lo que descubrimos aquella mañana era como para helarte la sangre, pero también —cosa extraña— para que te hirviera la sangre de rabia. A ver si me explico, porque me temo que mis sesos de pájaro se están haciendo un lío morrocotudo.
Emprendí la marcha, tomando la delantera, y muy pronto me vi recompensado, pues divisé al capitán Espectrini en el umbral del Ala Sur. Giré en redondo para ponerme a cubierto y aterricé a los pies de Solsticio.
Le señalé la esquina con el pico. Ella asintió.
—Magnífico trabajo, Edgar —susurró—. Vamos a darle un minuto y luego emprenderemos la persecución.
Me di cuenta de que Solsticio estaba otra vez en plena forma al oírle aquello de «emprender la persecución». ¡Sonaba emocionante y novelesco!
—¿Y yo? —murmuró Silvestre—. ¿Qué tal lo estoy haciendo?
Solsticio sonrió.
—Fantásticamente. No te has tropezado con nadie ni con nada, y ya llevamos casi cinco minutos en marcha.
Contamos hasta cien y nos asomamos por la esquina. ¡Había desaparecido!
Salimos tras él al trote, con todo el sigilo posible, y nos adentramos en el Ala Sur.
Allí estaba todo mucho más oscuro, pero no nos atrevíamos a encender la linterna, así que me adelanté entre las tinieblas y los chicos me siguieron.
No tardamos mucho en volver a localizarlo.
Fue entonces cuando empecé a notar un olorcillo. No era apestoso, en absoluto, pero sí muy peculiar. Era algo que había olido hacía poco, y empecé a devanarme los sesos para recordar dónde y cuándo.
Mientras me sumía en mis pensamientos, Espectrini reanudó la marcha. Seguimos sus pasos hasta el filo mismo de la siguiente esquina, y una vez más asomé el pico y eché un vistazo.

Fue entonces cuando se me heló la sangre.
Porque lo que vi no fue la sombra de Espectrini.
No. Vi a los «ya sabes qué». A dos de ellos. Uno era el Monje Loco que ya había visto unos días atrás. El otro era igualmente horripilante: el espectro de una dama con vestido blanco, pelo blanco y manos ensangrentadas. Muy, pero que muy espeluznante.
Mi corazoncito de cuervo se puso a retumbar bajo mis costillas, y me apresuré a retroceder.
Si yo hubiera sido Solsticio, habría dicho «¡Grito!», pero privado como estoy de la facultad de la palabra (tiene que ver con los labios y la laringe, creo), me limité a soltar un diminuto y lúgubre:
Solsticio me entendió, y también Silvestre. Nos armamos de valor los tres y asomamos la cabeza por la esquina.
Allí estaban los fantasmas capaces de helarte la sangre. Y fue entonces cuando empezó a hervirnos la sangre también.
Porque Espectrini surgió entonces desde el otro lado y se quedó mirando tan pancho a los fantasmas.
Más alucinante todavía: se puso a charlar con ellos. Y luego a discutir, aunque no oíamos lo que decían.
Los dos espectros parecían muy disgustados. Espectrini había empezado a rebuscar en su maletín y sacó una bolsa blanca. ¡Sí! Ahora caía. El olor me llegó con toda claridad. Harina. Espectrini les acababa de dar una bolsa de harina.
Rarísimo. Luego sacó varios sándwiches y los repartió entre los dos fantasmas como si aquello fuese un picnic.
Ellos
dejaron de discutir y tomaron asiento. Al hacerlo, el borde de sus
vestiduras se alzó unos centímetros y les vimos los pies por
primera vez. Y eso fue lo más raro de todo, porque los dos
fantasmas… ¡parecían llevar patines!
—Oye —cuchicheó Silvestre—, ¿esos no son nuestros patines?
—¡Chitón! —dijo Solsticio. Pero yo me sentía obligado a coincidir con él. Ahora tenía muchos motivos para creer que los fantasmas no eran fantasmas en absoluto.
—Bueno —dijo Solsticio—. Cuando diga «corred», corred. O en tu caso, Edgar, será mejor volar. Y ahora cerrad los ojos.
«Gracias por
el consejo», pensé, pero ya no hubo tiempo para pensar más.
Solsticio apuntó a las tres figuras con su cámara y apretó el
botón.
Hubo un destello en la oscuridad.
—¡Corred! —gritó Solsticio, y eso hicimos. Como habíamos cerrado los ojos, el flash no nos había cegado a nosotros, pero sí a los tres intrusos, de manera que escapamos sin problemas.
Oímos, eso sí, un gran estrépito a nuestra espalda mientras trataban de perseguirnos.
Pero nosotros aceleramos y, además, este es nuestro castillo y conocemos algún que otro pasadizo secreto.
Los despistamos, y muy pronto nos encontramos jadeando y secándonos el sudor en la cama de Solsticio mientras examinábamos la fotografía.
—¡Pero bueno! —exclamó—. ¡Impostores!