silvestre tardó más de doce horas en volver
en sí y recobrarse de su desvanecimiento. Aunque yo diría que,
mientras Fermín lo llevaba en brazos y lo metían en la cama,
el chico pasó
directamente del estado de coma al sueño profundo de cada noche;
menudo dormilón está hecho. Un sueño que nadie más disfrutó, porque
los demás nos pasamos toda la noche caminando inquietos por su
habitación y preguntándonos primero qué le pasaba y, segundo,
cuándo se le pondría el pelo normal.
Digo que todos caminábamos de aquí para allá, pero como a los cuervos no se nos da muy bien caminar, decidí que lo mejor sería posarme sobre su cabeza con los ojos cerrados y permanecer así muy quieto. Tal vez eché una o dos cabezaditas, pero juro que ni una más.
Lo que hizo el mono podía calificarse de caso clínico. Nunca lo había visto tan silencioso y apaciguado. Hasta parecía haber perdido las ganas de atacarme, lo cual ya es raro de verdad. En cuanto lo llevaron a la habitación de Silvestre se fue hacia el armario, se metió dentro a hurtadillas y se pasó la noche temblando entre los suéteres de su amo.
Fue una noche larga y agotadora.
Pantalín era el que más se paseaba, y también murmuraba entre dientes. Entre cabezada y cabezada, agucé el oído para escuchar sus lamentos, y la verdad es que era alarmante oírlos. Todo el mundo sabe que los Otramano ya no son tan ricos como lo fueron en su día. Esto se debe a muchos motivos, aunque el principal es que ningún miembro de la familia desarrolla una actividad que dé dinero. Durante los últimos cien años, por lo visto, hemos vivido exclusivamente de una cuenta bancaria en el reino de Liechtenstein.
De un tiempo a esta parte Pantalín ha venido recibiendo muchas cartas: infinidad de cartas en elegantes sobres blancos con membrete extranjero. Cada vez que abre una, se le dibuja una expresión más desolada; luego la deja apoyada detrás del busto de Lord Defriquis, en la galería del Salón Pequeño, y enseguida se olvida del asunto.
Pero por mucho que no haga caso de las cartas, parece que se nos está agotando el dinero y, aunque poseemos un castillo imponente, si bien algo desvencijado, tenemos a unos tropecientos veintiocho criados a los que pagar y alimentar. Eso sin contar las bocas y los picos de la familia propiamente dicha.
Es verdad que Hortensio cultiva algunas verduras en el jardín, pero eso no basta para alimentar todas las bocas ávidas del castillo.

Las preocupaciones de Mentolina, sentada al pie de la cama de su hijo, con una aguja y unos retales de terciopelo en las manos, eran bastante más triviales. Cortaba el terciopelo con unas grandes tijeras, cosía un rato y lo tiraba después por el aire con una maldición y un suspiro de desaliento. Al cabo de tres horas, lo único que había conseguido era un mullido barullo negro en el suelo.
Dos doncellas, Madeleine y Fifi, permanecían nerviosas en la puerta, sin saber muy bien si las necesitaban o no.
¿Y Solsticio? Bueno, ella deambulaba un poco con su padre, se
sentaba otro poco con su madre mordiéndose los nudillos y miraba
cada tanto los pelos erizados de su hermano.
—Edgar —susurró—, ¿qué crees que le pasa a Silvestre?
«Bueno —pensé—, ¿quieres que te haga una lista?».
Pero me daba cuenta de que la devoraba la inquietud y, como ya está delgada como un palillo, no quise inquietarla más. Así pues, le dije lo más tranquilizador que se me ocurrió:
Lo cual pareció serenarla, porque me hizo cosquillas debajo del pico. Luego decidí darles descanso a mis ojos otro ratito.
Supongo que debí de dormir más tiempo del que pensaba, porque cuando desperté ya era media mañana.
La tormenta había terminado y todo estaba silencioso y tranquilo. Un suave rayo de sol le bailaba a Silvestre en la frente, y el chico empezó a dar señales de vida.
Me removí en mi peluda atalaya y solté un tímido «Rark» para atraer la atención de todos.
—¡Ay, Pantalín! ¡Querido! ¡Silvestre está despertando!
Mentolina sostuvo la rolliza muñeca del pobre chico y aguardó.
—¿Eh? ¿Cómo? —dijo Pantalín, volviéndose desde la ventana y saliendo de sus reflexiones. Solsticio ya corría a sentarse en el borde de la cama junto a su madre.
—¿Silvestre? Ay, mi niño. ¿Me oyes? ¿Estás delirando?
Silvestre abrió un ojo y se sentó.
—¿Qué hay para desayunar? —dijo—. ¿Podrían ser unas salchichas?
Parpadeó un par de veces y entonces te juro que casi se pudieron oír los engranajes de su cerebro. Mientras su mirada recorría a todos los presentes —Pantalín, Mentolina, Solsticio, Fermín, Madeleine, Fifi y un servidor—, empezó a inquietarse.
—¿Es mi cumpleaños? —preguntó tímidamente, mientras trataba de deducir por qué otro motivo podíamos estar allí—. En ese caso, realmente me gustarían unas salchichas.
No dijimos una palabra; seguimos mirándolo fijamente.
Hubo un clic y un crujido en el interior de su cerebro, y de repente soltó un berrido tremendo, como para perforarte los tímpanos, y desapareció bajo las sábanas.
—¡Qué extraordinaria actuación! —exclamó Lord Pantalín, manifestando un pasajero interés en su hijo. Echó un vistazo a la cama, donde solo se veía un tembloroso bulto blanco.
—¡No, no! —gritó Solsticio—. ¿Es que no lo ves? Se ha acordado de lo de anoche, de lo que lo asustó tanto.
Como reaccionando a sus palabras, el bulto tembló aún más y emitió una especie de gemido.
El mono Colegui pareció enterarse de que su amo y señor estaba otra vez despierto y eligió ese momento para salir del armario, cruzar la habitación corriendo y colarse bajo las sábanas con intención de reunirse con él.
Aquello ya
fue demasiado para el pobre Silvestre. Se llevó tal susto al ver al
mono que saltó de la cama soltando un chillido y aterrizó a una
distancia impresionante.
—¡Un ta! —gritó—. Un ta. Un ta. ¡Un ta!
—¿Un qué? —preguntó Solsticio, lo cual solo sirvió para sacar más de quicio a Silvestre.
—¡Un ta! —declaró—. Un ta-ta-ta. —Inspiró hondo y lo intentó por última vez—: ¡Un ta-tatasma!
—¿Qué?
—¡Un fantasma! ¡Un fantasma!
Colegui parloteaba en la cama y se puso a dar unos saltos tan
disparatados que todo el mundo se volvió a mirarlo. El mono
retorcía el cuello de una manera grotesca e, incluso para un
bicharraco tan feo, puso una cara aún más espantosa con la
mandíbula dislocada y los ojos desorbitados. Agitó las manos y
después soltó un ruido horrible, escalofriante y, la verdad,
totalmente innecesario.
—¡Uuuuuu-uuuuu!
—¡Por favor! —exclamó Pantalín, haciendo ademán de retirarse.
—¡Es verdad! —dijo Silvestre, señalando al mono—. Así es como era. Así exactamente. O casi.
—Uuuuuu-uuuu. Uuuuuu —decía Colegui, muy satisfecho, creo yo, con la atención que había despertado.
—Cielo santo —dijo Pantalín—. No puedo creer que haya abandonado mis estudios durante tantas horas de provecho por este disparate. ¡Tengo cosas que hacer!
—¡No! —gritó Silvestre—. ¡Padre! De veras lo vimos… un horrible, un enorme, un espeluznante… ta. Juro que lo vimos.
Yo salí detrás de Colegui cuando se asustó por la tormenta y echó a correr. Iba muy deprisa, pero había metido las patas en la sopa y pude seguir sus huellas mucho rato. Corrió kilómetros y kilómetros, y llegamos a un sitio del castillo donde nunca había estado. Lo pillé porque se había parado en una esquina. ¡Paralizado de terror! Le di alcance por fin, me asomé por la esquina y entonces vi lo que estaba mirando. Y era…
—¿Era…? —lo animó Mentolina.
—Era… —tartamudeó Silvestre.
—¿El fantasma? —preguntó Solsticio.
Silvestre
asintió una y otra vez furiosamente. Madeleine y Fifi empezaron a
soltar gemidos y a susurrar.
Pantalín dio un suspiro tan hondo que apagó las velas (cosa que alguien tenía que haber hecho ya, porque afuera lucía un sol resplandeciente).
—Ay, mi
querido muchacho. ¡Qué absurda sarta de disparates!
—¡No! —gritó Silvestre—. ¡No! Era un… era… y entonces corrimos y corrimos, y llegamos a la habitación de Solsticio… Y ya no recuerdo nada más.
—Y dime, mi querido muchacho —dijo Pantalín mirando su reloj—, ¿en qué parte del castillo estabais concretamente?
—Bueno, yo nunca había estado allí, pero creo, o sea, pienso, vamos, lo supongo, que estábamos más o menos, hum, digamos, en el Ala Sur…
Se le estranguló la voz.
—¿Y acaso no sabemos —dijo Pantalín, agotando ya su escasa paciencia— que la «perdida» Ala Sur del castillo hace lo que le viene en gana?, ¿que esa ala es capaz de emitir ruidos extraños por los pasillos desiertos?, ¿que la luz juega en sus deslucidos espejos de la forma más estrafalaria?
Silvestre no respondió. Colegui seguía haciendo su número del fantasma. No paró hasta que le di desde detrás un picotazo en la cabeza y corrí a refugiarme en el brazo de Solsticio. Las doncellas continuaban cuchicheando y me pareció oír que a Fifi le entrechocaban las rodillas del tembleque que le había entrado.
—¿Y bien? —preguntó Pantalín, escrutando desde lo alto a su canijo y trémulo hijo.
—Sí, padre —dijo con vocecita sumisa—. Pero…
—¡Ni pero ni nada! —replicó Pantalín—. ¡No hay excusa que valga! Ya he perdido bastante tiempo con este estúpido asunto. Luego que nadie se extrañe si acaban echándonos a todos a la calle. ¡Buenos días!
Giró en redondo y salió, dando un portazo.
Un segundo después se abrió otra vez la puerta, y Lord Otramano asomó la cabeza.
—Esas salchichas, de todos modos, no serían mala idea.
Y volvió a desaparecer.

Silvestre miró entonces a Mentolina, pero ella ya recogía sus retales del suelo.
—Tú me crees, ¿verdad, madre?
—¿Eh? Sí, cariño. Claro que te creo —dijo Mentolina, justo en ese tono que emplean las madres cuando no te han oído. Luego salió de la habitación sin mirar atrás, llevándose a Fermín y las doncellas consigo.
Silvestre se volvió hacia su hermana.
—Solsticio, ¿tú me crees, no?
—Sí —dijo Solsticio, lo cual pareció alegrar un poco a Silvestre. Pero me di cuenta de que en realidad no le creía.
Y la verdad, yo tampoco.
Todavía.