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Freemantle

Despertar en la oscuridad, las estrellas resplandecen todavía. Fremantle, poco madrugador, salió trastabillando a la luz del amanecer sin saber muy bien dónde estaba. Esta gente podría resolver sus asuntos a una hora civilizada. Las tres de la mañana. Increíble. Se lavó con agua sucia. Se despertó vagamente. ¡Guerra!

El ejército se despertaba a su alrededor. Podía presentir la batalla roja formándose ese día, naciendo como el sol. Sus sentidos lo despertaron de golpe. Esperaba cañonazos de un momento a otro. Vio la primera del alba despuntando oscuramente rosada sobre el este, el sol saliendo por la dirección del enemigo. Se sentía somnolientamente bien. Saludó jovialmente a Sorrel, el ayudante de Longstreet.

—¡Mayor Sorrel, señor, buenos días! Disculpe, ¿me podría indicar la batalla?

Sorrel, una persona atildada y elegante, sonrió e hizo una reverencia.

—¿Le gustaría tomar un bocado antes del asalto? Servimos yanquis al gusto, antes o después de desayunar.

Fremantle no pudo contener un bostezo, que disimuló educadamente con la mano.

—Supongo que hay tiempo de probar esos bollos. ¿Qué tal está el general Longstreet esta mañana? Mis respetos, y espero que haya dormido bien.

—Dudo que haya pegado ojo. Ha ido a hablar con el general Lee.

—¿Es que ese hombre no duerme nunca? Asombroso. Pero si rara vez se sienta siquiera.

Sorrel sonrió. Un pájaro, irritado por el madrugón, empezó a trinar en el árbol sobre su cabeza. Otros oficiales estaban saliendo a la oscuridad de la mañana. Allí estaba Ross, el grueso austríaco de nombre escocés. Estaba radiante en el uniforme azul pálido de los húsares austríacos, completo con el reluciente orinal plateado para la cabeza, agitando una pluma azul. Al acercarse Fremantle observó con alarma que el hombre estaba impecablemente arreglado; hasta se había encerado el bigote, con las guías finas y afiladas como temblorosos estoques.

C’est le sanglant appel de Mars, ¿eh, viejo amigo? —bramó Ross jovialmente, palmeándose bonachonamente el estómago. Golpeó al delgado Fremantle en el brazo, haciéndole perder el equilibrio.

—Es muy temprano para eso, viejo amigo —respondió con desagrado Fremantle—. ¿No puedes esperar hasta después del té?

Los demás estaban reuniéndose alrededor de la mesa del desayuno. Scheibert, el prusiano lampiño, hosco, acicalado, estaba vestido todo de blanco, abrigo blanco, sombrero blanco de ala flexible, el inevitable monóculo reluciente. Aunque la mayoría de los oficiales del ejército sabían francés, pocos hablaban alemán, y Scheibert se sentía continuamente ofendido en su orgullo, pero se empeñaba obstinadamente en utilizar términos militares alemanes en la conversación, no lo entendían, no podía explicarse, se sentó de golpe, pálido a un lado, un espectáculo peculiar, curiosamente cómico en aquella compañía. Lawley, el corresponsal, parecía enfermo de nuevo y no había decidido aún si iba a montar o no ese día. Allí estaban los tres médicos —Maury, Cullen, Barksdale— y otros miembros del equipo de Longstreet: Latrobe, Goree, y el encantador y menudo judío, el mayor Moses. Se sentaron para dar cuenta de un espléndido desayuno, y aunque Fremantle seguía despertándose poco a poco, reviviendo conforme avanzaba la mañana, cálida, brillante, sin el menor atisbo de nubes, con el viento que empezaba a arreciar y susurrar entre los árboles, con la luz que empezaba a filtrarse entre las hojas frías, las ramas oscuras, permanecía vagamente adormilado.

Desayuno de guerra. Maravilloso. Buenos hombres alrededor de una mesa. ¡Qué ilusión estar con los vencedores! Todos estos hombres sentían tan sólo desprecio por los yanquis, a quienes habían derrotado tantas veces. Se percibía incluso un aire de pesar en la mesa, una sensación de que había que aprovechar el día, como si estos alegres momentos de grata camaradería antes de la batalla estuvieran contados, como si la guerra fuera a terminar pronto y todo aquello fuera a acabarse, y todo el mundo regresara a las tediosas labores de paz. Fremantle se lo estaba pasando en grande. ¡Sudistas! Eran ingleses, por Dios. Fremantle se sentía como en casa.

Comió huevos duros, pan caliente, degustó el té humeante, aunque el agua con que estaba hecho dejaba un extraño sabor en la boca, ocurrencias tardías en la cabeza: ¿de qué granja cercana? Todos los hombres conversaban, bromeaban. Fremantle lamentó ver cómo el desayuno tocaba a su fin. Pero el sol ya había salido. Ahora una vez más podía esperar el sonoro tronar de los cañones. No debía perdérselo hoy. Sorrel prometió tenerlo al corriente. Cabalgaron juntos hacia las líneas, esperando disfrutar de una buena vista.

Así entró Fremantle en Gettysburg, vio los cadáveres sin enterrar en los campos, empezando a atufar al calor de la mañana, pobres muchachos. Giraron a la derecha y remontaron a través de una arboleda hasta terreno elevado, y entre los árboles Fremantle pudo avistar ya la cresta azul al oeste, suavizada por la neblina matutina, donde estaban acampados los yanquis. Pero no vio soldados, no vio movimiento. Sintió que se le tensaba el estómago, respiraba entrecortadamente. ¡En presencia del enemigo! ¡A tiro de rifle! Pasó junto a una batería de artillería sudista, napoleones y parrots mezclados, abastecidos por carretas que lucían impresas las siglas USA.

—Conseguimos la mayoría de nuestras carretas del enemigo —dijo Sorrel—. Y muchas de las armas. Su artillería es muy buena. Pero la nuestra será mejor.

El austríaco, Ross, se había colocado junto a ellos. Uno de los artilleros, un hombre enjuto y descalzo vestido de marrón y cubierto de polvo, se lo quedó mirando sin dar crédito a sus ojos cuando pasó frente a él, antes de soltar un berrido estridente que se propagó por toda la línea:

—Hey, caballero. El de azul. Qué hace, hombre, parece que haya estado comiendo ratones.

Sorrel se tapó la boca con la mano. Ross lo miró fijamente, sin comprender.

—Se refiere al bigote encerado, viejo amigo —explicó con jovialidad Fremantle.

Ross rezongó, agitó el bigote, se acarició tiernamente las guías y se enfurruñó. Llegaron al cuartel general de Lee y lo dejaron atrás para coronar la cresta donde estaban reunidos los generales.

Había un corro de oficiales, demasiados hombres. Sorrel sugirió que si Fremantle quería gozar de una buena vista, debería encontrar un árbol conveniente. Fremantle se adentró junto a Lawley en la fría arboleda verde hasta encontrar el mismo oteadero del día anterior y se encaramó al mismo roble ancho. Allí a sus pies, a menos de quince metros de distancia, reconoció primero a Longstreet y luego a Lee. Los oficiales estaban parlamentando.

Lee estaba de pie de espaldas al grupo, con la cabeza descubierta, el pelo blanco agitado por la brisa. Observaba las líneas unionistas, que resultaban claramente visibles hacia el este. Se acercó las lentes de campaña a los ojos, miró, las bajó, dio dos o tres pasos hacia el sur, se giró, volvió a mirar, caminó despacio adelante y atrás. Longstreet estaba sentado en un taburete de campaña, tallando un palo con parsimonia, haciendo una punta, afilándola, afilando, afilando. A.P. Hill, que parecía tener mucho mejor aspecto que el día anterior, estaba hablando con otro oficial sin identificar. Sentado junto a Longstreet en un tocón, tallando a su vez, había un hombre alto y delgado de rasgos extraordinarios, con un destello frío en la mirada, erguido pese a estar sentado, trabajando una rama. Impresionado, Fremantle preguntó:

—¿Quién es ése?

—Hood —respondió Lawley—. John Bell Hood. Le llaman Sam, creo. Dirige una de las divisiones de Longstreet. Es de Tejas, creo.

—¿Se corresponde con su apariencia su conducta en la batalla?

—Hace su trabajo —dijo Lawley, lacónico.

—Un ejército interesante —dijo Fremantle—. Muy interesante.

Lee se había dado la vuelta, estaba diciéndole algo a Longstreet. Éste sacudió la cabeza. Hill se acercó a ellos.

—Los yanquis se han atrincherado —dijo Lawley—. Pero no veo ninguna trinchera por aquí cerca. Eso significa que atacaremos nosotros.

El nosotros era inevitable, pero a Fremantle no le pasó desapercibido. Se sentía parte, miembro casi, de aquel maravilloso grupo de hombres superados en número. Ingleses. Se hacían llamar americanos, pero en realidad eran ingleses transplantados. Mira los nombres: Lee, Hill, Longstreet, Jackson, Stuart. Y Lee pertenecía a la Iglesia de Inglaterra. Como la mayoría de ellos. Caballeros todos. En Inglaterra no había caballeros más refinados que Lee. Bueno, naturalmente, aquí y allá, posiblemente hubiera una excepción. O dos.

En cualquier caso, son nuestra gente. Es un orgullo tenerlos. Y puede que vuelvan a unirse a la reina y todo sea igual que antes, como debería haberlo sido siempre.

Habían hablado de eso la noche anterior. Hasta el último de los oficiales había insistido en que el sur estaría mejor bajo la reina que bajo la Unión. Por supuesto, era difícil saber qué querían decir. Pero si Inglaterra venía ahora en su ayuda, ¿acaso no sería posible? ¿Que este suelo fuera otra vez suelo inglés?

Había tomado prestadas las lentes de Sorrel y estaba observando las líneas unionistas. Ahora podía ver el cañón, situado enfrente de los árboles. Podía ver hombres moviéndose entre las cajas de munición, jinetes entre los árboles; aquí y allá ondeaba un estandarte. Vio un destello dorado. Estaban alzándose parapetos, palos retorcidos, muy a lo lejos. Había un valle abierto a sus pies, parcialmente cultivado, y luego una larga elevación desnuda hasta la línea unionista. A la izquierda estaba la colina elevada, Cemetery Hill, que Ewell no había sabido tomar el día anterior, la colina que había preocupado a Longstreet. Hacia el centro había una cresta boscosa. A la derecha había dos colinas redondeadas, una rocosa, la otra cubierta de árboles. La posición unionista medía aproximadamente cinco kilómetros de largo, o eso parecía desde allí. Todo esto lo veía Fremantle con creciente emoción.

Bajó la mirada, vio que Longstreet se levantaba, se alejaba, encorvado, deambulando cabizbajo y con paso pesado, como un tronco con barba, para contemplar las líneas. Se le unió Hood. Una vez más Longstreet meneó la cabeza. Lee regresó a una mesa pequeña, estudió un mapa, levantó la cabeza hacia las líneas unionistas, sin apartar la mano del mapa. Fremantle pudo ver bien aquel semblante extraordinario. Lee parecía cansado, más pálido que antes. El sol seguía remontando el cielo; la temperatura había subido considerablemente. Fremantle sintió un rugido familiar en el estómago. Oh, Dios, la enfermedad del soldado no. Esas malditas cerezas.

No parecía que tuviera sentido quedarse en el árbol. Los soldados que le habían visto colgando en el aire como una fruta gris y madura empezaban a señalar con el dedo y a sonreírse. Fremantle bajó con dignidad y se reunió con los demás extranjeros. Oyó música por primera vez aquel día: una polca. Escuchó la melodía con sorpresa. No logró identificar el sonido pero reconoció el ritmo. A continuación sonó una marcha.

—Tocan incluso durante el ataque —dijo Ross—. No muy bien. Pero resulta inspirador. ¿Has oído el grito rebelde?

Fremantle asintió.

—Un ruido espantoso. Supongo que lo aprendieron de los indios.

Ross abrió mucho los ojos.

—Nunca se me había ocurrido —dijo. Se le movió el casco plateado. Tenía la frente perlada de sudor.

—Viejo amigo, no pensarás llevar eso puesto todo el día, ¿verdad? Con este tiempo tan apacible.

—Bueno. —Ross se atusó el bigote—. Uno debe vestir con propiedad. Enseñar respeto a esta gente.

Fremantle asintió. Era comprensible. Uno intentaba mostrarse aseado. Pero ese casco. Y Ross tendía a parecer un poco ridículo. Como una especie de gordo pato emplumado. Toda esa gente parecía tan natural, tan… campechana. Los oficiales no. Los soldados. Casi no había uniformes. Marrón y amarillo. Americanos. Curioso. Tan cerca, y el mismo tiempo tan lejos.

Vio a Moxley Sorrel, que caminaba aprisa en alguna misión, y lo acorraló, como decían los americanos.

—Hemos mandado ingenieros a inspeccionar el terreno a nuestra derecha —dijo Sorrel—. Atacaremos más tarde. Todavía no sé dónde, así que puede usted relajarse, yo diría que unas dos horas o así aproximadamente.

—¿Sabe algo del general Stuart?

—Ni una palabra. El general Lee ha enviado exploradores en su búsqueda. —Sorrel se rió por lo bajo—. Alegre esa cara, a lo mejor ve usted esa carga.

—Espero tener un buen puesto hoy.

—Haremos todo lo posible. Le sugiero que se quede cerca de Longstreet. Habrá acción dondequiera que esté él.

Sorrel partió. Entre los árboles Fremantle vio a Longstreet montando en su caballo. Condujo su montura hacia allí. Longstreet estaba acompañado por Goree, el ayudante de Tejas. El recibimiento fue amigable, cálido incluso. Fremantle pensó, sobresaltado: Le caigo bien, y se ruborizó con inesperado orgullo. Preguntó si podía cabalgar con el general; Longstreet asintió. Se dirigieron a la derecha, siguiendo la cima de la cresta, bajo los árboles. La mayoría del equipo de Longstreet se había unido a ellos.

—Haré lo que pueda —le dijo Longstreet a Hood—. Parece empeñado.

Hood se encogió de hombros. Parecía más pequeño ahora al verlo de cerca. Tenía unos ojos extraordinarios, las cejas pobladas e inclinadas; sus ojos, negros como el carbón, le hacían parecer permanentemente triste. Fremantle tuvo un pensamiento sobrecogedor e inesperado: al anochecer este hombre podría estar muerto. Se lo quedó mirando, transfigurado, intentando sentir una premonición. Nunca había tenido ninguna, pero había oído que ocurrían, sobre todo en el campo de batalla. Los hombres a menudo sabían cuándo les había llegado la hora. Miró fijamente a Hood pero en realidad, salvo por la tristeza de su mirada, que podría obedecer sencillamente al cansancio, pues Hood había marchado durante toda la noche; no había ninguna sensación añadida, nada en absoluto salvo cierto aire delicioso de combate inminente que los envolvía a todos, sobre todo a Longstreet, sentado inamovible en el caballo negro, con la mirada vuelta hacia el este.

—Bueno —dijo Hood—, si está en lo cierto, la guerra habrá terminado al ponerse el sol.

Longstreet asintió.

—Veremos. Pero meterse sin Pickett es como meterse con un pie descalzo. Esperaré todo lo que pueda.

Hood ladeó la cabeza hacia las líneas unionistas.

—¿Tiene idea de cuál es su fuerza?

Longstreet enumeró los cuerpos identificados hasta el momento: cinco, contando los dos implicados en la acción del primer día. Pensaba que pronto habría más, que a esas alturas podría presentarse incluso el ejército entero. Lee no lo creía. Pero ayer tampoco había creído que los yanquis fueran a estar allí, y allí estaban, y ahora los yanquis tenían el terreno elevado y con Stuart desaparecido no había forma de saber cuántos cuerpos aguardaban apostados tras la neblina de aquella cresta lejana.

Fremantle cabalgaba con ellos educadamente, en silencio, escuchando. Había desarrollado una confianza que era casi absoluta. Sabía que Longstreet estaba tenso y que había cierta melancolía en la composición de sus rasgos, pero Fremantle sabía con la certeza de la juventud y la fe que era imposible que perdiera ese día, no con aquellas tropas, no con los ingleses, los caballeros contra la plebe. Cabalgaba con el entusiasmo abriéndose en su interior como una flor rosácea, escuchando. Longstreet lo miró con expresión ausente, lo vio, se fijó en él.

—Coronel —dijo de pronto—, ¿cómo está?

—Por Dios, señor, estoy bien, debo decir.

—¿Ha dormido bien?

Fremantle pensó: Todo el mundo parece preocupado por que duerma bien.

—Oh, muy bien. —Hizo una pausa—. No mucho, eso es cierto, pero bien.

Longstreet sonrió. Parecía haber algo en Fremantle que le hacía gracia. Fremantle se sintió extrañamente halagado; no sabía por qué.

—Algún día me gustaría conocer a la reina —dijo Longstreet.

—Estoy seguro de que se podría arreglar. Señor, usted sería sumamente bien recibido en mi país, un huésped de honor.

Se escucharon disparos abajo, fuertes estallidos, salvas dispersas, una ráfaga, otra, luego el silencio. Longstreet se puso las lentes y contempló el valle.

—Patrullas —dijo.

Fremantle, que no sabía qué esperar, se sobresaltó, tragó saliva, miró fijamente. Pero estaba encantado. Vio surgir penachos de humo blanco al fondo del valle, como fugas en la tierra, flotando lánguidamente hacia la izquierda, hacia el norte. Echó un vistazo a la cresta, pero sólo pudo ver unos pocos cañones negros, una bandera solitaria. Dijo de repente:

—Señor, ¿dice usted que no van a atacar hasta dentro de un rato?

Longstreet sacudió la cabeza.

—Entonces, ah, si se me permite el atrevimiento, ¿qué impedirá que los yanquis les ataquen a ustedes?

Longstreet miró a Hood.

—Quiero decir, ah, veo que no se han tomado la molestia de atrincherarse —añadió Fremantle.

Longstreet sonrió. También Hood.

—Interesante idea —dijo Longstreet, sonriendo todavía—. Confieso que no se me había ocurrido.

—A mí tampoco —dijo Hood.

—Aunque supongo que es posible.

—¿De verdad lo cree?

—Bueno —remoloneó Longstreet. Sonrió, metió la mano por debajo del filo de su sombrero y se rascó la frente—. Supongo que no. —Ya más serio, se volvió hacia Fremantle—. Sería sumamente impropio del general Meade atacar primero. Para empezar, es el general Meade. Aparte de eso, acaba de llegar al campo y tardará algún tiempo en hacerse cargo de la situación, tal vez una semana. Además, todavía no ha conseguido reunir a todo el Ejército del Potomac, a los doscientos mil hombres, y se lo pensará dos veces antes de hacer cualquier movimiento sin toda su fuerza. Claro que se le ocurrirán motivos. —Longstreet meneó la cabeza, y Fremantle vio que había vuelto a perder el buen humor—. No, Meade no nos hará ese favor, ese inmenso favor. Tendremos que obligarlo a atacar. Tendremos que ocupar terreno peligroso detrás de él y Washington y dejar que los políticos lo empujen al asalto. Lo que sin duda harán. Llegado el momento. Necesitamos tiempo.

Hizo una pausa, agitó la cabeza. Cabalgaron en silencio. Fremantle empezó a darse cuenta del increíble silencio que reinaba. Abajo en el valle los campos estaban abiertos y quietos, la brisa había amainado, no había movimiento de humo. Unas pocas reses pastaban a la sombra, descansaban en círculos de oscuridad bajo los árboles. Fremantle podía sentir la presencia de aquel vasto ejército; sabía que estaban allí, miles de hombres, miles de caballos, kilómetros de cañones, kilómetros de acero. Y extendido tras él y a su alrededor el ejército al completo de Lee en la sombra, moviéndose, tomando posiciones, alineándose para el asalto, y aun así desde ese punto en la cresta debajo del árbol podía contemplar todo el valle y no ver nada, no oír nada, no sentir nada, ni siquiera un estremecimiento de la tierra, ni siquiera el lento retemblor de todos aquellos pies y ruedas contra el suelo, acercándose entre sí como dos olas que se encontraran en un inmenso océano, como dos avalanchas que cayeran por las laderas enfrentadas de una montaña verde. El día había amanecido despejado, pero ahora había nubes que empezaban a empañar el cielo con neblinosas manchas borrosas de blanco algodonoso, y ni siquiera allí había movimiento alguno, tan sólo el silencio blanco contra el azul. Estaba empezando a hacer mucho calor, mucho más incluso que antes, y Fremantle vio signos de transpiración en todos los rostros. No había dormido bien, y de pronto el silencio y el calor empezaron a hacer mella en él. Provenía de un clima septentrional y en Inglaterra no hacía esa clase de tiempo, y cuando no se ha dormido…

Estaba ansioso por seguir paseando con Longstreet, pero vio que Lawley y Ross se retiraban a un campo abierto y se sentaban, de modo que se despidió de Longstreet y fue a reunirse con sus compañeros europeos. Dejó que su caballo deambulara con los demás en un cercado y encontró un rincón mullido de hierba debajo de un árbol frondoso y se tumbó de espaldas, contemplando serenamente el firmamento, viendo esas extrañas motas que ve uno cuando alza el rostro hacia el vacío azul, los defectos de su propia vista.

Conversaron, intercambiando historias de otras guerras. Discutieron sobre la estrategia de Napoleón, las teorías de Jomini, las mujeres de Richmond. Napoleón no impresionaba a Fremantle. Pero las mujeres de Richmond sí. Tumbado, adormilado, recordó ciertas damiselas, un baile, un jardín de rosas…

Este país era enorme. Inglaterra daba una sensación de solidez, como un jardín, un jardín encantador, pero en este país no había fronteras. Se respiraba esta vigorizante sensación de espacio, de vientos libres, demasiado calor, demasiado frío, demasiado grande, crudo en el sentido en que la carne cruda está cruda… y sin embargo allí estaban las granjas coquetas, los verdes pastos, casi como en casa. La gente, casi como en casa. Una casa en el sur. No sabía cultivar flores, esta gente. Ni jardines. Una gran desventaja. Y sin embargo. Son ingleses. ¿Debería decírselo a Longstreet? ¿Debería molestarle?

Al fin y al cabo, él se considera americano.

Um. El gran experimento de la democracia. La igualdad de la plebe. En menos de una generación habrán vuelto a las clases. Como han hecho los franceses. Qué tragedia, esa Revolución. Jorge III era un condenado idiota. Pero da igual. El experimento no funciona. Dales cincuenta años y toda esa mugrienta igualdad habrá desaparecido. Aquí sienten ese mismo amor por la tierra y la tradición, por las formas correctas, por la alcurnia, con sus caballos, sus mujeres. La esclavitud, claro está, es un poco embarazosa, pero eso, naturalmente, desaparecerá. El caso es que lo hacen todo exactamente igual que nosotros en Europa. Y el norte no. Ése es el verdadero trasfondo de esta guerra. El norte tiene estas condenadas ciudades gigantescas y mil religiones, y su única aristocracia es la del dinero. Al norteño le importa un comino la tradición, o la alcurnia, o el Viejo País. Odia el Viejo País. Qué raro. Muy rara vez oirás a un sureño referirse al Viejo País. Con la nostalgia de un alemán. O un italiano. Bueno, por supuesto, el sur es el Viejo País. No han abandonado Europa. Sencillamente la han transplantado. Y ése es el verdadero trasfondo de la guerra.

Fremantle abrió un ojo. Se le ocurrió que podría haberse topado con algo profundo, algo que llevar a Inglaterra. Cuanto más pensaba en ello, más claro lo veía. En el sur había una sola religión, igual que en Inglaterra, una forma de vida. Incluso toleraban a algunos judíos —como el mayor Moses de Longstreet, o Judah Benjamin, allá en Richmond— pero la inmensa mayoría compartía la misma nacionalidad, la misma religión, las mismas costumbres. Todo un poco más tosco, quizá, pero… Santo Cielo.

Fremantle se sentó. El mayor Clarke estaba descansando con la espalda apoyada en un árbol.

—Mayor —dijo Fremantle—, me imagino que Longstreet es un nombre inglés.

Clarke parpadeó.

—No, a decir verdad, me parece que no. —Pensó—. Es holandés, creo. Sí, ahora que lo pienso. Precisamente holandés. Proviene de Nueva Jersey, de los antiguos asentamientos holandeses de aquella zona.

—Oh. —La teoría de Fremantle había sufrido un revés. Bueno. Pero Longstreet era una excepción. No era virginiano.

Volvió a relajarse. Empezaba incluso a tener hambre.

La mañana avanzaba hacia el mediodía.