tengo el pico torcido?

Es una pregunta que me fastidia cada vez más últimamente, aunque creo que fue hace casi diez años cuando me sorprendí por primera vez bizqueando a seiscientos metros de altura para examinar con atención mi extremidad más destacada.

Como soy un pájaro vanidoso, ahora me paro muy a menudo ante el pomposo espejo situado sobre la chimenea del comedor para tratar de decidir de una vez por todas si tengo o no tengo el pico curvado. Antes no, seguro, ni siquiera cuando era un polluelo. ¡Se podía hacer dibujo técnico con él!, ¡como si fuera una regla! Pero ahora… Ay, ahora ya no estoy seguro.

En tales reflexiones precisamente me había embarcado la noche funesta en la que habría de dar comienzo un pavoroso y horrible episodio de la historia de Otramano: una aventura tan estremecedora que vuelvo a espeluznarme ahora al referirme a ella. Y no obstante, como guardián y protector de Otramano, ¡por narices he de contarla!

Picoteé el espejo por última vez, simplemente para hacerle al viejo pajarraco del espejo una advertencia:

Mantén la calma, Edgar, y olvídate

cinco minutos de tu pico.

—¿Ha perdido la chaveta ese cuervo?

Me di la vuelta y vi que Mentolina me señalaba con el tenedor. Lo que tenía pinchado en la punta cayó directamente a la alfombra. Colegui se lanzó sobre ello como un relámpago.

—¡Controla a tu mono, Silvestre! —dijo Solsticio suspirando.

—Lo que se caiga al suelo es suyo —protestó Silvestre—. ¡Ese fue el trato!

—¿Qué trato ni qué ocho cuartos? —dijo Solsticio, chasqueando la lengua.

Era domingo por la noche, y toda la estrafalaria pandilla que formaban los Otramano estaba cenando.

Lord Pantalín ocupaba la cabecera de la enorme mesa del comedor. A un tiro de piedra no muy fuerte, o sea, en el otro extremo, se hallaba Mentolina. Entre ambos, a lo largo de una mesa donde podrían haberse sentado cuarenta personas holgadamente, se encontraban los otros cinco miembros de la familia Otramano: Solsticio y Silvestre, uno a cada lado; Fizz y Buzz, ahora subidos a sus tronas y no gateando por cualquier lugar imaginable, y la abuela Slivinkov, hacia la mitad de la mesa, muy erguida como siempre, en parte porque así la habían educado, pero sobre todo porque estaba atada al respaldo de la silla para que no se cayera de morros sobre la sopa. Algo hubo que hacer para evitarlo, después de la cuarta vez.

Aquella distribución en la mesa no era muy cómoda, pero servía para mantener a una distancia prudencial a las variadas personalidades de la familia. Ya había doncellas de sobra corriendo de un lado para otro con bandejas, platos y demás chismes.

Algunas noches la distancia que había entre los comensales nos proporcionaba bastante diversión. Todos se mondaban de risa cuando Lord Otramano me hacía llevarle en vuelo el salero a Lady Otramano. Tenía que sujetarlo con las garras, aunque pesaba un montón, y llevar a la vuelta en mi poderoso pico un trozo de apio clavado en un tenedor.

Todos me aplaudían ante aquellas modestas proezas, y yo añadía de vez en cuando algún truco de propina: por ejemplo, simulaba que derribaba una copa de finísimo cristal para atraparla al vuelo antes de que se produjera el desaguisado.

Debo decir que estas cosas son ahora menos frecuentes.

Para empezar, está el mono. Desde que él llegó, mis juegos de salón se han visto muy limitados. Ese babuino descerebrado se pone como loco cuando me gano un simple murmullo de admiración, y solo de pensar en las peleas que hemos tenido entre la vajilla de plata me recorre un escalofrío.

Pero sigamos…

Bien, lo único que puedo decir es que están pasando cosas raras en el castillo de Otramano. Aquella noche la familia formaba un grupito descontento, irritable y picajoso. Cada cual parecía abstraído pensando en sus propios asuntos: Mentolina en su última manía, que esta vez tenía que ver con hilo y agujas; Silvestre en su repugnante orangután; Lord Pantalín en cuestiones relacionadas con el dinero, o con la falta de este; Solsticio… bueno, de ella, vete a saber.

Afuera había oscurecido ya y yo intuía, por el hormigueo del pico, que se preparaba una tormenta. Una buena tormenta.

Mentolina pinchó con mala idea otro bocado de su plato y volvió a señalarme con el tenedor. Colegui se sentó en la alfombra, babeante, y Solsticio miró ceñuda a Silvestre, que le sacó la lengua a su hermana. Aun así, se apresuró a deslizarle una correa a Colegui por la pata, antes de que pudiera lanzarse en plancha sobre la cena de otro comensal.

—Digo que si ha perdido la chaveta el cuervo.

—¿Cómo? —farfulló Pantalín, levantando la vista—. ¿El cuervo?

De pronto todos me miraban.

Resistiendo el acuciante deseo de rascarme y buscarme las pulgas, aleteé por el comedor y fui a posarme en el asa de una inmensa ponchera decorativa, de plata auténtica, donde procuré adoptar una pose que viniera a decir: Yo, ni caso.

—¿Cuál es la diferencia entre una corneja y un cuervo? —preguntó Silvestre sin dirigirse a nadie en particular.

—Otro de tus chistes no, por favor —refunfuñó Solsticio, echándose hacia delante con los codos sobre la mesa.

La abuela Slivinkov abrió un ojo.

—A mí me gustan los chistes —dijo abriendo el otro, lista para escucharlo.

Todos se volvieron hacia ella, aunque solo fuera porque era la primera vez en tres semanas que decía algo. Pero si esperaban oír algo más, se quedaron con un palmo de narices. Entonces las miradas se concentraron en Silvestre.

—No, yo solo quería saber cuál es la diferencia entre una corneja y un cuervo.

—Si has de contar un chiste acaba cuanto antes —dijo Solsticio, disparando con los dedos un guisante que le dio a Colegui en toda la jeta. Confié en que lo hubiese hecho adrede.

—¡Eh! —chilló Silvestre—. ¡No maltrates a mi mono!

—No grites en la mesa —dijo Mentolina, agitando un dedo amenazador.

Pantalín carraspeó, se irguió y declaró con voz resonante:

—Todos los cuervos son cornejas, pero no todas las cornejas son cuervos.

Hubo un silencio prolongado. A la abuela Slivinkov se le empezó a escapar una risita.

Ji, ji, ji —soltaba. Te lo juro, exactamente así: «Ji, ji, ji».

Silvestre y Solsticio se miraron.

—No lo pillo —dijo Solsticio.

—Porque debe de ser un chiste grosero, cariño —le dijo Mentolina, lanzándole una mirada furibunda a su marido.

—¡Porque no es un chiste! —dijo Silvestre.

—Atrévete a repetirlo —dijo Solsticio.

Ji, ji, ji. Ji, ji, ji —continuaba la vieja Lady Slivinkov.

—No-oo-oo —gimió Silvestre, exprimiéndole tres sílabas a la palabra. Pero Mentolina lo hizo callar antes de que pudiera abrir la boca de nuevo.

Pantalín se dirigió otra vez a los presentes.

—Todos los cuervos son cornejas, pero no todas las cornejas son cuervos. ¿No es así, Edgar?

A punto estaba de abrir el pico y soltar un sonoro «Croc» de asentimiento, cuando la tormenta se desató sobre el castillo.

El resplandor de un relámpago se coló por la ventana e iluminó un instante el sombrío comedor como si fuera un soleado día de verano. Luego, antes de que hubiéramos terminado de parpadear, resonó el trueno. No uno de esos retumbos remotos, como si se le removieran a alguien las tripas al otro lado de la montaña, sino un estallido brutal y ensordecedor justo sobre nuestras cabezas.

¡Juark! —dije, cosa bastante grosera en la antigua lengua de los cuervos. Por suerte, ningún miembro de la familia sabe lo que significa; si no, me habrían mandado a mi jaula sin cenar.

Se desató un alboroto tremendo después del trueno y el relámpago, mientras empezaba la tormenta más colosal que he presenciado en muchos años. En un instante, el caos se había apoderado de todo el comedor…

… bueno, ejem…, en realidad…

… es difícil de reconocer. Me duele decirlo, y quizás esté exagerando, pero la verdad es que la mayor parte del comedor permanecía en calma. Pantalín, Mentolina, los niños e incluso los terribles bebés estaban la mar de contentos a pesar de la tormenta eléctrica. La abuela Slivinkov se había vuelto a quedar dormida, de hecho, aunque me parece recordar que todavía murmuró «Ji, ji, ji» un par de veces.

O sea que cuando digo que el pavor y el caos se habían apoderado de todo el comedor, me refiero en realidad a dos criaturas únicamente: a mí y a ese maldito mono.

No me gustaría que te llevases una idea equivocada, porque está más que demostrado que soy un cuervo orgulloso e intrépido, pero al parecer me ha entrado con los años un pánico mortal a los truenos y relámpagos. Basta el menor indicio de tormenta para que me vuelva loco de remate.

Salté sobre el mantel y me puse a picotear mi reflejo en la ponchera una y otra vez, con una desesperación demoníaca.

—Se ha vuelto majareta —dijo Mentolina, y eso fue lo último que entendí con claridad.

Colegui —y eso es lo que más me avergüenza: que podamos parecernos en algún aspecto— se había puesto también como loco, y saltaba y gritaba como si tuviera la cola en llamas. Se libró en un pispás de la correa que le había puesto Silvestre y salió disparado por todo el comedor en un acelerado tour de destrucción. Farfullaba, chillaba y sacudía lo mismo a las personas que a las cosas que se le ponían por delante.

Mientras tanto, yo había dejado en paz la ponchera y ahora me aporreaba la cabeza contra la mesa, no me preguntes por qué. Creo que era para distraer a los sensores de miedo de mi cerebro con otra cosa que no fuera la tormenta. O eso, o había perdido un tornillo, como aseguraba Mentolina.

Un segundo más tarde, Colegui se lanzó hacia la puerta.

Fermín, el mayordomo más imperturbable del mundo, hizo un tímido intento de agacharse, pero el mono se deslizó entre sus piernas como una rata con patines y desapareció.

Silvestre salió tras él a una velocidad impresionante para un chico de sus dimensiones. Y entonces sí que se armó un alboroto del demonio.

—¡Silvestre! —chilló Mentolina—. ¡Has de pedir permiso para levantarte de la mesa! ¡Arg! ¡Traédmelo aquí!

Se levantó enfurecida y organizó una partida de criadas, encabezada por doña Sartenes, para meter en cintura al chico.

Afuera, la tormenta proseguía con todo su furor. Decidí golpearme la cabeza contra la mesa un poco más fuerte, a ver si servía de algo.

Nada.

Lo último que oí fue que Solsticio le decía a Pantalín:

—Ahora en serio, padre, ¿cuál es la diferencia entre una corneja y un cuervo?