5
Longstreet
Salió de Gettysburg a caballo nada más oscurecer. Su cuartel general estaba en la carretera de Cashtown, de modo que desanduvo el camino por lo que había sido el campo de batalla durante el día. Los miembros de su equipo supieron reconocer su estado de ánimo y lo dejaron discretamente solo. Cabalgaba encorvado, cabizbajo, con el sombrero tapándole los ojos. Fueron dejándole uno por uno, adelantándose a él, animándose al escapar de su compañía. Pasó junto a un carro de enfermería, vio montículos de extremidades que refulgían blancas en la oscuridad, una pila de piernas, otra de brazos. Parecían montañas de gordas arañas blancas. Se detuvo en la carretera y encendió un puro, mirando en rededor a las tiendas y las carretas, escuchando el murmullo y la música del ejército en la noche. Había unos pocos gemidos, sonidos muertos de la tierra moribunda, la mayoría suaves y bajos. Había un fuego a lo lejos, una gran hoguera en una arboleda, hombres silueteados contra el brillo cegador; una banda tocaba algo discordante, irreconocible. Un perro pasó junto a él, atravesó trotando la luz que escapaba de la puerta de lona abierta de una tienda, se detuvo, miró, inspeccionó el suelo, se adentró silenciosamente en la oscuridad. Fragmentos de ropa, árboles, trocitos de papel ensuciaban la carretera. Longstreet lo contempló todo, reanudó el paso. Dejó atrás un montículo negro que parecía extraño en la oscuridad: bulboso, deforme. Acercó su montura y lo vio: caballos muertos. Se alejó del campo, buscando terreno elevado.
Lee atacaría por la mañana. Estaba claro. La hora y el lugar no se habían decidido todavía. Pero atacará. Era algo imparable, como un caballo desbocado. Longstreet sintió una depresión tan honda que lo dejó embotado. Al escudriñar lo alto de aquella colina negra que se alzaba sobre Gettysburg, aquella colina iluminada y salpicada ya de fogatas entre las lápidas, olió el desastre como la lluvia a lo lejos.
Era la maldición de Longstreet verlo con tanta claridad. Era un hombre brillante de discurso pausado y reacciones lentas, hierático como la piedra. Carecía del poder de la convicción. Se quedó sentado en su caballo, alejando su mente de aquellos pensamientos, retirándola como si desviara el cañón de un rifle, y entonces pensó en sus hijos, incapaz de frenar esa visión. Floreció: un cuadro negro. Ella estaba en la puerta: El niño ha muerto. Ni siquiera dijo su nombre. Ni siquiera lloraba.
Longstreet respiró hondo. La fiebre había llegado a Richmond en invierno. En una semana habían muerto. Todos en el plazo de una semana, los tres. Vio los rostros adorables: momentos de inmenso dolor. Aquello había aniquilado su cordura, le había vuelto loco, pero nadie lo sabía. Miraban el gesto franco, sencillo, obstinado, y sólo veían unos apagados ojos holandeses, la gran oscuridad, el silencio. Nunca había pensado que Dios pudiera hacer algo así. Fue a la iglesia y preguntó, pero no hubo respuesta. Cayó de rodillas y suplicó, sin respuesta. Ella seguía en la puerta: El niño ha muerto. Y él ni siquiera podía ayudarla, no podía decir nada, no podía moverse, ni siquiera podía tomarla en sus brazos. No tenía nada que ofrecer. No tenía fuerzas. Oh, Dios: mi hijo ha muerto.
Tenía lágrimas en los ojos. No pienses en ello. Se dominó. Lo que le quedaba era el ejército. Los muchachos estaban aquí. Tenía incluso al padre, en lugar de Dios: el viejo Robert Lee. Descansa con eso, consuélate con eso.
Se habían ido todos sus ayudantes menos dos. Goree se mantenía apartado de él en la creciente oscuridad. Cabalgaba solo, en silencio, con Goree siguiendo sus pasos como un perro de presa, y se encontró con uno de sus cirujanos que subía del campamento: J.S.D. Cullen, entusiasmado, enterado de la gran victoria, y Longstreet se las apañó para deprimirlo; Cullen se fue. Longstreet se amonestó: La depresión es contagiosa; guárdatela para ti. Necesitaba algo que lo animara, se volvió hacia los dos hombres a su espalda, descubrió que sólo había uno, no un ayudante, sino el inglés: Fremantle. Justo lo que necesitaba. Longstreet aminoró para esperarlo.
El inglés llegó despacio, con gesto agradable. Era el tipo de hombre despreocupado y alegre que inspira buen humor con su presencia. Vestía el mismo sombrero alto de color gris y su llamativo abrigo. Saludó con voz jovial, tocándose el enorme sombrero:
—No pretendía interrumpir sus pensamientos, general.
—En absoluto.
—De veras, señor, si prefiere cabalgar solo…
—Me alegro de verle —dijo Longstreet.
El inglés se puso a la par con una ancha sonrisa que exhibía sus dientes separados. Había llegado al país pasando por México, en una carreta conducida por un aficionado al tabaco de mascar que había resultado ser, en su tiempo libre, el juez de la localidad. Fremantle había visto muchas cosas interesantes: un ahorcamiento rutinario, grandes inundaciones, feroces incendios. Le sorprendía continuamente la combinación de tierra agreste y gentes toscas, las casas blancas con columnas y las trazas de modales ingleses. No se había acostumbrado a la bárbara costumbre de estrechar la mano que era común entre estas personas, pero se obligaba a hacerlo. Estaba disfrutando enormemente. Hacía días que no se cambiaba de ropa y ofrecía un aspecto deliciosamente desaliñado, aunque atildado, relajado y cómodo en la silla. Longstreet sonrió de nuevo.
—¿Ha podido ver algo?
—Bueno, lo cierto es que sí. Encontré un árbol bastante grande, y Lawley y yo nos sentamos al descubierto y fue todo un espectáculo. Encantador, oh, sí, encantador.
—¿No habrá visto por casualidad ninguna carga de caballería? —Stuart: todavía no había vuelto.
—Ni una sola —respondió abatido Fremantle—. Ni un cuadrado hueco. Sabe, señor, realmente deberíamos discutir eso largo y tendido en alguna ocasión. Siempre y cuando esta guerra dure lo suficiente, lo que la mayoría de la gente opina que no sucederá. Debo decir que ustedes parecen apañárselas bastante bien sin él. Aun así, a uno le gusta sentir cierta seguridad en estos asuntos, seguridad que proporciona el cuadrado, ¿ve usted? A uno le gusta saber, a ver, dónde está todo el mundo, en determinados momentos. Ah, pero claro —inspiró hondo, se palmeó el pecho—, siempre nos quedará mañana. Tengo entendido que mañana esperan tener un poco de acción.
Longstreet asintió con la cabeza.
—Bueno, procuraré encontrar una posición privilegiada. Apreciaría su consejo, aunque por supuesto si en algún momento estorbo, no vacile, quiero decir, uno no debe entorpecer las operaciones. No tema herir mis sentimientos, señor. Pero si me dice dónde colocarme…
—Lo haré.
Fremantle aplastó un mosquito.
—Otra victoria hoy. Cuando tenga las ideas más claras lo pondré todo por escrito. Supongo que sus muchachos se estarán acostumbrando a la victoria, ¿no? ¡Maldita sea! —Aplastó otro mosquito de un manotazo—. Debo decir que es enormemente asombroso, este ejército. Pero esos federales no dejan de insistir. Curioso. Me cuesta un poco, sabe, entender exactamente por qué. Algún día cuando tenga tiempo… pero la guerra se acaba, por supuesto. Yo mismo lo siento. Ése es el mensaje que transmitiré a mi gente. Sin duda.
Observó a Longstreet. Éste no dijo nada.
—Su general Lee es un prodigio.
—Sí —dijo Longstreet.
—Algo que no se ve todos los días. —Fremantle hizo una pausa—. Asombroso —dijo. Estuvo a punto de añadir algo más, pero cambió de opinión.
—Mantiene unido a su ejército —dijo Longstreet.
—Una dignidad extraordinaria.
—Extraordinaria.
—Quiero decir que no se lo espera uno. No se ofenda, señor. Pero su general Lee es un general inglés, señor. Extraordinario. Se ha forjado cierta reputación, señor, como naturalmente sabe, pero en Europa existe la tendencia de, ah, considerar a los americanos, ah, algo atrasados en el tiempo, a veces, ah, ¿cómo expresarlo? Es terreno resbaladizo, pero, señor, por supuesto usted lo entiende, existen estas diferencias culturales, un país nuevo y todo eso. Sí, lo que quiero decir es que uno no se espera que haya alguien como el general Lee.
—Un caballero —dijo Longstreet.
Fremantle entornó los ojos. Al cabo, asintió con la cabeza. Longstreet no se dio por ofendido. Dubitativo, Fremantle continuó:
—Señor, no se imagina usted la sorpresa. Uno oye todas estas historias sobre los indios y las masacres y los escuálidos hombres de los bosques con rifles de tres metros y danzas de la lluvia y qué se yo, y sin embargo aquí, sus oficiales… —Sacudió la cabeza—. Extraordinario. Caray, ¿sabía usted que el general Lee es miembro incluso de la Iglesia de Inglaterra?
—Cierto.
—Tiene grandes antepasados.
—Sí —dijo Longstreet.
—Me he dado cuenta, señor, de que usted siempre está cerca de él en el campamento. Debo decir, señor, que estoy conmovido.
—Bueno —dijo Longstreet.
—Ah. —Fremantle exhaló un suspiro—. Su país y el mío tienen muchas cosas en común. Sinceramente espero que seamos aliados. Aunque tengo la impresión de que no nos necesitan. Pero debo decir que estoy cada vez más en deuda con ustedes por su hospitalidad.
—Es un placer.
—Ah. Um. —Fremantle ladeó la cabeza otra vez—. Me alegra mucho ver una cosa. Su general Lee es un moralista, como lo son todos los auténticos caballeros, naturalmente, pero respeta los vicios veniales, inofensivos, en los demás. Eso es lo que distingue a los caballeros de verdad. Eso es lo que enaltece tanto a ese hombre a mis ojos, aparte de sus logros militares, por supuesto. Un caballero de verdad carece de vicios, pero le permite a una tener los suyos. Ah. —Dio una palmadita a una alforja—. Lo que me lleva, señor, al quid de la cuestión, y es que tengo una botella de brandy a su disposición, por si se presenta la ocasión.
—Se presentará, sin duda. —Longstreet hizo una reverencia—. Gracias.
—Pase a verme cuando quiera.
Longstreet sonrió.
—Una pequeña debilidad —continuó animadamente Fremantle— de la que no me siento orgulloso, entiéndalo. Pero uno ve tan poco whisky en este ejército. Asombroso.
—Es el ejemplo de Lee. Jackson tampoco bebía. Ni Stuart.
Fremantle agitó la cabeza, asombrado.
—Oh, por cierto, circula por ahí una historia, ¿sabe? Dicen que el general Lee estaba durmiendo, y el ejército desfilaba no muy lejos, y quince mil hombres caminaron de puntillas para no despertarlo. ¿Es eso cierto?
—Podría serlo. —Longstreet soltó una risita—. Yo también he oído una. Hace tiempo, sentados alrededor de una fogata, hablábamos de Darwin. La evolución. ¿Ha leído algo al respecto?
—¿Ah?
—Charles Darwin. La teoría de la evolución.
—No puedo decir que la conozca. Circulan por ahí tantas cosas de éstas.
—Es una teoría que afirma que el hombre desciende del mono.
—Ah, ésa. Oh, sí. Bueno, he oído hablar… a mi pesar… de algo así.
—Bueno, pues estábamos hablando de eso. Al final convinimos que Darwin seguramente tenía razón. Entonces alguien dijo, con gran dignidad: Bueno, a lo mejor ustedes vienen del mono, y a lo mejor yo también vengo del mono, pero el general Lee, él no desciende de ningún mono.
—Bueno, naturalmente. —Fremantle no acababa de verle la gracia.
Longstreet sonrió en la oscuridad.
—Es un ejército cristiano —dijo Longstreet—. Usted no conoció a Jackson.
—No. Por desgracia llegué después de su muerte. Hablan maravillas de él.
—Era pintoresco —dijo Longstreet—. Era cristiano.
—Su reputación supera a la de Lee.
—Bueno, no haga caso de eso. Pero era un buen soldado. Sabía mover las tropas. Sabía odiar. —Longstreet pensó: Un buen cristiano. Recordó de improviso el día en que Jackson había amonestado a algunos de sus soldados por permitir que un esforzado sargento yanqui se retirara tras una feroz batalla. Los hombres se habían negado a dispararle, aquel hombre había mostrado valor, merecía vivir. Jackson les había dicho: No los quiero valientes, los quiero muertos.
—Cuentan muchas historias sobre él. Lamento no haber llegado a conocerlo.
—Le encantaba masticar limones —dijo Longstreet.
—¿Limones?
—No sé de dónde los sacaba. Le encantaban. Así lo recuerdo, sentado en una valla, masticando un limón, con el dedo levantado.
Fremantle se lo quedó mirando fijamente.
—Le habían volado un dedo de un disparo —explicó Longstreet—. Si bajaba la mano la sangre se le agolpaba allí y le dolía, de modo que lo ponía en el aire y cabalgaba o hablaba con el brazo en alto, sin darse cuenta. Era todo un espectáculo, hasta que te acostumbrabas. Dick Ewell pensaba que estaba loco. El propio Ewell es bastante peculiar. Una vez me dijo que Jackson le había dicho que nunca tomaba pimienta porque le debilitaba la pierna izquierda.
Fremantle estaba boquiabierto.
—En serio —dijo amigablemente Longstreet—. Un poco de excentricidad no le viene mal a ningún general. Ayuda con los periódicos. A las mujeres también les gusta. Las sureñas prefieren a sus hombres religiosos y un poco locos. Por eso se enamoran de los predicadores.
Fremantle se había perdido. Longstreet dijo:
—Sabía pelear, Jackson. A.P. Hill también es bueno. Se pone una camisa roja antes de entrar en combate. Es un ejército interesante. ¿Conoce a George Pickett?
—Oh, sí.
—Se perfuma y todo. —Longstreet se rió por lo bajo—. Es un ejército que hay que ver para creer. —Pero al pensar en Pickett, el último de la columna, se acordó de sus dos comandantes de brigada: Garnett y Armistead. El viejo Armistead, separado por la guerra de su querido amigo Win Hancock, quien sin duda aguardaba al frente en lo alto de aquella colina negra al otro lado de Gettysburg. Armistead estaría pensando en eso esta noche. Y luego estaba Dick Garnett.
—Los hombres de Pickett son extraordinarios —dijo Fremantle—. Los virginianos parecen distintos, bastante, de los téjanos, o de los soldados de Mississippi. Es verdad, ¿no cree usted, señor?
—Sí. ¿Conoce a Dick Garnett?
—Ah, sí. Un tipo alto, bastante moreno. Cojea. Es curioso ese detalle…
—Jackson intentó llevarlo ante un consejo de guerra. Por cobardía frente al enemigo. Conozco a Garnett desde hace veinte años. No es ningún cobarde. Pero ha perdido el honor. Oirá maldades en boca de gente que no sabe nada. Quiero que sepa usted la verdad. Jackson era… un hombre duro.
Fremantle asintió en silencio.
—También había hecho un consejo de guerra a A.P. Hill una vez. Y Lee sencillamente hacía la vista gorda. En fin, bien pensado, también yo me las vi una vez con el viejo Powell; quiso retarme a duelo. Una cuestión de honor. Lo ignoré. Es un ejército interesante. Sólo Lee podría mantenerlo unido. Pero el caso de Garnett me preocupa. Cree que ha perdido el honor.
—Una tragedia —simpatizó Fremantle. Había tacto en su voz, una nota de cautela.
—Los periódicos, naturalmente, se ponen todos a favor de Jackson. —Longstreet exhaló un soplido—. Y Jackson está muerto. De modo que ahora Garnett tendrá que morir valientemente para limpiar la mancha.
Y vio que Fremantle estaba de acuerdo. Era la única salida para un caballero. Longstreet meneó la cabeza. Un cansancio amargo le nubló el pensamiento. Sabía que Garnett iba a morir, ya no tenía remedio, era irrevocable, ridículo, sentenciado por una herida enconada e invisible.
—¿No será usted —preguntó Fremantle—, ah, natural de Virginia, señor?
—De Carolina del Sur —respondió Longstreet.
—Ah. Eso está abajo hacia el sur, ¿no es así, señor?
—Correcto —dijo Longstreet. Estaba cansado de hablar—. Honor —dijo—. El honor sin inteligencia es un desastre. Por honor se podría perder la guerra.
Fremantle estaba vagamente asombrado.
—¿Señor?
—Escuche. Le diré una cosa. Aprecio el honor, la valentía y el coraje. Ante Dios… Pero el sentido de la guerra no consiste en demostrar lo valiente que es uno y cómo sabría morir como un hombre, delante del enemigo. Dios sabe que morir es muy fácil. Cualquiera puede hacerlo.
En la oscuridad no podía ver la cara de Fremantle. Habló dirigiéndose a la negrura.
—Deje que me explique. Intente verlo de esta manera. Cuando todos éramos jóvenes, se peleaba de forma sencilla. Cara a cara en campo abierto, por lo general con una llanura de por medio. Un bando cargaba a la carrera. El otro disparaba una vez, a corta distancia, porque el rifle no era demasiado bueno de lejos, porque ni siquiera era un rifle. Entonces, después de ese disparo, chocaban mano a mano, o espada contra espada, y la caballería entraba por uno u otro ángulo. Ésa es la verdad, ¿no es así? En la antigüedad peleaban a distancia con arcos y flechas y corrían uno al encuentro del otro, hombre contra hombre, con espadas. Pero ahora, escuche, ahora las cosas han cambiado un poco, y hay bastantes personas que todavía no se han dado cuenta. Pero estamos aprendiendo. Mire. Ahora mismo, coja a un hombre con un buen rifle, un buen hombre con un buen rifle que tenga un buen alcance y tal vez sea incluso de repetición. Puede matar a, oh, sin exagerar, doscientos, trescientos metros de distancia de la horda que cargue sobre él. Olvídese de los cañones. Ponga nada más que a un hombre detrás de un árbol. A doscientos metros de distancia no se le podrá ver casi, pero él sí puede ver. Y disparar. Y disparar otra vez. ¿Cuántos hombres cree usted que harán falta para abatir a ese hombre detrás del árbol, en una trinchera, defendido por cañones, si tiene que cruzar un campo abierto para llegar hasta él? ¿Cuántos hombres? Bueno, he hecho los cálculos. Por lo menos tres. Y matará como mínimo a dos. La forma de hacerlo es la siguiente: un hombre dispara mientras uno se mueve, y el otro está cargando y preparándose para avanzar. Así atacan los tres hombres. Siempre habrá uno moviéndose y otro disparando. Así se puede conseguir. Si nos olvidamos del cañón. Pero perderemos a un hombre casi con toda seguridad mientras cruza el campo, por lo menos a uno, seguramente a dos, contra un cañón perderemos a los tres, da igual lo que hagamos, y eso es en terreno llano. Ahora. Si atacamos colina arriba…
Dejó la frase en el aire. No tenía sentido hablar así con un extranjero. Alguna vez quizá tuviera que enfrentarse a él. Pero el hombre no lo vería. Longstreet había hablado con sus oficiales. Lo que decía les parecía vagamente vergonzoso. ¿Defensa? Cuando Lee excavó trincheras alrededor de Richmond le llamaron, con burla, el Rey de Picas. Longstreet inspiró hondo y soltó el aire, recordando de nuevo esa condenada colina negra, los fuegos como ojos.
—Pero, señor —dijo Fremantle, desconcertado—, tenemos el ejemplo de Solferino. Y por supuesto la Carga de la Brigada Ligera.
—Sí —dijo Longstreet. Como todos los ingleses, y la mayoría de los sudistas, Fremantle preferiría perder la guerra antes que la dignidad. Dick Garnett moriría y lo haría con una sonrisa. ¿Sufrió antes? Sí. Entonces murió como un hombre. Longstreet, que había inventado una trinchera transversal que nadie quería emplear, se obligó a archivar el asunto en la lóbrega caverna de su cerebro martilleante y se dirigió a caballo al campamento.
Esa noche, a la hora de la cena, alguien comentó de pasada que puesto que el ejército necesitaba munición, ¿no sería lo correcto que las fábricas de munición abrieran los domingos? La mayoría de los oficiales convino que todavía no hacía falta llegar a tales extremos.
Longstreet permaneció despierto conversando, mientras hubo compañía, mientras hubo una fogata encendida. Porque cuando el fuego se apagaba y la oscuridad era total no tenía ninguna manera de evitar los rostros muertos de sus hijos.