3

Longstreet

Habían arrancado una puerta de sus goznes en la casa de Thompson y la había puesto encima de las tablas de unas vallas para formar una mesa de mapas. Lee se alzaba sobre ella con los brazos recogidos a la espalda, la cabeza agachada. Aunque la mañana era cálida y húmeda llevaba el abrigo abotonado hasta la garganta, el semblante pálido. Alargó una mano, tamborileó en el mapa, sacudió la cabeza, se dio la vuelta bruscamente y se acercó al filo de la arboleda para contemplar Cemetery Mill.

Longstreet estaba sentado estudiando el mapa, grabándolo en su mente. Johnston y Clarke habían investigado la posición unionista y ahora estaba plasmada en el mapa con tinta azul. Longstreet contempló el mapa y levantó la mirada hacia la neblinosa cresta azul del este, intentando orientarse.

Había dos colinas al sur de Gettysburg: la primera era Cemetery Hill, y detrás se alzaba Culp’s Hill. El ejército unionista había excavado a lo largo de la cima de ambas colinas, formando una media luna. Desde los dos cerros salía una larga cresta, como el cuerpo de un anzuelo, Cemetery Ridge, que descendía gradualmente hacia otras dos colinas, una rocosa y yerma, la otra alta y densamente arbolada. Meade había destacado tropas a lo largo de la cresta, de modo que su posición imitara la forma del anzuelo, pero todavía no había soldados en las colinas rocosas.

Longstreet estaba solo, una figura ominosa. Pensaba: Lee ha tomado una decisión; no hay nada que puedas hacer. En fin. Así que tendremos lucha. Inspiró hondo. Tendría que comer algo.

—¿General?

Miró abajo y vio el rostro apuesto de Taylor, el ayuda de campo de Lee.

—El general Lee desea hablar con usted, señor.

Lee estaba en el promontorio que había junto al seminario, caminando de un lado para otro a la sombra de los árboles. Había oficiales sentados en las proximidades, bromeando en voz baja, respetuosos entre sí, sin perder de vista al anciano que caminaba adelante y atrás, adelante y atrás, deteniéndose para contemplar las colinas del este, la niebla del este. Longstreet se personó ante él.

—General —dijo Lee.

Longstreet gruñó. Había un calor brillante en los ojos de Lee, como fiebre. Longstreet sintió un estremecimiento de alarma.

—Me gusta entrar en combate con el consentimiento de mis comandantes —dijo Lee—, en la medida de lo posible, como usted ya sabe. Todos somos miembros de este ejército, unidos por una causa común.

Longstreet esperaba.

—Comprendo su postura —dijo Lee—. Yo no he pedido esta batalla, pero creo que nos la han impuesto. Igual que la guerra. —Añadió—: Igual que la guerra. —Se detuvo y frunció el ceño, se frotó el puente de la nariz con los dedos—. En fin —dijo. Señaló hacia el norte, hacia Ewell—. El general Ewell ha cambiado de parecer sobre atacar por la izquierda. Insiste en que el enemigo está demasiado atrincherado y ha recibido numerosos refuerzos por la noche. Me he acercado allí personalmente. Estoy de acuerdo con él. Hay elementos de al menos tres cuerpos unionistas ocupando esas colinas.

Longstreet esperaba. Lee se había acercado al flanco izquierdo, atravesando Gettysburg, para inspeccionar la posición de Ewell, pero no había estado en el derecho para comprobar la de Longstreet. Era una señal de su confianza, y Longstreet lo sabía.

—Le hablé a Ewell de su sugerencia sobre desplazarnos a la derecha. Tanto Early como él se opusieron.

—Early. —Longstreet hizo una mueca, escupió.

—Sí. —Lee asintió con la cabeza—. Ambos generales opinan que un ataque por la derecha desviaría las fuerzas unionistas y estarían en condiciones de tomar las colinas. Insisten en que retirarse de Gettysburg, devolvérsela al enemigo, sería perjudicial para el ánimo, es innecesario, y podría resultar peligroso.

Lee lo miró, los ojos profundos brillantes aún, ardientes todavía, inquisitivos. Longstreet no dijo nada.

—Disiente usted —dijo Lee.

Longstreet se encogió de hombros. Había disentido la noche anterior, se había pasado toda la mañana discutiendo, pero ahora estaba haciéndose a la idea. El ataque se produciría.

—Tenemos que atacar —dijo enérgicamente el general Lee—. Debemos atacar. Preferiría no tener que hacerlo en este terreno, pero cuanto más lo retrasemos más se reforzará el enemigo. No podemos mantenernos en este terreno. No podemos dejar que se sitúe a nuestra espalda y nos corte el camino a casa. Debemos golpear ahora. Ayer los forzamos a retirarse; lo recordarán. Los hombres están listos. No veo otra alternativa.

—Sí, señor —dijo Longstreet. Quiere que le dé la razón. Pero no puedo. Acabemos con esto.

Lee aguardó un momento, pero Longstreet no dijo nada, y el silencio se prolongó hasta que Lee ordenó al fin:

—Atacará por la derecha con el Primer Cuerpo.

Longstreet asintió. Se quitó el sombrero y se enjugó el sudor de la frente. Estaba empezando a relajarse por dentro, como un puno que se abre. Ahora que uno sabía que era inevitable, por fin podía descansar un poco.

—Quiero que ataque de forma escalonada, para tomar Cemetery Hill por la retaguardia. Hill le apoyará con Pender y Anderson. La división de Heth estará en reserva. Ayer tuvo un día duro. Los hombres de Ewell fingirán avanzar para impedirles que hagan frente común contra usted.

—De acuerdo —dijo Longstreet—. Pero no tengo a Pickett. Sólo tengo a Hood y McLaws.

—Tendrá usted que componérselas sin él —dijo Lee.

—La brigada de Law todavía está en camino —se obstinó Longstreet—. Debo tener a Law.

—¿Cuánto tardará?

—Por lo menos otra hora.

—Está bien. —Lee asintió. Cabeceó con gesto tenso; pestañeó.

—Me hará falta tiempo para colocar a los hombres, la artillería.

—Como usted lo crea conveniente, general.

—Señor. —Longstreet hizo una ligera reverencia.

—Veamos el mapa. —Lee se encaminó de nuevo hacia la mesa—. Recelo de las órdenes escritas desde aquella vez en Sharpsburg.

Los hombres los aguardaban expectantes alrededor la mesa de mapas. Alguien contó un chiste; hubo un corrillo de risas. Lee no pareció darse cuenta.

McLaws y Hood estaban a la mesa, junto con A.P. Hill. Hill parecía mejor por la mañana, pero ahora no tenía buen aspecto. Lee se agachó sobre el mapa. Dijo:

—Atacarán por Emmitsburg Road, siguiendo Cemetery Ridge, pasando por delante de Rocky Hill. Su objetivo será situarse en la retaguardia del ejército unionista.

McLaws se agachó sobre el mapa. Era un hombre paciente, terco y parsimonioso; no era un soldado brillante, pero sí de confianza. Hacía gala de una pronunciada vena de sentimentalismo y le encantaba sentarse alrededor de las fogatas cantando tristes canciones de su tierra. Tendía a ser un poco pomposo a veces, pero era de fiar.

—Y bien, general —le dijo Lee a McLaws—, ¿cree usted que puede ganar esta línea?

McLaws se encogió de hombros y miró de soslayo a Longstreet. Era consciente de la teoría de Longstreet sobre tácticas defensivas. Pontificó:

—Bueno, señor, no tengo conocimiento de nada que pudiera impedirme tomar esa línea, pero claro está, no la he visto personalmente. No me importaría enviar un destacamento de escaramuza para reconocer el terreno.

—Innecesario —repuso Longstreet—. Una pérdida de tiempo. Llevamos toda la mañana enviando exploradores. Acabemos de una vez, general. No quiero que abandone su división.

McLaws miró a Lee, que asintió con la cabeza.

—Sí. Bueno, subiremos de forma escalonada, de derecha a izquierda. Ewell esperará a oír su artillería. La izquierda de su avance pasará por Emmitsburg Road. Su derecha pasará por debajo de esas colinas rocosas.

—Nos barrerán con fuego de cara.

—No por mucho tiempo —dijo Lee—. Subirán por esa cresta y los cogerán por la retaguardia. Cuando hayan entablado combate, Ewell los atacará por delante.

Longstreet asintió. Podía funcionar. Las bajas serían cuantiosas, pero podría dar resultado.

Hood, que había estado callado, dijo de pronto, en voz baja:

—¿General Lee?

Se volvieron hacia él. Lee le consideraba un buen estratega, y más que eso, Hood era un hombre al que uno prestaba atención cuando hablaba. Con esa voz suave tan característica, dijo:

—General, me gustaría enviar una brigada alrededor de esas colinas rocosas. Creo que puedo llegar hasta sus pertrechos allí.

Lee negó rápidamente con la cabeza y levantó una mano como si quisiera conjurarlo.

—Concentrémonos, general, concentrémonos. No puedo arriesgarme a perder una brigada.

Hood no dijo nada, pero miró de reojo a Longstreet. McLaws no estaba seguro de dónde debía apostar su división. Departieron un rato sobre eso, y luego se lo explicaron a Hill. Longstreet se giró de improviso hacia Sorrel, que observaba al margen.

—Mayor, necesito comer algo.

—¿Comer, señor? Por supuesto. ¿Qué desea, señor?

—Comida de campaña —respondió Longstreet—. Me da igual qué.

Sorrel se alejó. Longstreet levantó la cabeza y vio a Harry Heth, con un vendaje blanco en la cabeza, desanimado junto a un árbol, contemplando la mesa de mapas con expresión ausente, intentando comprender.

—¿Cómo estás, Harry? —preguntó Longstreet.

Heth se giró, entornó los ojos, parpadeó.

—Bien —dijo—. ¿Qué ocurre? ¿Vamos a atacar? ¿Dónde está mi división?

—Su división no combatirá hoy, general —dijo Lee—. Quiero que descanse. —Su voz tenía ese tono, esa prodigiosa calidez, que hizo que todos miraran no a Heth sino a Lee, barba gris, ojos negros, el viejo, el luchador.

—Señor, estoy bien —dijo Heth. Pero ni siquiera era capaz de sostenerse sin apoyar la mano en el árbol.

Lee sonrió.

—Desde luego, señor. Pero preferiría que descansara. Pronto nos hará falta. —Volvió a encarar la mesa—. ¿Caballeros?

Partieron. Alexander fue a situar la artillería. McLaws se dispuso a reunirse con su división. Hood caminó un momento junto a Longstreet.

—Hemos marchado toda la noche —dijo Hood—. Hicimos un alto de dos horas, entre las dos de la madrugada y las cuatro, y luego reanudamos la marcha hasta llegar aquí.

—Lo sé —dijo Longstreet.

—La gente de Law vendrá aún de más lejos, sin descanso. Son cuarenta kilómetros desde Guilford. Salió a las tres de la mañana. Cuando llegue aquí estarán hechos polvo. —Hood entornó los ojos parar mirar al sol—. Aunque supongo que eso tampoco supone ninguna diferencia. Pero una cosa, general. Aquí todo el mundo se ha lanzado de cabeza a por el agua. Quiero reservar un poco para cuando lleguen los muchachos de Law. Estarán sedientos, y es posible que los pozos se hayan secado.

—Ocúpese de ello —dijo Longstreet—. Como considere preciso. —Hizo una pausa, vio a los hombres que lo rodeaban poniéndose en marcha, montando a caballo, colocando los cañones en posición, los hombres de artillería empezando a cavar trincheras a lo largo de la línea. Dijo—: Su idea de avanzar a la derecha era buena, pero Lee ya había tomado su decisión. En fin, haremos lo que podamos. —Se giró. En momento así era difícil mirar a un hombre a los ojos. Le tendió la mano—. Bueno, Sam, en marcha. Cuídate.

Hood le estrechó la mano y se la sostuvo un momento. A veces uno tocaba a un hombre de esa manera y era la última vez; cuando volvías a verlo estaba frío y pálido y exangüe, la calidez se había perdido para siempre.

—Tú también, Pete —dijo Hood. Se alejó, delgado, desgarbado, a largas zancadas huesudas. Longstreet pensó: El mejor soldado de todo el ejército. Si puede hacerse, lo hará. Pickett y él. Mis dos. Oh, Dios, faltan hombres como ellos. Tenemos que usarlos como si fueran oro, en pedacitos individuales. Cuando se nos acaben, no habrá más.

Sorrel apareció con un humeante trozo de carne en un plato de latón.

—¿Qué es eso? —Longstreet lo olisqueó.

—Filete, señor. Saludos del mayor Moses.

Longstreet lo cogió con los dedos, demasiado caliente, se chupó las yemas: delicioso.

—El mayor Moses pensó que querría reunir energías para el combate, señor.

Longstreet comió con parsimoniosa delectación. Comida caliente para un día caluroso. Hará mucho más calor más tarde.

Longstreet se dirigió al encuentro de sus tropas. El cuerpo se pondría en posición siguiendo las instrucciones del ingeniero de Lee, el capitán Johnston, que había reconocido la zona esa mañana. Lee había ido a ver a Ewell, para explicarle el ataque.

—El tiempo no importa en este caso —le dijo Longstreet a Johnston—. Lo que cuenta es la sorpresa. Debemos pasar desapercibidos. Vamos a caer sobre su flanco. Si nos ven venir tendrán tiempo de reorientar su artillería y será una maldita carnicería. Así que tómese su tiempo, capitán, pero no quiero que nos vean.

Johnston saludó, el gesto tenso.

—Señor —dijo—, ¿puedo decir algo?

—Adelante.

—El general Lee me ha ordenado conducirlo a usted al campo. Pero, señor, esta mañana he estudiado la posición unionista, no las carreteras que llevan a ella. Sé tanto como usted sobre cómo llegar hasta allí.

Longstreet suspiró. Era culpa de Stuart. Si dispusieran de caballería, conocerían los caminos y las rutas.

—Está bien, capitán —dijo Longstreet—. Cualquier detalle que conozca será más de lo que sé yo.

—Pero, señor, el general Lee está haciéndome responsable de todo un cuerpo. —Johnston estaba sudando.

—Lo sé, capitán. Es toda una carga, ¿verdad? En fin. Hágalo lo mejor posible. Si se pone nervioso, avise. Pero no quiero que nos descubran.

—Sí, señor, muy bien, señor. —Se alejó a caballo.

Longstreet sacó un puro que atesoraba, lo encendió, lo mordió. Deberían hacerle un consejo de guerra.

¿Serías capaz? ¿Llevarías a Stuart ante un consejo de guerra?

Sí, sería capaz.

¿En serio? ¿O lo dices por decir?

Longstreet pensó un momento. Lee no lo haría. No lo hará. Pero yo sí.

La larga marcha comenzó alrededor de mediodía, con el sol alto en un mar sin nubes de neblina abrasadora. Llegó un mensajero de Law: se había unido a la columna, de Hood en Willoughby Run. Una marcha excelente. Longstreet le envió sus cumplidos, esperó que Hood le hubiera conseguido el agua. Con pequeños detalles como ésos —una taza de agua— se decidían batallas. ¿Don de mando? ¿Hasta qué punto era realmente un factor?

Cabalgaba entre el polvo de una carretera ardiente, pensativo en su silla. La carne caliente le había dado ánimos. Cabalgaba solo, y entonces escuchó vítores a su espalda, aclamaciones roncas y descarnadas que surgían de gargantas polvorientas, y allí estaba Lee; el anciano con la ligera sonrisa, los ojos encendidos con vigor renovado, revivido, con la batalla inminente caldeándolo como el amanecer.

—General. —Longstreet se tocó el sombrero.

—¿Le importa si lo acompaño? —preguntó Lee con la seria formalidad de un caballero.

Longstreet hizo una reverencia.

—Me alegra tenerlo con nosotros. —En el pecho de Longstreet anidaba una hilaridad peculiar, el ansia terca e insensata que siente uno antes de un asalto. Se respiraba cierta independencia feroz en el aire, soplando como un viento abrasador en su cabeza. Sintió el absurdo impulso de tomar el pelo al viejo Lee, de darle una palmadita en la espalda y alborotarle el pelo cano y contarle chistes inmorales. Se sentía exaltado, ávido y deseoso.

Lee lo miró y sonrió de pronto, casi con picardía, con un inesperado destello en los negros ojos redondos.

—El calor me recuerda a México —dijo Longstreet. En su cabeza bullían y rompían visiones de aquellos días: humo blanco entre blancas ruinas, Pickett con el cabello revuelto saltando el muro, la cara del hombre con charcos de suciedad en los ojos, el cielo girando en manchas negras, manchas plateadas, tras los heridos. Teniente Longstreet: por su distinción en el servicio en el campo de batalla…

—Sí, pero allí era más seco. —Lee escudriñó el cielo—. Y creo que hacía más calor. Sí, sin duda hacía más calor.

—Aquélla era una buena unidad. Había algunos hombres muy buenos en aquella unidad.

—Sí —dijo Lee.

—Algunos de ellos están ahí delante, ahora, esperándonos.

Y el pasado volvió a centellear en la mente de Longstreet, y el mundo se tambaleó, y por un momento volvieron a ser todos un solo ejército de nuevo, cabalgando junto a viejos amigos entre el polvo blanco camino de Chapultepec. Entonces pasó. Parpadeó, hizo una mueca, miró a Lee. El viejo contemplaba en silencio las nubes de polvo.

—A veces me da que pensar —dijo Longstreet. Sonó una alarma en su cabeza, pero continuó obstinadamente, como se cabalga sobre rocas—. No terminan de ser el enemigo, esos muchachos de azul.

—Lo sé —dijo Lee.

—Antes comandaba a esos hombres —dijo Longstreet—. Es difícil combatir a quienes una vez estuvieron bajo tu mando.

Lee no dijo nada.

—También hice un juramento —continuó Longstreet. Agitó violentamente la cabeza. Pensamientos extraños, en esos momentos—. Debo decir que a veces me da que pensar. Pero… no podíamos pelear contra nuestra tierra. Ni contra nuestra propia familia. Y sin embargo… hemos roto el juramento.

—Será mejor no pensar hoy en eso —dijo Lee.

—Sí —dijo Longstreet. Se produjo una pausa de polvoriento silencio. Rezongó para sus adentros: ¿Por qué has empezado con esto? ¿Por qué hablar ahora de eso? Condenado idiota.

Entonces Lee dijo:

—Teníamos una responsabilidad mayor para con Virginia. Ése era nuestro principal deber. Nunca tuvimos ninguna duda al respecto.

—Supongo que no —dijo Longstreet. Pero rompimos el juramento.

—El asunto está en manos de Dios —concluyó Lee—. Acataremos Su decisión, sea cual sea.

Longstreet miró de reojo al rostro polvoriento, vio una sombra que nublaba aquellos ojos. Lee dijo:

—Rezo para que todo acabe pronto.

—Amén —dijo Longstreet.

Cabalgaron un momento en silencio, un islote diminuto en la humeante afluencia de hombres en marcha. Entonces Lee dijo despacio, con un tono de voz extrañamente suave y bajo:

—El oficio de soldado tiene una gran pega.

Longstreet se giró para verle la cara. Lee montaba tranquilamente, inexpresivo. Continuó hablando con la misma voz.

—Para ser buen soldado uno debe amar el ejército. Pero para ser buen oficial uno ha de estar dispuesto a ordenar la muerte de aquello que ama. Eso es… muy difícil. Ninguna otra profesión lo requiere. Ése es uno de los motivos por el que hay tan pocos buenos oficiales. Aunque haya muchos hombres buenos.

Lee raramente pontificaba. Longstreet presintió que había un mensaje tras sus palabras. Esperó.

—No le tenemos miedo a la muerte —prosiguió Lee—, usted y yo. —Sonrió ligeramente y apartó la mirada—. Nos defendemos por necesidad militar, no por miedo. Usted, señor, no se protege lo suficiente y debe pensar en ello. Lo necesito. Pero el caso es que no tenemos miedo a morir. Estamos preparados para nuestras muertes y para las de nuestros camaradas. Lo aprendemos en West Point. Pero he visto cómo sucede: no estamos preparados para tantas muertes como debemos afrontar, inevitablemente conforme se prolonga la guerra. Llega un momento…

Hizo una pausa. Había estado mirando al frente, evitando el escrutinio de Longstreet. Ahora, sus ojos negros se posaron de refilón en los de Longstreet, antes de apartarse de nuevo.

—Nunca se está preparado para tantas muertes. ¿Lo entiende? Nadie lo está. Esperamos unas pocas escogidas. Esperamos la ocasional silla vacía, un brindis por los queridos camaradas caídos. Celebraciones de victoria para la mayoría de nosotros, una muerte aciaga para unos pocos. Pero la guerra sigue adelante. Y los hombres mueren. Y el precio se vuelve aún mayor. Algunos oficiales… no pueden seguir pagándolo. Estamos preparados para perder a algunos de los nuestros. —Se interrumpió de nuevo—. Pero nunca para perderlos a todos. A todos es imposible. Pero… ahí está la pega. Uno no puede contenerse cuando ataca. Debe entregarse totalmente. Y aun así, si mueren todos, uno no puede menos que preguntarse, ¿habrá merecido la pena?

Longstreet sintió un escalofrío que le recorrió la columna. Nunca había oído hablar a Lee de esa manera. No sabía que Lee albergaba esa clase de pensamientos. Dijo:

—Cree usted que me preocupo demasiado por los hombres.

—Oh, no. —Lee se apresuró a negar con la cabeza—. Demasiado no. Yo no he dicho demasiado. Pero… sólo era una forma de hablar.

Longstreet pensó: ¿Será posible? Pero su mente decía: No. No es eso. Ésa es la pega, cierto, pero no para mí. Todavía no. Pero cree que quiero demasiado a mis hombres. Cree que eso es lo que me lleva a hablar siempre de tácticas defensivas. Dios… Pero no hay tiempo.

—General —dijo Lee—, sabe usted, me siento mal últimamente.

Eso era tan impropio de él que Longstreet se giró para mirarlo fijamente. Pero el rostro se veía sereno, compuesto, atento. Longstreet sintió un retumbo de inesperada afectuosidad.

—Espero que mi enfermedad no me haya afectado el juicio —continuó Lee—. Confío en que me diga usted siempre la verdad tal y como la vea.

—Por supuesto.

—Da igual que no estemos de acuerdo.

Longstreet se encogió de hombros.

—Quiero que ésta sea la última batalla —dijo Lee. Inspiró hondo. Se inclinó ligeramente hacia delante y bajó la voz, como si fuera a confiarle algo tremendamente importante—. Sabe usted, general, bajo esta barba ya no soy ningún mocito.

Longstreet se rió por lo bajo, gruñó, se frotó la nariz.

Llegó un mensajero fatigando la pista de polvo, empujando su caballo entre los soldados apiñados. El hombre cabalgó hasta Lee. En este ejército Lee siempre era fácil de localizar. El mensajero, al que Longstreet no reconoció, saludó; por algún motivo indeterminado se quitó el sombrero y se quedó al sol con la cabeza descubierta, el pelo amarillo pegado al cuero cabelludo.

—Mensaje del general Hood, señor.

—Sí. —Educadamente, Lee aguardó.

—El general manda decir que los yanquis están enviando tropas a Rocky Hill, la colina de la derecha. Y hay un equipo de señales allí arriba.

Lee asintió y le dio las gracias.

—Era de esperar. Dígale al general Hood que el general Meade podría haberse ahorrado el esfuerzo. Tendremos esa colina antes del anochecer.

El mensajero volvió a ponerse el sombrero y se alejó al galope. Siguieron cabalgando un momento en silencio. Entonces Lee se paró de pronto en medio de la carretera.

—Creo que debería dar la vuelta —dijo—. Lo único que haré será estorbarlo.

—En absoluto —respondió Longstreet. Pero Lee tenía por costumbre mantenerse al margen una vez comenzadas las hostilidades, para dejar que sus comandantes se ocuparan de todo. Se daba cuenta de que Lee era remiso a marcharse. Gradualmente se le ocurrió que Lee estaba preocupado por él.

—Sabe —dijo Lee despacio, mirando de nuevo hacia el este, hacia las alturas—, cuando desperté esta mañana casi esperaba que hubiera desaparecido, el general Meade, que no querría pelear aquí. Cuando me desperté pensé, sí, Meade se habrá ido, y Longstreet estará satisfecho, y entonces podré complacer al viejo Pete, mi caballo de guerra.

—Le haremos lamentar haberse quedado. —Longstreet sonrió.

—Pelearon bien ayer. La brigada de Meredith supo plantar cara. Hoy pelearán bien otra vez.

Longstreet sonrió.

—Eso lo veremos —dijo.

Lee le tendió la mano. Longstreet la aceptó. El apretón no era tan firme como antes, la mano no era igual de grande.

—Vaya con Dios —dijo Lee. Era como la bendición de un sacerdote. Longstreet asintió con la cabeza. Lee partió.

Ahora Longstreet estaba solo. Y ahora sentía una fría depresión. No sabía por qué. Mordió otro cigarro. El ejército se detuvo al frente. Cabalgó junto a hombres expectantes, su irritación se acrecentaba gradualmente. Levantó la cabeza y vio al capitán Johnston que avanzaba en su dirección, ruborizado y con gesto de preocupación.

—General —dijo Johnston—, lo siento, pero si seguimos por esta carretera el enemigo nos descubrirá.

Longstreet soltó una maldición. Empezó a dirigirse a la vanguardia y vio a Joe Kershaw al frente, a caballo, aguardando con su brigada de Carolina del Sur.

—Vamos, Joe, a ver qué está pasando —dijo Longstreet.

Cabalgaron juntos, con Johnston detrás, siguiendo una carretera que cruzaba de este a oeste. En la esquina norte había una taberna, desierta, con la puerta abierta a un interior negro. Detrás de la taberna había una loma, Herr Ridge, dijo Johnston, una prolongación de la cresta que salía de la ciudad y encaraba Seminary Ridge a kilómetro y medio de distancia, a menos de tres kilómetros de la colina rocosa. Longstreet salió de entre un pequeño soto a campo abierto. Enfrente tenía un vasto campo verde de al menos ochocientos metros de ancho que se extendía hacia el este. Al sur se alzaba Rocky Hill, que los unionistas llamaban Little Round Top, grises cantos rodados claramente visibles en la cima, y detrás la eminencia de Round Hill. Cualquier marcha que siguiera esa ruta sería perfectamente visible para los soldados que hubiera en esa colina.

Longstreet volvió a jurar.

—¡Maldición! —rugió, antes de cerrar la boca de golpe.

—General —dijo con preocupación Johnston—, lo siento.

—Sin embargo tiene usted toda la razón. Tendremos que encontrar otro camino. —Longstreet se volvió hacia Kershaw—. Joe, vamos a dar media vuelta. Asumo las labores de guía. Mándame a alguien de mi equipo.

Sorrel y Goree se acercaron, seguidos de Osmun Latrobe. Longstreet esbozó el cambio: las dos divisiones tendrían que parar donde estaban y dar la vuelta. Longstreet desanduvo el camino con gesto taciturno. Dios, ¿cuán considerable sería el retraso? Ya pasaba de la una. El ataque de Lee estaba previsto de forma escalonada. Eso llevaba mucho tiempo. Bueno, enderecemos esto cuanto antes. Mandó a Sorrel a informar a Lee del cambio de dirección. A continuación envió exploradores en busca de otro camino. Retrocedió hasta Cashtown Road, con su enfado en aumento a cada paso. Si Stuart hubiera aparecido en ese momento, Longstreet lo habría hecho arrestar.

A fin de ahorrar tiempo, ordenó a las brigadas que doblaran la línea de marcha. Pero el tiempo pasaba. Se produjo un alboroto hacia el centro. Longstreet envió a Goree a averiguar qué ocurría, y resultó no ser gran cosa: una escaramuza entre patrullas en el frente de Anderson.

Marcharon, diecisiete mil hombres, sus carros, su artillería. El capitán Johnston estaba devastado; todo era culpa suya. Longstreet lo animó. Si alguien tenía la culpa, ése era Stuart. Pero resultaba desquiciante. Encontró una nueva ruta paralela a Willoughby Run y la siguió a través del oscuro boscaje. Por lo menos estaba resguardada del sol. Muchos de estos hombres habían marchado todo el día anterior y toda la noche y estaban visiblemente debilitados, hombres enjutos, con la mirada vacía, con los ojos clavados en la nada cuando se pasaba por su lado, y ahora se les exigía marchar de nuevo y pelear al final. Salió por último del bosque a campo través en la dirección que intuía aproximadamente correcta hasta avistar por fin aquella torre gris, aquella condenada colina rocosa, pero estaban al abrigo de los árboles que bordeaban Seminary Ridge, así que contarían al menos con una semblanza de factor sorpresa. Sorrel iba y venía con noticias de Lee, cuya irritación crecía inexorablemente; Sorrel tenía la mala costumbre de pecar de presuntuosidad en ocasiones, y al final Longstreet se giró en la silla y rugió:

—¡Sorrel, maldita sea! Todo el mundo tiene su ritmo. Éste es el mío.

Sorrel se retiró lejos. Longstreet se resistía a precipitarse. Situó a Hood a la derecha, luego a McLaws delante de él. La división de Anderson, perteneciente al cuerpo de Hill, sería la siguiente en la línea. Los soldados ocupaban todavía sus posiciones cuando regresó McLaws. Estaba ligeramente desconcertado.

—General, pensaba que el general Lee había dicho que el enemigo estaría en lo alto de esa cresta de ahí, y que nosotros íbamos a atacar cruzando la carretera y colina arriba.

—Correcto —dijo Longstreet.

McLaws murmuró algo, se rascó la cara.

—¿Y bien? —preguntó en tono amenazador Longstreet.

—Bueno, tengo al enemigo justo delante. Está atrincherado al otro lado de esa carretera, repartido por todo ese huerto de melocotoneros.

Longstreet sacó sus lentes, cabalgó en esa dirección, al descubierto, y miró. Pero su posición no era buena, estaba en terreno bajo; tenía un campo de maleza delante y no podía ver con claridad. Empezó a avanzar. Oyó el chasquido de fuego de rifle hacia el norte. No gran cosa, todavía no. Pero luego se escuchó el gañido de una bala al vuelo, fulgurante, fugaz, muerte que hendía el aire a escasos metros por encima de su cabeza, perdiéndose a su espalda. Longstreet soltó un gruñido. ¿Un francotirador? ¿Desde dónde? Escudriñó los arbustos. Sabe Dios. No puedo preocuparme ahora. Cabalgó hasta una valla, se asomó a una pendiente y vio una batería a lo lejos, en terreno llano detrás del huerto de melocotoneros. Un largo cercado salpicado de soldados azules. Podía verlos moviendo maderas.

—Son muchos —dijo McLaws, a su espalda.

Longstreet levantó la mirada hacia la cresta. Pero no pudo distinguir nada.

—¿No pensarás… que han bajado hasta aquí? ¿Avanzando, desde la cresta? ¿Cuántos? ¿Un cuerpo entero, quizá?

Miró en rededor, encontró a Fairfax y le encargó transmitirle el mensaje a Lee.

—¿Y ahora qué? —quiso saber McLaws.

—El plan es el mismo. Tú los atacarás. Hood irá primero. Tú concéntrate en su última brigada. Será la de G.T. Anderson.

—De acuerdo.

Longstreet se estaba quedando sin ayudantes. Encontró a Goree, le mandó buscar a Hood, encargándole que enviara exploradores adelante para inspeccionar el terreno. No había ni un solo jinete a la vista, ni un solo caballo. Longstreet soltó una maldición. Pero se sentía mejor. Todo empezaría de un momento a otro. Se desatarían todos los demonios y se acabaría el preocuparse, la impaciencia y el mal humor; cargaría por esa carretera con todo lo que tenía. Nunca había tenido miedo de eso. Nunca había tenido miedo de perderlo todo si era necesario. Longstreet se conocía. Eso no lo asustaba. Si algo temía no era la muerte, no era la guerra, era la ciega y estúpida fragilidad humana, el temerario orgullo que podía tirarlo todo por la borda. Pensaba con suma claridad ahora. Su mente pareció desempañarse como el cristal recién lavado. Todo frío y diáfano. Consultó su reloj. Cerca de las cuatro. Dios santo. El plan escalonado de Lee jamás daría resultado. Envía un mensajero a Lee. Entremos todos a la vez. Al diablo con el plan.

Pero no había ningún mensajero disponible. Un instante después lo encontró uno de los chicos de Hood, cabalgando despacio hacia delante, observando cómo McLaws ocupaba su posición.

—Señor, mensaje del general Hood. Dice que sus exploradores se han desviado a la derecha, dice que allí no hay nada. Nada entre nosotros y la retaguardia federal. Sugiere que rodeemos la colina grande lo antes posible y los tomemos por la espalda.

Longstreet exhaló un suspiro.

—Hijo —dijo pacientemente, con fastidio—, vuelve y dile a Sam que llevo dos días diciéndole exactamente lo mismo al general Lee, ir a la derecha, y que no tiene sentido volver a sacar el tema. Dile que ataque según las órdenes.

El joven explorador saludó y se marchó. Longstreet se sentó solo. Y allí estaba el risueño Fremantle, sucio y jovial a lomos de un caballo desgreñado. No parecía cambiarse nunca de ropa.

—General, ¿están a punto de empezar las cosas?

—Y tanto que sí. —Longstreet sonrió—. Le sugiero que busque un buen árbol.

—Eso haré, oh, sí que lo haré. —Dio la vuelta, desviando al caballo, y se volvió a girar—. Oh, señor, que tenga usted mucha suerte.

—Encantador —dijo Longstreet.

La brigada de Barksdale, naturales de Mississippi, estaba pasando frente a él, colocándose en formación. Vio cómo colocaban todo el equipaje añadido, todas las mantas, todos los macutos, para luego apostar a un guardia solitario, un joven de aspecto frágil que parecía genuinamente enfermo y se dejó caer contra la valla. Longstreet se acercó y vio que el cabello pajizo no era joven en absoluto. El joven enclenque era un hombre enjuto de pelo cano. Y estaba enfermo. Abrió los ojos enrojecidos, levantó vagamente la vista.

—Qué tal, general —dijo. Sonrió débilmente.

—¿Quiere que le traiga algo? —preguntó Longstreet.

El anciano sacudió la cabeza.

—No es nada grave —jadeó—. Esas condenadas manzanas verdes. Malditas manzanas yanquis. —Se agarró el estómago. Longstreet sonrió y siguió su camino.

Vio a Barksdale a lo lejos. El famoso político se había quitado el sombrero y estaba agitándolo enérgicamente, con el pelo blanco ondeando y oscilando, conspicuo, distinguido. Longstreet sentía predilección por esa brigada. La consideraba en privado la mejor de toda la división de McLaws aunque, naturalmente, no podía decirlo. Pero todo el mundo sabía que Mississippi era duro. ¿Qué era lo que había dicho aquel anciano en Chambersburg? Ustedes, los de Virginia, son unos caballeros. Pero esa gente de Mississippi… Longstreet sonrió. Otro tipo había dicho lo mismo sobre los téjanos de Hood. El chiste sobre los parapetos. Oh, Dios, sigamos.

El mismo oficial, de regreso tras hablar con Hood. El rostro estaba cansado, la voz era firme.

—El general Hood solicita permiso para informar, señor, que el enemigo ha dejado su flanco izquierdo al descubierto. Solicita su presencia, señor, o la del general Lee. Me pide que le informe que en su opinión sería sumamente contraproducente atacar por Emmitsburg Road. El terreno es muy malo y está fuertemente protegido. Mientras que si vamos por la retaguardia, señor, no hay ninguna defensa. El enemigo ha dejado la colina rocosa.

—Dígale al general Hood… —Longstreet no terminó la frase. Pensó: Han dejado Rocky Hill. McLaws tiene soldados delante de él. Santo Cielo. No han vuelto a la cresta en absoluto; han avanzado. Sacó el mapa que había dibujado de la posición e intentó visualizarlo.

El ejército unionista supuestamente estaba en lo alto de la cresta. Pero no era así. Estaba en el huerto de melocotoneros.

Volvió a mirar fijamente el mapa.

Así que Hood había encontrado una abertura por la derecha. Por supuesto.

Longstreet consultó otra vez su reloj. Casi las cuatro. Lee estaba a kilómetros de distancia. Si voy con él ahora… Vio de nuevo el rostro solemne y gris, los ojos oscuros cargados de reproche. Demasiado tarde.

En fin, pensó Longstreet, Lee quiere un asalto frontal. Supongo que tendremos uno. Se volvió hacia el mensajero.

—Dígale al general Hood que ataque según las órdenes.

McLaws y Barksdale llegaron juntos. Barksdale respiraba entrecortadamente, pálido, listo para el combate. Dijo:

—¿Cuándo entramos?

—Enseguida, enseguida.

Se escuchó un cañonazo hacia la derecha. ¿El comienzo? No. Hood estaba tanteando con sus baterías. Longstreet sacó otro puro. Se le estaba acabando el suministro. Pidió tranquilamente a Goree que fuera a por más. Levantó la cabeza para ver a Harry Sellars, general auxiliar de Hood. Longstreet pensó: Sellars es un buen hombre, el mejor que tiene. Hood intenta impresionarme. El cañón atronaba. Sellars empezó a hablar. Longstreet dijo suavemente:

—Harry, lo siento.

—General —repuso Sellars, con la voz teñida de desesperación—. General, ¿quiere echar un vistazo al terreno? Ni siquiera podemos montar la artillería.

—Está bien. —Longstreet decidió acompañarlo. Se les acababa el tiempo. Aun ahora, si Lee atacaba de forma escalonada, algunas de las brigadas no podrían atacar antes del anochecer, a menos que todo fuera como la seda, y no iba a ir como la seda, hoy no. Longstreet cabalgaba, escuchando a Sellars, pensando: Cuando uno estudia la guerra está todo tan claro. Todo el mundo conoce todos los movimientos. El general Fulano de Tal debería haber hecho esto y aquello. Sabe Dios que todos lo intentamos. Ninguno perdemos batallas a propósito. Pero ahora, en este campo, ¿qué podemos hacer que no se haya hecho ya?

Llegó hasta Hood, que se disponía a partir. Había algo extraño en su rostro; sus ojos rebosaban de luz. Longstreet había oído hablar a los hombres sobre la cara de Hood en combate, pero nunca la había visto; la batalla no había comenzado todavía. Pero los ojos de Hood, normalmente tan suaves y tristes, se veían grandes y negros como ascuas redondas, iluminados por un calor negro.

—General —dijo Hood—, el terreno está sembrado de cantos rodados. Han cavado trincheras por todas partes y hay rifles en esas rocas de ahí arriba. Observan cada movimiento que hago. Si ataco según las órdenes perderé la mitad de mi división, y ellos seguirán viéndonos perfectamente desde esa colina. Debemos ir a la derecha.

Longstreet no dijo nada. Bajó la mirada; entre la densa foresta podía empezar a ver las rocas, grandes cantos rodados tan altos como casas, apilados unos sobre otros como escombros tras una gigantesca explosión.

—¿Cómo se puede montar un cañón ahí? —dijo Hood.

—Sam… —Longstreet sacudió la cabeza. Volvió a considerarlo. No. Demasiado tarde. No puedo oponerme a Lee. Otra vez no. Dijo—: Sam, el comandante no aprobará ningún movimiento hacia la derecha. Ya lo discutí anoche. Lo he discutido toda la mañana. Demonios, me he opuesto incluso a atacar. ¿Cómo puedo suspender esta operación? Tenemos órdenes. Siga según lo previsto. Le estamos esperando.

Hood se lo quedó mirando con sus negros ojos redondos. Longstreet sintió una abrumadora oleada de tristeza. Van a morir todos. Pero no podía decir nada. Hood lo miraba fijamente.

—Deje que me desvíe a la derecha, por Round Hill. Si pudiera colocar una batería allí arriba…

Longstreet meneó la cabeza.

—No hay tiempo. Tendría que talar árboles; se haría de noche antes de que entraran en acción.

Pero estaba contemplando la cima de Rocky Hill. Adondequiera que iba uno, esa condenada colina lo observaba desde las alturas. La posición clave. Cuando pusieran una batería allí.

—Va a tener que tomar esa colina —dijo Longstreet, y señaló con el dedo.

—Ni siquiera necesitan rifles para defender eso —repuso Hood—. Les basta con echarte rocas encima.

—Pero va a tener que tomarla —insistió Longstreet.

—General, quiero que conste mi desacuerdo.

Longstreet asintió. Hood se dio la vuelta. Su equipo estaba esperando. Empezó a impartir órdenes en voz baja. Longstreet se retiró. Hood saludó y se alejó a caballo. Longstreet partió en busca de McLaws.

Adiós, Sam. Tienes razón. Eres el mejor que tenemos. Si te pierdo, no sé qué voy a hacer. Que Dios te bendiga, Sam.

Longstreet estaba sobrecogido. Nunca se había sentido tan estremecido en una batana. Pero comenzaron los disparos y el sonido lo revivió. Ya nos preocuparemos más tarde. Luego contaremos los muertos y recapacitaremos. Con un poco de suerte… Pero, ¿has visto esas rocas?

Salió a campo abierto. Aquella condenada colina rocosa se erguía a su derecha, dominando el campo. Que fueran a dejarla era inconcebible. Detectó movimiento: ¿banderas de señales? Había algo allí arriba. No era una batería, todavía no. El fuego de Hood estaba desplegándose. La primera brigada había trabado combate. Ahora no había viento, el aire estaba muerto a su alrededor. El humo de Hood se quedaba en el sitio; luego, muy despacio, como un enorme fantasma, la nube blanca ascendió delicadamente por la cresta, adhiriéndose a los árboles, fluctuando y desgajándose. La segunda brigada fue la siguiente. El tiroteo creció en intensidad. Longstreet se desplazó hasta donde McLaws y Barksdale estaban reunidos. Había aparecido Wofford.

Estaban todos juntos, esperando. El anciano que guardaba la ropa de todo aquel regimiento del Mississippi dormía apoyado en una valla, con la boca abierta. Longstreet fue hacia delante con Barksdale. El hombre estaba ansioso por entrar. McLaws se movía de un lado para otro, comprobando la línea.

Había un bosque delante de ellos, una granja gris a la izquierda. Los hombres estaban repartidos entre los árboles, rojos estandartes apuntando hacia abajo, rifles erizados como alfileres negros. Longstreet vio explotar un proyectil frente a él en el bosque, otro, otro. Los yanquis sabían que estaban allí, sabían que se acercaban. Dios, ¿es que Meade tenía allí a todo el ejército de la Unión? ¿Contra mis dos divisiones?

Apareció McLaws. Hasta él se estaba poniendo nervioso.

—¿Y bien, señor? ¿Cuándo entro?

—Calma —recomendó Longstreet—, calma. —Escudriñó con las lentes. Entre los árboles podía ver una batería unionista que disparaba desde un huerto en la otra punta de la carretera—. Entraremos todos directamente. —Había algo feroz en Longstreet ahora; disfrutaba conteniéndolos, el poder era salvaje. Podía sentir el fuego alimentándose en McLaws, en Barksdale, igual que se agolpa el agua contra un dique.

Pero ése era el funcionamiento de un ataque escalonado. Se empieza por un costado. El enemigo se ve presionado y empieza a mover soldados allí. En el momento oportuno tu ataque comienza en otro lugar. El enemigo no sabe adonde llevar sus tropas ahora, si debe moverse siquiera. Duda. Se queda donde está, preocupado, indeciso. Con suerte, lo pescas en movimiento. Tarda un rato en darse cuenta de que el ataque es escalonado; cree que se trata tal vez de un ardid, y recibe el impacto por otro flanco. De modo que espera, y poco a poco se queda rodeado en el sitio, y si su fila era débil desde el principio, no le has permitido concentrarse, y si se arriesgó y se concentró, se habrá debilitado en otra parte, y tarde o temprano consigues entrar. Por eso ahora era preciso controlarse; Longstreet bajó del caballo y se sentó por un momento a horcajadas en el cercado, conversando, con el tiroteo arreciando a su alrededor, los proyectiles cayendo en el bosque frente a él, empezando a caer en el campo a su alrededor, y McLaws estaba allí parpadeando y Barksdale se pasaba los dedos por el cabello.

—Todavía no, todavía no —dijo jovialmente Longstreet, pero volvió a ensillar y empezó a dirigirse despacio hacia los árboles. En la oscuridad de la foresta pudo oler la madera astillada y ver rostros blancos vueltos hacia el cielo como grandes flores sucias; al mirar vio una batería operando constantemente, disparando contra el bosque. Oyó los primeros gemidos pero no vio ningún muerto. Ya casi era la hora. Junto a él, Barksdale estaba diciendo algo, suplicando. Los muchachos de Mississippi no miraban a Barksdale sino a Longstreet. Éste agachó la cabeza—. Bueno —dijo—. Supongo que ha llegado el momento. Si está usted listo, señor, ¿por qué no va y acaba con esa batería, ésa que está justo ahí?

Señaló. Barksdale profirió un grito, ondeó el sombrero. Los hombres se levantaron. Barksdale les hizo formar en una línea mientras los proyectiles desgarraban las hojas sobre su cabeza. Salieron del bosque, con Barksdale delante, a pie, tenían prohibido montar, y Longstreet les vio cruzar el campo y vio que el fuego enemigo se recrudecía, una valla entera se desintegró de repente en humo blanco, y las balas pasaban silbando y trasquilaban las hojas y desportillaban los árboles, y Longstreet salió a caballo a campo descubierto y se quitó el sombrero. Barksdale avanzaba directamente a por los cañones, corriendo, gritando, lejos al frente, solo, como si estuviera echando una carrera al mundo, con el pelo ondeando como una antorcha blanca. Longstreet partió al galope tras él, a cabeza descubierta, agitando el sombrero, gritando:

—¡Adelante! ¡Adelante, Mississippi! ¡Adelante!