XXVII

AL OTRO DÍA LA SRTA. CARMEN tenía cara de enferma.

Habían faltado casi la mitad de los de la clase y unas mamas copuchentas habían ido a reclamarle a la Directora de que sus hijitos estaban lastimados y que la Srta. Carmen les tenía mala barra y por eso los había hecho realistas. La mamá de Maldonado era peor todavía porque después de insultar a la Directora había sacado a su hijo del Colegio.

Me daba pena la Srta. Carmen que tenía como hipo y miraba todo el tiempo sus uñas. Yo encuentro que su idea fue muy buena porque nunca se nos va a olvidar la Batalla de Rancagua.

Entonces me acerqué a su pupitre y le di una naranja.

Usted decía que nunca se iba a olvidar del día de ayer, pero es mejor que lo olvide… —le dije.

Ella me miró con ojos colorados:

—Ven acá —me tomó suavemente de un brazo, me acercó a ella y me beso en la oreja. No sé si lo soñé o me lo dijo al secreto, pero creo haberle oído esto: —No importa sufrir, porque él me ama…

Yo me puse como tomate y sentí una rabia atroz en la cabeza. ¿Qué le había hecho yo para que viniera a darme un beso y a dejarme en vergüenza delante de todos? ¡La vida es muy injusta!

Cuando volví a mi asiento, sentí como todos me tiraban besitos en secreto. Tenía más rabia que un volcán.

Pasó un rato en que yo sentía mi rabia y el ruido de besitos y mis manos no aguantaban más de ganas de dar puñetes.

De repente la Srta. Carmen dijo:

—O'Higgins ganó la batalla de Rancagua, pero no había vencido a los realistas…

Todos pusimos atención en la esperanza de vivir otra guerra.

—Sabían los patriotas que en la Argentina, don José de San Martín estaba luchando también contra los realistas. Los argentinos igual que los chilenos querían ser libres. Y O'Higgins y muchos patriotas se fueron a la Argentina para luchar con ellos. O'Higgins y San Martín se parecían por lo valientes.

—Y también por sus estatuas —dije yo.

—Entre los chilenos patriotas que llegaron a la Argentina había uno que le gustó mucho a San Martín por su habilidad y por su audacia. Era Manuel Rodríguez.

—Ese tiene calle —dije yo.

—Era un hombre joven, arrebatado, revoltoso y valiente. Se atrevía a todo. Disfrazándose de vendedor, de mujer o de cura se metía al campamento de los realistas para averiguar sus planes. Así le daba noticias frescas de todo a San Martín.

Me gustó ese Manuel Rodríguez y por eso puse atención.

—San Martín le encomendó a él que hiciera un batallón a su gusto. Y Manuel Rodríguez eligió a los más valientes, aunque fueran como fueran con tal de que se atrevieran a todo. Para alistarse en su pelotón, Manuel Rodríguez los ponía antes a prueba: Tenían que resistir sin pestañear lo menos veinticinco azotes. Los mandaba disfrazados al campamento realista y conversando y conversando los patriotas de Manuel Rodríguez les hacían creer que no se preocupaban ni estaban preparados. Entonces los realistas también se despreocupaban. Ahí llegaba Manuel Rodríguez con sus fuerzas, los sorprendía, atacaba y los vencía.

—Cuéntenos más de Manuel Rodríguez —dijo Pérez.

—Los españoles lo perseguían sin poder encontrarlo. Ofrecían una cantidad de oro al que lo apresara vivo o muerto. Pero él se escapaba de sus manos. Un día llegaron a buscarlo a la casa de un juez donde él estaba escondido. Había ahí dos borrachos. Cuando vio venir a los guardias españoles, Rodríguez se hizo el borracho al lado de los otros. Habló con los guardias que lo perseguían y ellos ni lo reconocieron y se fueron.

—¿Qué más hizo? —preguntó Navarro.

—Otro día llegó a casa de un jefe realista vestido de panadero y le dejó el pan sin que sospecharan que era él.

—Cuéntenos más —pidió Gómez a la Srta. Carmen.

—Bueno… La plaza de Melipilla estaba tomada por los españoles. Llegó Manuel Rodríguez con ochenta huasos a caballo, los sorprendió y antes que pudieran defenderse, se tomó la plaza. Así los españoles no podían más con él y ofrecían mil monedas de plata por su cabeza. Cuando Manuel Rodríguez supo esto, se acercó al coche del representante del Rey de España y le abrió la puerta para que él bajara. ¡Cómo iba a pensar ese caballero que era el propio perseguido! Y así, se atrevía a todo. Otra vez se disfrazó de marino y se metió en la cocina de un Jefe realista y pudo oír lo que planeaban ellos en el comedor.

—¡Era un choro! —dije pensando que me gustaría ser como él.

Cuando terminó la clase la Srta. Carmen ya no tenía los ojos colorados y a mí no me ardía la cabeza ni me tiraban besitos. Todos queríamos jugar a "Manuel Rodríguez".