3

Buford

El paisaje al oeste de Gettysburg consiste en varias hileras de colinas, como olas de tierra. El primer destacamento de infantería rebelde llegó por ese camino, por la angosta carretera gris que atravesaba la abertura montañosa. Al mediodía tenían la ciudad a la vista. Era un lugar pequeño y bonito: casas de tablas blancas, vallados, todo ordenado, el chapitel de una iglesia blanca. Los soldados que coronaron la última cresta junto al seminario luterano pudieron ver toda la ciudad hasta las colinas del fondo y una sinuosa carretera gris que subía del sur, y cuando las primeras tropas grises entraron en la ciudad se percibió movimiento en aquella senda austral: una mancha en movimiento, borrosa, azul, caballería azul. Doblaron con parsimonia el último recodo, una larga serpiente humeante de color azul, erizada de armas y banderas. Los soldados se miraron sobre los campos despoblados. El día era abrasador; el cielo era una neblina vaporosa. Alguien levantó una pistola y disparó, pero la distancia era excesiva. Las calles de Gettysburg estaban desiertas.

Justo detrás de la ciudad había dos colinas. Una era verde y estaba poblada de árboles; la otra era achatada, coronada por un cementerio. El comandante de la Unión, un hombre alto y rubio quemado por el sol que respondía al nombre de John Buford, remontó a caballo la larga pendiente hasta lo alto de la colina, entrando en el cementerio. Se detuvo junto a una pared de piedra, contempló la llanura, el campo de fuego bellamente despejado. Podía divisar toda la ciudad y las cadenas montañosas hasta las montañas azules del fondo, un cielo oscurecido. En la otra punta de la ciudad había un edificio de ladrillo rojo, el imponente seminario, coronado por una cúpula blanca. La carretera adyacente al edificio estaba atestada de tropas rebeldes. Buford contó media docena de banderas. Había pensado que sería tan sólo un grupo de ataque. Ahora percibía el poder que los respaldaba, una carretera inundada de soldados hasta las estribaciones montañosas.

La primera brigada azul había hecho un alto abajo en la carretera, junto a un granero de color rojo. El comandante de esa brigada, Bill Gamble, subió la colina a lomos de un caballo embarrado, seguido por una pequeña nube de ayudantes, y escudriñó poniente con los ojos llorosos. Resolló, enjugándose la nariz.

—Santo Cielo, es infantería.

Buford se llevó las lentes a los ojos. Vio un hombre a lomos de un caballo negro, agitando un sombrero emplumado: un oficial. Las tropas rebeldes se habían detenido. Buford miró en rededor, buscando más movimiento. Vio un escuadrón de soldados azules, sus hombres, que bajaban cabalgando a las calles desiertas. Seguían sin oírse disparos.

—Es una brigada entera —dijo Gamble—. Una brigada por lo menos.

—¿Ve caballería?

Gamble barrió el horizonte con la mirada y negó con la cabeza. Extraño. Infantería adentrándose sola en territorio enemigo. A ciegas. Muy extraño.

Gamble estornudó violentamente, se limpió la nariz en el abrigo, maldijo, resolló. La nariz llevaba goteándole el día entero. Indicó con un gesto la cordillera al otro lado del cementerio.

—Si quiere combatir aquí, señor, el terreno es sin duda propicio. Podemos hacernos fuertes detrás de este muro de piedra y sería un orgullo para mí defenderlo. Es el mejor terreno que he visto en todo el día.

—Sí que lo es —convino Buford. Pero sólo tenía dos brigadas. Sólo era un explorador. El grueso de la infantería estaba a un largo día de marcha por detrás de él. Aunque Gamble tenía razón: era un terreno excelente.

—Dios santo, creo que se están replegando.

Buford echó un vistazo. Los soldados grises habían dado media vuelta; habían empezado a desandar sus pasos por la carretera. Despacio, muy lentamente. Podía ver los rostros vueltos en su dirección, sentir el frío desafío. Pero se sintió más aliviado, empezó a respirar.

—Eso sí que es condenadamente raro. —Gamble sorbió por la nariz—. ¿Usted qué opina?

Buford meneó la cabeza. Condujo a su caballo plácidamente a lo largo de la pared, reservándose su opinión. No soplaba el menor viento; eran las doce del mediodía en punto. La calma era inmensa entre las lápidas. Un terreno excelente. Pensó: Deben de tener órdenes de no pelear. Lo que significa que no saben quiénes somos, ni cuántos. Lo que significa que no tienen caballería, ni ojos. Se detuvo al lado de un ángel blanco, con un brazo levantado, pétrea tristeza. Buford llevaba cinco días siguiendo el rastro del ejército de Lee, acechándolo a distancia como se persigue a un gran felino. Pero ahora el gato se había dado la vuelta.

—Viene hacia aquí —dijo en voz alta.

—¿Señor?

—Lee ha dado la vuelta. Ése es el grueso de su ejército.

—¿Usted cree? —musitó Gamble, escurriéndose la nariz—. Podría ser. Pero hubiera jurado que se dirigía a Harrisburg.

—Se dirigía —dijo Buford. Una idea temblaba en su cerebro. Pero había tiempo para pensar, tiempo para respirar, y era un hombre paciente. Se quedó sentado riendo retirarse a los rebeldes, antes de añadir—: Lleve las brigadas a la ciudad. Eso hará felices a los buenos ciudadanos. Voy a echar un vistazo.

Saltó por encima del muro de piedra, bajó cabalgando la larga cuesta. Le debía un mensaje a Reynolds, que estaba con la infantería, pero eso podía esperar hasta que estuviera seguro. Era un jinete de la vieja escuela, nacido en Kentucky, criado en las guerras indias; era pausado, era cauto, pero presentía que algo ocurría, algo que le escatimaba el aliento en el pecho. Cruzó la ciudad y salió a la carretera que habían tomado los rebeldes. No había nadie en las calles, ni siquiera un perro, pero vio caras blancas en las ventanas, el aleteo de unas cortinas. No había vacas a la vista, ni pollos, ni caballos. Los grupos de avanzadilla rebeldes habían esquilmado la tierra. Se dirigió al edificio de ladrillo con la cúpula y coronó un repecho. A lo lejos se alzaba otra loma; podía ver a la columna rebelde replegándose hacia el oeste azul. Vio al oficial solitario, mucho más cerca ahora, sentado dignamente en su montura, silueteado contra el cielo cárdeno. El hombre miraba en su dirección, con lentes. Buford saludó con la mano. Uno nunca sabía qué viejo amigo podía estar ahí. El oficial rebelde se quitó el sombrero e hizo una reverencia formal. Buford hizo una mueca: un caballero. Un soldado disparó desde muy lejos. Vio agacharse a su equipo, pero no oyó la bala. Pensó: Volverán por la mañana. Lee está concentrándose en esta dirección. Sólo hay una carretera que atraviese esas montañas; tiene que venir hacia aquí. Todos convergerán aquí. Por la mañana.

Se giró en los estribos, volvió la vista hacia el terreno elevado, el cementerio. Las colinas se alzaban como torres de vigilancia. En toda la mañana no había visto más que suelo llano. Cuando los rebeldes vinieran, por la mañana, buscarían esas colinas. Y Reynolds no estaría allí a tiempo.

Gamble llegó al galope, saludó. Tom Devin, el otro comandante de brigada, arribó con una sonrisa jovial. Gamble era sobrio y cabal; Devin era más tabernario.

Buford guió a su caballo de un lado para otro a lo largo de la elevación. Dijo en voz alta:

—Me pregunto dónde está su caballería.

Devin se rió.

—Por como se mueve el viejo Stuart, lo mismo está cenando en Filadelfia.

Buford no estaba escuchando. Dijo de pronto:

—Saque las patrullas. Que rastreen el terreno que tenemos delante, pero hacia el norte. Llegarán por ahí, de Carlisle. Todavía tenemos un poco de luz. Quiero noticias antes de que se ponga el sol. Creo que Lee ha dado la vuelta. Viene hacia aquí. Si estoy en lo cierto habrá abundancia de tropas también en la carretera del norte. Que sea pronto.

Se pusieron en marcha. Buford redactó un mensaje para John Reynolds, que se encontraba con la infantería de vanguardia:

Gettysburg ocupado. Avistado numeroso destacamento rebelde. Creo que vienen hacia aquí. Espero que lleguen en masa por la mañana.

La noticia se transmitiría de Reynolds a Meade. Con un poco de suerte Meade la leería antes de medianoche. Desde allí sería telegrafiada a Washington. Pero la caballería de Stuart había cortado los cables y puede que la línea todavía no estuviera arreglada, de modo que los de Washington no sabrían lo que estaba ocurriendo y se desgañitarían pegando voces. Dios, ese miserable de Halleck. Buford respiró hondo. El placer de la caballería consistía en estar siempre lejos, al aire libre, en los espacios abiertos, lejos de esos condenados consejos. Había ocasiones, como ahora, en que no sentía ninguna presencia superior en absoluto. Buford sacudió la cabeza. Había resultado malherido en invierno, y posiblemente con los años uno perdía paciencia en vez de ganarla. Pero sentía la maravillosa ausencia de un comandante, un silencio que lo envolvía, un viento de libertad.

Los últimos soldados de infantería rebeldes se perdieron de vista tras la última elevación del terreno. El oficial rebelde se quedó solo un momento, volvió a saludar con la mano, y se retiró. La cresta estaba despejada.

Buford husmeó el aire: lluvia a lo lejos. La tierra a su alrededor estaba caliente y seca, y el polvo que levantaban los caballos se elevaba constante hacia el sur conforme el viento arreciaba, y podía columbrar la oscuridad en las montañas, el cielo negro, el fogonazo de un relámpago. Un escuadrón de la caballería de Gamble fatigaba despacio la carretera. Buford volvió a girarse en la silla, volvió a mirar el terreno elevado. Cabeceó vigorosamente, una sola vez. Nada de órdenes: sólo eres un explorador.

Devin regresó a caballo, solicitando instrucciones sobre el sitio donde emplazar su brigada. Tenía un rostro aniñado y jovial, el pelo rubio y rizado. Ostentaba más coraje que sabiduría. Buford espetó de improviso, acusador:

—¿Sabe lo que va a pasar por la mañana?

—¿Señor?

—Por la mañana se nos va a presentar aquí el condenado ejército rebelde al completo. Atravesarán la ciudad y ocuparán esas malditas colinas —Buford las señaló con enfado— porque Lee no es idiota, y cuando los nuestros lleguen aquí Lee gozará del terreno elevado y lo pagaremos muy caro.

Devin tenía la mirada desorbitada. Buford se dio la vuelta. Los ánimos estaban exaltados. No estaba hecho para las deliberaciones de guerra, ni para la enseñanza, y no tenía sentido soliviantarse con oficiales de menor rango, pero lo veía todo nítido como el acero: Meade entrará despacio, precavido, nuevo al mando, pendiente de su reputación. Pero estarán presionándole desde Washington, telegramas con mensajes incendiarios: atacar, atacar. De modo que montaría un cerco en torno a las colinas, y cuando los hombres de Lee se parapetaran cómodamente tras gruesas rocas Meade atacaría por fin, si es que conseguía coordinar el ejército, directamente colina arriba, a pecho descubierto en aquel campo de fuego; atacaremos como bravos y como a bravos nos masacrarán, y á la postre los hombres se aporrearán orgullosos el pecho y dirán qué carga más valiente.

La visión era brutalmente cristalina: no pudo menos que extrañarse ante su nitidez. Pocas cosas en la vida de un soldado eran tan claras como ésa, trazadas con un trazo tan grueso que pudo ver incluso a los soldados azules por un prolongado y cruento instante, remontando la larga pendiente hasta la cumbre de piedra como si ya fuera agua pasada, nada más que un recuerdo, con una extraña sensación pétrea e inamovible, como si el mañana ya hubiera ocurrido y no se pudiera hacer nada al respecto, la sensación que lo embargaba a uno antes de un ataque temerario, sabedor de que será un fracaso pero impotente para impedirlo o para salir huyendo incluso, incapaz de hacer otra cosa salvo participar y contribuir al fiasco. Pero nunca así de claro. Siempre había un resquicio de esperanza. Nunca con tanto detalle. Pero si nos retiramos… al sur de aquí no hay terreno favorable. Éste es el escenario de la batalla.

Devin le observaba con preocupación. Buford era un hombre peculiar. Cuando salía en solitario a caballo le gustaba hablar solo, podía verse cómo movía los labios. Había pasado demasiado tiempo aislado en las llanuras.

Miró a Devin, le vio por fin. Dijo de pronto:

—No dé ninguna orden todavía. Diga a sus hombres que desmonten y coman. Que descansen. Que descansen un poco.

Se alejó despacio para inspeccionar el terreno frente a él, entre los rebeldes y ellos. Si peleamos aquí, ¿cuánto tiempo crees que resistiremos? ¿Lo bastante para que John Reynolds llegue aquí con la infantería? ¿Cuánto tiempo sería eso? ¿Se dará prisa Reynolds? Reynolds es un buen hombre. Pero es posible que no comprenda la situación. ¿Cómo conseguir que lo entienda? A tanta distancia. Pero si resistes, por lo menos le darás tiempo a ver el terreno. Pero, ¿cuánto tiempo podrás aguantar contra todo el ejército de Lee? Si es el ejército entero. Éstas son dos buenas brigadas; tú mismo las preparaste. Supón que las sacrificas y Reynolds llega tarde. Porque Reynolds llegará tarde. Siempre llegan tarde.

Piénsalo, John.

Hay tiempo, hay tiempo.

El paisaje consistía en crestas bajas, con arroyos en el fondo de las oscuras hondonadas. Pie a tierra, a lo largo de la cadena, con toda la noche para cavar, los muchachos podrían aguantar algún tiempo. Buenos chicos. Buford les había enseñado a combatir desmontados, como se hacía en el oeste, y que mal rayo partiera a Stuart y su gloriosa carga de Murat. Prueba eso contra un indio, esa carga tan celebrada, sables en ristre, y se meterá detrás de una roca o un tronco y te volará la gloriosa cabeza cuando pases por su lado. No, Buford había reformado a sus muchachos. Había tirado los ridículos sables y las condenadas pistolas de chispa y les había dado las nuevas carabinas de repetición, y aunque sólo eran dos mil quinientos podían cavar una trinchera detrás de una valla y contener a cualquiera durante algún tiempo.

Pero, ¿aguantarían lo suficiente?

Desde todas partes podía volver la vista hacia las colinas, dominantes como castillos. Su inquietud crecía por momentos. Sería fácil retirarse: el trabajo ya estaba hecho. Pero él era un profesional. Bastantes pocos había ya en ese ejército. Y no iba a vivir eternamente.

Nubes de lluvia velaban el sol de poniente. Las montañas azules habían desaparecido. Los primeros exploradores de Gamble regresaron para informar que los rebeldes habían acampado carretera abajo, unos cinco kilómetros de Gettysburg. Buford salió a caballo lo bastante lejos como para ver a las patrullas con sus propios ojos, antes de emprender el camino de vuelta entre las verdes colinas. Se detuvo al llegar a la altura del seminario y tomó una taza de café. Los miembros del equipo no le molestaron. A continuación desplegó a las brigadas.

No había trazado ningún plan, pero no estaba de más prepararse. Ordenó a Gamble desmontar y cavar a lo largo de la cresta de la cadena montañosa próxima al seminario, de cara a los rebeldes que llegarían por esa carretera. Apostó a Devin de igual forma, frente a la carretera del norte. Tres hombres en línea, un cuarto listo para replegarse con los caballos. Vio que se siguieran sus indicaciones. Los hombres estaban cansados y cavaron en silencio; no había música. Oyó rezongar a un oficial. El condenado idiota quería cargar sobre la patrulla rebelde. Buford le lanzó una mirada cargada de reproche. Pero era una buena línea. Aguantaría algún tiempo, aun frente al viejo Bobby Lee. Si es que a John Reynolds le daba por madrugar por la mañana.

Ya había oscurecido, se mantenía el silencio. Todavía no era imperioso tomar ninguna decisión. Siempre podían retirarse en el último minuto. Sonrió para sí, y los hombres repararon en su expresión y se relajaron por un momento. Buford pensó: Si algo tiene de bueno la caballería, es que uno siempre puede poner pies en polvorosa veloz como el rayo.

Buford dio la vuelta y paseó a caballo por la ciudad, ávido de noticias de sus exploradores. Había gente deambulando en las calles. Cosechó un modesto séquito de niños vivarachos, entre ellos una pequeña de bellas y delicadas facciones. Les sonrió, pero en la plaza al frente vio gente congregada, un orador, un círculo de hombres corpulentos. Se apresuró a cambiar de dirección. No se le daban bien los civiles. Los alcaldes de las ciudades tenían algo que le ponía nervioso. Estaban demasiado gordos y hablaban demasiado, y no se lo pensaban dos veces a la hora de pedirle a uno que diera la vida por ellos. Casi todo el este ponía nervioso a Buford. Era una tierra rica. Demasiadas personas que hablaban demasiado. Los periódicos mentían. Pero las mujeres… Sí, las mujeres.

Pasó junto a un porche y en él vio a una mujer con un vestido rosa, con encaje en el cuello, una mujer alta y rubia de rostro suave y hermoso, tan adorable que Buford aminoró el paso, mirándola fijamente, antes de quitarse el sombrero. La mujer estaba junto a una columna cubierta de enredaderas; sonrió. Había un anciano en el jardín delantero, sumamente viejo, delgado y débil; se adelantó renqueando, inflamado de fútil rabia desdentada.

—¡Estos rebeldes están por todas partes, por todas partes! —Buford saludó con una inclinación y siguió su camino; se giró para mirar de nuevo a la hermosa mujer, que continuaba allí observándolo.

—Vaya y preséntele sus respetos, general.

Una voz zalamera, un tono risueño: el enjuto sargento Corse, ayuda de campo de piernas arqueadas. Buford sonrió y negó con la cabeza.

—Viuda, me apuesto lo que sea.

Buford se apartó y enfiló sus pasos hacia el cementerio.

—Si quiere que hable con ella, general, estoy seguro de que podría conseguir que se presentaran.

Buford soltó una risita.

—Esta noche no, sargento.

—Al general no le vendría mal divertirse. Con todos los respetos, general. Pero es usted demasiado tímido, para su edad. Trabaja demasiado. Éstas son ciudades tranquilas, sí, aquí nunca pasa nada, y las damas estarían encantadas de verle, un importante hombre de aventuras como usted, un hombre de mundo, les haría usted un favor con el simple hecho de regalarles con su presencia.

Buford esbozó una sonrisa.

—Tengo de tímido lo mismo que un obús.

—Y es igual de delicado. Con todos los respetos.

—Exacto. —Buford encaró la lenta subida de la colina hasta el cementerio.

—Ah —se lamentó el sargento—, era una joven adorable.

—Sí que lo era.

Al sargento se le iluminó el semblante.

—Bueno, en ese caso, si al general no le importa, podría acercarme por mi cuenta más tarde, después de cenar, es decir, si el general no tiene nada que objetar. —Se subió las gafas sobre el puente de la nariz, se enderezó el sombrero, se arregló el cuello de la camisa.

—Nada que objetar, sargento —respondió Buford.

—Ah. Um.

Buford le miró.

—Y, ah, ¿a qué hora va a cenar el general, señor?

Buford miró al oficial, vio el brillo esperanzado en sus ojos. Por fin captó la indirecta. No podían comer hasta que lo hubiera hecho él. Lo seguían adondequiera que iba, como un estandarte; estaba tan acostumbrado a su presencia que no notaba su hambre. Él rara vez tenía apetito últimamente.

—La gente de esta ciudad ha estado pidiéndonos comida —dijo tristemente el sargento—. Los rebeldes no les han dejado gran cosa. El general debería comer ahora que todavía nos queda algo, porque los muchachos lo están regalando. —Lanzó una mirada de reproche a los otros oficiales.

—Lo siento —dijo Buford. Señaló el cementerio—. Comeré aquí mismo. Un poco de ternera seca. Ustedes, caballeros, cenen algo.

Entraron en el cementerio. Desmontó por fin, por primera vez en horas, y se sentó en la piedra sufriendo en silencio. Pensó: El cuerpo no es gran cosa pero la cabeza rige todavía. Dos jóvenes tenientes se sentaron cerca de él, masticando tortas de maíz. Entornó los ojos: no recordaba sus nombres. Podía acordarse si tenía que hacerlo, era el deber de un buen oficial; podía rebuscar en su memoria y sacar los nombres de las tinieblas, con tiempo, pero aunque trataba bien a los jóvenes tenientes hacía tiempo que había aprendido que era contraproducente intimar con ellos. Uno de éstos tenía el pelo rubio y fino, pecas rojas, se parecía curiosamente a una mazorca. El otro tenía los dientes saltones. Buford se acordó de repente: el dentudo es un chico de universidad, muy brillante, muy bien educado. Buford asintió. Los tenientes asintieron. Pensaban que era un genio. Había prescindido del libro de doctrina de la caballería y le adoraban por eso. En Thorofare Gap había resistido frente a Longstreet, tres mil hombres contra veinticinco mil, durante seis horas, enviando una petición tras otra de ayuda que no llegó nunca. Los tenientes le profesaban una gran admiración, y a veces los oía citando sus descubrimientos: Vuestros grandes y gordos caballos son un medio de transpone, eso es todo, y tienen tanto sentido en el campo de batalla moderno como un elefante grande y gordo. Se apartó de las miradas ávidas, recordando los gritos de ayuda que nunca recibieron respuesta. Aquella vez fue el general Pope. Ahora era el general Meade. No hagas planes.

Se quedó sentado, viendo cómo se encendían las luces en Gettysburg. Los soldados bordeaban la ciudad al este y el norte formando dos largas vallas moteadas de fuego; un espectáculo precioso en la creciente oscuridad del ocaso. Los rescoldos de junio se apagaban en el oeste. Disfrutó de un puro glorioso, de ensueño. Mañana vendrá el viejo Bob Lee en persona, por esa carretera de poniente, a lomos de un caballo gris. Y con él aproximadamente otros setenta mil hombres.

Uno de los tenientes estaba leyendo el periódico. Buford vio negros titulares arrugados: CIUDADANOS DE PENNSYLVANIA: ¡PREPARAOS PARA DEFENDER VUESTROS HOGARES! Un llamamiento a la milicia. Sonrió. La milicia no detendría al viejo Bobby-Lee. Para eso tenemos al bueno de George Meade.

Venga, venga. Ten fe. A lo mejor te da una sorpresa.

Y un cuerno.

Buford echó un rápido vistazo a su alrededor, sin saber si lo había dicho en voz alta. Condenada mala costumbre. Pero los tenientes estaban conversando. Buford vio la ciudad enmudecida tras ellos. Bonito paisaje. Pero demasiado pulcro, demasiado ordenado. No había sensación de espacio, de tamaño, un gran cielo estrellado sobre la cabeza, un viento fuerte. En fin. Lo tuyo no es el este, eso está claro. Es extraordinario pensar que aquí se pueda librar una guerra. No es el escenario para ello. Demasiado limpio. Poco espacio. Volvió a ver el ángel blanco. Pensó: Es un terreno condenadamente ventajoso.

Se sentó en un cercado, viendo cómo caía la noche sobre Gettysburg. No había noticias de las patrullas. Paseó leyendo las lápidas, muchos nombres holandeses, centinelas espectrales, se tocó el sombrero en señal de respeto, pensó en su muerte, auscultó su cuerpo, todavía sano, fiable aún en una larga noche, pero más débil, considerablemente más débil, el pulso irregular, la respiración fatigosa. Pero todavía restaba por lo menos una buena batalla. Puede que salga con bien de ésta. Su mente divagaba. Se preguntó cómo sería perder la guerra. ¿Podría volver a viajar por el sur? Seguramente no en una temporada. Pero allí la pesca era excelente. Róbalos negros nadando en plácidas aguas negras: ah. Lástima volver allí como territorio extranjero. Una curiosa sensación de profunda pérdida. Buford no odiaba. Era un profesional. Los únicos que alguna vez le irritaban eran los prohombres, los emplumados cortesanos de noble cuna que hablaban como ingleses y trataban a la gente como escoria. Pero en su mayoría eran un hatajo de idiotas, indignos de su odio. Aunque sería una pena que no pudieras regresar al sur nunca más, por la pesca, por el calor en invierno. Una vez había pensado en jubilarse allí. Si llego a viejo.

La oscuridad dio paso a Devin.

—Señor, ya están aquí los exploradores. Usted tenía razón, señor. Lee viene en esta dirección, sin duda.

Buford se concentró.

—¿Qué tiene?

—Esos soldados que hemos visto hoy eran de A.P. Hill. Todo su cuerpo está en la carretera entre nosotros y Cashtown. El cuerpo de Longstreet no le anda a la zaga. Y el cuerpo de Ewell baja del norte. Estaba delante de Harrisburg pero ha dado la vuelta. Se están concentrando en esta dirección.

Buford asintió. Distraído, dijo:

—Lee intenta rodearnos, interponerse entre nosotros y Washington. Seguro que al senado le encanta.

Se sentó para escribir el mensaje a Reynolds, encima de una lápida, a la luz de una linterna. Su mano se detuvo por voluntad propia. Su cerebro no enviaba ninguna señal. Se quedó sentado e inmóvil, sosteniendo el lápiz, con la vista fija en el papel en blanco.

Había ofrecido resistencia antes y enviado solicitudes de ayuda, sin que ésta llegara jamás. Su fe estaba bajo mínimos. Era una especie de enfermedad gris; debilitaba las manos. Se levantó y se acercó a la valla de piedra. No era el hecho de morir. Llevaba viendo morir a hombres toda su vida, y la muerte era una cuestión de azar, el precio a pagar tarde o temprano. Lo peor era la estupidez. La insoportable y enfermiza estupidez que a veces le hacía pensar a uno que podría volverse brusca, violenta y completamente loco tan sólo por tener que verla. Eran pensamientos letales. Había trabajo por hacer aquí. Y todo ello depende de la fe.

Los rostros apuntaban en su dirección, todas las caras brillantes como manzanas. Una rabia imprecisa le hizo estremecer. Si Reynolds dice que va a venir, es que vendrá. Un hombre de honor. Lo espero, por Dios. Buford estaba enfadado, violentamente enfadado. Pero se sentó y redactó el mensaje.

Gozaba de terreno ventajoso en Gettysburg. Si Reynolds se daba prisa, si llegaba a primera hora de la mañana, Buford podría defenderlo. Si no, los rebeldes se harían con él y no había otro terreno ni remotamente parecido en los alrededores. Buford no sabía cuánto tiempo podrían resistir sus brigadas. Respuesta urgente.

Era demasiado formal. Se esforzó por clarificarlo. Se lo quedó mirando largo rato antes de sellarlo despacio, pensando, en fin, tampoco estamos comprometidos realmente, todavía podemos huir, y le dio el mensaje al teniente dentudo, que se perdió radiante con él en la noche, pese a llevar todo el día en la silla.

Buford sentía el dolor de viejas heridas, una súbita y vasta necesidad de dormir. Ahora dependía de Reynolds.

—¿Cuántos cañones tenemos? —le preguntó a Devin.

—¿Señor? Ah, tenemos, ah, una batería, señor, eso es todo. Seis cañones. Se trata de la batería de Calef, señor.

—Apuéstelos a lo largo de esa carretera del oeste. La carretera de Cashtown.

Buford intentó pensar en qué más hacer pero todo estaba en suspenso de nuevo, un vacío desprotegido del viento. Descansa hasta que lleguen noticias de Reynolds. Se sentó una vez más, con la espalda contra una lápida, y empezó a dejar volar sus ideas, moviendo su mente igual que se mueve un campo de visión con las lentes, calibrando en busca de terreno más elevado. Recordaba una tormenta de nieve. Un joven teniente entregando correo militar: días de soledad en una enorme planicie blanca. Un recuerdo agradable: cabalgar, repartir el correo. Soñó. Empezaba a dolerle la herida. Le despertó el sargento, Corse, con sus piernas arqueadas: el hombre montaba cansinamente un caballo salpicado de barro, le dirigió una mirada de disgusto.

—El marido, por Dios, es un enterrador.

Se alejó luctuosamente a caballo. Comenzaba a flotar colina arriba el sonido de la música procedente de Gettysburg. Un predicador del seminario comenzó una pausada discusión, insistente y teológica, con un joven teniente, de acá para allá, de acá para allá, con el equipo de ayudantes escuchando admirado las bellas palabras. Los hombres empezaban a recogerse para pasar la noche. Era cerca de medianoche cuando el muchacho dentudo regresó de su entrevista con Reynolds, jadeando a lomos de su caballo empapado de sudor. Buford leyó: General Buford: Defienda su posición. Llegaré por la mañana lo antes posible. John Reynolds.

Buford asintió. Está bien. Si tú lo dices. Los oficiales se habían levantado y empezaban a agruparse. Buford se dirigió al muchacho dentudo:

—¿Dijo algo más?

—No, señor. Estaba muy ocupado.

—¿A qué distancia se encuentra?

—No llegará a quince kilómetros, señor, no creo.

—Bueno —dijo Buford. Miró a su equipo: los ávidos, los recelosos—. Vamos a aguantar aquí por la mañana. —Hizo una pausa, con las ideas confusas todavía—. Intentaremos resistir hasta que llegue el general Reynolds con la infantería. Quiero conservar el terreno elevado, a ser posible.

Se produjo un silencio cuajado de respiraciones, algunas sonrisas amplias, como si acabara de anunciar una fiesta.

—Creo que nos atacarán al amanecer. Deberíamos ser capaces de contenerlos un par de horas. En Thorofare Gap aguantamos durante seis. Pero el terreno era mejor.

Devin estaba exultante.

—Diablos, general, podemos contenerlos el condenado día entero, como quien dice.

Buford frunció el ceño. Despacio, respondió:

—No sé cuánto tiempo será necesario. Puede que sea mucho tiempo. Podemos obligarles a desplegarse, en cualquier caso, y eso llevará tiempo. Además, la carretera por la que vendrá Lee es estrecha, y si los contenemos allí tardarán un rato en salir del atolladero. Pero la cuestión es resistir hasta que llegue la infantería. Si nos aferramos a estas colinas, tendremos una buena posibilidad de ganar la batalla que se avecina. ¿Entendido?

Los había emocionado. Eran lo bastante jóvenes como para anticipar algo así con ansiedad. Él mismo sentía como si le faltara el aliento. Ordenó cenar bien esa noche, ahora no tenía sentido escatimar el alimento. Partieron para trasmitir sus órdenes. Buford salió a caballo una vez más, en plena noche, rumbo a la línea de las patrullas.

Apostó a las patrullas de cabeza personalmente, no muy lejos de la columna rebelde. Había cuatro hombres en el puente: Nueva York e Illinois, dos de ellos muy jóvenes. Estar tan cerca de los rebeldes hacía que tuvieran los ojos abiertos como platos. Más cerca que ningún otro soldado de todo el puñetero ejército.

—Seguramente vengan al despuntar el alba —dijo Buford—. Estaos atentos. Aguantad lo suficiente para echar un buen vistazo, disparad y salid corriendo. Advertidnos con tiempo, pero no disparéis más que unas pocas salvas. No esperéis demasiado antes de retiraros.

—Sí, señor, general, señor —dijo con voz solemne un cabo. Soltó una risita nerviosa. Buford oyó que otro muchacho decía:

—¿A que ahora te alegras de haberte alistado en la caballería?

Buford regresó al seminario. Estableció allí su cuartel general. Por la mañana gozaría de una buena perspectiva desde la cúpula. Desmontó y se sentó para descansar. Reinaba la calma. Cerró los ojos y pudo ver campos de nieve, kilómetros y más kilómetros de nieve de Wyoming, y montañas blancas a lo lejos, todo limpio e increíblemente tranquilo, sin nadie a la vista, sin que se moviera nada.