pánico es una palabra de la que se suele abusar, pero sería bastante apropiada para describir lo que pasó acto seguido. Ante la visión de aquella marea se desató una conmoción general, un pandemónium escandaloso, una algarabía de mil pares de narices. Todo a la vez.
Yo los observé a todos, preguntándome si se les habría pasado por la cabeza que habían sido mis esfuerzos los que habían llevado al descubrimiento de la inundación. Y entonces comprendí con gran decepción que no había sido yo quien les había enseñado el agua, después de todo, sino el agua misma, que había acudido a mostrarse por su cuenta, gorgoteando escaleras arriba desde la bodega.

Era extraordinaria la velocidad con la que avanzaba, inundando el suelo del salón, empapando la alfombra de oso polar en cuestión de segundos. Mientras se desparramaba por aquel espacio inmenso, pareció que disminuía un poco su fuerza, pero aun así la gente corría en todas direcciones, vociferando las órdenes más disparatadas.
—¡Edgar! ¡Edgar!
Oí entre el barullo que alguien pronunciaba con dulzura mi nombre y vi a Solsticio haciéndome señas.
—¡Baja aquí, Edgar!
Decidí no hacerlo. Yo seguía enfurruñado, al fin y al cabo. Esa era mi posición en aquel momento, qué caramba. Continué mirándolo todo desolado, mientras el chapoteo y los gritos iban en aumento.
—¡Abrid la puerta! —chillaba Mentolina.

—¡No, cerradla! —gritaba Pantalín.
—¿La puerta principal?
—¡No! ¡La de la bodega!
—¿Qué?
—He dicho…
—¿Alguien ha dejado el grifo del baño abierto?
—¡Traed cubos! ¡Y un mocho!
—¡Sacad a ese oso polar del suelo!
Y así continuaron dando gritos.
Estaba observando la escena cuando sentí de golpe una respiración a mi espalda. Una fracción de segundo más tarde olí a mono. Reconozco que fue sólo mi profundo instinto lo que me impulsó a lanzarme por los aires sin pensármelo. Describí un círculo alrededor de la gigantesca lámpara de araña que hay colgada en medio del vestíbulo y entonces vi a Colegui encaramado al busto de Lord Defriquis, chillándome. Había estado a punto de pillarme, y sólo su rancio aroma de primate me había salvado de acabar estrangulado.
—¡Edgar! ¡Edgar!
Solsticio seguía llamándome y, tras una breve reflexión,
decidí que su compañía podía brindarme cierta protección. Bajé en
picado, me posé en la muñeca que ella me extendía y crucé su brazo
en dos saltos para subirme a su hombro. Antes de que pudiera darme
cuenta, Solsticio se volvió y me plantó un beso en la punta misma
del pico. Me sonrojé de garras a cabeza, cosa que nadie vio porque
estoy cubierto de plumas. A veces resulta útil. Me pregunté qué
mosca le habría picado, pero ella ya se dirigía hacia la
puerta.

—Edgar —susurró, con unos ojos como platos de pura excitación—, ahora todo depende de nosotros, ¿te das cuenta? Todos se han olvidado de Isabel. Hasta sus amigas, que parecen más preocupadas por no mojarse las botas. Pero ella ha desaparecido, ¡y está en nuestras manos resolver el misterio de su desaparición!
Yo agité las alas para mostrar que estaba de acuerdo.
—Edgar —prosiguió—. ¿Tú crees…? ¿Tú crees que ha desaparecido para siempre? ¿Piensas que ha sido devorada? Ya sé que mi padre no lo cree, pero la cosa no tiene buena pinta, ¿no te parece? ¿Tú piensas de verdad que se la ha tragado enterita algún ser que andaba acechando entre el ruibarbo?
Yo sí lo creía; lo consideraba altamente probable, de hecho, así que, muy compungido, solté una sílaba apenada:

—Así pues, Edgar —me dijo Solsticio, mientras cruzábamos la entrada del castillo y salíamos al sol de la tarde—, depende de nosotros resolver el misterio de la doncella devorada, porque… ¡si ha ocurrido una vez puede volver a ocurrir!
Y entonces sí que me estremecí, pues hasta aquel momento esa idea no había entrado en mi cráneo emplumado. Pero lo que decía Solsticio era la pura verdad. ¡Horror! ¿Y si aquella terrible bestia atacaba otra vez?
¿Y otra?