2

Chamberlain

El regimiento estaba sentado en un campo abierto tachonado de cantos rodados como pelotas medio enterradas. Pequeñas fogatas ardían bajo un cielo gris como el vapor. Chamberlain caminaba observando, escuchando. Sin hablar; se movía silenciosamente entre ellos, con las manos enlazadas a la espalda, deambulando, asintiendo, empapándose de los sonidos de las voces, estudiando la luz en la mirada de los hombres, moviéndose como un guardabosques por una arboleda preciada, fijándose en el estado de los árboles. Toda su vida había sido un hombre solitario, pero ya no. Se había criado en los fríos bosques de Nueva Inglaterra, la férrea oscuridad, había crecido en silencio contenido como una casa solitaria en una montaña, y ya no estaba solo; se había unido no sólo al ejército sino a la raza, no sólo al país sino a la humanidad. Su madre había querido que entrara en la iglesia. Ahora había encontrado su vocación. Siguió caminando, sintiendo. Hombres cansados. Pero listos. Por favor, Dios, no los retires ahora. Descubrió enfermedad en un rostro, ordenó al hombre que se personara en la enfermería. Un hombre se quejó.

—Coronel, no para de llover, estos malditos Enfields se nos van a encasquillar. ¿Por qué no los cambiamos por Springfields en cuanto tengamos ocasión?

Chamberlain le dio la razón. Vio a Bucklin, reunido con un grupo de soldados de mirada fría pertenecientes al antiguo Segundo de Maine; cabeceó dándole los buenos días, pero no se paró a hablar. Un joven soldado le preguntó:

—Señor, ¿es cierto que el general McClellan vuelve a estar al mando? —Chamberlain respondió que no. El soldado soltó un juramento. Chamberlain terminó la ronda y fue a sentarse solo debajo de un árbol.

Había soñado con ella esa noche, había soñado con su esposa vestida con un manto escarlata, regresada como una aparición para amarle. Al cerrar los ojos ahora la vio allí de repente, una presencia como caramelo caliente. Lejos de ella, la amaba aún más. La única necesidad era ella; ella era el único vacío en la vaporosa mañana. Recordó su carta, las faltas de ortografía: Me acuesto soñiando. Hasta sus errores eran adorables.

Una masa de hombres bajaba por la carretera, desarmados, sin cuchillos ni rifles visibles: prisioneros. Se detuvieron cerca de una larga cornisa rocosa que amurallaba la carretera. Algunos de sus soldados empezaron a dirigirse hacia allí para mirar, para curiosear. Generalmente eran amables con los prisioneros. Los acentos les fascinaban. Aunque algunos hombres del regimiento eran marineros, la mayoría no había salido nunca de Maine. Chamberlain pensó vagamente en el sur. A ella le encantaba. Se había sentido como en casa. Calor y musgo español. Una extraña tierra cálida de modales corteses y violencia inesperada, rabia y elegancia. Una mezcla curiosa: las casas de blancas columnas encumbradas sobre verdes colinas, las chabolas en los lóbregos callejones. Una tierra de blanco y negro, sin grises. El sur era un hombre de alta cuna, refinado y culto retándote a duelo. A ella le encantaba. Soñiando. Le había gustado ser la mujer de un profesor de universidad. Había puesto el grito en el cielo cuando partió hacia el frente.

—¿Está despierto el coronel? —preguntó Kilrain, el de la cabeza cuadrada.

Chamberlain asintió, alzando la vista.

—Me he encontrado con un John Henry, señor.

—¿John qué?

—Un John Henry, señor. Un negro. Un moreno. Está por ahí.

Kilrain señaló. Chamberlain empezó a levantarse.

—Le oí lamentarse —dijo Kilrain—, poco antes del amanecer. ¿Le importaría al coronel ir a verlo?

—Adelante.

Kilrain bajó por un prado en pendiente alejándose de la carretera, a través del campo blando, empantanado por las fuertes lluvias, y remontó una cuesta de granito hasta llegar a un conjunto de cantos rodados que ribeteaban el filo de una oscura arboleda. Chamberlain vio a dos hombres sentados en una cornisa de piedra, hombres del regimiento. Kilrain se encaramó ágilmente de un salto. Los dos hombres —uno de ellos era el recién llegado, Bucklin— se tocaron las gorras, le dieron los buenos días, sonriendo, y apuntaron con el dedo.

El negro estaba tumbado a la sombra entre dos grandes rocas. Era muy grande y muy oscuro. Tenía la cabeza afeitada y redonda, apoyada en el granito musgoso. Respiraba despacio y hondo, de forma audible; pestañeaba. Vestía una camisa roja descolorida, rota, cubierta de polvo, y unos pantalones oscuros hechos jirones. La camisa no tenía mangas; los músculos de sus brazos eran como negras balas de cañón. Se protegía el estómago con el brazo derecho. Chamberlain vio una mancha oscura, un desgarrón, comprendió que el hombre había estado sangrando. Bucklin estaba agachado sobre él con una taza de latón llena de café en la mano. El negro probó un sorbo. Abrió los ojos; tenía el blanco de los ojos feamente enrojecido.

Chamberlain señaló la herida.

—¿Es grave?

—Oh, no —dijo Kilrain—. Creo que ha sangrado mucho, pero ya sabe, es difícil precisarlo.

Bucklin se rió por lo bajo.

—Eso sí que es verdad.

—Herida de bala —dijo Kilrain—. Justo debajo de las costillas.

Chamberlain se arrodilló. El negro presentaba una expresión ausente, inescrutable. Los ojos rojos observaban desde una vasta oscuridad. Entonces el hombre pestañeó y Chamberlain comprendió que no había nada de inescrutable allí; aquel hombre estaba agotado. Chamberlain había visto muy pocos negros; estaba fascinado.

—Le daremos algo de comer y luego se lo llevaremos al cirujano. ¿La bala sigue dentro?

—No sé. No creo. La verdad, no he mirado. —Kilrain hizo una pausa—. Es negro, eso es innegable.

—¿Le has preguntado cómo se llama?

—Dijo algo que no pude entender. Diablos, coronel, ni siquiera puedo entender a esos rebeldes, y eso que ya llevo tiempo en este ejército. —El negro bebió más café, extendió las manos y tomó la taza, bebió, asintió, dijo algo ininteligible—. Supongo que estaba de criado durante la marcha y aprovechó la ocasión para fugarse. Supongo que le dispararon.

Chamberlain observó la cabeza calva, los harapos. Era imposible adivinar su edad. Joven, al menos. No tenía arrugas alrededor de los ojos. Labios carnosos, fuerte mentón. Aspecto de fuerza animal. Chamberlain sacudió la cabeza.

—No creo que fuera un criado doméstico. Mira esas manos. Manos de labrador. —Chamberlain intentó comunicarse. El hombre dijo algo débilmente, con voz suave. Chamberlain, que hablaba siete idiomas, no reconoció nada. El hombre dijo una palabra que sonaba como Baatu, Baatu, y cerró los ojos.

—Dios —dijo Kilrain—. Ni siquiera sabe inglés.

Bucklin soltó un gruñido.

—A lo mejor es que está malherido.

Chamberlain meneó la cabeza.

—No. Creo que tienes razón. No creo que sepa el idioma.

El hombre volvió a abrir los ojos, miró directamente a Chamberlain, cabeceó, hizo una mueca, repitió: Baatu, Baatu.

—¿Creéis que eso podría ser gracias? —preguntó Chamberlain.

El negro asintió vigorosamente.

—Asias, asias, efe.

—Vale. —Chamberlain palmeó jovialmente al hombre en el brazo—. No te preocupes, amigo, te pondrás bien. —Señaló a Kilrain—. Venga, pongámoslo en pie.

Bajaron por las rocas a cuestas con el hombre y lo tendieron en la hierba. Se congregó un corro de soldados. El hombre se incorporó desesperadamente sobre un codo, miró a su alrededor asustado. Kilrain trajo algo de galleta y panceta, y comió con evidente apetito, pero tenía mal los dientes; le costaba masticar la galleta. Los soldados se acuclillaron a su alrededor, curiosos. Se veían muy pocos negros en Nueva Inglaterra. Chamberlain sólo conocía a uno: un hombre callado de cabeza redonda casado con una mujer blanca, un granjero que vivía lejos de la ciudad, sin amigos. Uno veía negros en las ciudades, pero no se mezclaban con nadie. La curiosidad de Chamberlain era natural y amistosa, pero también sentía alguna reserva, una suerte de inesperado recelo. El hombre era realmente muy negro. Chamberlain sentía cierta extrañeza, una vacilación hormigueante que le hacía no querer tocarlo. Sacudió la cabeza, asombrado de sí mismo. Vio: la palma de la mano casi blanca; la sangre se seca con normalidad, la piel parece polvorienta. Pero no sabría decir si era polvo de verdad o simplemente una pátina natural de luz sobre el vello de la piel negra. Pero volvió a sentirlo: un aleteo de repulsión inconfundible. Labios gruesos, barbilla fuerte, ojos inyectados en sangre. Chamberlain se levantó. No había anticipado esta sensación. Ni siquiera sabía que esa sensación estuviera allí. Recordó de pronto una conversación que había tenido con un sureño hacía tiempo, antes de la guerra, un sacerdote baptista. Cara blanca y complaciente, una sensación de inmensa superioridad: Buen hombre, tiene usted que vivir entre ellos, si no sencillamente no lo entenderá.

—Así que ésta es la causa de todo —dijo Kilrain.

—Pobre diablo —musitó un soldado.

—Hey, sargento. ¿Cuánto cree que vale éste en la feria?

—Gracioso. Muy gracioso. Pero apuesto a que darían mil dólares por él. Novecientos seguro.

—¿En serio? Diablos. —Era Bucklin, sonriente—. ¿Por qué no lo vendemos y nos licenciamos del ejército?

—No puede llevar mucho tiempo en el país —le dijo Chamberlain a Kilrain.

—No. Recién importado, diría yo.

—Me pregunto hasta qué punto comprende lo que está pasando.

Kilrain se encogió de hombros. Comenzaba a formarse una multitud. Chamberlain dijo:

—Que un cirujano le mire esa herida.

Se apartó. Se miró la palma de la mano. Cuestión de piel. Cuestión de color. La reacción es instintiva. Todo lo que sea diferente. Y sin embargo Chamberlain sentía vergüenza; no había sabido que estuviera allí. Pensó: Si incluso yo, un hombre culto, me siento así… ¿En qué estaría pensando Dios?

Se acordó del sacerdote: ¿Y si eres tú el que está equivocado, después de todo?

Apareció Tom farfullando un mensaje de Vincent: el cuerpo emprendería pronto la marcha, a próxima orden. Tom estaba conteniendo la risa.

—Lawrence, ¿quieres oír algo gracioso? Estábamos hablando con estos tres prisioneros rebeldes, intentando ser sociables, ¿sabes? Pero más que nada intentando entenderlos. Parecían granjeros. Les preguntamos por qué estaban peleando en esta guerra, pensando en la esclavitud y todo eso, y uno de ellos nos dice que combatían por sus desechos. Ja. Así lo dijo. —Tom se rió por lo bajo, sonrió—. Pensamos que se había vuelto loco, pero no lo habíamos oído bien. No paraban de insistir que no estaban luchando por los esclavos, sino por sus desechos. Al final caí en la cuenta de que el tipo quería decir sus derechos, sólo que con el acento que tienen sonaba como desechos. Je. Luego después de eso le pregunté al tipo qué derechos eran ésos que les estábamos pisoteando, y me dice, bueno, que no sabía, pero que algún derecho habría del que él no tuviera conocimiento. Ja, ¿no es buena ésa?

—Ponte los botones de la camisa —dijo Chamberlain.

—Susórdenes, jefe. Hey, ¿qué tenemos ahí? —Fue a ver al negro rodeado. El cirujano se había agachado sobre el hombre y los ojos rojos habían enloquecido con pavor renovado, desorbitados como los de un caballo, aterrados. Chamberlain se alejó, regresó junto a la cafetera. Sintió una lenta y profunda corriente de simpatía. Ser extraño y estar solo, entre señores blancos y máquinas rutilantes, arrancado por la fuerza y bajo amenaza de muerte de la tierra familiar que ni siquiera conocía por el nombre de África, para ser embarcado en la negra oscuridad hedionda a través de un océano que ni siquiera había existido en sus sueños, obligado después a trabajar en suelo desconocido, increíblemente extraño, por hombres con armas de fuego cuyas palabras ni siquiera podía entender. ¿Qué podía saber el negro de lo que estaba ocurriendo? Chamberlain intentó imaginárselo. Había visto la ignorancia, pero esto era algo más. ¿Qué podía saber ese hombre de fronteras y derechos estatales y la Constitución y Dred Scott? ¿Qué sabía de la guerra? Y sin embargo él era en verdad la razón de todo aquello. A eso se reducía todo. Visto en carne y hueso, el motivo de la guerra era brutalmente obvio.

Pensó en escribir una carta rápida a Fanny. Soñiando. Quería hablarle del negro. Quería tiempo para pensar. Pero el 83º de Pennsylvania ya se había levantado y estaba formando. Ellis Spear estaba recorriendo la línea. Se le ocurrió a Chamberlain de repente que tal vez partieran desde allí a la batalla. Bajo su mando. Inspiró hondo. Maldita sensación de soledad.

Regresó al corrillo que rodeaba al negro. Le habían quitado la camisa y Nolan estaba atendiéndolo. La luz era más fuerte; el sol era un orbe rojo como la sangre sobre las colinas. Chamberlain vio un pecho negro resplandeciente, grandes músculos. El negro sufría.

—Se pondrá bien, coronel —dijo Nolan—. Una bala se desvió contra una costilla. Le rasgó la piel. Por dentro parece igual que cualquiera. —Nolan soltó una risita, sorprendido—. Nunca había tratado a un negro. Éste es duro de pelar. ¿Tienen todos los mismos músculos, coronel?

—Tendremos que dejarlo —dijo Chamberlain—. Dejadle algunas raciones e intentad orientarle. Buster, ¿puedes comunicarte con él?

—Un poco. He averiguado quién le disparó. Fue una mujer en esa ciudad de ahí, Gettysburg.

—¿Una mujer?

—Llegó a la ciudad buscando orientarse y una mujer salió al porche y le disparó. No lo entiende. Supongo que no querría arriesgarse a que la vieran con él. Pero, ¿dispararle? Jesús. Se arrastró hasta aquí pensando que iba a morir.

Chamberlain sacudió lentamente la cabeza.

—Hace sólo unas semanas que está en el país —dijo Kilrain—. Dice que le gustaría volver a casa. Ahora que es libre.

Sonaban cornetas. Los hombres empezaban a formar. Apareció Tom con la yegua negra.

—No sé qué puedo hacer yo —dijo Chamberlain—. Darle comida. Curarlo. Vendarlo bien. Pero no sé qué más.

—¿En qué dirección está su casa, coronel?

—En marcha, Buster.

—¿Le señalo más o menos hacia el este?

Chamberlain se encogió de hombros. Empezó a alejarse y entonces se dio la vuelta; contempló el rostro negro que le miraba, los ojos rojos, y se inclinó ligeramente, tocándose el sombrero.

—Adiós, amigo. Buena suerte. Que Dios te bendiga.

Partió a caballo sintiéndose estúpido y furioso, se situó al frente del regimiento.

La división estaba formando en el llano, por la carretera, grandes bloques cuadrados de azul. Los colores estaban desplegados, las líneas se habían uniformado. El silencio cayó sobre el cuerpo. Estaban esperando revista, posiblemente por parte de Meade en persona. Pero no apareció nadie. Chamberlain se quedó sentado en su caballo, solo bajo el sol ante las filas del 20º de Maine.

—Atentos, atentos —oyó que decía Tozier a su espalda, una protesta entre dientes, susurros, el sonido distante de los cascos arañando el suelo. Su caballo estaba tranquilo, con el cuello agachado, rumiando la hierba de Pennsylvania. Chamberlain dejó que la yegua comiera. Hacía mucho calor. Vio un buitre suspendido en las alturas de azul celeste, meciéndose y flotando, y pensó en el olor de los cadáveres y los azores lanzándose en picado y la única águila que había visto en su vida, en cautividad, en Brewer, su gran envergadura, su mirada asesina.

El coronel Vincent apareció siguiendo la columna, con una estela de ayudantes como nubes azules. Chamberlain saludó. Vincent parecía muy contento.

—Pronto nos pondremos en marcha. Nada de acción esta mañana. Supongo que estaremos en la reserva.

—Sí, señor.

—La reserva es el mejor de los destinos. Eso significa que nos llamarán cuando hagamos falta. Otra vez en la brecha. —Esbozó una sonrisa radiante, enseñando unos dientes de un blanco casi femenino—. ¿Cómo era eso, profesor?

Chamberlain sonrió educadamente.

—Brecha se escribe con be, ¿me equivoco? Lo sabía. Yo también estudié en Harvard. —Vincent sonrió y contempló pensativo al regimiento—. Me alegra que haya conseguido esos hombres extras. Es posible que los necesite. ¿Qué tal se llevan?

—Bien.

Vincent asintió y palmeó jovialmente a Chamberlain en el brazo.

—Todo saldrá bien, coronel. Me alegra tenerle con nosotros. Voy a encargar que traigan algo de ternera. Si tenemos tiempo, esta noche cenaremos bien en esta brigada.

Lo interrumpieron las cornetas, y allí estaba: Dan, Dan, Dan, Butterfield, Butterfield. Giró su caballo para escuchar, vio jinetes que se aproximaban, empezó a acudir a su encuentro.

—Si necesita cualquier cosa, coronel —dijo por encima del hombro, y se alejó al galope.

Sonó el toque de marcha. Chamberlain se giró para observar al regimiento. Ordenó armas al hombro; subieron los rifles. Desenvainó la espada y se volvió. La orden recorrió la columna: avanzar. Dio la larga orden a Tozier, guía del siguiente regimiento, el 118º de Pennsylvania. Levantó la espada. Empezaron a moverse, el cuerpo entero en masa, a marcha lenta por un sembrado llano, un huerto de melocotoneros. Ordenó el paso ligero. Escudriñando el final de la columna, vio a los hombres moviéndose en una larga ola azul, el espectáculo sobrecogedor de miles de hombres caminando en silencio, con los rifles al hombro y relucientes al sol, los colores ondeando, los oficiales al frente a lomos de caballos orgullosos. Chamberlain contuvo el aliento: maravilloso, maravilloso. Detrás de él oyó que los hombres bromeaban, pero no pudo escuchar los chistes. Al frente, pelotones de hombres quitaban vallas blancas de en medio. Pasó por delante de una casa, aminoró el paso para dejar que los hombres fluyeran a su alrededor, vio a una mujer corpulenta con una gorra, de pie en el porche, con las manos en el delantal. Sacó una mano, saludó despacio, en silencio. Chamberlain se inclinó. Algunos de los hombres le dieron los buenos días. Un sargento se disculpó por estar atravesando su granja. El regimiento avanzó cruzando el campo abierto, un maizal y algunos arbustos bajos. Entonces apareció terreno elevado a la derecha. La vanguardia del cuerpo giró para encarar el sur, bajó una pendiente a través de más campos de maíz. El maíz estaba alto y los hombres intentaban no arrollarlo, pero era imposible. Se estaba convirtiendo en una larga marcha, subiendo y bajando con el calor, pero Chamberlain no estaba cansado. Llegaron a un arroyo, agua fría ya sucia por los muchos hombres que la atravesaban corriente arriba. Chamberlain dio la orden de que no se rezagara nadie para llenar la cantimplora; se asignarían hombres encargados de transportar el agua. En la otra orilla del arroyo se encontraron con una amplia carretera y con la retaguardia del ejército. Vio una larga columna de carros oscuros, una banda de guardias, hombres reunidos en grupos alrededor de pilas de rifles, pequeñas hogueras. A la derecha había un parque de artillería, decenas de armas y cajas de munición y caballos. Al otro lado de la carretera había una elevación del terreno, y en ese momento, contemplando un ancho árbol que se erguía sobre un otero, un árbol de ramas enormes extendidas en forma de copa, frondoso y verde contra el cielo azul, Chamberlain escuchó el primer disparo, un cañonazo, un trueno prolongado y suave que llegaba de muy lejos.

Poco después el cuerpo hizo un alto. A los hombres se les ordenó detenerse en el sitio y descansar. Se sentaron en un campo ñaño, con un huerto a la izquierda, árboles y hombres por todas partes, terreno más elevado frente a ellos. Esperaron. No ocurrió nada. Ocasionalmente sonaba algún cañonazo. Pero hasta los cuervos guardaban silencio en los alrededores. Algunos de los hombres empezaron a tumbarse, a descansar. Chamberlain se alejó brevemente para averiguar qué ocurría, pero nadie supo responderle. Hacía mucho calor. Acababa de cerrar los ojos cuando llegó un correo con un mensaje de Meade que debía leer a las tropas. Chamberlain reunió a los soldados a su alrededor en el campo, al sol, y leyó la orden.

La hora decisiva, enemigo a la vista. Cuando llegó a la parte que hablaba de cómo los hombres que no cumplieran con su deber serían castigados con la muerte, se sintió avergonzado. Los soldados le miraban con expresión ausente. Chamberlain leyó la orden y no añadió nada, fue a sentarse a solas. Estúpida orden. Un ejemplo de la mentalidad de West Point.

No era el momento de amenazar a los hombres. Ahora no. No se puede amenazar a los hombres para que hagan lo necesario para ganar. Hay que dirigirlos. Tú tienes que dirigirlos, Joshuway, tú. En fin. Acabemos con esto.

Escudriñó el campo. Los hombres dormían, escribían cartas. Algunos de ellos habían plantado sus rifles clavando las bayonetas en el suelo y habían tendido lonas para resguardarse del sol. Alguien había encendido una fogata y estaba tostando maíz. Nadie cantaba.

Kilrain vino a sentarse con él, se quitó la gorra y se enjugó el sudor del rostro colorado.

—John Henry sigue con nosotros. —Indicó el bosque hacia el este. Chamberlain miró, no vio la cabeza oscura—. Deberíamos ofrecerle un rifle.

Silencio.

—No sé qué hacer por él —dijo Chamberlain—. No creo que podamos hacer nada.

—No creo que vaya a regresar a casa.

—Supongo que no.

—Seguramente encuentre una ciudad. Pittsburg. A lo mejor Nueva York. Uno siempre se puede perder en una ciudad.

Un cañón martilleó a lo lejos. Regresó un soldado encargado de forrajear, con una gallina en la mano, sonriendo.

—Que Dios maldiga a todos los caballeros —dijo Kilrain.

Chamberlain lo miró: la cabeza cuadrada, el pelo blanco, la cara maltrecha, las cicatrices alrededor de los ojos como un viejo luchador. En la batalla se movía agazapado, enseñando los dientes como un simio blanco. Chamberlain había aprendido a confiar en él. En combate los hombres a menudo parecían evaporarse, para reaparecer más tarde con tensas sonrisas desprovistas de humor. Pero Kilrain siempre estaba allí, ojos que veían a través del humo, ojos que podían leer el terreno.

—Buster —dijo de repente Chamberlain—, dime una cosa. ¿Qué piensas de los negros?

Kilrain arrugó el entrecejo.

—Hay algunos que no tienen buena fama —concluyó.

Chamberlain esperó.

—Bueno, si se refiere a la raza, pues no sé, la verdad. —Encorvó los hombros—. Tengo mis reservas, lo admito. Igual que mucha gente. Como bien sabe. Esto no es algo de lo que avergonzarse. Pero el caso es que no se puede juzgar a una raza. Cualquiera que generalice en sus juicios es un cabeza de chorlito. Los hombres se miden de uno en uno, y he visto a unos cuantos negros que se han ganado mi respeto. Unos pocos. No muchos, pero unos pocos sí.

—Para mí nunca hubo ninguna diferencia —dijo Chamberlain.

—¿Ninguna en absoluto?

—Ninguna. Claro está que no conocía a tantos. Pero los que conocía… bueno, los mirabas a los ojos y allí había un hombre. Allí estaba esa chispa divina, como decía mi madre. Eso era todo lo que había… eso es todo lo que hay.

—Um.

—Solíamos recibir visitas del sur antes de la guerra. Siempre eran muy educadas. Yo nunca los entendía, pero eludíamos la cuestión de la esclavitud hasta casi el final, por cortesía. Pero hacia el final se hacía imposible no sacar el tema, y hubo una vez que no olvidaré nunca. Había un sacerdote, un baptista sureño, y un profesor de la Universidad de Virginia. El profesor era un hombre famoso, pero además de eso, era un buen hombre, y tenía cabeza.

—Rara combinación.

—Cierto. Bueno, estábamos sentados bebiendo té. Había señoras presentes. No lo olvidaré nunca. Sujetaba la taza así. —Chamberlain extendió un dedo con delicadeza—. Yo procuraba mostrarme cortés, pero este sacerdote estaba tan condenadamente equivocado, y era tan moral y tan arrogante al mismo tiempo que empezaba a irritarme. Y al final dijo algo así: Verá, buen hombre, usted no lo entiende. Tenía este tonillo de voz como si estuviera hablando con un niño bobo y quisiera ser paciente pero se le estuviera acabando la paciencia. Luego dijo: Usted no lo entiende. Tiene que vivir con los negros para entenderlo. Deje que se lo explique. Supongamos que yo tengo un buen semental en uno de mis campos, y de repente uno de sus abolicionistas del norte apareciera e insistiera para que lo dejara en libertad. Pues bien, caballero, no me sorprendería más. Exactamente eso es lo que pienso de mis negros, y me molesta su falta de conocimiento, señor.

Kilrain gruñó. Chamberlain continuó:

—Lo recuerdo allí sentado, bebiendo el té a sorbitos. Intenté hacerle ver que un hombre no es lo mismo que un caballo, a lo que respondió, muy pacientemente, que eso era precisamente lo que no entendía, que el negro no es un hombre. Entonces me fui de la habitación.

Kilrain sonrió.

—La verdad, no lo entiendo —dijo despacio Chamberlain—. Nunca lo he entendido. Cuanto más lo pienso, más me horroriza. ¿Cómo pueden mirar a un hombre a los ojos y esclavizarlo y luego citar la Biblia? Pero justo después de aquello, cuando salí de la estancia, el otro vino a verme, el profesor. Me di cuenta de que estaba preocupado, y lo respetaba, y se disculpó por haberme ofendido en mi propia casa.

—Oh, sí —asintió Kilrain—. No me extraña que lo hiciera.

—Pero luego señaló que no podía disculparse por sus opiniones, porque partían de una base sincera. Y tuve que darle la razón en ese sentido. Estuvo hablando un rato conmigo, e intentaba hacerme entrar en razón, como había hecho yo con el sacerdote. La diferencia estaba en que ese hombre era brillante. Me explicó que el sacerdote era un hombre moral, bueno con sus hijos, y que creía hasta la última palabra que decía, igual que yo, y entonces me preguntó: Mi joven amigo, ¿y si es usted el que se equivoca? Experimenté uno de esos momentos en que piensas que si el resto del mundo tiene razón, entonces tú debes de haberte vuelto loco. Porque realmente estaba pensando en matarlo, en borrarlo de la faz de la tierra, y fue entonces cuando comprendí por primera vez que si era preciso matarlos, lo haría, y al mismo tiempo pensaba: no puedes tener toda la razón. Y todavía escucho una vocecita de vez en cuando que dice: Sí, pero, ¿y si te equivocas? —Chamberlain se interrumpió. Un proyectil estalló tenuemente a lo lejos, un golpe apagado y distante.

Permanecieron sentados en silencio un momento. Al cabo Kilrain dijo, sonriendo suavemente:

—Coronel, es usted un hombre encantador. —Agitó la cabeza—. Ahora veo que hay una gran diferencia entre nosotros, y sin embargo lo admiro, muchacho. Es usted un idealista, alabado sea.

Kilrain se frotó la nariz, pensativo.

—Lo cierto es, coronel, que no hay ninguna chispa divina, con perdón de Dios. Hay más de un hombre por ahí vivo que no vale más que un perro muerto. Créame, cuando los ha visto ahorcarse unos a otros… ¿Igualdad? Cristo en los Cielos. Yo lucho por el derecho a demostrar que soy mejor que muchos. ¿Dónde ha visto usted esta chispa divina en acción, coronel? ¿Dónde ha notado esta magnificente igualdad? El Gran Bromista Blanco en los Cielos nos condena a todos a la pobreza o a la estupidez desde que nacemos. No hay dos cosas en la tierra que sean iguales o tengan las mismas oportunidades, ni una hoja ni un árbol. Hay muchos hombres peores que yo, y algunos mejores, pero no creo que la raza o la nacionalidad importen un comino. Lo que importa es la justicia. Por eso estoy aquí. Quiero que me traten como me merezco, no como se lo merecía mi padre. Soy Kilrain, y que Dios maldiga a todos los caballeros. No sé quién era mi padre y me importa un bledo. Sólo existe una aristocracia, y está aquí mismo —se dio unos golpecitos en la cabeza blanca con un grueso dedo—, y usted, coronel, forma parte de ella sin saberlo. Es condenadamente bueno en todo lo que le he visto hacer, un buen soldado, un hombre honrado, y además tiene usted buen corazón, lo que es raro en los hombres listos. Es extraño, no es que yo sea listo, pero sé reconocerlo cuando lo veo. Lo más extraño y maravilloso de usted, coronel, es que cree en la humanidad, hasta en los predicadores, mientras que cuando uno tiene tanta experiencia con el mundo como yo aprende que los hombres buenos no abundan, son mucho más raros de lo que se imagina. Ah —levantó las manos, sonriendo—, no se preocupe usted por los sacerdotes. Cuantos más mate, mayor será el favor que le haga al mundo. —Soltó una risita, frotándose la cara. Tenía la nariz grande e hinchada, arrugada bajo sus dedos.

—Lo que han hecho con el negro es una cosa terrible —dijo Chamberlain.

—Cierto. Desde cualquier punto de vista. Pero sus negros libertos no resultarán ser mejores que muchos de los blancos que están combatiendo por liberarlos. El caso es que aquí tenemos un país donde el pasado no puede mantener encadenado a un hombre bueno, y ésa es la naturaleza de la guerra. Es la aristocracia que yo persigo. Toda esa apestosa hidalguía tan amorosa y emplumada. Las personas que lo miran a uno como si fuera escoria, una cucaracha, ah. —Una profunda amargura le convulsionó los rasgos—. Una cosa le digo, coronel, tenemos que ganar esta guerra. —Caviló—. ¿Qué cree usted que ocurrirá si perdemos? ¿Cree que el país volverá a estar unido alguna vez?

—Lo dudo. La herida es demasiado profunda. Las diferencias… Si ganan ellos habrá dos países, como Francia y Alemania en Europa, y la frontera se defenderá con armas. Luego habrá una tercera nación en el oeste, y ésa servirá para el equilibrio de poder.

Kilrain se quedó sentado, pensativo, mordisqueando una brizna de hierba. Sonaron más cañonazos; el sordo rumor se propagaba entre las colinas. Kilrain dijo:

—Antes había carteles en las puertas de las tabernas: Se prohíbe la entrada de perros e irlandeses. ¿Los ha visto alguna vez, coronel?

Chamberlain asintió.

—No hace tanto quemaron una iglesia católica por donde vive usted. Con algunas monjas dentro.

—Sí.

—Ésa sí que fue una chispa divina.

Chamberlain sonrió y sacudió la cabeza. Kilrain se dio la vuelta. Por un momento Chamberlain se quedó sentado en silencio; después cogió una copia del Harper’s Weekly que llevaba con él y empezó a hojearla. Había un artículo firmado por un general argentino acerca del empleo de soldados negros. Decía que peleaban muy bien, si se les adiestraba.

Chamberlain arrugó la nariz. El mundo enmudeció a su alrededor; había algo en el aire. El tufo a carne muerta llegaba con el viento, soslayando los árboles. Suave y agrio, el olor de la muerte lejana. Pasó como una nube invisible.

—Le hago una apuesta, coronel —dijo Kilrain—. A que nos pasamos aquí todo el día y por la noche reemprendemos la marcha. —Se recostó—. Será mejor que descanse un poco.

Chamberlain apoyó la espalda en un árbol. No estaba cansado. Cerró los ojos y lo asaltó un estremecedor recuerdo de muerte, jirones de piel, negros músculos podridos.

—Apuesto a que hoy no pasa nada —dijo Kilrain, somnoliento.

Pero Chamberlain lo sabía. Estaba seguro. Volvió la mirada hacia la pestilencia de la muerte. Todavía era pronto. Faltaba mucho para el anochecer. Vendrán. No podía relajarse. ¿Y si eres tú el que se equivoca? Pero no estoy confundido. Gracias a Dios por eso. Si fuera su oficial, en el otro bando, ¿qué estaría sintiendo ahora?

El cañón se había callado. El viejo soldado tostaba maíz.

Chamberlain soltó el periódico, se cruzó de brazos. Esperó.