencio. Como un soldado.

Atacará.

Bueno. Le quieren. No le culpan. Hacen cosas imposibles por él. Puede que tomen incluso esa colina.

—… la menor duda —estaba diciendo Fremantle— de que el general Lee habrá de convertirse en la principal autoridad mundial en asuntos militares cuando acabe esta guerra, lo que ahora parece que es sólo cuestión de días, semanas a lo sumo. Sospecho que toda Europa recurrirá a él buscando lecciones.

¿Lecciones?

—He estado pensando, debo confesarlo, en plasmar algunas ideas sobre el papel —anunció solemnemente Fremantle—. Algunos comentarios breves de mi cosecha, como apéndice al relato de esta batalla, y quizá a otras que haya librado este ejército. Algunas notas referentes a la estrategia.

¿Estrategia?

—Las distintas estratagemas del general Lee serán sumamente instructivas, ilustrativas. Me pregunto, señor, si podría contar con su ayuda para esta, eh, empresa. Como alguien que está estrechamente implicado. Es decir, en pocas palabras, ¿podría recurrir a usted en caso de necesidad?

—Claro —respondió Longstreet. ¿Estrategia? Se rió por lo bajo. La estrategia es bien simple: encontrar el enemigo, combatirlo. Sacudió la cabeza, resoplando. Fremantle continuó hablando quedamente, en tono reverencial.

—Nadie pensaría que el general Lee, después de conocerlo, después de haberle mirado, por así decirlo, a los ojos, como es el caso, nadie pensaría, sabe, que pudiera ser un hombre tan retorcido.

—¿Retorcido? —Longstreet se giró para mirarlo fijamente, perplejo.

—Oh, tiene mi palabra —continuó devotamente Fremantle— de lo artero que es. El Viejo Zorro Gris, que dicen. Un apelativo encantador. Americano hasta la médula.

—¿Retorcido? —Longstreet se plantó en medio de la carretera—. Retorcido. —Se rió a carcajadas. Fremantle se lo quedó mirando con sus ojos de búho—. Caray, coronel, bendita sea su alma, Robert Lee no tiene un pelo de retorcido, ¿no sabe usted eso?

—Señor.

—Maldita sea, hombre, si hay algún ser humano en el mundo menos retorcido que Robert Lee, todavía no me lo han presentado. Por Dios y el Cielo, coronel, mire que es usted gracioso. —Sin embargo Longstreet no se sentía divertido. Se inclinó ominosamente hacia delante sobre el fuste de la silla—. Coronel, deje que le explique una cosa. El secreto del general Lee consiste en que los hombres lo adoran y lo siguen con fe en él. Ése es el secreto. Otro secreto es que el general Lee toma una decisión y actúa, con coraje, y se ha enfrentado a un montón de generales enfermizos que no saben tomar decisiones, aunque algunos de ellos tienen agallas pero no el afecto de sus hombres. Por eso ganamos, principalmente. Porque actuamos con rapidez, y fe, y porque solemos contar con el terreno adecuado. ¿Estrategia? Dios, hombre, nosotros no ganamos valiéndonos de artimañas. ¿Cuál era la estrategia en Malvern Hill? ¿Cuál era la estrategia en Fredericksburg? Donde nos tiramos al suelo detrás de una puñetera pared de piedra y les disparamos con todo lo que teníamos mientras venían, oleada tras oleada, la gesta más valiente que verá en su vida, porque, escuche, hay algunos muchachos condenadamente buenos en el otro bando, no lo dude. He luchado con esos muchachos, y saben cómo pelear cuando tienen el terreno, pero, ¿estrategia? ¿Estrategia?

Tartamudeaba buscando las palabras, pero éstas escapaban de él en puñados candentes procedentes del fondo de su cerebro, como ascuas, y Fremantle lo observaba con la boca abierta.

—Dios en los Cielos —dijo Longstreet, y repitió—: esta maldita guerra no tiene ninguna estrategia. Están las enseñanzas del viejo Napoleón y un montón de caballería. Eso es todo. ¿Cuál era la estrategia en Chancellorsville? ¿Dónde dividimos al ejército, lo dividimos, que Dios me ampare, delante del enemigo, y nos salimos con la nuestra porque a Joe Hooker se le helaron las tripas? ¿Cuál era la estrategia ayer? ¿Cuál era hoy? ¿Y cuál será la dichosa estrategia mañana? Le diré cuál va a ser la estrategia mañana. ¿Retorcido? Cristo bendito. Mañana atacaremos a un enemigo que nos supera en número, un enemigo que nos supera en armamento, un enemigo atrincherado en terreno elevado, y deje que le diga, si ganamos esta vez no será gracias a ninguna estratagema ni porque seamos grandes estrategas o porque esta guerra tenga ni tan siquiera algo de remotamente inteligente. Será un puñetero milagro, un puñetero milagro.

Y entonces vio lo que estaba diciendo.

Se interrumpió en seco. Fremantle seguía con la boca abierta. Longstreet pensó: He dicho cosas muy inoportunas. Desleales. Idiota. Condenado idiota.

Y entonces empezó a comprender realmente lo que había dicho.

Salió a la superficie, como algo largo tiempo hundido que surge para romper las aguas negras. Floreció allí en la oscuridad de su mente, y le volvió la espalda a Fremantle.

El inglés dijo algo. Longstreet asintió. La verdad no dejaba de fluir. Longstreet aguardó. Sabía todo aquello desde hacía mucho pero nunca lo había expresado, salvo en fragmentos. Lo había barrido debajo de la alfombra y había seguido con el trabajo, soldado toda su vida. En su mente vio el hermoso rostro de Lee y de repente ya no era la misma cara. Longstreet se sentía ahíto, colmado y muy extraño. No quería pensar en ello. Espoleó al caballo. Héroe se encabritó. Longstreet pensó: uno siempre sabe la verdad; espera el tiempo suficiente y tu mente te lo dirá. Pasó por debajo de un árbol achaparrado; las hojas le acariciaron el sombrero. Se detuvo. Una voz junto a él: Fremantle.

—Sí —dijo Longstreet. Había dicho cosas muy estúpidas. A un invitado.

—Si le he molestado, señor…

—En absoluto. Tengo muchas cosas en la cabeza. Si no le importa, coronel…

Fremantle se despidió. Longstreet le dio las buenas noches. Se quedó sentado en su caballo a solas, a oscuras. Había una fogata en un sembrado. Un muchacho estaba tocando la armónica, un sonido frágil y encantador. Longstreet pensó en Barksdale mientras acudía al encuentro de su muerte, corriendo hacia ella, con el pelo ondeando a su espalda como fuego blanco. Los ojos de Hood eran acusadores. Debería haber ido a la derecha. Pensó: La estrategia consistía en las enseñanzas del viejo Napoleón y un montón de caballería.

Se estremeció. Recordó aquel día en la iglesia cuando rezaba por el alma y escuchó y supo en ese momento que allí no había nadie, que nadie escuchaba.

No pienses en eso. Pon en orden tus ideas. Esto es herejía.

Había más calma ahora, calor y humedad, una suavidad en el aire, una paz montañosa. Su mente guardó silencio un momento y siguió la larga carretera entre las fogatas en los campos y los hombres pasaban por su lado en la noche sin reconocerlo, y los soldados se perseguían de lado a lado del camino. Un campamento feliz, tras la línea. Había música y fe. Y orgullo. Siempre hemos tenido orgullo.

Pensó de pronto en Stonewall Jackson, el viejo Thomas, el viejo Luz Azul. Él sabía inspirar a los hombres. Sí. Pero recuerda, encargó picas para sus hombres, lanzas, por el amor de Dios. Y esas picas se amontonaban ahora por miles, oxidándose en un almacén de Richmond porque Jackson está muerto y en la gloria. Pero las habría usado. Picas. Contra negras hileras de cañones. Contra esa colina por la mañana.

Proceden de otra era. La Era de Virginia.

Tengo que hablar con Lee por la mañana.

Está cansado. Nunca lo había visto tan cansado. Y enfermo. Pero me escuchará.

Todos proceden de otra era.

General Lee, tengo tres cuerpos unionistas frente a mí. Cuentan con el terreno elevado, y están atrincherados, y mis fuerzas se han visto reducidas a la mitad.

Sonreirá y te dará una palmadita en el brazo y dirá: adelante.

Y puede que lo hagamos.

Estaba acercándose a su campamento. Podía oír risas al frente, y había numerosas y brillantes hogueras. Aminoró el paso, dejó que Héroe degustara la hierba. Lo embargaba una profunda sensación de vergüenza. Un hombre no debería pensar esas cosas. Pero no podía evitarlo. Entró en el campamento, de vuelta al trabajo. Llegó en silencio y se sentó debajo de un árbol oscuro, y Sorrel fue a verlo con las cifras. Las cifras eran malas. Longstreet se quedó sentado con la espalda apoyada en el árbol y en campo abierto había una fiesta, sonidos gozosos: George Pickett estaba contando una de sus historias.

Estaba de pie junto al fuego, desgreñado, imponente, esgrimiendo una espada invisible. Sabía cómo contar una historia. Lo observaba un corro de hombres; Longstreet podía ver las sonrisas, el destello de una botella oscura pasando de mano en mano. A lo lejos en la oscuridad se escuchaba la voz de un joven que cantaba: voz clara de tenor irlandés. Longstreet se sentía fuera de lugar, muy, muy fuera de lugar. Pickett concluyó la narración con una poderosa estocada, apoyó las manos en las rodillas, se agachó y aulló de risa, enormemente complacido consigo mismo. Longstreet necesitaba un trago. No. Ahora no. Luego. Dentro de unos días. Quizá una buena botella y un buen sueño. Miró al otro lado de la luz de la fogata y vio un rostro en el corro que no sonreía, ni siquiera estaba escuchando, un rostro pétreo que miraba sin ver las llamas amarillas: Dick Garnett. El hombre que Jackson había llevado ante un consejo de guerra acusado de cobardía. Longstreet vio que Lo Armistead le propinaba un codazo, preocupado, le susurraba algo al oído. Garnett sonrió, meneó la cabeza, volvió junto al fuego. Armistead siguió contemplándolo, preocupado. Longstreet inclinó la cabeza.

Vio el semblante de Robert Lee. Unos ojos increíbles. Un hombre honrado, un hombre sencillo. Anticuado. Todos cabalgan buscando la gloria, caballeros emplumados todos. Vio los ojos de Sam Hood, ojos acusadores. No se morirá. No tenía la negra expresión que ofrecen los moribundos alrededor de los ojos. Pero Barksdale ha desaparecido, y Semmes, y la mitad de la división de Hood…

—Buenas noches, Pete.

Longstreet entornó la mirada hacia arriba. Un hombre alto que sostenía un vaso alto, sonrisa juvenil bajo un pelo gris como el acero: Lo Armistead.

—¿Qué tal van las cosas, Pete?

—Tirando, tirando.

—¿Por qué no vienes y te unes a nosotros? Hemos liberado un poco de whisky de Pennsylvania; no queda mucho.

Longstreet sacudió la cabeza.

—¿Te importa que me siente un momento? —Armistead se puso en cuclillas, sentándose en los talones, apoyando el vaso en su muslo—. ¿Qué sabes de Sam Hood?

—Es posible que pierda el brazo.

Armistead preguntó por el resto. Longstreet le dio la lista. Se produjo un momento de silencio. Armistead tomó un trago, dejó que los nombres se asentaran. Transcurrido un momento, dijo:

—Dick Garnett está enfermo. Casi no puede andar.

—Haré que alguien le eche un vistazo.

—¿Lo harás, Pete? Tendrá que aceptarlo, viniendo de ti.

—Claro.

—El caso es que, si hay algo de acción, no puede soportar el perdérsela. Pero si tú se lo ordenaras…

Longstreet no dijo nada.

—Supongo que no podrías hacer eso —dijo Armistead, ilusionado.

Longstreet negó con la cabeza.

—No dejo de decirle que no tiene que demostrar nada, no a nosotros —musitó Armistead—. Bueno, qué demonios. —Bebió del vaso—. Buen caldo. Los holandeses hacen buen whisky. Oh. Perdona.

Longstreet escudriñó la luz de la fogata. Reconoció a Fremantle, con los ojos saltones y sonriente, poniéndose en pie con torpeza, levantando su taza de latón para brindar. Longstreet no pudo oír lo que decían.

—He estado hablando con ese inglés —dijo Armistead—. No es muy espabilado, ¿verdad?

Longstreet sonrió. Pensó: Lee, retorcido.

—Le preguntamos —dijo Armistead— cómo es que los ingleses no vinieron a ayudarnos. Para velar por sus propios intereses y todo eso. Diablos, es perfectamente obvio que deberían ayudar. ¿Sabes lo que respondió? Dijo que el problema era la esclavitud. ¿Qué te parece?

Longstreet meneó la cabeza. Ésa era otra cosa en la que no pensaba.

—Creen que estamos luchando por conservar los esclavos —dijo Armistead, con desdén—. Dice que eso es lo que piensa la mayoría de los europeos sobre nuestra guerra. Bueno, ¿qué se supone que debemos hacer al respecto?

Longstreet no dijo nada. La guerra tenía que ver con la esclavitud, desde luego. Ése no era el motivo por el que combatía Longstreet, pero sí por el que había guerra, y no tenía sentido hablar de ello, nunca lo había tenido.

—El viejo Fremantle dijo algo que me pareció interesante —continuó Armistead—. Dijo que en todo el tiempo que lleva en el país, no ha oído la palabra esclavo ni una sola vez. Dice que siempre los llamamos sirvientes. Sabes, es cierto. Nunca me había parado a pensarlo, pero es verdad.

Longstreet recordó un discurso: En un país donde todos los esclavos son siervos, todos los siervos son esclavos, y termina así la democracia. Era una buena frase. Pero no compensaba pensar en ella. Armistead estaba diciendo:

—Ese Fremantle es un tipo gracioso. Dice que los sudistas somos la gente más educada que conoce, pero luego se dio cuenta de que llevamos siempre nuestras pistolas encima, adondequiera que vamos, así que a lo mejor ése es el motivo. Ja. —Armistead soltó una risita—. Pero en realidad no necesitamos a los ingleses, ¿eh, Pete, tú qué crees? No mientras tengamos al viejo Bobby Lee para enseñarnos el camino.

El grupo de Pickett estaba apaciguándose. Los rostros se volvían hacia la luna. Longstreet, ligeramente sordo, tardó un momento en comprender que se habían vuelto en dirección al sonido del tenor que cantaba. Una canción irlandesa. Escuchó:

¿… oh, es que has olvidado

que pronto adiós nos diremos?

¿Oh, es que has olvidado

que pronto nos separaremos?

Será por años,

será por siempre…

—Ese chico sabe cantar —dijo Longstreet—. Eso es Kathleen Mavourneen, ¿verdad? —Se volvió hacia Armistead.

El semblante apuesto había sucumbido a la suavidad. Longstreet pensó que estaba llorando, sólo por un momento, pero no había lágrimas, tan sólo una expresión de dolor. Armistead tenía la mirada perdida en dirección a la voz; de pronto apartó los ojos y miró justo al suelo. Se quedó allí arrodillado, inmóvil, mientras el campamento entero se aquietaba poco a poco y en el oscuro silencio la voz entonaba la siguiente estrofa, más suave, con sentimiento, con enorme belleza, muy lejana para el duro oído de Longstreet, lejana y extraña, de otro tiempo, una época más antigua y amable, y Longstreet vio lágrimas en los rostros alrededor del fuego, y hombres que empezaban a agachar la cabeza, y él hizo lo mismo, sintiendo un repentino espasmo de amor irracional. Entonces la voz se cortó.

Armistead levantó la cabeza. Miró a Longstreet antes de apartar rápidamente la vista. En el calvero los hombres permanecían sentados, inmóviles; Pickett se levantó de pronto y echó a andar con paso airado, con el rostro surcado de lágrimas, frotándose las mejillas, gruñendo, antes de decir con voz solemne:

—Muy divertido, chicos, es muy divertida esta noche. —Los rostros se elevaron hacia él. Pickett se acercó a la valla, se sentó y dijo—: Dejad que os cuente la historia del viejo Tangente, que es el caballo de Dick Ewell, que a Dios pongo por testigo no sólo es el pedazo de jamelgo más lento y cascarrabias de todo este ejército, sino posiblemente también el caballo más lento de este hemisferio, o hasta de toda la historia de los caballos lentos.

Los rostros empezaron a escuchar. Empezó a circular una botella. Pickett se sentó en la valla como si fuera el viejo Calvorota Ewell a lomos de su caballo. Se reanudaron las risas, y al fondo tocaron algo rápido y ligero y el tenor no cantó. En cuestión de instantes Pickett estaba bailando una chirimía con Fremantle, y la tristeza se había esfumado como una bruma pasajera. Longstreet sintió deseos de acercarse allí y sentarse. Pero aquél no era su sitio.

—¿Sabes algo de Win Hancock? —preguntó Armistead.

—Me lo he tropezado hoy. —Longstreet hizo un gesto—. Está en esa dirección, a algo más de un kilómetro.

—¿Es cierto eso? —Armistead sonrió—. Apuesto a que fue difícil.

—Lo fue.

—Ja. —Armistead se rió por lo bajo—. Es el mejor que tienen, y eso es un hecho.

—Pues sí.

—Me gustaría ir a verlo, en cuanto pueda, si no hay ningún problema.

—Claro. A lo mejor mañana.

—Bien, eso estaría bien. —Armistead miró a la luna—. Esa canción de antes, Kathleen Mavourneen. —Se encogió de hombros. Longstreet lo miró. Estaba frotándose la cara. Armistead dijo lentamente—: La última vez que vi al bueno de Win la tocamos al piano. —Miró a Longstreet de reojo, sonrió vagamente, apartó la mirada—. Nos fuimos a cenar juntos por última vez, la noche antes de que empezara todo. Primavera del sesenta y uno. —Hizo una pausa, se asomó al pasado, asintió para sí—. Mira Hancock nos había invitado. Una última velada juntos. Te acuerdas de Mira. Una mujer preciosa. Muy dulce. Hacían una pareja atractiva, ¿sabes? La pareja más atractiva que he visto nunca. Ahora está claro que él parece un soldado, eso es innegable.

Longstreet aguardó. Se avecinaba algo.

—Garnett estaba allí, aquella última noche. Y Sydney Johnston. Un montón de amigos de la vieja guardia. Partíamos al día siguiente, algunos hacia el norte, otros hacia el sur. Nos separábamos. ¡Dios! Te acuerdas.

Longstreet se acordaba: un día frío y radiante. Frío, mucho frío. La despedida de un soldado: adiós, buena suerte, y te veré en el infierno. Armistead prosiguió:

—Nos sentamos alrededor del piano, hacia el final de la velada. Ya sabes cómo era. Mary estaba tocando. Cantamos todas las buenas canciones. Ésa fue una de ellas, Kathleen Mavourneen, y Mary of Argyle, y… ah. Será por años, será por siempre. No se me olvidará nunca.

Se interrumpió, hizo una pausa, contempló el vaso de whisky, miró a Longstreet.

—Ya sabes cómo era, Pete.

Longstreet asintió.

—Bueno, ese hombre era un hermano para mí. Lo recuerdas. Hacia el final de la velada… se complicó la cosa. Todos empezamos, en fin, ya sabes, hubo un montón de lágrimas. —A Armistead le temblaba la voz; inspiró hondo—. Bueno, yo estaba llorando, y me acerqué a Win y le agarré por el hombro y le dije: Win, te lo juro, si alguna vez levanto la mano contra ti, que Dios me fulmine.

Longstreet sintió un estremecimiento helado. Miró al suelo. No había nada que decir.

—No he vuelto a verlo desde entonces —continuó Armistead, conmovido—. No he coincidido en el campo con él, gracias a Dios. Me… preocupa pensar en ello.

Longstreet quería alargar el brazo y tocarlo. Pero siguió contemplando el suelo oscuro.

—No puedo renunciar a la lucha, por supuesto —dijo Armistead—. Pero pienso en ello. Hice un juramento, ves. ¿Lo entiendes, Pete?

—Claro.

—Había pensado en saltarme esta batalla. Pero… no creo que fuera capaz. Creo que tampoco sería correcto.

—Supongo que no.

Armistead exhaló un suspiro. Apuró el whisky de un solo trago. Se quitó el sombrero negro de ala flexible y lo sostuvo en la mano y el pelo gris relucía húmedamente, y la banda de piel blanca en la frente resplandecía a la luz. Con la cabeza descubierta parecía mayor, mucho mayor, el viejo Lo, tan galante. Había sido un joven apasionado. Lothario había envejecido.

—Gracias, Pete. —La voz de Armistead sonó firme—. Tenía que hablar de ello.

—Por supuesto.

—Le envié a Mira Hancock un paquete que debía abrir en caso de que yo muriera. Me… ¿Te acercarás a verla, cuando esto termine?

Longstreet asintió. Dijo:

—Estaba pensando. En aquella vez que golpeaste a Early con la bandeja.

Armistead sonrió.

—No le pegué lo bastante fuerte.

Longstreet sonrió. Entonces fue capaz de alargar el brazo y tocarlo. Le palmeó suavemente una vez, un roce, en el hombro, y retiró la mano.

En el campamento, a la luz del fuego, Pickett estaba terminando. Estaba contando la historia de aquella vez durante un bombardeo cuando sólo había un árbol tras el que esconderse y cómo los hombres hacían cola detrás del árbol, una larga hilera que crecía como el rabo de un cerdo, y se movían a un lado o a otro cada vez que caía cerca un cañonazo, y con Pickett haciendo gestos ágiles, gráciles, era muy divertido.

—Me pregunto si crecerán en casa estos cerezos —dijo Armistead—. ¿Crees que crecerán en casa?

Un momento después sugirió:

—Vayamos a reunimos con el grupo. ¿Pete? ¿Por qué no? Antes de que se beban todo el whisky.

—No gracias. Ve tú.

—Pete, mañana podría ser un día muy largo.

Longstreet contempló todos los rostros tersos y brillantes. Volvió a ver en su mente el semblante firme de Lee. Pensó: Estoy fuera de lugar. Pero quería reunirse con ellos. Ni siquiera para hablar. Tan sólo para sentarse allí y escuchar los chistes de cerca, sentarse dentro del círculo cálido, porque a esta distancia con la sordera uno no oía nunca lo que decían; te quedabas fuera. Pero… si se acercaba allí, sería incómodo. No quería estropearles la noche. Y sin embargo de pronto, terriblemente, lo anheló de nuevo, como era antes, los brazos enganchados, todos ebrios y cantando hermosas canciones a la noche, con las visiones de muerte del atardecer, y los sueños de muerte del próximo amanecer, con la noche llena de una monstruosa y temporal alegría rutilante, sabrosos momentos, segundos jugosos desgranándose como cálidas gotas de lluvia, una joya tras otra.

—¿Pete?

Longstreet se levantó. Soltó las riendas del control. Pensó en los tres cuerpos unionistas, uno de ellos de Hancock, atrincherados en la colina, y se olvidó de todo. No quería seguir al mando. Quería sentarse y beber y escuchar historias. Dijo:

—Supongo que un trago, si a nadie le importa.

Armistead lo tomó del brazo con una amplia sonrisa, y era genuina; tomó a Longstreet del brazo y lo arrastró hacia el círculo.

—Hey, muchachos —anunció Armistead—, mirad lo que traigo. Haced sitio para el viejo.

Todos se pusieron de pie para recibirlo. Se sentó y aceptó un trago, y no siguió pensando en la guerra.