a algunas personas les pirran los cuervos. A otras no, cosa lamentable. Pero, por suerte, a las personas que les pirran los cuervos les pirran de verdad. ¿Me permites que ocupe unos minutos de tu tiempo en la Tierra explicándote una o dos de las miles de ideas que la gente se ha hecho sobre los cuervos a lo largo de la historia? ¿Sí?
Perfecto.
Bueno, por ejemplo, los guerreros de las Antiguas y Remotas Tierras del Norte, cuyo dios era Odín, tenían dos cuervos como guías y protectores. Se llamaban Hugin y Munin. Salían volando del castillo cada mañana y volvían por la noche para posarse en los hombros de Odín y contarle todas las noticias. Sus nombres significan «pensamiento» y «memoria», y venían a ser los ojos y los oídos de dios.
Por eso me gusta pensar que acaso desciendo de aquellas aves fabulosas de los tiempos antiguos, porque yo también soy los ojos y los oídos del castillo de Otramano, tal como Hugin y Munin lo eran en el trono de Odín.
Pero aquella mañana en concreto, cuando el capitán Espectrini emprendió su cacería de fantasmas, me acordé de otra de las muchas ideas que han circulado sobre los cuervos: se ha dicho que si el cuervo aparece con tanta frecuencia en las mitologías de todo el planeta es porque ejerce de mensajero entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. O sea, que nosotros nos deslizamos por la frontera que separa ambos mundos, y que podemos mirar a uno y otro lado: hacia la luz o hacia las tinieblas.

Eso dicen los especialistas más eruditos sobre la fama de los cuervos. Y yo que creía que era por lo guapos que somos…
Mientras el capitán Espectrini se exhibía en el Gran Salón, preparándose para la batalla, recordé mi papel como intermediario entre la vida y la muerte. Y por muy mal que me cayera Espectrini, no iba dejarlo a su aire y sin vigilancia.
Así pues, nos fuimos a buscar fantasmas.
Brrrr, solo de pensarlo me entraba picor en las plumas. Pero no había vuelta atrás. Solsticio había decidido que seguiríamos a Espectrini a donde fuera, y ya estábamos los dos dispuestos. Aunque, para decirlo todo, Solsticio llegaba tarde. Había sido la última en bajar a desayunar, y nadie la había visto desde entonces: ni su hermano, ni su madre ni su cuervo favorito.
Observé a Espectrini, que hacía ya sus últimos preparativos, y al reducido corro de criadas que decían «Oooh» y «Aaah» cuando el capitán sacaba con aire teatral un instrumento o blandía su reluciente artilugio para detectar espectros.
Lucía la misma indumentaria del día anterior, con un accesorio adicional: unos anteojos como los que se pone la gente para conducir un coche de época. Por el momento se los había dejado alzados sobre la visera del gorro, pero se había pasado un buen cuarto de hora sacándole brillo a cada lente, mientras mascullaba: «tengo que limpiar bien estos anteojos infra ultra radio polarizados», y también: «¡Malditos fantasmas!».
Ya parecía dispuesto a partir hacia el Ala Sur cuando apareció Solsticio atropelladamente.

—Ya estoy aquí —dijo, aunque fuera evidente—. Lista para entrar en acción.
La verdad, parecía lista para cualquier cosa: para invadir un país vecino o para ir a cazar pingüinos a la Antártida.
Iba de pies a cabeza con un equipo de combate de color negro. No llevaba sus tacones de aguja, sino unas grandes botas negras con puntera y talón reforzado. Tenía el cabello recogido en un moño y metido en un enorme gorro negro de piel. Se había echado a la espalda una mochila negra muy moderna. En fin, estaba «chachi» (creo que se dice así).

—Esta vez sí traigo pilas de repuesto, Edgar —dijo, haciéndome un guiño—, y un par de ratones de propina.
—Eh, oh, hum. Un momentito. —El capitán Espectrini pareció atragantarse, como si hubiera engullido un erizo—. ¿A qué estamos jugando, niña? —farfulló por fin.
Me estremecí, pero Solsticio puso su sonrisa más radiante.
—Voy con usted. Para encontrar a los «ya sabe qué». Y para pedirles que se vayan.
—Precioso, niña —dijo Espectrini—. Solo hay un problema. Que yo trabajo solo, ¿sabes? Por mi cuenta. Sin compañía. ¿Captas?
—Pero yo quiero ayudar —protestó Solsticio—. Y a Edgar también le hace mucha ilusión.
—No puede ser —dijo Espectrini—. No hay discusión. Consulta por favor la cláusula decimoquinta, punto cuatro, del contrato que firmó tu madre.
Sacó de su propia bolsa un fajo de documentos y se lo puso delante de las narices de la chica de un modo insultante.
—No me importa —dijo Solsticio—. Voy con usted. Me he puesto un calzado práctico y todo. Y ya sabes, madre, lo mucho que odio los zapatos prácticos.
—Escucha, cariño… —empezó Mentolina.

—Yo me largo —dijo Espectrini, pero no se refería al Ala Sur, no. Guardó sus cosas y se fue hacia la puerta.
—¡No! ¡Espere, señor…! Digo, ¡capitán Espectrini! ¡Horacio, por favor!
Mentolina revoloteó tras él.
—Haga el favor de seguir con lo suyo. Y le pido disculpas por los modales de mi hija. Ella no irá con usted. Ya tengo yo quehaceres de sobra para que se entretenga. Y usted, obviamente, necesita paz y tranquilidad para trabajar. No nos conviene ahuyentar a los fantasmas, ¿no es cierto?
«¿Ah, no? —pensé yo—. ¿No es eso lo que pretendemos?».

El capitán Espectrini se detuvo, ya con la mano en el pomo de la puerta. Suspiró como un actor apenado, bajó la cabeza y le mostró a Mentolina toda la ristra de dientes.
—Lady Otramano, le doy las gracias. ¡No tema! ¡No la defraudaré!
Dicho esto, desapareció por el pasillo que llevaba al Ala Sur. Yo, al menos, confié en que no volviéramos a verlo.
Por desgracia, no iba a ser ese el caso.