3

Lee

Habían desmontado las verjas a ambos lados de la carretera, para ensanchar el paso, y algunos de los hombres estaban adentrándose en los sembrados.

La carretera comenzaba ya a cubrirse de polvo y éste se levantaba, y no había nada que ver al frente salvo tropas envueltas en una nube polvorienta subiendo hacia la cima de un paso. Las bandas tocaban mientras cabalgaba junto a ellas. Asintió, tocándose el sombrero, con la cabeza ladeada, rastreando más allá de la música y el ruido de los carros y el acerado tintineo de sables y rifles en busca del retemblar lejano de la artillería que siempre estaba allí, detrás de las colinas. Llegaron a un paso estrecho: terreno rocoso, barrancos oscuros, bosque cerrado. Pensó: Si hay que retroceder, éste será buen sitio para hacerse fuertes. Longstreet podría traer a su gente y defender este lugar, y parapetaríamos al ejército en las montañas.

Casi empezaba a anticiparlo. Había visto retiradas. Estarían los grupos de hombres en los campos, lejos de la carretera, yendo en dirección contraría, hombres de gesto ceniciento y obstinado que se negarían a escuchar. Luego estarían los heridos. Pero aquí bloquearían la carretera. No había espacio para maniobrar. Si el espía de Longstreet estaba en lo cierto y había numerosos efectivos de caballería al frente, lo que podrían hacer los jinetes azules con sus hombres encajonados…

Lee sabía que estaba preocupándose demasiado, lo reconoció, le puso fin. Inclinó la cabeza y entonó una rápida plegaria, tras lo que pudo por fin relajarse y recuperar la compostura. Se adentró en el paso y el paisaje empezó a allanarse, a bajar hacia Cashtown. El día estaba nublado y no se podía ver muy a lo lejos. Empezó a dejar atrás casas vacías, puertas y ventanas oscuras. La gente había huido. Entró en Cashtown y allí en la encrucijada, a caballo, contemplando el desfile de tropas, estaba Powell Hill.

Hill estaba sentado con el sombrero calado hasta las cejas, encorvado en la silla, con el rostro macilento. Esbozó el fantasma de una sonrisa, se enderezó, saludó e indicó una casa de ladrillo en la orilla de la carretera.

—General —dijo Lee—, no tiene usted buen aspecto.

—Es una indisposición pasajera. —Hill sonrió débilmente—. Me ha pillado la vieja enfermedad del soldado. ¿Le gustaría ir adentro, señor?

Lee se volvió hacia Taylor.

—Estableceremos temporalmente nuestro cuartel general aquí. Todos los despachos a este lugar. —Dirigiéndose a Hill—: ¿De quién es esa artillería?

Hill meneó la cabeza, rehuyó la mirada de Lee.

—No lo sé, señor. Hace un rato que envié en busca de información. Harry Heth está al frente. Tiene órdenes de no forzar ninguna confrontación a gran escala. Yo mismo se lo dije, esta mañana.

—¿No sabe nada de él?

—No, señor. —Hill no se sentía cómodo. Lee no dijo nada. Fueron a la casa de ladrillo. Había una mujer en la puerta, a la que Lee fue presentado. Junto a ella había un niño pequeño vestido con unos pantaloncitos muy cortos, chupándose el pulgar. Ofrecieron café a Lee.

—Tengo que saber qué está ocurriendo ahí delante —le dijo Lee a Hill.

—Señor, iré en persona.

Hill se levantó de pronto, dando instrucciones a los ayudantes. Lee hizo ademán de objetar, no dijo nada. Hill era un hombre nervioso, volátil y brillante. Había sido un comandante de división excepcional, pero ahora dirigía un cuerpo, y la cruda verdad militar era que había hombres magníficos con un regimiento que no sabían manejar una brigada, y hombres magníficos con una división pero incapaces de dirigir un cuerpo. No había forma de predecirlo. Uno sólo podía tener fe en la personalidad. Pero estar enfermo, en un día como hoy… mala suerte. Lee se fijó en él. Parecía estar en condiciones de montar. Bien. Hill se fue.

Lee empezó a trazar un plan de retirada. Momentos después Walter Taylor entraba con el general Anderson, que acababa de llegar a la ciudad buscando a Hill. La división de Anderson, del cuerpo de Hill, estaba agrupándose en la carretera al sur de la ciudad, situándose detrás de Pender y Heth. Anderson había venido para preguntar por el sonido de los cañones. No sabía nada. Era mortificante estar sentado en la casa. Lee comenzaba a ponerse nervioso. Anderson se sentó cerca de él con el sombrero en la mano, expectante.

—No logro imaginarme qué ha sido de Stuart —dijo Lee de repente, impulsivamente—. No he oído nada. Entiéndanlo, no sé nada de lo que tengo enfrente. Podría ser el ejército federal al completo.

Se detuvo, se controló. Pero no podía seguir esperando. Pidió que le trajeran a Viajero y salió de Cashtown, en dirección a Gettysburg.

Empezó a oír ahora los disparos de rifle, los ruidos de la infantería. Se tocó el pecho, sintiéndolo cargado. De modo que era más que un duelo de artillería. Pero Heth no era ningún loco. Heth tendría sus motivos. No emitas juicios. Pero Jackson no está aquí. Ewell y Hill son nuevos al mando; todo está en manos de Dios. Pero sentía dolor en el pecho, dolor en el brazo izquierdo. Podía ver humo al frente, una nube blanca alargada, baja, como niebla, sobre el horizonte. Los soldados que lo rodeaban estaban ansiosos, sonreían; las bandas de música tocaban. Salió a un sembrado y vio hombres desplegándose, desviándose a ambos lados de la carretera, derribando las vallas: la división de Pender. Se llevó los binoculares a los ojos. Las tropas atravesaban corriendo una oscura arboleda. Taylor dijo que Gettysburg estaba justo delante.

Lee se desvió a la izquierda para encarar un promontorio llano cubierto de hierba. A sus pies se extendía una plantación, hileras de arbustos bajos y verdes, hasta la linde de un arroyo, interrumpida tan sólo por un pequeño cerco y unos pocos grupos apretados de árboles. Al otro lado del arroyo había una loma y en lo alto un gran edificio rojo con una cúpula blanca. Hacia la izquierda se veía la zanja de un tendido ferroviario sin terminar, una herida blanca en la tierra. El humo rodeaba el edificio. Una batería de artillería disparaba desde allí. Lee vio colinas azules al sur, en medio de la bruma, pero ahora, dirigiendo las lentes, podía empezar a distinguir las líneas de fuego, las manchas de humo y las pautas de sonido le indicaban qué había ocurrido, qué estaba pasando, como piezas que encajan.

La división de Heth había formado un frente de kilómetro y medio, era evidente que había sido rechazada. La infantería unionista estaba respondiendo al fuego desde una línea por lo menos tan larga como la de Heth. No parecía que hubiera muchos cañones, pero sí muchos rifles. ¿Era ésta toda la fuerza unionista o sólo un destacamento de avanzadilla? Ewell estaba lejos al norte; Longstreet estaba a kilómetros de distancia. ¿Dónde se había metido Heth?

El fuego del frente de Heth estaba amainando. Sus soldados no se movían. Lee pudo ver numerosos heridos, carros debajo de árboles, racimos de hombres que se retiraban atravesando un campo a la derecha. Empezaron a llegar los ayudantes con mensajes. Taylor había ido a buscar a Heth. Lee estaba pensando: ¿Cómo nos zafamos? ¿Cómo nos replegamos? ¿Dónde vamos a hacernos fuertes hasta que llegue Longstreet?

Envió un mensaje a Ewell para que avanzara lo más deprisa posible. Envió una nota a Longstreet para informarle de que había llegado en masa la infantería unionista. Pero sabía que Longstreet no podía hacer nada; tenía dos divisiones en su camino. Lee miró su reloj: las dos muy pasadas. La oscuridad aún estaba lejos. No había manera de saber dónde estaba el resto del ejército de Meade. Seguramente avanzando por el sur, para interponerse entre Lee y Washington.

Y aquí, por fin, estaba Harry Heth.

Llegó levantando polvo, tirando de las riendas con gestos poco naturales, un hombre de rostro cuadrado, semblante amable. Parpadeó, saludando, enjugándose el sudor de los ojos. Nunca había sido impulsivo, como Hill; había incluso en este momento algo de solemne y perplejo en él, un desconcierto esmerado. Había sido la principal autoridad del antiguo ejército en cuestión de rifles; había escrito un manual. Pero se había metido en una pelea incumpliendo órdenes y en sus ojos anidaba cierta vacuidad, ausencia y vergüenza. Lee pensó: No sabe qué está pasando.

Heth tosió.

—Permiso para informar.

—Sí.

—Es muy extraño, señor. La situación es muy confusa.

—¿Qué ha ocurrido?

Lee tenía los ojos muy abiertos y oscuros. Con mucho trabajo, Heth dijo:

—Señor. Entré esta mañana tal y como se me había instruido. Pensé que sólo habría algunos milicianos. Pero era caballería desmontada. John Buford. Bueno, no eran tantos y se trataba sólo de caballería, de modo que decidí presionar. Los muchachos no querían contenerse. Pensé que un puñado de jinetes que habían echado pie a tierra no podrían detenernos. Pero nos plantaron cara. No me esperaba… Se han defendido realmente bien.

—Sí. —Lee lo miraba a los ojos.

Heth hizo una mueca, resoplando.

—Bueno, señor, se negaban a marcharse. Sacaron a mis muchachos de sus casillas. Desplegamos la división entera y fuimos a por ellos. Ya casi los teníamos corriendo cuando de repente vi que íbamos a toparnos con infantería. Tenían apoyo de infantería procedente del sur. Los chicos fueron repelidos. Luego nos reagrupamos y lo intentamos de nuevo, no podíamos dejarlo así, señor, pero ahora hay más soldados de infantería, no sé cuántos. Pero no sé qué otra cosa podríamos haber hecho. Señor, lo siento mucho. Empezó siendo una escaramuza con la milicia y en un abrir y cerrar de ojos nos encontramos enfrentados a la mitad del ejército unionista.

—¿Quiénes son?

—¿Señor?

Lee contemplaba la batalla, que ahora estaba relativamente en calma. El humo estaba despejándose, empujado hacia el norte. Podía ver soldados azules moviéndose entre los árboles a la derecha de la Unión, acercándose al flanco. Miró hacia el norte, pero no pudo ver nada más allá de la cresta. Las tropas azules parecían estar replegándose en esa dirección, retirándose, reagrupándose. Curioso. La batería encaramada junto a la cúpula había dejado de disparar. Saliendo a caballo en medio de la niebla: Dorsey Pender. Carta de una esposa piadosa.

Dirigiéndose a Heth, dijo:

—¿Con qué unidades ha trabado combate?

—La caballería era de Buford, señor. Dos brigadas. Sabían pelear. Luego estaba el Primer Cuerpo, los sombreros negros, el viejo cuerpo de John Reynolds. Había otro cuerpo más, pero no lo hemos identificado todavía.

Junto al hombro de Lee, Taylor dijo en voz baja, con insistencia:

—General, está usted al alcance de las baterías enemigas.

—Ahora hay calma —repuso Lee. Volvió a mirar a Heth; su rabia se apagó. No había tiempo para asignar culpas. Pero debía obtener la información.

Taylor insistió:

—Caballeros, están ustedes muy juntos. ¿Puedo sugerir que se trasladen por lo menos al abrigo de los árboles?

Se escucharon disparos de repente a la izquierda, una explosión en el norte. Lee sintió un violento espasmo de auténtica ira. Se agarró el pecho. No sé nada.

Heth dijo:

—Será mejor que me ocupe de mi flanco. —Se fue. Llegó un jinete: correo de Rodes.

—El general Rodes le presenta sus respetos, señor. Tengo el honor de informarle de que el general se ha unido a la batalla con su división al completo y está atacando la derecha de la Unión. Me pide que le diga que el general Early viene detrás de él y estará en el campo antes de una hora. ¿Tiene alguna instrucción, señor?

Lee sintió un escalofrío de júbilo, mezclado con alarma. Rodes había llegado justo por la derecha del flanco unionista; los soldados azules estaban maniobrando para encarar una nueva amenaza. Y Early andaba cerca. Un asalto por el flanco, ya iniciado. Lee se quedó sentado, mirando hacia el norte. Imposible saberlo. Podía ordenar la avanzada de todo el ejército. Heth estaba aquí, y Pender. El ataque de Rodes casi podría haber estado planeado.

Pero no sabía cuántos federales tenía delante. Rodes podría estar atacando a la mitad del ejército unionista. Otro Sharpsburg. Y sin embargo, sin embargo, no puedo ordenarle que se retire; ya están enzarzados.

—Nada por ahora —dijo Lee—. Espere aquí.

Se volvió hacia Taylor.

—Quiero toda la información posible sobre la fuerza del enemigo. Adelántese personalmente y observe. Y tenga cuidado.

Taylor saludó formalmente y partió al galope, con una sonrisa despuntando en su rostro cuando se dio la vuelta. Lee se volvió y empezó a desandar el camino hacia la carretera. Heth había regresado ya.

—Señor, Rodes está combatiendo encarnizadamente. ¿Quiere que ataque?

Lee negó con la cabeza, antes de decir en voz alta:

—No. —Prosiguió la marcha y dijo por encima del hombro—. Todavía no estamos preparados para un enfrentamiento en toda regla. Longstreet no ha llegado.

—El enemigo no es tan numeroso, señor —dijo Heth.

—¿Bajas?

—Moderadas, señor. Hemos tenido que pelear. Pero Pender está en posición. Juntos, señor, podríamos barrerlos.

Lee aguardó. Tenía un mal presentimiento. Había una presencia pesada, tensa y ominosa en el día, erguida en el campo vasto y yermo, a la dura luz del sol. El tiroteo arreciaba en el norte. Las baterías de artillería se habían desplegado.

—¿Quién está al mando allí? —Lee señaló las colinas al otro lado de la ciudad.

Heth pestañeó, recordando de repente.

—Señor, se me olvidaba. Tenemos noticias de que el general Reynolds ha sido abatido.

Lee se dio la vuelta.

—¿John Reynolds?

—Sí, señor. Los prisioneros afirman que murió esta mañana. Creo que lo ha sucedido Doubleday.

—¿Está seguro?

—Los informes parecen fiables.

—Lo siento —dijo Lee. Una imagen de Reynolds centelló en su mente. Un hombre atildado. Un caballero, un amigo. Lee sacudió la cabeza. Era chocante sentir la cabeza así de tensa y extraña. Parecía incapaz de pensar con claridad. Reynolds muerto. Desaparecido. Doubleday en su lugar. Doubleday era una incógnita, pero sin duda nada espectacular. Pero el Primer Cuerpo de Reynolds era sólido. ¿Qué hacer?

—Puedo apoyar a Rodes, señor —sugirió Heth.

Lee lo miró. Sabe que esto lo ha provocado él; ahora quiere pelear para enmendarse. Su respuesta es luchar, no pensar; luchar, lisa y llanamente. Lee caminó despacio, acercando su caballo a los árboles que se veían al frente junto a la carretera. Puedes confiar en los soldados, pero, ¿te puedes fiar de los generales? ¿Por qué ha atacado Rodes? ¿Peleará bien Hill, o el mismo Rodes? Necesito a Longstreet y no está aquí. Fue un error situarlo en retaguardia.

Otro mensajero.

—Ha llegado el general Early e informa que está atacando, al norte del general Rodes.

Lee se detuvo, miró al norte. Estaba funcionando casi como un plan. Se podía ver su intención. La Unión formaba para encararse con él y peleaba bien, y ahora estaba siendo flanqueada desde el norte, únicamente porque los hombres de Lee tenían órdenes de venir a Gettysburg, y estaban llegando casi por detrás de las defensas unionistas. Lee sintió un toque intenso en el aire. Le hervía la sangre. Había procurado ser discreto, pero todo estaba ocurriendo sin él, sin que tomara una sola decisión; todo estaba en manos de Dios. Y sin embargo ya no podía seguir manteniéndose al margen. Rodes y Early estaban atacando; Heth y Pender aguardaban aquí delante de él. El instinto de Lee olfateaba una oportunidad. Carguemos todos juntos, ya que Dios ha decretado que batallemos aquí.

Se giró hacia Heth.

—General, puede usted atacar.

Lo mismo le dijo a Pender. No dio más instrucciones. Los generales sabrían qué hacer. Dicho aquello todo quedaba fuera de sus manos. En realidad nunca había estado en sus manos. Y sin embargo era suya la responsabilidad.

Se dirigió al promontorio que tenía delante, al otro lado del pequeño riachuelo. Ahora tenía una mejor vista. La división de Pender se había puesto en marcha; oyó el clamor ensordecedor de las voces rebeldes amasadas. Ahora las baterías estaban en posición a su espalda, empezando a disparar contra el bosque cerca de la cúpula. Lee agachó la cabeza cuando el disparo voló sobre su cabeza. No le gustaba estar delante de la artillería. Parte de ésta estaba desplazándose hacia delante. Los rifles disparaban. Cambió la dirección del viento; quedó envuelto en humo. Apareció la cara de Marshall, un mensaje incoherente. Lee intentó encontrar un lugar desde el que asistir al asalto. La fuerza de Pender al completo estaba atravesando los sembrados en dirección al bosque. Lee vio banderas flotando en medio del humo blanco, incorpóreas, como bastones. El aire estaba granándose de estallidos, copos blancos, humaredas redondas. Una de ellas floreció no muy lejos. Allí estaba Marshall de nuevo. Lee oyó cómo la metralla hendía el aire en las proximidades. Se dirigió a una arboleda: robles, castaños. Había una casa blanca cerca, una valla blanca, un caballo muerto tendido al sol en una pila negra.

Aguardó en el soto, escuchando el tremendo sonido de la guerra. Al cabo se sentó, apoyándose en el tronco de un árbol. Se estaba fresco a la sombra lejos del sol. Delante de él los hombres morían. Se quitó el sombrero, se pasó los dedos por el pelo, sintió la vida latiendo en su pecho. La batalla continuaba. Lee pensó por primera vez aquel día en su hijo, Rooney, herido, tendido no muy lejos de allí. Cerró los ojos, rezó por su hijo, por todos ellos. Apoyó la mano en la tierra negra, recordó: Pennsylvania. Soy yo el invasor.

Una vez más el grito rebelde: el alarido inhumano de los muertos a la carga. Estaba desplegándose otra unidad. Se levantó y avanzó unos pasos, pugnando por ver, pero no tenía sentido. Había demasiado humo. Aun así quizá sirviera de algo que lo vieran. Salió de la arboleda, a la carretera. Frente a él el camino estaba sembrado de heridos. Había hombres tumbados debajo de carros, lejos del sol, la mayoría de ellos semidesnudos, cubiertos de vendas, ensangrentados. Vio otro caballo muerto, una carreta hecha astillas; la pata amputada de un caballo yacía cerca de él en el polvo gris. El humo se derramaba por la carretera como si saliera de un horno inmenso. Avanzó; su equipo lo siguió. Aquí estaba A.P. Hill.

—Nos está costando —dijo Hill, pálido—. Heth ha caído.

Lee lo miró, expectante.

—Herido en la cabeza. No sé si es grave. Pero la división se está moviendo. Pender está en el flanco. Pero los yanquis están peleando bien. No recuerdos haberlos visto luchar tan bien antes.

Hill parecía peculiarmente tranquilo, distraído, como si no estuviera presente del todo. Era un hombre apuesto con una gran cantidad de dinero, pero no pertenecía a la buena sociedad, algo de lo que era consciente, y sobre lo que se mostraba especialmente susceptible.

—Hágame saber el estado del general Heth lo antes posible.

Lee se sentó con la espalda apoyada en un cercado. Una banda pasó frente a él, tocando una canción incoherente, pífanos y cornetas. El cielo estaba cubierto de penachos de humo blanco, el olor de las armas recalentadas, la tierra arrasada, la dulce fragancia de los árboles destrozados. Lee estaba en medio, en la carretera; los hombres se reunían a su alrededor, lo llamaban. Vio una casa, un porche vacío. Se encaminó hacia allí y escudriñó el humo. El tiroteo era intenso. Envió correos a Early y Rodes para comunicarles el emplazamiento de su nuevo cuartel general y para solicitar informes. No tenía la menor idea del paradero de Ewell, quien supuestamente estaba al mando allí fuera y quien probablemente sabía aún menos que Lee qué estaba pasando. Longstreet tenía razón: el mando era demasiado relajado. Pero ahora no había tiempo para eso.

Un mensaje de Early: el enemigo estaba replegándose. Lee oyó cómo un oficial rompía a desgañitarse cerca de él.

—¡Están corriendo, alabado sea Dios Todopoderoso, están corriendo!

Lee contempló la calle humeante, vio un hombre ayudando a otro en la carretera, vio masas de soldados deambulando vagamente por el campo, vio destellos de artillería. El fuego parecía estar amainando. Muchos hombres gritaban. Llegó un teniente por la carretera, señalando a su espalda hacia el humo, anunciando a voz en grito que alguien estaba herido.

A.P. Hill dijo, junto a Lee:

—El cirujano ha examinado al general Heth, señor. Dice que se pondrá bien, pero pasará algún tiempo antes de que pueda volver a la acción.

—¿Dónde está?

—En una casa, en esa dirección. —Hill apuntó con el dedo.

—Ocúpese bien de él, por supuesto. Y, general, cuídese usted también. Ahora no puede hacer nada más. Quiero que descanse.

—Estoy bien, general —dijo Hill con voz queda, serena, ausente—, perfectamente.

Pero parecía que estuviera a punto de desmayarse. Lee pensó: Ojalá estuviera aquí Longstreet. ¿Cuántos tiene el ejército unionista? Si el Primer Cuerpo está aquí, y el Decimoprimero, el resto no andarán lejos. Oyó más hombres gritando. En la calle vio oficiales agitando los sombreros, desplegando anchas sonrisas. ¿Victoria? Llegó un jinete, de Pender. Un joven con un prodigioso mostacho dijo:

—El general Pender anuncia que el enemigo está retirándose. —Los oficiales lanzaron sus sombreros al aire. Lee sonrió, era imposible hacerse oír. Un hombre le tocó, otro le dio una palmada en la espalda. Levantó las lentes y escudriñó el humo que empezaba a disiparse.

Se volvió hacia Marshall.

—Me adelantaré.

Viajero esperaba fuera atado a la valla. Lee montó y clavó espuelas. Los hombres lo vitoreaban ahora, tocando su caballo al pasar junto a ellos. Intentó controlar sus rasgos. Había heridos por todas partes. Algunos de ellos eran muchachos unionistas que lo observaban inexpresivos a su paso. Mensaje de Early: una brecha en el flanco izquierdo. El Decimoprimer Cuerpo de la Unión se batía en retirada. Más vítores. Lee cerró los ojos por un instante. La voluntad de Dios. Confío en Ti. Oh, Señor, bendito seas, y gracias.

Llegó a la elevación del terreno que había al otro lado del arroyo. Taylor dijo:

—Esto debe de ser Willoughby Run. —Lee se detuvo en la cima. Ahora podía ver; la tierra se extendía ante él embozada en cordilleras de humo. A ochocientos metros estaba la ciudad, edificios de madera blanqueada, carreteras de tierra. Detrás había una colina alta que se alzaba sobre una serie de crestas que se adentraban en el este. Las tropas azules estaban atravesando la ciudad, subiendo por los lados de la colina. Los correos tenían razón: estaban batiéndose en retirada. Victoria. Lee se llevó las lentes a los ojos, sintió cómo le temblaban las manos, ajustó la distancia, vio: artillería unionista formando en lo alto de la colina, hombres cavando. La lucha no había terminado. No debía permitir que esos hombres ocuparan el terreno elevado. Se dio la vuelta. Le dijo a Taylor:

—Encuentre al jefe de artillería de Hill y dígale que quiero que bombardeen esa colina. No la quiero ocupada. ¿Qué noticias tiene de Ewell? Y dígale al general Hill que venga a verme.

Taylor partió. Lee estaba pensando: Debemos continuar el asalto. Los soldados azules se han puesto en marcha; ahora debemos seguir espoleándolos. Pero Heth ha caído. Buscó al mensajero de Pender, le encargó avisar al general Pender para que continuara el asalto. Pero Early y Rodes estaban más cerca, a la izquierda. Si siguieran avanzando… Empezaban a escucharse disparos procedentes de la alta colina.

Llegó Powell Hill; tenía peor aspecto que antes. Dijo:

—Los hombres han hecho todo lo posible. La división de Heth está agotada. Pender dice que ha librado la batalla más feroz de toda la guerra.

Lee lo estudió, apartó la mirada y volvió a fijarse en la colina sobre Gettysburg. Quizá Hill estuviera enfermo, pero Pender era de confianza. Si Pender dudaba…

Llegó Taylor.

—El general Ewell está con el general Early, señor. Tenemos comunicación.

—Bien —dijo Lee—. Entregue este mensaje en persona. Dígale al general Ewell que las tropas federales están retirándose en desbandada. Sólo hace falta empujar a esa gente para apoderarnos de esa atalaya. Por supuesto, desconozco su situación, y no quiero que se enfrente a una fuerza superior, pero sí quiero que tome esa colina, si lo cree practicable, lo antes posible. Recuérdele que Longstreet no ha llegado todavía.

Taylor repitió el mensaje y partió al galope. Al otro lado de aquella colina Lee podía empezar a sentir el peso del ejército unionista, la masiva fuerza azul que avanzaba hacia él. ¿Qué clase de soldado resultaría ser Meade? No debemos cederle el terreno elevado. Lee miró al sudeste y vio dos lomas redondeadas. Podríamos rodearlos por ahí. Han marchado más deprisa de lo que esperaba. Gracias a Dios por el espía de Longstreet.

Oyó más vítores, a retaguardia, miró y vio a Longstreet. Avanzando despacio, sereno, como una roca negra, sonriendo ampliamente bajo la barba oscura. Lee se ruborizó de alegría. Longstreet desmontó y le tendió la mano.

—Enhorabuena, general. Ojalá pudiera haber estado aquí.

Lee le estrechó la mano con efusividad.

—Venga, quiero que vea esto. —Indicó el campo al frente, la colina detrás de Gettysburg.

Un oficial cerca de él dijo:

—¡General Lee, es igual que la segunda de Manassas!

—Igual no —dijo con jovialidad Lee—, igual no. —Se alegraba enormemente de ver allí a Longstreet. La división de Johnson recorría ahora las calles, la gente de Longstreet no podía estar muy lejos. Con cada paso que daban los soldados, con cada tic del reloj, el ejército ganaba seguridad, se acercaba a la victoria, rozaba el sueño de la independencia.

Longstreet estudió el campo. Transcurrido un momento dijo:

—Hemos tenido suerte.

—No podría haber salido mejor si lo hubiéramos planeado.

Longstreet asintió. Lee explicó que Ewell tenía órdenes de moverse a la izquierda y tomar aquella colina, Cemetery Hill. Longstreet estudió el promontorio mientras Lee hablaba. Al cabo, dijo:

—Bien. Esto es estupendo. Casi perfecto. —Se volvió hacia Lee—. Están justo donde los queremos. Lo único que tenemos que hacer es dar un rodeo por aquí —señaló hacia Washington—, interponernos entre Lincoln y ellos y encontrar un buen terreno elevado, y tendrán que atacarnos, no les quedará más remedio. ¡Entonces serán nuestros, general, serán nuestros!

Le brillaban los ojos; Lee nunca lo había visto tan emocionado. Asombrado, dijo:

—¿Insinúa que quiere que me retire?

—Desde luego. —Longstreet parecía sorprendido—. No pretenderá… Señor, tenía la impresión de que nuestra estrategia consistiría en llevar a cabo una campaña defensiva, en la medida de lo posible, a fin de mantener este ejército intacto.

—Cierto. Pero la situación ha cambiado.

—¿En qué sentido?

—No podemos retirarnos. Ya hemos conseguido que se replieguen. ¿Cómo vamos a dar la espalda al enemigo?

—Muy sencillo —señaló Longstreet—. Los rodearemos por la derecha. Él ocupará esas alturas y esperará a ver qué hacemos. Como siempre. Meade es nuevo al mando. No se dará prisa en actuar.

Lee se llevó una mano a la cara. Contempló la colina y vio el cuerpo disuelto de la Unión remontando la ladera. Sólo tenía un impulso: presionar y acabar de una vez por todas. Se dio la vuelta y no dijo nada. Había llegado un mensajero de parte del general Ewell. Lee reconoció al hombre, el capitán James Power Smith, ayudante de Ewell. El capitán se mostró encantado de ver al comandante general.

El mensaje de Ewell era precavido:

—El general Ewell dice que ordenará avanzar a Early y a Rodes, pero solicita apoyo del general Hill por su flanco derecho. Dice que al sur de la ciudad hay un fuerte grupo de oposición unionista que debería ser eliminado de inmediato.

Lee preguntó a qué posición se refería Ewell. Pasó las lentes a Smith. Éste dijo que la posición se encontraba al otro lado de la del frente, en lo alto de la cual había un cementerio.

Lee consultó su reloj. Eran casi las cinco. Todavía dos horas de luz. Se dirigió a Longstreet:

—General, ¿a qué distancia está su división de cabeza?

—McLaws. A unos diez kilómetros. Va por detrás de la caravana de pertrechos de Johnson.

Lee meneó la cabeza.

—No tengo fuerza con que atacar la colina —le dijo a Smith—. El cuerpo del general Hill ha sufrido durante el combate. Dígale al general Ewell que tome esa colina si es posible. ¿Ha visto al mayor Taylor?

—No, señor.

—Debe de haberse cruzado usted con él.

Lee despidió a Smith. Recordó: había ordenado a la artillería abrir fuego sobre la colina, pero nadie estaba disparando. Mandó a averiguar por qué. Empezó a notar que estaba realmente cansado. Pero si había un grupo de unionistas que se había hecho fuerte en una colina al sur… aunque sin el cuerpo de Longstreet sería imposible realizar un asalto general. ¿Dónde estaba la artillería? ¿Dónde estaba Hill? ¿Por qué habían cesado sus ataques Early y Rodes? Podía ver la ciudad a sus pies atestada de soldados, caballos, pero no se producía ningún avance.

Se dio la vuelta y vio que Longstreet lo estaba observando. Tenía la expresión de quien se calla lo que está pensando.

—Hable, general —dijo Lee.

—No deberíamos haber atacado aquí, general. Heth tenía sus órdenes.

Lee agitó una mano.

—Lo sé. Pero los hemos hecho retroceder.

—Por la mañana estaremos en inferioridad numérica.

Lee se encogió de hombros. Los números no tenían importancia.

—Si me hubiera guiado por los números, general… —Lee dejó el resto de la frase en el aire.

—Si nos movemos al sur —dijo Longstreet—, hacia Washington, podríamos encontrar un terreno de nuestra elección.

—El enemigo está aquí, general. No queríamos pelear, pero aquí está la batalla. ¿Qué ocurrirá si le pido a este ejército que se retire?

—Harán lo que usted ordene.

Lee volvió a sacudir la cabeza. Estaba empezando a cansarse de aquello. ¿Por qué no comenzaba el asalto de Ewell? Un comandante prudente, nuevo al mando. Y A.P. Hill está enfermo. Aun así vencimos. Los soldados vencieron. Lee señaló la colina.

—Seguramente se retirarán. O si no, Ewell los expulsará. Pero si Meade está allí mañana, lo atacaré.

—Si Meade está allí —dijo Longstreet, implacable—, será porque quiere que usted lo ataque.

Basta. Lee pensó: Los hombres dóciles no hacen buenos soldados. No dijo nada. Longstreet se dio cuenta de que la conversación había terminado. Dijo:

—Reuniré a mis muchachos lo antes posible.

Lee asintió. Cuando Longstreet se iba, dijo:

—General.

—¿Sí, señor?

—Los informes de su espía eran correctos. De no haber sido por ellos, este ejército podría haber sido destruido por completo. Le doy las gracias.

Longstreet asintió. Si el cumplido le satisfizo, no lo dejó traslucir. Se fue.

Lee se quedó solo, preocupado. Ya había tenido bastante guerra defensiva. El Rey de Picas. Ataquemos y acabemos de una vez por todas. Estoy extraordinariamente cansado. Eres un viejo. ¿Y si te pasa algo?

Levantó las lentes, esperando el ataque de Ewell. No se produjo ninguno.