había división de opiniones. La mitad de la
gente estaba totalmente convencida de la existencia de seres
malignos pero etéreos entre los muros del castillo. La otra mitad
lo negaba. Yo miraba la cuestión desde la barrera. Junto al
cobertizo de Hortensio. Al fondo del jardín. O sea, estaba
indeciso: no me decantaba por ninguna de las dos opciones.
Por un lado, teníamos un mono enloquecido, un chico nervioso y una doncella muerta de pánico, además del lacayo y otras víctimas colaterales. Mirado así, parecía un caso claro de presencia sobrenatural maligna. Pero, por otro lado, bueno, tampoco sería la primera vez que aparecía tirada en el suelo de la cocina una doncella, totalmente fulminada. El ponche de ron de doña Sartenes ha acabado con más de una naturaleza endeble, y no digamos ya su Puré de Sapo de Pantano.
Además, Silvestre siempre está nervioso; solo deja de estarlo cuando se siente completamente aterrorizado. Y en cuanto al mono… en fin, si a estas alturas no has captado que ese mono está de la azotea, es que no he hecho bien mi trabajo.
Por una parte, pues, quizá sí fuera cierto que íbamos a acabar todos desplumados de pavor en cuestión de días; pero por otra, quizás era solo que la gente se estaba entusiasmando demasiado, como de costumbre.
A veces, la única manera que tiene un pájaro de despejar sus ideas es estirar alegremente las alas y darse un buen garbeo por los aires.
Levanté el vuelo desde la cerca del jardín y empecé a remontarme cielo arriba.
Estaba anocheciendo, pero yo no tenía prisa, y además, mi capacidad de ascenso ya no es la que era. Antes, en mis años mozos, podía subir a tres mil metros en seis minutos; ahora me cuesta un poquito más.
Tras una hora o así, me hallé bien en lo alto y divisé a mis pies, o sea, a mis patas el panorama del valle. El sol se había ocultado hacía un buen rato tras las Montañas Occidentales, pero era una noche despejada y sin nubes, y todavía había un resplandor morado que tendía un misterioso manto fúnebre por todo el horizonte.
Revoloteé y giré en amplios círculos, batiendo las alas de vez en cuando para que no se me entumecieran. Allí estaba el castillo, acurrucado en el rincón más oriental del valle y, con mi vista hiperdesarrollada de pájaro, distinguía incluso desde aquella altura a Lord Pantalín en su laboratorio ajustando a su Artilugio Detector de Oro. Se intuía que el quinto día de la Búsqueda del Tesoro no había ido muy bien. Igual que los otros cuatro. Pantalín y Fermín se habían dejado arrastrar por los terrenos del castillo por aquel carrito demencial, cada vez más convencidos de que ya se acercaban al botín, hasta que el artilugio se había lanzado por la pendiente de un prado y había acabado precipitándose al lago.
Habían empleado el resto del día en sacarlo de allí y secarlo.
También divisaba desde las alturas el parpadeo de una vela tras la ventanita octogonal de Solsticio. Se había quedado levantada, seguramente leyendo, o tal vez escribiendo aquellos poemas tremendamente lúgubres que tanto le gustaban. No había luz en la ventana de Silvestre. Pobre chico, debía de estar exhausto después de todos los sustos de los últimos días.
«Muy bien —pensé—. Ya es hora de aclararse un poco las ideas».
Es una manera sencilla pero muy efectiva de poner tu cerebro a trabajar.
Primero, subes volando a tres mil metros o así.
¿Me sigues? Muy bien.
Luego inclinas el pico hacia abajo y levantas las plumas de la cola.
Y entonces dejas de volar.
Lo que sucede es que inmediatamente te encuentras cayendo en picado hacia el suelo. Y puedo asegurarte que con la excitación que te entra a tal velocidad, la sangre empieza a circular a cien por hora por tu viejo cerebro.
Me salió un picado soberbio, y empezó a hacer su efecto acostumbrado. Entonces, en plena caída, me fijé de golpe en un detalle extraño. Vi luces en el castillo, pero lo raro es que las vi en una parte donde no debería haber ninguna: ¡en el Ala Sur!
Descubrí al observarlas que eran luces fuera de lo común: verdes y parpadeantes y, en fin, del todo sobrenaturales.
Tan absorto me quedé con su resplandor que poco faltó para que se produjera el desastre, porque se me olvidó que estaba cayendo a plomo. Me llegó de sopetón el olor del lago y, en el último segundo, pude enderezarme haciendo un viraje que por poco me arranca las alas de la aceleración brutal que llevaba. Ya parece haberse convertido en una costumbre en mi caso… Me estaré volviendo un poco olvidadizo con los años.
Noté a pesar de la oscuridad que había perdido una pluma en las aguas negras del lago y sonreí con pesar. No puedo permitirme perder demasiadas plumas de la cola; ya bastante pelada se me está quedando por sí sola.
Con un humor algo sombrío, crucé el lago volando bajo en dirección al castillo mientras reflexionaba en lo que podían significar aquellas luces misteriosas en el Ala Sur.
Llegué a la conclusión enloquecida de que solo podían significar una cosa: que una horda de espíritus malignos del más allá se estaba adueñando del castillo. Y al final resultó que no me alejaba mucho de la verdad.