Epístola de san Pablo a los Efestos, 6:12
BELINDA: Ay, pero tú
sabes que debemos devolver bien por mal. LADY BRUTE: ESO puede ser
un error de traducción.
SIR JOHN VANBRUGH
The Provoked Wife
Oscura, oscura mi
luz, y más oscuro mi deseo. Mi alma, como una mosca de verano
enloquecida por el calor, no hace más que zumbar en mi ventana.
¿Cuál yo soy yo?
THEODORE ROETHKE
In a Dark Time
En primavera, después de sembrar el trigo, los valientes jóvenes y las indias se alejaban de los mayores, que se quedaban a vigilar la cosecha y al cuidado de los niños, y en verano cogían sus canoas de corteza de abedul y se dirigían al sur. Viajaban por el río Penobscot hacia la bahía de laColina Azul en el extremo occidental de Mount Desert, en una zona donde aún está la casa de mi familia, levantada en parte por mi tatarabuelo, Doane Hadlock Hubbard. Se llama la Custodia, y no sé qué otras cosas cuida excepto algunas tumbas de los indios que llegaban hasta nuestras tierras en verano y construían sus cobertizos y morían allí, aunque nunca creí que llegaran a nuestra isla sólo para morir. Holgazaneando en medio del extraño placer de la tibieza norteña, se habrán dedicado a abrir almejas en las marismas durante la bajamar, y a luchar y a fornicar entre los pinos y los abetos durante la marea alta. No sé con qué se emborracharían, a menos que fuera con el almizcle de los otros, pero en muchas de las playas rocosas de la hondonada junto a la costa se encuentran montículos de conchas de almeja convertidas en polvo por los siglos. Hay una playa, detrás de la playa, que habla de antiguas fiestas de verano. Los fantasmas de estos indios quizá ya no caminen por nuestros bosques, pero algo de sus antiguas tristezas y placeres se hace carne en el aire. Mount Desert es más luminoso que el resto de Maine.
Incluso las guías para turistas aspiran a describir esta virtud: «La isla de Mount Desert, de veinticuatro kilómetros de diámetro, emerge del mar como una ciudad fabulosa. Los nativos lallaman Acadia, hermosa e imponente».
Hermosa e imponente. Tenemos un fiordo en el medio de Mount Desert, un espectacular corredor de agua de casi seis kilómetros, con promontorios a ambos lados. Se trata del único fiordo auténtico en la costa atlántica de América del Norte, y sin embargo no es más que una parte de nuestro rocoso esplendor. Cerca de la costa se elevan, abruptos, los picos, que alcanzan una altura de más de trescientos metros y toman la apariencia de grandes montañas para los navíos que pasan. En verano, nuestro mejor embarcadero, el puerto nororiental, está repleto de relumbrantes yates.
Quizá se deba a la proximidad del mar, pero en nuestras montañas el silencio es imponente, y el atractivo de nuestros veranos difícilmente descriptible. Para empezar, no somos una isla que atraiga a los buscadores del sol. Casi no tenemos playa de arena. La playa es una franja de guijarros y conchillas, y las mareas de cuarenta metros inundan las rocas. Las olas arrastran percebes y caracoles, mejillones, musgo de Irlanda, algas rojas y de otras tonalidades. La resaca esparce erizos de mar y toda suerte de moluscos. Hay algas por todas partes, y muchas veces sus tallos correosos se enredan alrededor de los tobillos del que pasa. En las charcas formadas por la marea crecenanémonas y esponjas, y uno debe ir con cuidado si no quiere pisar los erizos de mar o lastimarse con las afiladas piedras. El agua es tan fría que los nadadores que no han pasado sus vacaciones de verano en este mar helado no pueden soportarla. Yo he descansado en el verdor salvaje de los riscos del Caribe y he navegado las profundidades purpúreas del Mediterráneo. He contemplado la brumainimitable del tórrido verano sobre el Chesapeake, cuando entre el cielo y la bahía se mezclan todos los matices posibles. Hasta me gustan los ríos color pizarra que corren entre los cañones del Oeste, pero nada me parece tan maravilloso como el azul penetrante de la bahía de los Franceses y la bahía de la Colina Azul, y el azul interminable de los caminos Oriental y Occidental que rodean Mount Desert. De hecho, el afecto que uno puede llegar a sentir por la isla se extiende hasta adoptar el acento propio del lugar. Para los ojos de un habitante de Nueva Inglaterra, la vista es tan dulce como el azúcar glaseado.
Hablo hiperbólicamente, pero nadie que recuerde las maravillas de nuestros veranos, como elsorprendente color de las rocas al borde del agua, dejaría de hacerlo. Son de tono albaricoque, luego lavanda y verde pálido, pero al atardecer se tornan de un intenso color púrpura. En el crepúsculo, la costa desde el mar se ve violeta oscuro. Así es nuestra isla en agosto. Junto a la hierba de salina crecen el brezo marino y la rosa silvestre, y en nuestras praderas los gorriones de buche blancosaltan de un tronco podrido a otro. Los antiguos henares huelen a hierba, y las flores silvestres crecen por doquier. En nuestros pantanos y campos y en las grietas entre las salientes de roca en las soleadas laderas de las montañas, crecen violetas azules, acederas del bosque y gaulterias, lilas,geranios silvestres y brezo dorado. Más abajo, en las marismas, es posible encontrar candiles del pantano y hierba de Santa Catalina. Una vez, de niño (estaba yo estudiando los nombres de las flores silvestres), encontré en un bosque cenagoso un ejemplar de orquídea de venas blancas; era una flor de un blanco verdoso, encantadora y tan rara de hallar como un eclipse de luna.
A pesar de la cantidad de turistas que vienen durante el mes de julio, Mount Desert posee todavía un silencio tierno y monumental a la vez. Si uno se pregunta cómo lo monumental puede ser tierno, respondo que estos términos nos remiten a lo hermoso e imponente. En las raras ocasiones en que la cautela me abandona, me siento tentado de hacer lo mismo cuando describo a Kittredge, mi mujer. Su piel blanca no sólo se vuelve luminosa en medio de una pradera pálida, sino que refleja también las sombras de la roca. Veo a Kittredge sentada en medio de esas sombras un día de verano, y sus ojos son tan azules como el mar. También he estado con ella cuando parece tan fría ydesapacible como las tormentas que en marzo azotan la isla. Entonces los campos son pardos, y por la mañana el barro removido mancha la nieve a medias desaparecida. En marzo las tardes no son doradas sino grises, y el sol raras veces brilla sobre las rocas. Algunos precipicios se tornan tansolemnes y terribles como las interminables meditaciones del granito. Al final del invierno Mount Desert es como el puño de un avaro: el cascarón apagado del cielo roza un mar plomizo. La depresión se cierne sobre las colinas. Cuando mi mujer está deprimida no hay color que avive mi corazón, y su piel pierde toda luz impregnándose de palidez. A finales del invierno, excepto los díasen que nieva y las luces de la isla bailan sobre la roca congelada como si fuesen velas de una altísima tarta blanca, no me gusta vivir en Mount Desert. El cielo sin sol pesa sobre nosotros, y puede transcurrir una semana entera sin que nos hablemos. Es una soledad semejante a ladesesperación de un alegre bebedor que lleva días sin tomar un trago. Es entonces cuando los fantasmas empiezan a visitar la Custodia. Nuestra espléndida vivienda es hospitalaria con los fantasmas.
La casa, solitaria en medio de una isla, está a tiro de piedra de la costa occidental de MountDesert. Se llama Doane, en honor a mi tatarabuelo, y sospecho que es objeto de visitas sobrenaturales. Si bien, según mi mujer, se supone que las islas resultan más aceptables para los espíritus invisibles que para esas manifestaciones peculiarmente visibles que son los fantasmas, estoy convencido de que nosotros somos la excepción que confirma la regla.
En la isla Bartlett, al norte, se pasea el fantasma de Muñeco de Nieve Dyer, un excéntrico anciano pescador. Murió en Bartlett en 1870, en la casa de su hermana solterona. De joven había cambiado cinco langostas por un pequeño tomo griego que pertenecía a un erudito de Harvard, experto en los clásicos. La obra era una edición comentada del Edipo rey. El viejo pescador, nuestro muñeco de nieve Dyer, se quedó tan intrigado por las palabras de Sófocles en traducción literal que intentó leer el griego original. Como no sabía pronunciar el alfabeto, inventó un sonido para cada letra. A medida que fue envejeciendo cobró mayor confianza, y solía recitar en voz alta en ese idioma propio mientras caminaba entre las piedras. Dicen que si uno pasa la noche en casa de la hermana, muerta también, puede oír la versión en griego del muñeco de nieve Dyer. Los sonidos no son más salvajes que los truenos y gruñidos de nuestro clima. Bingham Baker, un ejecutivo de una corporación de Filadelfia, vive ahora en la casa con su familia y parece disfrutar con la presencia del fantasma. Al menos, los domingos en la iglesia todos los Baker se ven rozagantes. No sé si oyen los quejidos del invierno en la voz del muñeco de nieve Dyer.
El viejo muñeco de nieve puede ser el fantasma de la isla de Bartlett, pero nosotros tenemos otro en Doane, y no es tan agradable. Un marino, el capitán Augustus Farr, era el dueño y ocupante de nuestra tierra hace dos siglos y medio. Existen alusiones a sus hábitos en un antiguo cuaderno de bitácora que encontré en la biblioteca de Bar Harbour, y se cita un viaje «durante el cual Farr practicó la piratería» y abordó una fragata francesa en el Caribe, se apoderó de su cargamento deazúcar cubano, lanzó la tripulación al mar en un bote (con excepción de los que accedieron a unírsele) y decapitó al comodoro, que murió desnudo porque Farr se había apropiado de su uniforme. En sus últimos años Augustus se había vuelto tan osado que pidió que lo enterraran en suisla del norte -ahora nuestra isla- con el traje del francés.
Yo no he visto nunca a Augustus Farr, pero puedo haber oído su voz. Una noche, no hace mucho, estando solo en la Custodia, al emerger de un sueño me encontré conversando con la pared. «No, marchaos -dije temerariamente-. No sé si podéis reparar vuestras ofensas. Tampoco confío en vos.» Cada vez que recuerdo este sueño -si es que fue un sueño- me estremezco. Se me eriza la piel de la espalda y es como si tuviese puesta una chaqueta de piel de iguana. Vuelvo a oír mi voz. No estoy hablándole a la pared que hay frente a mí sino a una habitación que puedo ver al otrolado de la pared. Allí visualizo una presencia que viste un uniforme raído, sentada en el sillón lleno de marcas de un capitán. Tengo el olor a podrido metido en la nariz. Más allá de las marismas -eso es lo que oigo a través de la ventana, pues no me atrevo a mirar-el mar bulle. ¿Cómo es eso posible cuando la marea está alta? Yo aún no he salido de mi sueño y observo un ratón que correvelozmente por el piso, y siento el fantasma de Augustus Farr al otro lado de la pared. El pelo de la nuca se me eriza cuando baja la escalera hasta el sótano. Lo oigo dirigirse a la Cripta.
Originariamente, debajo del sótano había un refugio subterráneo construido por mi padre alfinalizar la Segunda Guerra Mundial, cuando aún era el dueño de la Custodia. Se enorgullecía de haber sido el primer estadounidense en darse cuenta de las consecuencias de Hiroshima. «Todos necesitan un lugar donde ponerse a cubierto», decía mi padre, Cal Hubbard, dos años antes de vender la propiedad a su primo segundo, Rodman Knowles Gardiner, padre de Kittredge, quien a suvez se la regaló a Kittredge en ocasión de su primera boda. Sin embargo, cuando Rodman Gardiner era el dueño, decidió ir más lejos que mi padre y fue el primero en esta parte de Mame, según tengo entendido, en poseer un refugio antiaéreo completo con latas de conserva, literas, cocina,ventilación y, en la entrada, dos corredores, uno perpendicular al otro. Ignoro qué puede tener que ver con la protección contra la radiación nuclear esa disposición en noventa grados, pero en la época de los primeros refugios antiaéreos había costumbres extrañas. Todavía está allí para nuestro uso: una vergüenza de familia. En Maine no se supone que uno deba proteger tanto la vida.
Yo despreciaba aquel refugio. Dejé que se viniera abajo. La espuma de goma de los colchones de las literas se ha convertido en polvo. El suelo de piedra está cubierto de limo. Las bombillas eléctricas, quemadas hace mucho, están corroídas hasta los casquillos.
No quiero que esto dé una idea falsa de la Custodia. La Cripta -como inevitablemente terminó llamándose el refugio- está treinta metros más abajo que el sótano principal, que es un recinto de piedra, amplio y limpio. La Custodia tiene planta baja, primer piso y ático. Si estamos allí y el tiempo lo permite, son mantenidos razonablemente limpios por una mujer que viene todos los días,y una vez por semana en caso contrario. Sólo la Cripta no recibe atención ninguna. No soporto que nadie baje. Cuando abro la puerta, se eleva del suelo un desagradable olor a humedad. No es raro que los sótanos sean húmedos, pero esto es distinto.
Aquella noche, al emerger del sueño y tropezarme con Augustus Farr, me convencí de que no estaba soñando; lo oí bajar la escalera, me levanté de la cama e intenté seguirlo. No se trataba de un acto de coraje, sino de un interminable acondicionamiento en el arte especial de convertir los peores temores en fortaleza. Una vez, siendo yo adolescente, mi padre me dijo: «Si temes, no vaciles. Métete en dificultades si ése es el curso honesto a seguir».
Era una hipótesis referida al arte del coraje que me vi obligado a refinar considerablemente en las guerras burocráticas, donde la carta que había que jugar era la paciencia. Pero también sabía quecuando el miedo se volvía paralizante había que esforzarse por hacer un movimiento o dejar que el alma pagase las consecuencias. Cuando uno topaba con un fantasma, el curso honesto era claro: había que seguirlo.
Lo intenté. Mis pies estaban tan fríos como los de un cadáver en invierno. Empecé a bajar laescalera. No era un sueño. Frente a mí las puertas se golpeaban con furia. «No regresaré hasta que lo haga», me pareció que decía una voz. Para cuando bajé al primer sótano mi resolución se había debilitado. A la entrada de la Cripta me pareció que más abajo me aguardaba una presencia tanmalévola como la de la criatura más oscura del mar. Ahora mi coraje no era lo suficientemente grande para hacer que mis piernas bajaran diez escalones. Sin aceptar la ira de lo que fuese que estuviera allí abajo, permanecí inmóvil, como si el hecho de no huir salvaguardara una parte de mi honor. Lo diré. Viví en el abrazo intangible de esa malevolencia. Luego Augustus -doy porsentado que era él- se hundió en las profundidades de la Cripta y quedé en libertad de retroceder. Volví a la cama. Dormí como si estuviera drogado por el tranquilizante más potente. Desde esa vez no he vuelto a la Cripta, ni Augustus ha venido a mí.
Sin embargo, su aparición alteró la Custodia. Los objetos se rompen con una frecuencia alarmante, y he visto ceniceros deslizándose por la mesa. Nunca es tan dramático como en las películas. Más bien, se trata de un despliegue de astucia. Uno no puede asegurar que rozó el objeto en cuestión con la manga de la chaqueta, o que el viejo suelo no está bien nivelado. Todo puededeberse a causas naturales, o casi. Vérselas con fenómenos de este tipo es como hablar con un mentiroso hecho y derecho. Las cosas se convierten en otras todo el tiempo. Tras las ventanas, el viento parecía más veloz que nunca al mostrar sus puntos cardinales: siniestro, o santo, suave uhorroroso. Jamás reparé tanto en el viento como después de la visita de Augustus Farr. No se veía a ningún remero y aun así podía oír el ruido de los remos. Otras veces desde la isla principal me llegaba el repicar de las campanas de alguna capilla, pero es un hecho de que no hay allí ninguna torre ni ninguna campana. Oía el sonido de una puerta agitada por el viento, y el susurro del yesocayendo detrás de los listones de madera. De los alféizares salían pequeños escarabajos cuyos caparazones eran tan duros como balas calibre doce. Cada vez que consultaba mis libros en la librería podía jurar que algunos habían sido cambiados de lugar, pero, por supuesto, podía habersido la mujer de la limpieza, o Kittredge, o incluso yo mismo. No importa. Como un charco frío en una habitación cálida, Farr estaba allí.
Sin embargo, y a pesar de todo ello, la Custodia no fue dañada. Una presencia fantasmal no siempre es terrible. Como Kittredge y yo no teníamos hijos, había espacio suficiente para loshuéspedes. Farr era una diversión, algo parecido a vivir con un borracho o un hermano loco. Si sigue siendo un fantasma que no puedo jurar haber visto, aun así puedo hablar de fantasmas como algo real. Algunos fantasmas pueden ser reales.
Un año después, en marzo de 1984, en un vuelo nocturno a Londres desde el aeropuerto Kennedy, Nueva York, con destino final al aeropuerto Sheremetyevo, Moscú, me puse a leer yreleer la docena de páginas mecanografiadas que describían mi casa en la isla de Doane, Mame. No me atrevía a detenerme. Estaba en un estado de ansiedad que parecía prometer volverse inmanejable. Esas doce páginas eran el primer capítulo de lo que había dado en llamar el manuscrito Omega. Tenía otro, el manuscrito Alfa, que en un momento ocupó veintiocho centímetros de ancho de un armario cerrado con llave al lado de mi escritorio en la Custodia. Esta obra podía jactarse de poseer más de dos mil páginas mecanografiadas, pero era formidablemente indiscreta, razón por la cual la transferí a microfilme y destrocé las hojas originales en unatrituradora. Ahora tenía conmigo el manuscrito Alfa en dos mil cuadros de microfilme envueltos en camisas de papel cristal, herméticamente guardados en un sobre de papel manila de veinte por treinta centímetros. Había escondido este delgado, e incluso elegante paquete, de un espesor no mayor a medio centímetro, en la cavidad de una maleta especial, tamaño mediano, que poseíadesde hacía años y que ahora viajaba en la bodega del avión de la British Airways que me transportaba en la primera etapa de mi vuelo, Nueva York-Londres, y que luego me llevaría a Moscú. No volvería a verlo hasta que abriese mi maleta, ya en Rusia.
Mi otro manuscrito, el Omega -su extensión era moderada: ciento ochenta páginas-, escrito recientemente y por lo tanto no pasado a microfilme, iba en mi maletín debajo del asiento. Si había pasado los primeros cien minutos del viaje en el limbo, es decir, en medio de la clase económica, pensando con angustia en mi llegada a Londres, el cambio de aviones y, por supuesto, mi eventualllegada a Moscú, me sentía incapaz de explicarme a mí mismo por qué me había embarcado. Como un insecto inmovilizado por una ráfaga de veneno, iba sentado en mi asiento, reclinado hasta el máximo de ocho centímetros permitido en clase turista. Leí una vez más las primeras catorce páginas del manuscrito Omega. Estaba en esa especie de medio estupor en que uno siente laspiernas demasiado pesadas como para poder moverlas. Mientras tanto, los nervios saltaban como botones que se iban encendiendo en un juego electrónico. Mi vecino era la náusea.
Faltaban algunas horas para llegar a Londres, de modo que me sentí obligado a leer el resto deOmega, las ciento sesenta y cinco páginas restantes, después de lo cual rompería las hojas y arrojaría por la taza del water tantas como pudiese tragar el limitado artefacto del avión de la British Airways, y reservaría el resto para las gargantas más resistentes del lavabo de hombres en la sala de tránsito de Heathrow. Observar las tiras de papel girando y a punto de ahogarse en elgorgoteo camino de la taza del water, casi me produjo vértigos.
Mi ansiedad se debía al dolor de la pérdida. Todo el último año lo había pasado trabajando en Omega. Era cuanto tenía para mostrar después de doce meses de tumulto interior. Lo había releídono menos de cien veces durante los meses en que página a página, lentamente, sus capítulos avanzaban, y ahora lo leería por última vez. Estaba diciendo adiós a un manuscrito que durante el último año me había acompañado a través de los recuerdos de algunos de los peores episodios de mi vida. Pronto, en unas pocas horas más, tendría que librarme de su contenido, sí, rompería laspáginas en mitad de un párrafo, y luego, reducidas a cuartos, las arrastraría el agua por las cloacas. Si bien no me atrevía a emborracharme, pedí un scotch a la azafata y lo bebí de un trago, brindando por los últimos instantes de Omega.
Después que dejé atrás Camden se levantó viento y la niebla desapareció, pero pronto se hizo más difícil conducir. El tiempo cambió y empezó a caer una lluvia fría. En algunas curvas de la carretera se había formado hielo. Los neumáticos patinaban, produciendo un ruido parecido al de un coro en una iglesia de campo rodeada por los demonios del bosque. De vez en cuando aparecía unpueblo de puertas cerradas donde las ocasionales luces de la calle brillaban igual que balizas en el mar. Las vacías casas veraniegas, alineadas cual tumbas en un cementerio, se erguían como testigos.
Me sentía culpable. El camino se había convertido en una mentira. Algunos tramos estaban aceptablemente transitables, pero otros parecían de vidrio. Conducía con la punta de los dedos, ypensé que mentir era un arte: una buena mentira tenía que ser equivalente a una obra de arte. El mejor mentiroso de la tierra debía de ser el monarca del hielo, que dominaba desde su trono las curvas del camino.
Atrás, en Bath, estaba mi amante, y cerca de la isla de Mount De-sert me esperaba mi mujer. El monarca del hielo había instalado a sus agentes en mi corazón. Les ahorraré la historia que le conté a Kittredge acerca de una pequeña transacción que me tendría ocupado en Portland hasta la noche, por lo que regresaría tarde a Mount Desert. No, mi transacción había tenido lugar en Bath, en losalegres brazos de una de las esposas de Bath, quien no tenía demasiado que ofrecer en comparación con mi cónyuge. La mujer que había dejado en Bath era agradable, mientras que mi querida esposa era una belleza. Chloe era jovial, y Kittredge era -pido disculpas por usar una expresión tanpetulante- distinguida. Debo aclarar que Kittredge y yo, aunque sólo somos primos terceros, nos parecemos mucho: hasta la nariz es igual. Chloe, por su parte, es bastante vulgar. Rolliza y abundante, durante el verano trabajaba como camarera en una posada yanqui. (Digamos que en realidad se trataba de un restaurante del tipo «posada yanqui», administrado por un griego.) Unanoche por semana (la que el griego se tomaba libre) Chloe se enorgullecía de servir como anfitriona interina. Yo ayudaba a que sus ingresos se incrementaran un poco. Es posible que otros hombres también lo hicieran. No lo sabía. No me importaba. Era como un menú que yo estaba preparadopara consumir una o dos veces al mes. De vivir ella al otro lado de la colina, tal vez la habría visitado tres o más veces a la semana, pero Bath estaba a mucho más de ciento cincuenta kilómetros del trasero (así llamamos a la costa de atrás) de Mount Desert, de modo que la veía cuando podía.
Pienso que una relación con una amante a quien se frecuenta tan poco es algo útil para lacivilización. Si en vez del mío se hubiese tratado de otro matrimonio, habría dicho que una doble vida llevada con tanta moderación debía de ser excelente, ya que haría más interesantes a las dos mitades. Uno podría seguir enamorado de su mujer, no de manera total, pero por lo menosprofundamente. Después de todo, mi ocupación ofrecía cierta sabiduría en cuestiones como éstas. ¿Empezamos hablando de fantasmas? Mi padre comenzó una dinastía de espectros que yo continúo. En los servicios de Inteligencia, buscamos descubrir cómo están divididas las categorías del corazón. Una vez hicimos en la CIA un estudio psicológico en profundidad y descubrimos,consternados (horrorizados, en realidad), que un tercio de los hombres y mujeres que pasaban nuestro control de seguridad estaban tan divididos que podían convertirse en agentes de una potencia extranjera. «Los desertores en potencia son, por lo menos, tan numerosos como los alcohólicos en potencia» fue la alentadora conclusión.
Por lo tanto, después de trabajar tantos años con personas imperfectas aprendí a vivir un poco con las fallas de los demás, siempre que no significaran un peligro excesivo. Sin embargo, mi propia deserción del absoluto matrimonial me dejaba enfermo de miedo. La noche a la que me he venido refiriendo, en que avanzaba a ciegas, estaba casi seguro de que tendría un accidente. Me sentía atrapado en negociaciones invisibles y monstruosas. Me parecía (sin ningún atisbo de lógica).que si permanecía vivo, a los demás les ocurrirían cosas terribles. ¿Pueden entenderlo? Yo no lo intento, pues estoy convencido de que en esa forma de pensar acecha la lógica del suicida.
Kittredge, cuya mente es brillante, rica en intuiciones, observó en una oportunidad que el suicidio se entendería mejor a partir de la suposición de que no había una, sino dos razones para cometerlo: las personas pueden matarse por la razón obvia de que están acabadas, espiritualmente humilladas a la enésima potencia; igualmente, pueden ver su suicidio como la honorable finalización de un terror profundamente arraigado. Algunas personas, decía Kittredge, están tan comprometidas con los espíritus malignos que se creen capaces, con su solo deseo, de destruir ejércitos enteros de malignidad. Es como incendiar un granero para exterminar las termitas que de lo contrario podríaninfestar la casa.
Lo mismo es posible afirmar acerca del asesinato, un acto abominable que, no obstante, puede ser patriótico. Kittredge y yo no hablábamos mucho de asesinato. Era un tema que nos avergonzaba, particularmente a mí. Mi padre y yo pasamos casi tres años de nuestras vidas tratando de asesinar aFidel Castro.
Permítanme regresar, sin embargo, a esa carretera cubierta de hielo. Mi instinto de conservación mantenía el volante con una ligera presión, pero mi conciencia estaba lista para triturarlo. Habíaquebrantado algo más que un voto matrimonial: había roto un voto de amantes. Kittredge y yo éramos un par de amantes fabulosos, y no me refiero a nada tan vigoroso como copular hasta que aullen los perros. Simplemente me atengo a la raíz de la palabra. Éramos amantes fabulosos. Nuestro matrimonio era la conclusión de uno de esos austeros mitos que nos instruyen en latragedia. Si sueno como un asno por hablar de mí en un tono tan elevado es porque me siento incómodo cuando describo nuestro amor. Por lo general, no me refiero a él. La felicidad y la tristeza absoluta manan de una herida común.
Me atendré a los hechos. Son brutales, pero mejores que una ofuscación sentimental. Kittredge sólo había tenido dos hombres en su vida: su primer marido y yo. Empezamos nuestra relación mientras ella todavía estaba casada con él. Poco tiempo después de que empezara a traicionarlo -era la clase de hombre que hablaría de una traición- el marido tuvo una caída terrible cuando escalaba una montaña y se quebró la columna. Era el guía, y al perder pie arrastró consigo al muchacho que estaba amarrado a él en el saliente de roca. El ancla se soltó con la sacudida. Christopher, el adolescente que murió en la caída, era el único hijo del matrimonio.
Kittredge jamás pudo perdonárselo a su marido. El chico tenía dieciséis años y no coordinaba demasiado bien los movimientos. Nunca debió haber sido llevado a escalar esa ladera en particular. Además, ¿cómo perdonarse a sí misma? Nuestra relación le pesaba. Sepultó a Christopher y cuidó de su marido las quince semanas que permaneció en el hospital. Una noche, poco tiempo después deque él volviese a casa, Kittredge decidió meterse en la bañera y cortarse ambas muñecas con un afilado cuchillo de cocina, después de lo cual se recostó, dispuesta a desangrarse hasta morir. Pero fue salvada.
Por mí. Desde el día del accidente no había permitido que nos pusiéramos en comunicación. Ese hecho tan terrible había abierto un espacio entre nosotros como una fisura en la tierra que separara dos casas vecinas a un kilómetro de distancia. Bien podría haber sido decretado por Dios. Me dijo que no fuese a verla. No lo intenté. Sin embargo, esa noche que se cortó las venas, volé deWashington a Boston y de allí a Bangor, donde alquilé un coche y me dirigí a Mount Desert presa de un brutal desasosiego. Oí que me llamaba desde las cavernas más profundas de su ser, de las que ni siquiera ella tenía conciencia. Llegué a la casa y la hallé sumida en el silencio. Entré por una ventana. En la planta baja estaban el inválido y su enfermera; en el primer piso Kittredge,presumiblemente dormida en la cama. Vi la puerta del cuarto de baño cerrada; ella no contestó. Entonces rompí la puerta. Si me hubiese demorado diez minutos habría sido demasiado tarde.
Reanudamos nuestra relación. Ahora no había cuestionamientos. Estremecidos por la tragedia,reafirmados por la pérdida y dignificados por pensamientos compartidos, nos sentíamos profundamente enamorados.
Los mormones creen que uno no se casa para esta vida solamente: si contrae enlace en el Templo, pasará la eternidad con su pareja. Yo no soy mormón, pero medidos incluso por una vara tan elevada, estábamos enamorados. No concebía que pudiese llegar a aburrirme en compañía de mi mujer, tanto en la vida como en la muerte. El tiempo transcurrido con Kittredge viviría para siempre; los demás nos interrumpían como si entraran en nuestro cuarto con un reloj en la mano.
No había empezado así nuestra relación. Ya antes del accidente nos queríamos mucho. Como éramos primos terceros, la sombra del incesto intensificaba la dicha. Pero se trataba de un afecto calificado, de primer nivel. No estábamos en absoluto preparados para morir el uno por el otro, ahora que habíamos superado una pésima racha. Su marido, Hugh Montague -Harlot- cobró más importancia en mi psique que mi pobre propio yo. Había sido mi tutor, mi padrino, mi padre sustituto y mi jefe. Entonces yo tenía treinta y nueve años, pero ante su presencia me sentía un muchacho de veinte. Cohabitar con su mujer hacía que me viera a mí mismo como un cangrejo ermitaño que acababa de mudarse a un caparazón más impresionante; simplemente esperaba que medesalojaran.
Naturalmente, como cualquier amante reciente en una relación tan importante, yo no le preguntaba a Kittredge cuáles eran sus motivos. Bastaba con que me deseara. Pero ahora, despuésde doce años juntos, diez de ellos como marido y mujer, puedo dar una razón. Estar casado con una buena mujer es vivir con tiernas sorpresas. Amo a Kittredge por su belleza y -debo decirlo- por su profundidad. Ambos sabemos que su pensamiento es más profundo que el mío. Aun así, a menudo me siento desconcertado ante la aparición de un espacio sorprendente en el brillante funcionamientode su mente. No ha tenido una carrera semejante a la de otras mujeres. No conozco muchas graduadas de Radcliff que hayan trabajado para la CIA.
Ítem: La noche en que hicimos el amor por primera vez, hace doce años, llevé a cabo ese simpleacto de homenaje con los labios y la lengua que muchos de nuestros graduados universitarios están preparados para ofrecer en el transcurso del acto. Kittredge, al sentir una serie totalmente inusual de sensaciones en el arco que va de muslo a muslo, exclamó: «Hace años que esperaba esto». En seguida afirmó que me aproximaba a la perfección pagana. «Eres el cielo del diablo», dijo. (¡No haynada como la sangre escocesa!) No parecía tener más de veintisiete años esa primera noche, pero había estado casada dieciocho años y medio de sus cuarenta y uno. Me dijo que Hugh Tremont Montague (¿quién no le habría creído?) era el único hombre que había conocido. Por otra parte,Harlot era diecisiete años mayor, y de muy alto grado en el escalafón. Como una de sus habilidades era trabajar con los agentes dobles más calificados, había desarrollado un sentido finísimo para detectar las mentiras de las otras personas, mayor aún que el sentido al que éstas podían llegar a aspirar jamás. Para entonces ya no confiaba en nadie y, por supuesto, nadie a su alrededor podíaestar seguro de cuándo Harlot decía la verdad. En aquellos lejanos días, Kittredge solía quejarse de que no sabía si él era un modelo de fidelidad, una abominación de infidelidad o un pederasta encubierto. Creo que empezó su relación conmigo (si preferimos escoger el motivo malo en vez delbueno) porque quería averiguar si era capaz de llevar a cabo un operativo bajo sus propias narices sin que él se diera cuenta.
El buen motivo vino después. Su amor hacia mí se profundizó no porque le hubiese salvado la vida sino porque fui sensible a la mortal desesperación de su espíritu. Ahora sé que para la mayoríade la gente esto no basta. Nuestra relación recomenzó. Esta vez hicimos del amor un valor absoluto. Ella era la clase de mujer que no puede concebir continuar en una situación así sin casarse. El amor era un estado de gracia, y debía ser protegido por muros sacramentales.
Por lo tanto, se sintió obligada a decírselo a su marido. Fuimos a Hugh Tremont Montague y élconsintió en darle el divorcio. Posiblemente ése haya sido el momento más infeliz de mi vida. Yo le temía a Harlot como quien teme a un hombre que es capaz de decidir la muerte de otros. Antes del accidente, cuando era alto y delgado y parecía perfectamente constituido, se comportaba siemprecomo si la autoridad con que contaba fuese sagrada. Alguien de arriba lo había ungido.
Ahora, con la columna fracturada, confinado en la silla de ruedas, seguía teniendo autoridad. Pero eso no era lo peor; yo aún lo reverenciaba. No sólo había sido mi jefe, sino mi maestro en el único arte espiritual que respetan los muchachos y los hombres estadounidenses: el machismo.
Daba lecciones vitales de cómo comportarse con gracia aun en situaciones de presión extrema. La hora que Kittredge y yo pasamos juntos a ambos lados de su silla de ruedas es una contusión en la carne de la memoria. Recuerdo que se echó a llorar antes de que terminásemos.
Yo no podía creerlo. Más tarde, Kittredge me dijo que fue la única vez que lo vio llorar. Se le sacudían los hombros, le subía y le bajaba el diafragma, las piernas tullidas permanecían inmóviles. Era un lisiado reducido a su dolor. Nunca olvidé esa imagen. Si comparo este abominable recuerdo a una contusión, debo agregar que nunca se curó del todo. Se oscureció. Estábamos sentenciados a conservar un gran amor.
Kittredge tenía fe. Para ella, creer en la existencia del absurdo era entregarse al demonio. Estábamos aquí para ser juzgados. De modo que nuestro amor sería medido por las alturas a las que pudiera trepar desde la mazmorra de sus bajos comienzos. Yo me suscribí a su fe. Para nosotros, erala única creencia posible.
Por eso, ¿cómo pude pasar mis horas más recientes de este gris día de marzo derramándome y deslizándome sobre los extremadamente amistosos pechos y vientre de Chloe? Los besos de mi amante eran como caramelo, blandos y pegajosos, interminablemente húmedos. Era indudable que, desde la secundaria, Chloe había estado haciendo el amor con la boca a sus amigos. Su surco era un meollo bien lubricado, sus ojos sólo se iluminaban cuando estaba excitada. Si por un momento nos deteníamos, ella se ponía a hablar con la más feliz de las voces sobre lo primero que le venía a lacabeza. Su charla siempre se refería a caravanas (vivía en una), a lo fácilmente que se incendiaban, y a camioneros con grandes acoplados que pedían una taza de café con aires de gran importancia. Contaba anécdotas de antiguos novios a quienes veía en el comedor del pueblo.
«Vaya -dije como si me dirigiera a mí mismo-, cuánto ha estado comiendo. ¡Gordo!» Luego tuve que preguntarme: «Chloe, ¿es tu culo eso tan grande que tienes detrás?». Le eché la culpa a Bath. «Aquí no hay otra cosa que hacer en invierno más que comer, y buscar a tíos tan hambrientos como tú.» Me dio una palmada amistosa en las nalgas como si jugásemos en el mismo equipo (ungesto típico en los pueblos pequeños cuando alguien quiere saber cuánto vale una persona) y volvimos a lo nuestro. Había un deseo en mi carne (despertado por la gente común) que ella accionaba con sólo apretar un gatillo. Deslizarse y resbalar y cantar a coro, mientras ululan losdemonios del bosque.
La conocí fuera de temporada en el restaurante donde trabajaba. Era una noche tranquila, y yo no solamente estaba solo sino que era el único comensal en esa sección del salón. Me atendió con aire amigable y sereno, compenetrada con la idea de que una comida que me gustase era másconveniente para ella que una comida que no me gustase. Como otras buenas personas materialistas, también era maternal: consideraba que el dinero venía en varias clases de sabores emocionales. Se necesitaba dinero feliz para comprar un artefacto confiable.
Cuando pedí el cóctel de gambas meneó la cabeza.
«No pida gambas -dijo -. Han muerto y resucitado tres veces. Pida la sopa de mariscos.»
Eso hice. Me guió en mi elección durante toda la comida. Quería que la bebida estuviera bien. Todo lo hacía sin aspavientos: yo quedaba libre para refugiarme en mis propios pensamientos, ellaen los suyos. Charlábamos con el excedente que nos dejaba el estado de ánimo. Puede que una de cada diez camareras disfrute tanto con un cliente solitario como Chloe. Al cabo de un rato me di cuenta de que me sentía muy cómodo con ella, y eso que se trataba de una conquista accidental, lo cual no era mi estilo.
Volví al restaurante otra noche tranquila y ella se sentó y tomó el postre y el café conmigo. Me contó acerca de su vida. Tenía dos hijos, de veinte y veintiún años. Vivían en Manchester, New Hampshire, y trabajaban en la fábrica de papel. Declaró tener treinta y ocho años, y dijo que sumarido se había separado de ella hacía cinco. La sorprendió con otro. «Tenía razón. Yo era una borracha entonces, y uno no puede confiar en una borracha. Tenía los tobillos gordos y redondos como patines.» Rió de tan buena gana que parecía estar contemplando su propio retozar pornográfico.
Fuimos a su caravana. Tengo una habilidad que, creo, fue desarrollada por mi profesión. Me concentro en lo que tengo entre manos. Puedo hacer caso omiso de crisis interdepartamentales, infracciones burocráticas, filtraciones de información secreta, incluso ataques del inconsciente, como mi primera infidelidad a Kittredge. Tengo un paquete que considero de tipo medio, buen servidor, una polla tan vulnerable como la de cualquiera. Vibra cuando la alientan y se marchita cuando la culpa se aproxima. De modo que es un testimonio de mi poder de concentración y de las exhibiciones voluptuosas de Chloe (puede decirse que es un crimen contra el placer público verlacon ropa) el que, considerando la singularidad y la magnitud de mi transgresión matrimonial, sólo hubiera un asomo de flaccidez, de vez en cuando, en el buen muchacho de allí abajo. La verdad es que tenía hambre de lo que Chloe podía ofrecer.
Veamos si puedo explicarlo. Hacer el amor con Kittredge era -lo diré una vez más- un sacramento. No me siento cómodo cuando intento hablar de ello. En cambio, cuando hablo de Chloe puedo decirlo todo. Eramos como niños en un granero: Chloe incluso olía a tierra y heno. Pero abrazar a Kittredge era una ceremonia.
No quiero decir que fuésemos solemnes o medidos. Si no sentíamos un verdadero deseo, podíamos pasarnos un mes sin hacer el amor. No obstante, cuando sucedía, sucedía de verdad. Después de todos nuestros años juntos, seguíamos lanzándonos el uno sobre el otro. Kittredge, por cierto, era tan feroz como uno de esos animales del bosque, de garras y dientes afilados y pielhermosa, que no se pueden domesticar del todo. A veces, en el peor de los casos, me sentía como un gato macho con un mapache. Mi lengua (en una oportunidad la llave del cielo del diablo) raras veces estaba en su pensamiento. Nuestro acto estaba más bien subordinado a corrernos al mismotiempo, crueldad con crueldad, amor con amor. Cuando destellaba el relámpago y nuestras almas se estremecían al unísono, yo veía a Dios. Después venían la ternura y el dulcísimo conocimiento doméstico de cuan raros y maravillosos éramos el uno con el otro. Con Chloe, por supuesto, no era así en absoluto. Con Chloe todo era precipitado, prepararse para la venta, luego el pozo surtidor ydescubrir petróleo juntos. Cuando me recuperaba me sentía caído y viscoso y fértil como la tierra. Uno puede cultivar flores en su propio culo. Mientras conducía, con el corazón en la boca y el hielo del camino en mis dedos congelados, supe nuevamente qué era lo que Chloe me daba. Igualdad. Noteníamos nada en común excepto nuestra igualdad. Si nos convocaban para ser juzgados, podíamos acudir tomados de la mano. Nuestros cuerpos se correspondían en profundidad, y sentíamos el afecto de zanahorias y guisantes en la misma sopa de carne. Nunca había conocido a una mujer que fuera tan físicamente igual a mí como Chloe.
Kittredge, por su parte, era la ex consorte de un noble caballero, ahora un noble caballero lisiado. Yo me sentía como el escudero de un romance medieval. Mientras mi caballero luchaba en las cruzadas, yo entretenía a su dama. Si bien habíamos hallado la manera de forzar la cerradura desu cinturón de castidad, yo aún tenía que subir la escalera. Podíamos contemplar juntos el relámpago y las estrellas, pero el dormitorio seguía siendo su alcoba. Nuestro éxtasis era tan austero como el brillo de las luces fosforescentes sobre las aguas del Mame. Yo no veía la Creación, sino que tenía visiones esporádicas del cielo. Con Chloe me sentía como uno más del equipo con suenorme tráiler.
Conduciendo en una noche tan insegura como aquélla -con el aguanieve a punto de convertirse en hielo-no había manera de meditar mucho tiempo. Los pensamientos saltaban ante mí. Fue así como vi que Chloe tenía la forma de una esposa, mientras que Kittredge seguía siendo mi dama. Enla mayor parte de las relaciones amorosas, un beso puede hacernos recordar una boca que hemos conocido. Lubrica el matrimonio tener una esposa que nos haga recordar a otras mujeres. Muchas uniones conyugales son meras sublimaciones de orgías en las que uno jamás ha participado. ConKittredge difícilmente disfrutaría de la promiscuidad de hacer el amor a una mujer que podría servir como sustituía de muchas.
Una vez, alrededor de un mes después de casarnos, me dijo:
–No hay nada peor que quebrantar los votos. Siempre he pensado que el universo se sostiene gracias a las pocas promesas solemnes que se cumplen. Hugh era horrendo. No se podía confiar en su palabra. Sé que no debería decirte esto, querido, pero cuando tú y yo empezamos, me pareció todo un logro. Supongo que era lo más valiente que había hecho hasta entonces.
–Nunca seas tan valiente conmigo -le dije, y no era una amenaza.
En el inseguro centro de mi voz, le estaba suplicando.
–No lo seré, jamás.
Bien podría haber tenido los ojos de un ángel si no hubiese sido por aquel trazo de niebla en el azul. Era una filósofa que siempre estaba tratando de percibir objetos a gran distancia.
–No -dijo-, hagamos una promesa. Honestidad absoluta entre nosotros. Si cualquiera de los dos tiene una relación con otra persona, debe decírselo al otro.
–Lo prometo -dije.
–Por Dios, con Hugh nunca estaba segura. ¿Será ésa una de las razones por las que se aferró a ese espantoso nombre de Harlot? Ramera. – Se interrumpió. Hiciera lo que hiciese, Harlot estabaahora atado a una silla de ruedas -. Pobre Gobby -dijo por fin.
Cualquier compasión que pudiese sentir todavía por él estaba en ese apodo.
–¿Por qué Gobby?
Con Kittredge había un tiempo para cada cosa. Nunca se lo había preguntado antes.
–La vieja bestia de Dios. Ése es su nombre.
–Uno de sus nombres, de todos modos.
–Ah, querido. Me encanta poner nombres a la gente. Al menos a la gente que quiero. Es laúnica forma permitida de ser promiscuo. Ponernos miles de nombres.
Con los años me había enterado de algunos. Hugh tenía un bigote fino, de pelo entrecano, típico de un coronel inglés de caballería. Kittredge solía llamarlo Trimsky. «Tan brillante como León Trotski -decía-, pero diez veces mejor.» Más tarde descubrí que esa vez no había sido original.Fue Allen Dulles quien lo bautizó así. Fue durante la guerra, cuando Hugh trabajaba en Londres para la OSS. Al parecer, Dulles se lo dijo a Kittredge el día de la boda. Kittredge había estado loca por Allen Dulles desde que lo conoció en una fiesta en Georgetown a la que la llevaron sus padresdurante las vacaciones de Pascua en su segundo año en Radcliffe. Ay, pobres los muchachos de Harvard que trataron de deslumbrar a Kittredge una vez que Allen Dulles le dio un beso en la mejilla para despedirse.
Poco tiempo después de la boda comenzó a usar el nombre de Trimsky para llamar a HughTremont Montague. Él, a la vez, le ponía apodos. Uno era Ketchum, por Ketchum, Idaho (pues el nombre completo de Kittredge era Hadley Kittredge Gardiner; el primer nombre había sido tomado de Hadley Richardson, la primera mujer de Hemingway, a quien el padre de Kittredge, RodmanKnowles Gardiner, había conocido en París en los años veinte, y que, según él, era la «mujer más simpática del mundo»).
Me llevó bastante tiempo aprender la metamorfosis de los nombres de mi amada. Ketchup se evitó, pero por asociación de ideas, Ketchum pasó a ser durante un tiempo Pelirroja, lo que eraperfecto, ya que el pelo de Kittredge era negro como el ala de un cuervo (y la piel blanca como el mármol). Supe cuánto podía llegar a sufrir un amante cuando Kittredge me confesó que, en noches notables, Hugh Montague la llamaba Llamarada. Quizá las personas de Inteligencia cambiaban los nombres como los muebles de una habitación.
De todos modos, Gobby era el apodo posmarital.
–Aborrecía -decía Kittredge- la idea de que no podía confiar en la honestidad personal de Gobby. ¿Prometes, querido, que habrá honestidad entre nosotros?
–La habrá.
En el recuerdo, el coche patinó durante un tiempo más largo de lo que se tarda en contarlo. La pared del bosque, en un costado, se me vino encima y el automóvil se desvió cuando giré el volante, de modo que me precipité peligrosamente a través del carril, hacia la otra pared de pinos en el borde opuesto de la carretera, que de repente se convirtió en el lado más próximo. Pensé por un instante que había muerto y era un diablo, porque la cabeza parecía puesta al revés; miraba, camino abajo, la curva de la que acababa de salir. Luego, tan lentamente como si estuviera en el mar en medio de un remolino, el camino empezó a dar vueltas. Interminablemente. Me sentía como una mota de polvo en una mesa giratoria. De pronto, el coche y yo empezamos a avanzar hacia delante otra vez. Había patinado noventa grados a la derecha, luego había dado una vuelta de trescientos sesenta grados en sentido contrario a las manecillas del reloj, no, de noventa grados más hasta encontrarme avanzandoen forma recta, por fin, después de un giro de cuatrocientos cincuenta grados. Pero estaba más allá del miedo. Me sentía aturdido, como si hubiera caído de la ventana de un décimo piso y aterrizado en una red de bomberos. «Millones de criaturas -dije en voz alta al coche vacío- caminan por la tierra sin ser vistas, cuando estamos despiertos o dormidos.» Después de lo cual, mientras avanzabaa cuarenta kilómetros por hora, demasiado débil y eufórico como para detenerme, agregué, en honor a los versos que acababa de recitar: «Milton, El paraíso perdido». Entonces pensé que hacía un par de horas que Chloe y yo nos habíamos levantado de la cama para ir a un bar a tomar una copa dedespedida. Nos sentamos en un reservado cuyos asientos de cuero de imitación rojo tenían agujeros por los que asomaba el relleno. Justo después de que nos trajeran las bebidas, tiré sin querer una de las copas con un movimiento del brazo; el cristal se rompió en pedazos tan intolerablemente pequeños que pareció que nada podía mantenernos unidos por más tiempo. Debido a ello Chloe yyo caímos en una desusada depresión, y en ese abatimiento seguíamos sumidos en el momento de decirnos adiós. La infidelidad flotaba en el ambiente como un fantasma horrendo.
Me puse a pensar en los millones de criaturas invisibles que caminaban por la tierra.¿Susurrarían al oído de Kittredge mientras dormía, igual que una vez, hacía ya once años, me habían convocado a mí cuando ella se aprestaba a cortarse las venas? ¿Quién dirigía los sistemas de espionaje que regían en el océano de los espíritus? Para no causar una conmoción, un espía necesitaba pensamientos delgados como rayos láser. El espía que copiaba documentos secretossemana tras semana y año tras año, ¿podía librarse del miedo espantoso de que este mar sobrenatural de fechorías pudiera filtrarse en el sueño del hombre capaz de apresarlo?
En la zona de descanso había una cabina telefónica. Detuve el coche. Sentía pánico de hablarcon Kittredge. De pronto, me pareció que si no me comunicaba con ella de inmediato, la última barrera entre nuestras mentes se desplomaría.
¿Qué puede aproximarse más a la era del hielo que una cabina telefónica corroída y picada de viruelas en una carretera congelada de Maine? Me vi obligado a pedir auxilio a la telefonista, quetuvo problemas para repetir el número de mi tarjeta de crédito. Movía las piernas para mantener el calor. Pasó un rato antes de que la maquinaria de la compañía telefónica surgiese de su gélido sopor. El teléfono sonó cuatro, cinco, seis veces y luego me estremecí de amor al oír el sonido de la voz de Kittredge. Recordé de pronto cómo mi corazón había reaccionado con igual júbilo una noche oscura en Vermont, cuando solo en una canoa vi que una galaxia de luz iluminaba cada ondulación de las negras aguas de la laguna al asomar la luna llena en la confluencia de dos redondas colinas. Con la certidumbre de un druida sentí que mi corazón se exaltaba. Conocí unaextraña paz. Así también, la voz de Kittredge dio tranquilidad a los afligidos túneles de mi aliento. Era como si nunca antes hubiera oído su voz. Nadie podrá decir que no amaba a mi mujer, pues después de once años de matrimonio era capaz todavía de descubrir sus maravillas. La mayor parte de los tonos de voz me llegan a través de filtros y pantallas acústicas. Oigo a personas quecontrolan la laringe para transmitir calor o frío, honestidad, confianza, censura, aprobación. Tenemos voces falsas, aunque apenas lo sean. Después de todo, nuestro discurso es el primer instrumento de nuestra voluntad.
La voz de Kittredge surgió de su ser como una flor que se abre, sólo que yo nunca supe cuál era la primera floración. Su voz era tan sorprendente cuando estaba enojada como cuando expresaba amor; nunca estaba prevenida para un cambio de sentimientos. Sólo los que tienen la convicción (por modesta que sea) de que son una parte indispensable del universo, pueden hablar con esa falta
de consideración por el modo en que los demás reciben su tono de voz.
–Harry, me alegra que llames. ¿Te encuentras bien? Hoy he tenido tantos presentimientos…
–Estoy bien. Pero la carretera es un desastre. Ni siquiera he llegado a Bucksport.
–¿Realmente estás bien? Suenas como si te acabaras de afeitar la nuez de Adán.
Reí con tanta fuerza como un empresario japonés turbado. Ella solía decir que si no fuera por mi prominente nuez de Adán yo sería tan alto, apuesto y moreno como Gary Cooper o Gregory Peck.
–Estoy bien -insistí-. Creo que necesitaba hablar contigo.
–Yo era quien necesitaba hablar contigo. ¿A que no imaginas lo que ha llegado hoy? Un telegrama de nuestro amigo. Es desmoralizador. Después de mostrarse agradable durante tanto tiempo, ahora parece totalmente trastornado.
Estaba hablando de Harlot.
–Bien -dije-, no puede ser tan malo. ¿Qué dice?
–Te lo diré después. – Hizo una pausa-. Harry, quiero que me prometas algo.
–Sí. – Lo sabía por el tono de su voz-. ¿Qué presentimiento tienes?
–Conduce con mucho cuidado. La marea está muy alta esta noche. Por favor, llámame apenas llegues al muelle. Desde aquí puedo oír cómo ruge el agua.
No, su voz no ocultaba nada. Los tonos volaban en todas las direcciones como si estuviera afanándose en un bote zarandeado por las olas.
–Tengo los pensamientos más extraños -dijo-. ¿No acabas de tener un patinazo terrible?
–Nunca he tenido uno peor -respondí.
Los cristales de la cabina telefónica estaban cubiertos de hielo, pero aun así el sudor corría por mi espalda. ¿Cuán cerca de mí podía estar sin enterarse del tumulto real?
–Estoy bien, te lo repito. Creo que lo peor ya ha pasado. O al menos eso me parece. – Me arriesgué-. ¿Se te ha ocurrido alguna otra idea?
–Estoy obsesionada con una mujer -dijo.
Asentí resueltamente. Me sentía como un boxeador que no está seguro de cuál de las dos manos de su oponente debería respetar más.
–¿Obsesionada con una mujer? – pregunté.
–Una mujer muerta -dijo Kittredge.
Podrán imaginar el alivio que sentí.
–¿De la familia?
–No.
Cuando murió la madre de Kittredge, me desperté más de una noche y vi a Kittredge sentada junto a la cama, con la espalda vuelta hacia mí, hablando animadamente con la pared desnuda en la cual (no se avergonzaba de decirlo) veía a su madre. (Cuánto tenía esto que ver con mi sueño deformado -llamémoslo así- de Augustus Farr es, por supuesto, una buena pregunta.) Sin embargo, en aquellas ocasiones estaba claro: Kittredge entraba en una especie de trance. Tal vez se encontraba totalmente despierta, pero sin reparar en mi existencia. Cuando a la mañana siguiente lecontaba alguno de estos episodios, no sonreía ni me miraba con ceño. Mi relato de sus acciones no la perturbaba. Le parecía propio del reino de la noche que hubiera ocasiones en que los muertos que en vida habían estado cerca de uno hablaran desde el más allá. Por supuesto que su hijo Christopher nunca había vuelto, pero el golpe que había recibido prácticamente lo había destrozado. Su muerte era diferente. Había caído en el abismo sin fondo de la vanidad paterna. De este modo, sudesaparición era definitiva, inalcanzable para cualquiera. Éste era el modo en que razonaba Kittredge.
Kittredge tenía sangre de las tierras altas escocesas por ambas partes, y es sabido que algunos habitantes de esas regiones son celtas hasta la raíz. No todos los escoceses se conforman con los bancos, la práctica presbiteriana o imaginando controles para la ley; los hay que adquieren una casa en la zona que separa este mundo del próximo. No hacen sonar las gaitas por poca cosa.
–¿Quieres hablarme de esta mujer? – pregunté.
–Harry, hace diez años que está muerta. No sé por qué trata de comunicarse conmigo ahora.
–Bien, ¿quién es?
No contestó directamente.
–Harry -dijo-, últimamente he estado pensando en Howard Hunt.
–¿Howard? ¿E. Howard Hunt?
–Sí. ¿Sabes dónde está?
–En realidad, no. En algún lugar tranquilo, supongo, recogiendo los pedazos.
–Pobre hombre -dijo ella-. ¿Sabes que lo conocí hace mucho, en esa fiesta en que mis padres me presentaron a Allen Dulles? Allen dijo: «Kitty, éste es Howard Hunt. Un novelista de primera».
Yo no creo que el oficial del Gran Caso Blanco tuviera grandes dotes de crítico literario.
–Verás, el señor Dulles era muy afecto a los superlativos.
–¿Lo dices en serio? – La había hecho reír-. Una vez me dijo: «Cal Hubbard sería el Teddy Roosevelt de nuestro equipo si no fuera por Kermit Roosevelt». Por Dios, tu padre. Encaja bien.
Volvió a reír, pero su voz, honesta como un arroyo lleno de las movedizas luces que trazan las nubes voladoras y el lecho de guijarros, había entrado en la sombra.
–Cuéntame acerca de la mujer.
–Es Dorothy Hunt, querido -dijo Kittredge -. Ha salido del maderaje.
–No sabía que la conocieras tan bien.
–No. Pero una vez Hugh y yo invitamos a comer a los Hunt.
–Por supuesto. Me acuerdo de eso.
–Y yo me acuerdo de ella. Una mujer inteligente. Almorzamos juntas varias veces. Tanto más profunda que el pobre Howard.
–¿Qué dice?
–Harry, dice: «No les permitas descansar». Eso es todo. Como si ambas supiéramos a quiénesse refiere.
No dije nada. La delicada pero penetrante consternación de Kittredge me llegó a través de la línea. Estuve a punto de preguntarle si alguna vez le había preguntado algo a Hugh acerca de losGrandes Santones, pero me lo callé. Yo desconfiaba de los teléfonos, especialmente del mío. Si bien no habíamos dicho nada que pudiera causar problemas, era necesario hacer todo lo posible para mantener la conversación bajo control.
–Qué curioso eso que me dices de Dorothy -dije, simplemente, sin agregar nada más.
Kittredge notó el cambio en el tono de mi voz. Ella también tomó conciencia del teléfono. Claro que había que tener en cuenta su sentido perverso de la malignidad. Si alguien estaba oyendo la conversación, ella debía ofrecerles algo para confundirlos.
–No me gustó el mensaje de Gallstone -afirmó.
–¿Que decía?
Como ya habrán imaginado, Gallstone era otro de los nombres de Harlot.
–Bien, fue enviado. Gilley Butler, ese horrendo factótum, vino a verme esta tarde. Debe de haber cogido nuestro bote para cruzar. Me entregó el sobre con una sonrisita de lo más vulgar. Estaba terriblemente borracho, y actuaba como si lo más importante fuera conseguir que me metiese en una cueva con él. Me di cuenta por su actitud de que alguien le había pagado una buena suma por traer el sobre. Un aire espantoso emanaba de su persona. Tenía un aspecto superior y vil almismo tiempo.
–¿Qué decía el mensaje? – pregunté.
–Quinientos setenta y un días en Venus. Más uno en año bisiesto. Ocho meses para hacerlotodo.
–No puede estar bien -repliqué, como si hubiera entendido cada palabra.
–Desde luego que no.
Terminamos diciéndonos cuánto nos echábamos de menos el uno al otro, como si faltaran años y no un par de horas para volver a vernos. Luego colgamos. Una vez en el coche, cogí de la guantera una edición económica y bastante raída de los poemas de T. S. Eliot. Los ocho meses que se mencionaban en el telegrama se referían al quinto poema del volumen. Habíamos acordado agregar el número del mes -marzo era el tercer mes-al número del poema. Venus era un aditamento para distraer la atención, pero quinientos setenta y uno más uno, según nuestro acuerdo privado de restar quinientos, conducía a los versos setenta y uno y setenta y dos, que era – ¿me atrevo aconfesarlo?– La tierra baldía. Para cualquier persona inteligente que tuviera la misma edición de los poemas escogidos de Eliot no sería muy difícil descifrar el código, pero sólo Harlot, Kittredge y yo sabíamos de qué libro se trataba.
He aquí el mensaje de Harlot, los versos setenta y uno y setenta y dos:
Ese cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín,
¿ha empezado a retoñar? ¿Florecerá este año?
Lo había vuelto a hacer. Ignoraba qué quería decir Harlot, pero no me gustaba. Yo creía que disfrutábamos de una tregua.
El año después de mi casamiento con Kittredge, cuando su ex marido Hugh Montague soportabanoches de tormento, enviaba telegramas horrendos desde su silla de ruedas. El primero llegó en nuestra noche de bodas: «Afortunados sois por el undécimo rodar de los dados. Debéis besaros quinientas veintiocho veces más dos y guardar las sábanas. Firmado Montón Amistoso». Latraducción era:
…Tu sombra por la mañana caminando detrás de ti
O tu sombra por la tarde, subiendo a tu encuentro;
Te enseñaré el miedo en un puñado de polvo.
Esto sirvió para dar color a nuestra noche de bodas. Ahora, después de todos esos años, volvía aenviarnos mensajes personales. Quizás era eso lo que me merecía. Aspiré la culpable criminalidad de Chloe.
Naturalmente, la crueldad puede ser una cura para la tensión cuando le es impuesta a un hombre culpable. (Eso dice nuestro sistema penal.) El mensaje de Harlot, siniestro como la niebla -«ese cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín»- producía un efecto equivalente en mí a las dificultades del clima. Me hallaba por fin preparado para cualquier cosa. Podía pensar mientras mis reflejos se ocupaban de conducir y, dadas las características de nuestra conversación telefónica,tenía bastante en que meditar. Trataba de decidir si Kittredge tendría alguna idea de lo que eran los Grandes Santones. Por cierto, yo no se lo había dicho, y ahora quedaba claro que Harlot tampoco. El tono de voz de mi mujer revelaba que no sabía nada acerca de Dorothy Hunt. Parecía ignorar por completo que Harlot y yo habíamos unido nuestras fuerzas.
Era obvio que, para poder pensar en todo esto, necesitaba el poder de la meditación que sólo un viaje más tranquilo puede ofrecer. Después de dejar atrás Belfast, donde la carretera i enlaza con la 3, aprecié un cambio en el tiempo. El aire era menos frío; el aguanieve se había convertido en lluvia y el camino, aunque mojado, estaba libre de hielo. Logré concentrarme por entero en mispensamientos. En el fichero especial asignado a los Grandes Santones, Dorothy Hunt ocupaba un sobre de papel manila.
A pesar de todo, no muchos momentos de mi vida había sido tan trascendentes como aquel díadel verano de 1982 en que Harlot me invitó a trabajar otra vez con él. «Sí -había dicho-, necesito tanto tu ayuda que olvidaré mis verdaderos sentimientos.» Sus nudillos, grandes como carbuncos, movían la silla de ruedas hacia delante y hacia atrás.
La convocatoria de Harlot fue oportuna. En Langley me sentía abatido por la inactividad. Estaba harto de recorrer los pasillos. Los de Langley recordaban las pistas iluminadas por tubos fluorescentes de un enorme aeropuerto; teníamos incluso una pared de vidrio que daba al jardín central. Había decenas de puertas en cada pasillo, todas codificadas con un color distinto -verde hoja, naranja opaco, carmesí, azul de Dresde- que el coordinador, cuyas preferencias se inclinaban por los tonos pastel, había asignado a fin de llevar alegría y lógica a nuestros cubículos. El color estaba destinado a informar sobre la clase de trabajo que se llevaba a cabo detrás de cada puerta. Por supuesto que en los viejos tiempos -digamos unos veinte años atrás- muchas de esas tareas eran secretas, de modo que los colores de las puertas resultaban engañosos. Ahora quedaban pocas de esas puertas, y eso me aburría. La de mi oficina no estaba destinada a engañar a nadie. Mi carrera (y la de mi mujer) podía decirse que había llegado a su fin. De hecho, como en seguida explicaré,Kittredge y yo ya no íbamos a Washington tan a menudo, sino que pasábamos largas temporadas en la Custodia. Desde hacía mucho tiempo me encontraba atado a una noria de rutina, sin posibilidad alguna de ascenso, bajo el mando de cinco directores de la Central de Inteligencia, nada menos que los señores Schlesinger, Colby, Bush, el almirante Turner y Casey, el cual, cuando nos cruzábamos en el vestíbulo de entrada no me conocía, o prefería no saludarme por mi nombre (¡después de más de veinticinco años en la Compañía!). Bien, ¿era posible no ver la sombra? Dos ex jefes de Delegación en sendas repúblicas del Tercer Mundo, ahora de regreso en Langley y listos para elretiro, compartían mi oficina, o lo que quedaba de ella. Servían como oficiales supervisores -en este caso, editores- de los libros que yo revisaba y/o escribía en nombre de otros. Estaban considerados casos acabados, como yo. Pero su reputación, a diferencia de la mía, era merecida. Thorpe ya estaba borracho a las diez de la mañana, y sus ojos eran como canicas llenas de energía. Si conseguían fijarse en los tuyos, rebotaban. El otro, Gamble, era tan expresivo como una piedra y últimamente se había hecho vegetariano. Nunca levantaba la voz. Parecía un hombre que hubiese pasado veinte años en una penitenciaría estatal. ¿Y yo? Yo estaba listo para pelearme con cualquiera.
Fue exactamente entonces -la insatisfacción que se acumulaba en mis poros era como bilis-, cuando Harlot me llamó a su oficina de su granja de Virginia, del mismo modo que debe de haber llamado a otros como yo, todavía lo bastante ambiciosos para sentir rabia por el punto muerto en que se encontraban sus carreras, pero lo suficientemente viejos para sufrir ante la convicción de que sus mejores años ya habían pasado. ¿Quién sabe qué habrá tramado Harlot para los demás? Puedo decir de qué habló conmigo.
En la CIA habíamos padecido considerablemente con el desenmascaramiento de las Joyas de laFamilia en 1975. Quizás algunos bosquimanos de Australia podían no saber cuánto trabajamos para derrocar a Fidel Castro, pero para la época de la Comisión Especial del Senado encargada de estudiar las actividades de la Inteligencia, quedaban muy pocos que no lo supieran. El resto del mundo había oído que también estábamos preparados para matar a Patrice Lumumba, y que habíamos utilizado LSD en experimentos de lavado de cerebro con tanta euforia que un tal doctor Frank Olson (contratado por el gobierno) se había arrojado al vacío desde una ventana. Ocultamos el hecho a su viuda, que pasó veinte años convencida de que lo de su marido había sido un suicidio de lo más corriente, lo cual es una creencia muy onerosa para una familia, ya que no hay suicidios corrientes. Abríamos la correspondencia entre Rusia y los Estados Unidos, luego la cerrábamos y la volvíamos a enviar. Espiamos a altos funcionarios del gobierno, como Barry Goldwater y Bobby Kennedy. Todas estas actividades eran de público conocimiento. Como en la CIA somos genteorgullosa y reservada, no nos sentíamos diferentes a una convención de ministros metodistas demandados por un hotel de lujo por infestar las camas de ladillas. La Compañía no ha vuelto a ser la misma desde el descubrimiento de las Joyas de la Familia.
A raíz de ello muchos de nuestros principales hombres tuvieron que irse. Sin embargo, no fue posible despedir a Harlot en esos momentos terribles, pues en Langley todos sentían mucha simpatía por él a causa de sus galantes paseos en silla de ruedas por el vestíbulo. Se le permitió quedarse y ocuparse de problemas menores, cuestiones que no llamaran la atención. Por supuesto,todos sabían que Harlot estaba haciendo tiempo en espera de retirarse.
No obstante, siete años después me llamaba a la acción.
-Te pido, mi querido Harry -dijo-, que olvidemos los dardos que nos hemos arrojadomutuamente. Se está gestando un escándalo que llegará a ser peor que el de los Esqueletos. – Ése era el término que utilizaba para referirse a las Joyas de la Familia-. Yo diría que de magnitud mayor, comparable a la relación entre Pearl Harbour e Hiroshima. Los Esqueletos diezmaron nuestras filas; los Grandes Santones, si no se los elimina a tiempo, nos borrarán del mapa.
Cuando dejó de hablar, retrocedí un paso.
-Me gusta el nombre -dije-. Grandes Santones.
-Un buen nombre -convino, y comenzó a mover hacia atrás y hacia delante su silla de ruedas. Tenía casi setenta años, pero sus ojos y su voz pertenecían a un hombre capaz aún de mandar tropas-. Concedo que pocas cosas me dejaron tan perplejo como Watergate. Teníamos tantos patos en el estanque de la Casa Blanca… Como sabrás, yo mismo puse uno o dos.
Asentí.
-Aun así -prosiguió Harlot-, no estaba preparado para Watergate. Fue una operación extraordinariamente disparatada. Nada encaja en ella. He llegado a la conclusión de que no estábamos siendo entretenidos por un único plan central, no importa lo mal concebido que estuviese, sino por tres o cuatro grupos diferentes. Todos se las arreglaron para chocar entre sí.Cuando hay grandes intereses en juego, las coincidencias abundan. Shakespeare, por cierto, creía en eso. No hay otra explicación para Macbeth o Lear.
Había conseguido irritarme. En ese momento no me apetecía en absoluto discutir sobre Macbetho Lear.
-Digamos que la entrada ilegal en Watergate es el primer acto -prosiguió-. Un buen primer acto. Muy prometedor. Pero sin respuestas. Ahora viene el segundo acto: la caída, seis meses después, del avión 553 de United Airlines que iba de Washington a Chicago. Intenta aterrizar en el aeropuerto de Midway y de la manera más increíble, se queda corto. El avión destruye un barrio de casitas a menos de tres kilómetros del aeropuerto, y además mata a cuarenta y tres de las sesenta personas que iban a bordo. ¿Sabes quién viajaba en ese avión?
-Supongo que alguna vez lo supe.
-¿La media vida de tu memoria no conserva ninguna huella?
-Obviamente, no.
-Dorothy Hunt es el pasajero más significativo entre los que perecen. – Levantó la mano-. Claro que Watergate todavía no había estallado. Esto ocurre en diciembre de 1972, un par de meses antes de que el senador Ervin y su comisión empiecen a trabajar, y unas cuantas semanas antes de que nuestro agente, James McCord, cante la primera nota. Mucho antes de que John Dean afine el instrumento. Recordarás que Howard Hunt había levantado un revuelo en la Casa Blanca a fin deque no lo tomaran por primo, según él mismo lo expresó con inmortales palabras, y Dorothy Hunt era, por cierto, mucho más fuerte y dura que Howard. En un aprieto, era la persona a quien pasarle el revólver.
Me encogí de hombros. Su afirmación era discutible: yo había trabajado para Howard Hunt.
-Aun así -continuó Harlot-, demasiadas balas de cañón para matar una abeja. Decenas de muertos. ¿Quién pudo hacerlo? La Casa Blanca, no. Ellos no sabotearían un avión. Después de todo ni siquiera pudieron darle al señor Liddy una dosis fatal de sarampión, aun cuando los estabainvitando para que lo hicieran, ni acabaron con Dean, Hunt o McCord. Entonces, ¿cómo iban a dar luz verde para algo tan al por mayor como ese accidente del avión? Podría ser sabotaje. Evidentemente, la Casa Blanca es consciente de esa posibilidad. El mismo Butterfield, quien mástarde confiesa ante la comisión Ervin que Richard Nixon grabó todo excepto sus idas al lavabo, es trasladado a la Administración Federal de Aviación, y Dwight Chapin, de CREEP, va a la United Airlines. El palacio de Nixon, lógicamente, se opone a una investigación incontrolable.
Creo que también sospechan de nosotros. Nixon, un perro viejo que conoce los entresijos de lapolítica china, lo sabe todo acerca del avión que explotó hace años cuando se esperaba que Chu En-Lai estuviera a bordo. De modo que él lo entiende. Nosotros sabemos cómo sabotear un avión; ellos no. Eso abre un interrogante terrible. Si la finalidad del atentado contra el vuelo 533 a Chicago eradeshacerse de Dorothy Hunt, entonces ella tenía una información de suma importancia. No se echa abajo a cuarenta personas para eliminar a una dama, a menos que ella posea algo totalmente definitivo.
-¿Qué crees que era totalmente definitivo en este caso? – pregunté.
Sonrió.
-Siempre -dijo- me refiero a mis propios valores cuando trato de resolver estas cuestiones. ¿Qué me haría actuar? Bien, razoné, yo me embarcaría en una matanza tan descomunal si el blanco,la señora Hunt, supiese quién estaba detrás del asesinato de Kennedy, algo que no puedo permitir que salga a la luz. O, dos: Nixon o Kissinger son topos del KGB y el blanco tiene pruebas de ello. O, tres: algunos elementos nuestros se las han ingeniado para zambullirse en el estanque de la Reserva Federal.
-¿Qué tiene que ver la Reserva Federal con Dorothy Hunt? – Mi querido Harry, recuerda quiénes más tenían oficinas en el edificio Watergate allá por junio de 1972. La Reserva Federal tenía una en el séptimo piso, justo encima de la Comisión Nacional del Partido Demócrata. ¿Qué te hace pensar que McCord escuchaba clandestinamente a los demócratas? Podía haber estado usandoel techo del sexto piso para poner micrófonos en el suelo del séptimo. McCord no es un simple monomaniaco de la religión, ya lo sabes. Además, tiene talento.
»Trata de imaginarte entonces cuánto tiempo he estado meditando acerca de todo esto. Hanpasado años desde la muerte de Dorothy Hunt, y todavía sigo sin poder sacarme de la cabeza este asunto de la Reserva Federal. Si alguno de los nuestros estaba poniendo micrófonos en el séptimo piso entonces, tal vez lo sigamos haciendo. Poseer información por adelantado acerca de cuándo planea la Reserva Federal cambiar la tasa de interés, puede valer varios miles de millones, por moderada que sea la estimación. – Se inclinó hacia delante. Me susurró al oído dos buenas palabras-. Grandes Santones -dijo. Luego dio vuelta la silla de ruedas hacia mí-. Tengo montones de encargos que hacerte.
Cerramos el trato con un apretón de manos. Seríamos un par de elefantes solitarios. Como yo había sospechado, Harlot era persona non grata en muchas de las oficinas cuyos ficheros necesitaba revisar, y a las cuales yo todavía tenía acceso. Bajo un nombre u otro, estaba escribiendo algunas novelas de espionaje pro CIA, que ya no eran tan populares como antes -los trabajos pro CIA tampoco lo eran, de todos modos-, y al mismo tiempo supervisaba una o dos obras de erudición, además de escribir algún artículo sobre los nuevos aspectos de la vieja amenaza comunista en alguna revista ocasional. Con diversos nombres supuestos me relacionaba con editores comerciales en calidad de agente, autor, editor independiente, e incluso mi seudónimo aparecía en varios librosque no había escrito pero a cuya publicación había contribuido. Por supuesto, hacía varios trabajos que aparecían firmados con nombres supuestos. Si un eminente evangelista viajaba a Europa Oriental o a Moscú, luego recibía llamadas de intermediarios solicitándome que redactara para lospatriotas suscriptores del Reader's Digest, en un inglés estadounidense de homilía, las divagaciones previamente grabadas. Me burlo de mi obra publicada, y es justo que lo haga. Mi obra seria me ha costado mucho más.
Efectivamente, entonces yo ya era, en Langley, una leyenda semicómica de mí mismo. Duranteaños, desde mi regreso de Vietnam, había estado trabajando, primero bajo las órdenes de Harlot, luego -después de la ruptura- por mi cuenta, en una obra monumental sobre el KGB cuyo título provisional era La imaginación del Estado. Había creado grandes expectativas, primero en Harlot, luego en otros. Sin embargo, el trabajo nunca fue verdaderamente iniciado. Demasiado monumental. Las notas proliferaban, pero, después de más de una década, la redacción apenas si había avanzado. Me hallaba empantanado en medio de la confusión, la falta de deseo y demasiados trabajos literarios menores. Hace unos años, en el más absoluto secreto -ni siquiera se lo dije aKittredge- abandoné La imaginación del Estado por el trabajo literario que realmente quería hacer, una memoria detallada sobre mi vida en la CIA. Este libro progresaba rápidamente. En el par de días que le podía dedicar por semana ya había sido capaz de describir mi infancia, mi familia, mieducación, mi preparación profesional y mi primer trabajo de verdad, una breve misión en Berlín, allá por 1956. Luego cumplí con mi puesto de servicio en Uruguay y después realicé una misión prolongada en Miami, durante el período en que librábamos nuestra guerra no declarada contra Castro.
Pensaba que mis memorias estaban decentemente escritas (aunque mi único crítico era yo), y me sentía tentado de llamarlas novela. Era intolerablemente sincero. Incluía material acerca de varios de nuestros intentos de asesinato. Algunos eran de conocimiento público, pero un buen número deellos seguían siendo información confidencial. Estaba confundido. Esta larga autobiografía, llamémosla mi novela, por así decir, aún no me había llevado a Vietnam, ni de regreso a mi trabajo en la Casa Blanca en la época de Nixon a comienzos de los años setenta. Tampoco hablaba de cuando fui amante de Kittredge ni de nuestro casamiento. Había logrado atravesar la mitad de unagran extensión (mi pasado) y si lo digo así, es porque no veía cómo publicar el manuscrito, el Alfa, como lo llamaba yo, y cuyo título provisional era El juego. Por supuesto, el nombre no importaba. Debido al compromiso que adquirí cuando ingresé en la Agencia, no podía publicarse, simplemente. El departamento legal de la Agencia jamás permitiría que el libro llegara a manos del público. Noobstante, soñaba con que El juego brillara en los escaparates de las librerías. Mis deseos literarios eran sencillos. Incluso me deprimía cuando pensaba en la magnitud del trabajo. ¿Sería yo el primero en crear un manuscrito que tendría que circular de mano en mano como una especie de samizdat estadounidense? ¿Podría dar ese paso decisivo? Porque en caso contrario, me estaba engañando a mí mismo ante mí mismo. Ese tipo de autoengaño es como plantarse ante el espejo y no querer mirarse a los ojos.
De cualquier manera, como mis colegas de la Compañía sólo sabían que mi trabajo sobre el KGB no progresaba, se me trataba (y la CIA es buena para eso) como a uno de esos tipos melancólicos. Es lo mismo que ser un chico improductivo en el seno de una familia grande y talentosa. En efecto, me alentaban para que trabajase durante períodos semisabáticos, que duraban semanas y a veces meses, en mi casa en Maine. Y si bien por una parte estaba lleno de resentimiento, por otra me sentía feliz al poder alejarme de esos suburbios de Virginia. Por supuesto, siempre fingía llevarme a Maine, a la Custodia, partes de La imaginación del Estado, perocuántos viajes tuve que hacer a Langley, cuántas extrañas notas tuve que buscar para Harlot junto a documentos que yo necesitaba para llevar adelante una búsqueda intelectual legítima y minuciosa. Administrativamente hablando, mi necesidad de saber era demasiado compleja para llamar la atención de alguien. Hacía tanto tiempo que andaba por ahí, que todos preferían ignorar miexistencia. Me veían como a una persona ensimismada en la construcción de su nido, lo cual permitía que me llevase copias de documentos confidenciales junto a montones de papeles que estaba autorizado a retirar. Podía costarme caro si me pillaban con todo ese material candente que lepasaba a Harlot. Lo verdaderamente irónico es que hacía ese largo viaje entre Maine y Washington en busca del pan consagrado, pero lo entregaba a veinte kilómetros de distancia de Langley, en una pequeña casa de campo de Virginia hasta la que Harlot se desplazaba y que en el pasado había compartido con Kittredge.
Sí, teníamos una misión: los Grandes Santones. Y yo arriesgaba el cuello, es decir, mi trabajo, mi pensión, mi libertad. En el horizonte posiblemente estuviera esperándome la cárcel. Por nada del mundo podía confiar en los sentimientos de Harlot hacia mí. Y a pesar de ello, me había entregado aél signando mi destino. Hay mayor número de metástasis en la culpa que en el mismo cáncer. Recuerdo haber musitado algo acerca del poder de esta premisa mientras avanzaba por la carretera de Maine.
Dejé atrás una pastelería Dairy Queens cerrada y el último McDonald's. La luz del centro comercial de Ellsworth se reflejó en el parabrisas como si proviniera de un cristal hecho pedazos; las manchas de aceite del aparcamiento vacío brillaban en medio del vapor y la niebla. Crucé a veinte kilómetros por hora el corto puente entre Tremont y la isla de Mount Desert, y volví a entrar en una nube. De nuevo no pude ver más allá de las plateadas gotitas de niebla que bailaban ante mí en la luz de los faros. Tendría que arrastrarme los últimos quince kilómetros a lo largo del caminoque pasa por Prettymarsh, pues la línea que divide la calzada hace tiempo que se ha borrado.
En la mitad occidental de Mount Desert no hay ciudades tan bellas como Northeast Harbour, Bar Harbour o Seal Harbour; de hecho no existe nada verdaderamente notable en nuestra mitad occidental. A la luz del día puede verse que el camino serpentea a través de kilómetros dematorrales y árboles de segundo crecimiento. Nuestras montañas más cercanas son boscosas y presentan unos cuantos puntos desde donde admirar el paisaje. Por lo general, nuestros pantanos y estanques están cubiertos de algas amarillentas. Nuestros pueblos -Bass Harbour, Seal Cove- son de trabajadores; los caseríos, pobres. A menudo no están formados más que por cuatro o cinco caravanas, dos o tres casas de madera y una oficina de Correos en un edificio de ladrillos, junto a la carretera. No siempre hay señales en los caminos.
Pero como conozco cada curva, giré a la derecha aun cuando no hubiese señal que lo indicara y cogí el sendero de tierra al cabo de cuyos tres kilómetros se encuentra el muelle donde amarramosnuestro bote. Seguí adelante. Pasé junto a las casas de los pescadores de langostas, los jardincitos llenos de neumáticos viejos y toda clase de hierros oxidados. No había una sola luz encendida. Pasé junto a una vivienda que nunca me gustó, consistente en dos caravanas unidas por un cobertizo. Gilley Butler -el hombre que llevó el sobre a Kittredge ese mismo día- y su hijo, Wilbur Butler, vivían allí con sus hembras, cachorros y un surtido de patanes de lo más variado. Tres siglos atrás, en Inglaterra los Butler habrían sido colgados por cazadores furtivos, y aquí, puestos en la picota. Sólo diré que Butler padre tuvo unas discusiones salvajes con mi padre; lo mismo sucedió entreWilbur Butler y Hugh Montague. En años recientes, Wilbur se había convertido en un rostro familiar para la Policía y los tribunales. Había dado una paliza terrible a una mujer que lo había descubierto robando en su caravana. Cuando pasé frente a su casa me di cuenta de que no sabía si Wilbur estaba aún en la penitenciaría estatal. En la oficina de Correos había oído rumores de quepronto sería puesto en libertad, posibilidad que no me alegraba para nada. En las contadas ocasiones en que su coche se había cruzado con el mío en el camino de tierra, me había dirigido unas miradas tan quintaesencialmente hostiles que una vez pasé una hora en la biblioteca de Bar Harbourestudiando la genealogía de los Butler.
Eran una antigua familia de Mount Desert. Durante quince generaciones habían sido indigentes
o semiindigentes, y la mitad de los hijos habían sido bautizados de forma dudosa. Fue por esto que no pude disipar la presunción de que estaban ilegalmente relacionados con Augustus Farr, aunque síencontré, por lo menos, el diario de Damon Butler, primer oficial de la tripulación de Farr, que había escrito acerca de la «práctica de la piratería» por parte de éste. En todo caso, cada vez que pasaba junto a esas dos caravanas conectadas por el sucio cobertizo me preparaba para algodesagradable. En torno a las rotas trampas para langostas flotaba una nube de noches de borracheras, peleas a puñetazos, pisadas de botas, sangre vieja y vómitos. Abundaban las latas de cerveza, vacías como conchas de almejas.
Había tres kilómetros hasta el muelle. Nuestros caminos laterales son poco más que surcos. Aambos lados del sendero de mi campamento hay zarzas y una febril profusión de malezas que han crecido en viejas trincheras de batalla, en este caso zanjas cavadas para los cimientos de casuchas cuyas paredes nunca fueron levantadas. El miasma de la insuficiencia de fondos satura el aire.Tábanos color verde botella, grandes como abejorros, atormentan a todo el mundo en verano, y otros insectos aborrecibles, viscosos como babosas, se prenden al cabello de los que hacen footing. Si la nieve se funde, el suelo tiene hasta marzo el aspecto de un mendigo del Bowery durmiendo la mona. Un deshielo fuerte produce un fango semejante al de la Primera Guerra Mundial. Más de una vez me fue imposible, sin la ayuda de remolques y cables, recorrer con mi jeep la distancia que separa la carretera del muelle, pero esa noche el barro todavía estaba duro, y el hielo mezclado con la grava formaba una buena base, de modo que pude avanzar sin problemas por el camino desierto en medio de un paisaje de desolación. En un claro vi el armazón de un remolque para botesherrumbrado y partido en dos. Aun en la oscuridad sabía distinguir esos objetos, pues los conocía muy bien. Me alegré al llegar al último delta de senderos y surcos que se dirigen a los diferentes campamentos que hay junto a la costa.
Una vez en nuestro muelle, metí el automóvil en la cochera, pero antes de apagar el motor pude oír el agua de la bahía agitándose en el canal. El rugido era más fuerte de lo que nunca lo había sido, o al menos eso me parecía. Era como si escuchase el continuo gruñido de un terremoto.
Entonces me quité el impermeable y lo dejé en el coche. Esa noche, remar a través del canal difícilmente sería un acto rutinario.
Estoy acostumbrado a convivir con el miedo. Padezco de tensión ocupacional, lo mismo que un buen hombre de negocios que se preocupa por los fondos disponibles, sus infracciones a las reglamentaciones del gobierno, sus litigios, el estado de su salud y el lugar donde será enterrado. No, para mí es peor. Vivo con un temor primordial. Invariablemente, mi tarea profesional específica constituye mi miedo principal. Sin embargo, existe también lo que Harlot solía llamar «Reina porun día», esto es, la vieja sensación de tener el corazón en la boca que se experimenta el día de la batalla.
Ahora, la Reina por un día me dominaba. No quería remar desde la parte de atrás de Mount Desert hasta la casa en Doane, que, como ya he dicho, se encuentra a unos doscientos metros, pero¿cuándo había estado peor el agua? Las tablas del muelle se sacudían. El agua era un torrente horripilante, y estaba tan helada que si el bote volcaba yo no sobreviviría ni un minuto. ¿Podría nadar aunque sólo fuese un par de metros antes de que los pulmones se me llenasen de agua? Demodo que me puse a reflexionar sobre la conveniencia de desandar el camino, volver a la carretera estatal y continuar viaje hasta Southwest Harbour, donde encontraría un motel en el que pasar la noche. Desde luego, la idea no me entusiasmaba, pero el bote podía ser peor.
No lo pensé demasiado. Si deseaba ver a Kittredge cuanto antes, debía arriesgarme. BenditoHarlot. Si lo lograba, me sentiría mucho mejor. Y si acaso nunca llegaba a destino, bien, pues mi alma se purificaría por lo de Chloe, y hasta puede que fuese absuelto entre el tolete y el fondo del mar.
Subí al bote. Tenemos varios bastante viejos, de madera reseca, que hacen agua por todas partes, y sin embargo tan dignos del mar como un viejo marinero, pero ahora estaba en el muelle nuestro bote más nuevo, de fibra de vidrio con asientos de nogal y relucientes navíos. Aunque tenía sus vicios, entre ellos la tendencia de todos los botes de plástico a sacudirse como una pluma,reaccionaba rápidamente ante el menor movimiento de los remos. A veces necesitamos un tonto hermoso que nos guíe en medio de la tormenta.
Deslicé el bote desde el muelle hasta el agua menos agitada de la banda de sotavento, de un saltome situé de cara a la proa, puse los remos en posición y, aturdido, me dispuse a cruzar los setenta metros del canal sin carenar hasta una distancia de trescientos metros corriente abajo. Si me alejaba más, perdería de vista la isla Doane, con lo que el bote quedaría a merced de las aguas de la bahía de Blue Hill, una perspectiva nada agradable en una noche como ésa.
Permítanme decirles que fue el ejemplo más puro de cómo remar con un solo remo, el de babor, ya que el de estribor era poco más que un balancín. Corcoveaba como un vaquero sobre un potro mecánico. Un cubo de agua helada, pesado como la cola de un pez de cinco kilos, me dio unabofetada en el rostro en mitad de una bogada. Seguí remando con el brazo izquierdo. Un impulso equivocado y me encontraría avanzando corriente abajo en medio del canal. El agua llegaba hasta mí como si fuese una lluvia de espuma, y azotaba con furia la pobre cascara de plástico. Y si hablamos de estar empapado, yo lo estaba hasta los huesos. Tuve la primera premonición de que meahogaría. La proa se hundió violentamente en el mar y un muro de agua se estrelló contra mi rostro y me inundó la garganta. Tosí, remé, y habría rezado si no hubiese oído la voz de un pescador que cantaba en griego. No era un griego que yo pudiera reconocer. Los sonidos eran más fuertes que los del gaélico. La cabeza comenzó a darme vueltas. La proa se desvió de rumbo. Por segunda vez esanoche, entré en barrena y perdí la noción de los remos, es decir, por un instante no supe qué remo usar. Mis conmutadores internos se invirtieron -¡por algún fallo fatal! – y literalmente me precipité corriente abajo, con la popa hacia delante. Enloquecido, accioné el remo de estribor, luegoambos remos, después el de babor, hasta que logré salir del remolino. Estaba a menos de diez metros de la costa de Doane, y había cruzado el canal. Me hallaba ahora entre dos grandes rocas que emergían del agua.
En ese plácido estanque descansé. Todavía tenía por delante cinco metros de agua. Estaba congelado y los pulmones me ardían, pero era necesario hacer un último esfuerzo. Allí sentado entre las rocas, inclinado sobre los remos para conservar la posición, oía el ulular del viento. Estaba regresando a Kittredge, a mi buena y abandonada Kittredge, y vi en mi mente cómo se ensombrecía su expresión. Había furia en su rostro. «Vete, Harry», decía el viento.
Cogí los remos. «Doane es el lugar donde se supone que debo estar esta noche», me dije con toda la sencillez (e inexplicable confusión) con que uno se acerca a un mostrador para retirar el billete de un viaje convenido desde hace mucho, y reinicié mi avance. Di cinco buenas paladas con el remo de babor y otras dos con el de estribor y llegué a un reborde oscuro, reboté y caí sobre la playa de piedras y guijarros. El sonido de aquellas pequeñas piedras bajo el peso del bote fue tan satisfactorio para mis oídos como debe de serlo para los de un perro el crujir de un hueso. El riesgohabía valido la pena. Me sentía tan bombardeado como el Príncipe de Gales después de una noche en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial, y no menos príncipe que él. Además, jadeaba, temblaba, y estaba calado hasta los huesos.
Tiré del bote y lo arrastré más allá de la última franja de algas hasta la hierba alta en el punto sur de Doane. Debido al viento, no sólo di vuelta el bote sino que metí los remos debajo y amarré la embarcación a un árbol. Luego avancé con dificultad a lo largo de Long Doane, el sendero principal de la isla, de unos cuatrocientos metros de largo, en dirección a la Custodia, ubicado en la cintura que mira hacia el oeste, frente a la bahía de Blue Hill.
Las tierras yermas al otro lado del canal están apestadas y en ellas abundan los pantanos, mientras que Doane es hermosa. Nuestro bosquecillo se ve favorecido por la profundidad aterciopelada de muchas cuevas musgosas. El verde oscuro es nuestro color dominante en primavera, verano y otoño. Nuestros senderos están cubiertos de agujas rojas. Los abetos se elevan sobre los alerces, mientras que los pinos se inclinan ante los requerimientos del viento. Imploran al mar con una rama y alzan una espada con la otra. Ondean ante el vuelo de las gaviotas y seestremecen con el paso de los gansos. Se yerguen con la niebla en la costa.
Si se considera que a punto estuve de zozobrar en la oscuridad, esta descripción de nuestra isla durante el día debe de parecer demasiado plácida, pero es debido a que en ella prevalecen lossilencios. No tuve más que pisar tierra para que mis sentidos se calmaran. Podía ver la isla tal como se me aparece a la luz del día, y conocía cada verde resquicio al que me acercaba, cada arrecife junto al cual pasaba a lo largo de la costa. La isla era igual que una casa. Nos sentíamos habitando una vivienda dentro de otra. Puede parecer exagerado, lo sé, pero en invierno la Custodia, sin nadie más que Kittredge y yo en él, habría sido enorme como una caverna de no ser por el abrazo de Doane. Habitar un círculo dentro de otro es caer bajo el influjo de un hechizo.
¿Qué intento decir? En esta época de inhumanos edificios de apartamentos, Kittredge y yo aúnvivíamos como un conde y condesa en bancarrota. La Custodia era una propiedad demasiado vasta para dos personas. Mi tatarabuelo, Doane Hadlock Hubbard, había adosado un granero al primer edificio, una casa de campo construida por Farr como una fortaleza. Generaciones sucesivas añadieron cañerías y tabiques. El granero se utilizaba como alojamiento temporal cuando losmiembros de la familia que nos visitaban en el verano excedían la capacidad de la casa. Un año, mi madre, con su gusto extravagante y opulento, acosó a mi padre hasta que lo convenció de que contratase a un arquitecto con el fin de que diseñara una larga sala de estar en la que abundaran la madera dorada y los vidrios, y que se proyectara desde el primer piso trazando un arco sobre la bahía de Blue Hill. Desde ella, una vez terminada, alcanzábamos a divisar otras islas que se elevaban, luminosas, al amanecer, o se desvanecían en el horizonte como barcos en medio de la niebla nocturna. A veces veíamos en Maine crepúsculos dignos del trópico. Esta modernahabitación era tan parecida al salón de primera clase de un transatlántico que terminamos llamándola el Cunard.
De modo que estaba yo regresando a una casa cuyas partes llevaban los nombres de la Cripta, el Cunard, el Campamento y la Custodia (título este último que designaba la construcción original pero que, a fin de evitar malentendidos, utilizábamos para referirnos al conjunto). En invierno vivíamos en la vieja Custodia -¿de qué otra manera podíamos llamarla? – y en verano ocupábamos el resto, a excepción de la Cripta, cuando llegaban los primos de Kittredge con sus hijos, así como mis primos con sus mujeres y niños. Entonces los ritos continuaban como antes. Durante mi infancia solía pasar un par de semanas en Doane con mi padre. Más tarde, ya adolescente, una prueba de iniciación había consistido en reunir toda la locura familiar para saltar desde el balcón del Cunard a las aguas de la bahía de Blue Hill. Era una zambullida de más de diezmetros, lo que daba tiempo suficiente para calcular la distancia, que parecía interminable. Se tardaba una eternidad en llegar al agua (o algo así como un segundo y medio). Sin embargo, qué felicidad cuando ascendía entre burbujas hacia la superficie fría como el hielo. ¡Cuánta virtud canturreaba en mi sangre cuando nadaba hacia la costa! Tanto mis primos como yo nos sentimoshéroes ese memorable primer día en que logramos dominar el terror y lanzarnos al vacío.
Esa se había convertido en la primera proeza del verano para una nueva generación de niños. ¡Cómo se llenaba de sonidos la casa cuando subían corriendo las escaleras para intentarlo de nuevo!En invierno, aun cuando en ocasiones Kittredge y yo encendíamos el hogar del Cunard y si el día era soleado trabajábamos hasta el atardecer aprovechando la luz que entraba por las ventanas, generalmente permanecíamos en las habitaciones de la Vieja Custodia, viviendo el uno para el otro en medio de una calma y un silencio tales que cada aposento se impregnaba de su propio temperamento, y aunque hubiese estampado su firma en él no habría llegado a ser más particular. A veces sentía yo que conocía cada cuarto del modo en que un granjero conoce su ganado. Pero si no fuese porque temo que pocos lo entenderían, me animaría a insinuar que hablaba con ellos, y queme respondían. Dejémoslo así. Hago ver esto sólo para insistir en que Kittredge y yo no estábamos solos.
Sin embargo, yo aún estaba fuera, y de pronto tomé conciencia de que me encontraba al borde del congelamiento. El calor que había sentido al remar hacia la costa, al atravesar Long Doane en laoscuridad, había desaparecido. Eché a correr. Sin advertirlo, ese calor había dado paso a espasmos de frío, y llegué a la puerta principal de la Custodia con las manos tan entumecidas que a duras penas pude introducir la llave en la cerradura.
Una vez dentro miré alrededor en busca de Kittredge, pero no vi a nadie. No podía creer que estuviera en nuestra habitación durmiendo en vez de esperar mi regreso. Decepcionado como un muchacho a quien han rechazado una invitación a bailar, no subí la escalera sino que me dirigí a un pequeño cuarto junto a la despensa. Allí me quité el traje de franela gris que estaba completamentemojado y me puse una camisa vieja y unos pantalones de jardinero con un olor tenue pero inconfundible a sudor y fertilizante. La mezcla no me gustaba demasiado, pero tal vez lo que necesitaba era pagar un precio por lo mucho que había disfrutado esa noche. ¿O era quizá que noquería ver a Kittredge con la misma ropa que había usado mientras estaba con Chloe?
Me zampé un buen trago de Bushmills Irish, para lo cual debí recorrer tres pasos hasta la despensa, donde guardaba mi reserva privada, y mis temblores cesaron. Después de la segunda dosis de whisky empecé a sentirme como una copia mejorada de mí mismo. Unas palabras famosas,pronunciadas por legiones de estadounidenses, acudieron a mis labios: «Terminemos de una vez».
El valor infundido por el alcohol se aguó cuando subí la escalera. La sala empezó a parecerme tan larga como cuando era niño. La puerta de nuestro dormitorio estaba cerrada. Giré lentamente el picaporte. Había echado la llave. Atravesó mi corazón un cerrojo semejante al que siente unacusado cuando es declarado culpable. Sacudí el picaporte.
-Kittredge -llamé en voz alta.
Oí un susurro al otro lado de la puerta. ¿O simplemente lo imaginé? Mis oídos estabanconfundidos por el viento que agitaba las contraventanas, produciendo un sonido similar al de aves picoteando un cadáver.
-Kittredge, ¡por Dios! – grité, y de inmediato la visualicé sumergida en el agua rosada de sangre.
La bañera, donde la había encontrado una vez, era la misma.
Estaba a punto de derribar la puerta, pero entonces oí su voz. Articulaba las vocales del modo en que lo podía haber hecho una viejecita completamente desequilibrada. Sonaba exactamente como su madre.
-Oh, Harry -dijo-, aguarda un minuto. No entres, querido. Todavía no. – Mi cuerpo se había estremecido de frío esa noche; ahora lo hacía mi mente. Algo iba mal, por cierto-. Querido, acabo de oír una noticia espantosa. Apenas si puedo decírtelo. – ¿Sería el viento? No sabía si era elviento. Parecía haber un lamento en el aire-. Harry -dijo a través de la puerta-. Ha muerto Hugh. Me temo que lo han matado. Gobby está muerto.
En las pocas pero alarmantes noches en que hablaba con su madre muerta, Kittredge canturreaba una disonante canción de cuna. Exactamente como ahora.
En el silencio que siguió traté de asimilar la noticia. Harlot había muerto.
-Kittredge, te lo ruego. Háblame.
-Harry -dijo, con una voz innegablemente extraña-, ¿puedes dejarme sola?
-¿Sola?
-Un rato, nada más.
Si al llamar a la puerta hubiese pillado a mi mujer metida en la cama con un amante, su pánico no habría sido más evidente.
Pero no había ningún amante detrás de esa puerta. Sólo la presencia de su muerte. Mi corazón lo comprendió. La muerte resultaba tan íntima para sus delicados sentidos como las caricias de Chloepara los míos.
-No puedo dejarte aquí -dije-, a menos que me hables. – Como no respondió, repetí-: ¡Háblame!
-El cuerpo de Hugh apareció flotando en la bahía de Chesapeake. Muerto de un disparo. – Estuvo a punto de interrumpirse, pero prosiguió -. Seguridad dice que se trata de un suicidio. Eso es lo que declararán.
-¿Quién te ha dado esa información? – No respondió, de modo que volví a golpear la puerta-. Tienes que dejarme entrar.
-No lo haré. Nunca -dijo, y en su voz había tanta determinación que me pregunté si se habría enterado de lo mío con Chloe.
Pero, ¿cuándo? Sólo podía haber sido después de nuestra conversación telefónica.
-No sé qué seguridad puede haber para ti o para mí si estamos solos.
-Seguridad total.
Había un tono nuevo en su voz, el de la ira ilimitada que se despierta ante la obstinación delcónyuge.
-Kittredge, déjame entrar. Por favor.
-Oh, déjame entrar. Por favor -se burló Kittredge.
Me di la vuelta. La muerte de Harlot parecía lejana. Había morado en mi mente desde que yo tenía dieciséis años. Pero ahora estaba muerto. En un día o dos, ellos dirían que Harlot se había suicidado. Alguien de dentro debía de haberle dado la noticia a Kittredge.
Volví al cuarto junto a la despensa, descolgué el traje todavía húmedo, la camisa azul celeste de cuello Oxford y la ropa interior y los llevé al lavadero, al otro lado de la despensa. No sabía mucho acerca de estas cosas, pero obviamente tenía la sospecha de que nuestra secadora podía arruinar el traje. No importaba. No podía seguir mucho tiempo más con esa indumentaria de jardinero. Eracomo oler constantemente la pala con que se ha abierto una tumba. Debo confesar que bebí otro trago de Bushmills. Es un infierno no saber si uno lamenta la muerte de un amigo o se siente aliviado porque un superior implacable y/o traicionero se ha marchado.
Sin embargo, yo no estaba reaccionando como hubiese esperado. ¿Qué harían ustedes sirecibieran la noticia incontrovertible de la muerte de Dios? Tal vez seguirían preparando el desayuno. En diez semanas, o diez meses, el filo de la noticia podría ser cortante como el de un cuchillo, pero ahora yo estaba esperando que mi traje se terminara de secar, mientras oía el ruidoque hacía al girar en la secadora. Fuera, en el cobertizo abierto, algún animal pequeño, probablemente un mapache, recién salido de su estado de hibernación, hacía sonar las latas. El grifo del fregadero goteaba. En el rincón se había amontonado un poco de yeso, aflojado por la humedad. Ese polvillo, árido y triste, me hizo pensar en los restos de Harlot. ¿Lo incinerarían? ¿Habría dejadoinstrucciones? Otras preguntas sin respuesta surgieron, una a una, como las gotas del grifo del fregadero.
Trataba de rechazar la idea de que me encontraba en problemas. Ignoraba si mi sistema dealarma había sufrido un colapso, pero no tenía la sensación de que alguien estuviera viajando hacia mí. Por supuesto, ¿cómo podría nadie cruzar el canal en una noche como ésa? Al pensar en esto, me vi obligado a reconocer que mi inteligencia estaba adormecida. No importaba lo agitada que pudiese estar el agua, cualquier buen bote con un motor potente no tendría dificultades en llegardesde la isla de Bartlett o Seal Cove.
Una telaraña en el rincón más cercano del lavadero comenzó a llamar mi atención. La araña tenía en el lomo una especie de cara amarilla, o al menos unas pequeñas marcas que parecían órbitas oculares, una línea por nariz y algo semejante a una boca y mentón. Medité acerca de estos indicios cósmicos como un borracho que contempla el prodigio de una uña rota mientras las galaxias del fracaso de una noche giran alrededor de él.
Mi traje debía de estar listo. Listo o no -creo que el Bushmills estaba surtiendo su funestoefecto- abrí la puerta de la secadora, saqué la camisa, la ropa interior, el chaleco, la chaqueta y los pantalones, todo más embrollado que la fruta en el fondo de un vaso de Oíd Fashioned, y me vestí. Fue en ese momento cuando me llevé la mano al bolsillo superior de la chaqueta. Sólo mi deseo deexponer todos los acontecimientos de esa noche me obligan a confesar el siguiente detalle. Mi pasaporte -sin duda empapado durante el cruce del canal- había permanecido en el bolsillo superior de la chaqueta a pesar de las vueltas de la secadora. En seguida descubrí que todas sus páginas estaban hinchadas. Tenía una galleta por documento. Las letras eran apenas visibles. ¡Qué estupidez! Había llevado conmigo ese pasaporte desde que comencé con los Grandes Santones. Me lo había conseguido Harlot para la eventualidad de que tuviese que largarme del país. William Holding Libby era el simpático alias que Montague me había otorgado, un nombre verdaderamente terrible, pero no importaba. Si todo salía mal, era mi posibilidad de escape. Lo llevaba siempreconmigo. Ahora, de pie en el desnudo piso de madera del lavadero, vestido con mi traje arrugado y todavía húmedo, me sentí incapaz de reaccionar ante la situación en que me encontraba. ¡Eso sí que es indiferencia! Estaba en algún reino exótico donde el paso del tiempo no le recordaba a unoninguna de sus responsabilidades.
Aun así, no tenía la certeza de que quisiese llamar nuevamente a la puerta de mi dormitorio. No soportaba ser rechazado una vez más. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? No me sentía mejor, ni probablemente peor, que un hombre a quien su superior le exige que justifique unos gastos escandalosamente altos. Subí la escalera. La casa estaba sumida en el silencio.
Encontré la puerta de nuestro dormitorio apenas entornada. ¿Habría salido Kittredge a buscarme? No parecía probable. Más lo era el que hubiese cambiado de opinión, al menos lo bastante para descorrer el cerrojo. Por supuesto, eso no significaba que fuera bienvenido.
Antes de entrar pude oír que hablaba. No tuve que entender lo que decía para reconocer por el tono de su voz, alto y un tanto abstracto, como el que se usa para dirigirse a una persona sorda, queestaba hablando con la pared. Tanto deseé que se tratara de su madre que visualicé a Maisie Minot Gardiner con su pelo canoso, sólidos dientes blancos y esa voz de loro que a menudo tienen las damas elegantes, como si ni siquiera soñaran con atreverse a usar una frase que antes no hubiese sido pronunciada por una persona socialmente apropiada. (Fue Eleanor Roosevelt, y los tonos quesalían de su garganta, la primera persona que llamó la atención sobre este fenómeno.)
La madre de Kittredge tenía los ojos del mismo color cerúleo de las flores híbridas que crecían en su jardín. Yo conocía el nombre de las. flores silvestres, pero a Maisie sólo le interesaban lasespecies absolutamente nuevas. Cultivaba las flores más altas, como las superzinias, que medían más de un metro y eran fabulosamente brillantes. Si alguien hubiese puesto un Bonnard sobre un caballete en medio de su jardín, la gama de matices de las flores de Maisie habría predominado sobre la del cuadro. En los días cálidos esas flores se mecían a su antojo, lo mismo que Maisie. Eranotoriamente caprichosa en sus opiniones. «Harry -me decía-, no seas tonto con los franceses. No son de confiar.»
Sí, recé para que Kittredge estuviera hablando con su madre, pero sabía que no era así.
-No te seguiré a ninguna parte -oí decir a mi mujer.
La puerta se abrió ante la presión de mi mano. Era exactamente como esperaba. Es decir, mucho peor. Kittredge estaba sentada en una silla de cara a la pared. Tenía puesta una bata blanca, aunque no más blanca que su piel, lo que hacía que pareciese desnuda y vestida a la vez. Jamás había vistosu cabello tan oscuro y lustroso, y sus ojos ya no estaban llenos de bruma. Resplandecían. No es normal que los ojos azules brillen en un dormitorio poco iluminado, pero podría haber jurado que la luz provenía de su interior. Por cierto, no reparó en mí.
-Te lo advertí, Hugh -dijo en voz alta-. He rezado por ti. Ahora soy libre. No te acompañaré fuera de esta casa.
En aquella ocasión, no mucho después de nuestra boda, cuando la oí hablar con su madre por primera vez, cometí el error de hacer una llamada de larga distancia desde Doane a McLean,Virginia, donde tenía su consultorio un psiquiatra contratado por la CIA. Kittredge estuvo a punto de no perdonármelo. Mejor ignorar el daño causado a su carrera (y a la mía), por este episodio que fue registrado en su legajo. Fue el menos importante de mis errores. Lo que ella no podía perdonarera la falta de respeto, simplemente. «Amo a mi madre -me dijo-, y es un privilegio poder hablar con ella. ¿No te das cuenta? Hablar con un médico fue un acto de prepotencia. Harry, pensaré que no estamos hechos el uno para el otro si vuelves a cometer otra barbaridad como ésa. Llamaste enfermedad a mi don.»
Nunca ha tenido que repetirme las cosas. Hice todo lo posible para reparar el eslabón roto. Sólo hablé con el psiquiatra una vez más. Cuando me llamó para seguir el caso, le di a entender que Kittredge y yo nos habíamos emborrachado, algo completamente inusual en nosotros, y en ese estado su modo de proceder no estuvo de acuerdo con el mío. Así lo expresé. «Después de todo,doctor -agregué-, una persona tiene derecho a torcer su rumbo por un instante cuando uno de sus padres muere.»
«Diga mejor por un litro», dijo él, y ambos nos echamos a reír, primero en armonía, luego encontrapunto. ¿Por qué será que la risa falsa está más musicalmente estructurada que la verdadera?
El daño en la carrera de mi mujer se limitó a una anotación en su ficha 201: Ayuda psiquiátrica solicitada el 19 de mayo de 197$. Dado el número de alcohólicos, divorciados y homosexuales descubiertos entre nosotros (no superior, puedo asegurarlo, al de cualquier corporación donde se desarrolle una gran actividad), tenía la esperanza de que aquello no la perjudicase demasiado. Sabía, no obstante, que las cuestas eran cada vez más resbaladizas. Nuestro matrimonio había sido un escándalo interno comparable al de la mujer de un general que se fuga con un comandante.
Todo esto tal vez ayude a explicar por qué me puse a caminar alrededor de la silla de Kittredge como si circunnavegara a un santo. Pueden estar seguros de que no busqué agua para lavarle la cara, ni le masajeé los pies, ni se me ocurrió sacudirla, ni siquiera tocarla. Con los hábitos de toda una vida de preparación para hacerme cargo de las cosas, lo único que podía hacer era sentarme.
Permaneció inmóvil durante un largo rato. Luego empezó a asentir con la cabeza. Dirigiéndose a la pared, dijo:
-Gobby, nunca pudiste admitir la verdad ante nadie. Pero conmigo puedes hablar. Si crees que es importante, tal vez lo mejor sería que lo hicieses, querido.
Era como cuando la Policía conversa con alguien que está por arrojarse al vacío desde un tejado, tratando de disuadirlo de que no lo haga. Sospecho que en esas ocasiones el diálogo llega a parecer natural. Kittredge hablaba con la pared como si no existiese la menor duda de que Harlot estuvieraallí. Confieso que pronto comenzó a parecerme menos excepcional. La intensidad de las palabras de Kittredge no alteraban el orden de nuestro dormitorio, demasiado ascético para mi gusto, demasiado parecido al cuarto superior de una buena posada de Nueva Inglaterra (hasta los volantes blancos del cobertor eran profesionalmente castos). Cuando dejó de hablar, el cuarto recobró su blanco ypenetrante silencio.
-Harry, vete a la mierda, ¿quieres?
Durante todos los años que pasamos juntos, raras veces se había expresado así. Pero ahora yo noestaba seguro de que ella hubiese hablado. ¿No podía haber sido la voz de Harlot surgiendo de la laringe de mi esposa?
Kittredge se inclinó hacia delante en su silla.
-Estás cubierto de algas, Gobby -dijo en voz alta-. Quítatelas. Es como si llevases una peluca.
Se echó a reír. Parecía la risa de un hombre, y poco a poco el tono se hizo inconfundiblemente más franco. Algunos hombres ríen como si los leños encendidos en el hogar y las hojas de tabaco deun buen cigarro fueran parte del espléndido servicio que los rodea. «Por Dios -pensé-, se ríe igual que mi padre.» Luego su rostro tomó una expresión que me recordó a Allen Dulles, difunto como mi padre.
Una vez, en Vietnam, después de una juerga en los Grandes Almacenes (así llamábamos alburdel más grande de Saigón), acabé en un cuarto de hotel con una joven y diminuta prostituta vietnamita que me ofreció opio. Fumé con un fuerte sentimiento de pecado, y vomité la cena con un sentimiento pleno de redención. Después me inundó la paz de la pipa, y empecé a teneralucinaciones. La cara de la puta se convirtió en la de mi madre, y luego en la de Kittredge, de quien estaba enamorado a distancia. Al cabo de un rato, era capaz de transformar los rasgos de la prostituta vietnamita en los de la mujer que eligiera.
En nuestro dormitorio, sin embargo, no podía elegir el rostro que a continuación quería ver, nitenía tampoco la feliz seguridad de estar flotando en vaporosas nubes de alucinaciones controlables. En cambio, cada nuevo conjunto de rasgos aparecía como si alguien estuviese allí modelando la cara de Kittredge. Sobre su delicado labio superior apareció el tosco cepillo blanco y negro del bigote de Harlot. Sus gafas de montura de metal se ubicaron sobre la nariz de mi esposa, cuyagenerosa cabellera fue remplazada por una cabeza semicalva. Harlot me miró. Luego habló. Una voz, que bien podía haber sido la de Harlot, surgió de la boca de Kittredge.
-Lo descubrirás, Harry. Es una mentirosa consumada.
El bigote y las gafas se esfumaron, y volvió la cabellera negra. Kittredge se echó a llorar.
-Gobby, llévame contigo. Estoy tan sola aquí.
Pronto desapareció su tristeza. Como una niña que repentinamente cambia de estado de ánimo, una nueva expresión se apoderó de sus rasgos; era de lascivia. Su mirada era tan íntima como la que Chloe me ofrecía cuando me invitaba a entrar en sus dominios. No era posible ver esa expresión a menos que uno se encontrara desnudo contra ella y el demonio estuviese venciendo las defensas de la carne. Las chucherías estaban a punto de relucir. ¡Libre, por fin!
Yo sentía impulsos extraños. Estar caminando por una avenida y sentir una inclinación repentina a bajar por una calle lateral, no es un impulso desacostumbrado. Presumiblemente, parte de uno mismo. En este caso yo no tenía dudas. Las sugerencias que se me ocurrían no me pertenecían. Yo era como una limadura de hierro saltando sobre un plato mientras debajo de él se mueven losimanes.
Poderosos como dioses son esos imanes. La misma compulsión que me llevaba periódicamente a la puerta de la caravana de Chloe se manifestó ahora ante mi mujer. Me inundó una vaharada de lujuria, pura como la de un macho cabrío salvaje. Los ardores reservados para Chloe volvían adominarme. No soporto tener que confesar mi pensamiento siguiente. Mi corazón estaba más frío que el de Harlot: quería llevar a Kittredge a la Cripta.
Pero había invocado el nombre de Harlot. Eso descubrió el juego. Empecé a sudar. ¿Era Harlotel que me instaba a dirigirme a la Cripta?
Dejando a Kittredge en su silla, bajé a la planta baja de la Custodia. Encendí el fuego en nuestro estudio. Era el cuarto más cálido que teníamos. Cuando todas las luces estaban apagadas y el fuego bien encendido, la madera manchada de las tablas provenientes del viejo granero enriquecían lasparedes con el color del bourbon y el coñac. Era posible abrigar la ilusión de que el matrimonio y la profesión estaban de alguna manera conectados al hogar universal.
Sin embargo, mis pensamientos eran tan lívidos como las obsesiones de un insomne. Medesplomé sobre un viejo sillón y me puse a contemplar el fuego. Hice todo lo posible por dejar la mente en blanco. Tenía talento para la meditación, o en otras palabras, como podrán imaginarse, para restablecer el distanciamiento. Necesitaba paz, del mismo modo en que un general exhausto necesita sueño. Al cabo de veinte minutos de intentar serenarme, todo cuanto recibí a cambio fue una pobre moneda: la apatía.
Fue en ese momento cuando el teléfono que estaba sobre la mesa junto al sillón empezó a sonar, lo que era inusual a esa hora. Diez años atrás no me hubiese extrañado recibir una llamada deLangley en mitad de la noche, pero eso ya no ocurría. No obstante, lo que más me impresionó en ese momento fue mi serena seguridad de que el teléfono iba a sonar. Y sonó.
-Chloe -dije.
-Aborrezco llamarte de esta manera -empezó a decir. Se produjo una larga pausa, como si se le acabara de ocurrir-. ¿Podemos hablar? – preguntó.
¿Seguía la culpa obnubilando mis sentidos? Me pareció que Kittredge se movía en el dormitorio.
-Sí, podemos hablar -respondí, pero en voz lo suficientemente baja para darle a entender que no podíamos.
-Tengo que verte. Hace horas que quería llamarte, pero no sabía si era seguro.
-¿Qué tiempo hace en Bath? – No me excuso por haber dicho esto. Podría haber dichocualquier cosa para comprar un instante-. ¿Están muy mal los caminos? – agregué.
-Sobre el hielo, mi carroza de cuatro ruedas es como un gran limón, pero estaré bien. – Hubo un breve silencio y luego dijo-: Harry, ha pasado algo. Necesito verte. Esta noche.
-Bien -dije-, no hay nada abierto a estas horas.
-Quiero ir a tu casa.
-Sí -dije-, eres bienvenida, pero jamás la encontrarías.
-Conozco tu casa. Conozco el camino. Viví cerca de Doane un invierno.
-¿Sí?
-Seguro -dijo-. Viví un tiempo con Wilbur Butler, en esa caravana doble que hay junto a la carretera.
Ante mis ojos aparecieron esqueletos de coches oxidándose en el patio del frente.
-¿Cómo es que nunca te vi?
-Viví con Wilbur un par de meses. No me permitía salir de la cama. Solía mirar por la ventana cuando pasabas. «Es un chico guapo», le decía a Wilbur. Te odiaba por eso.
Volví a pensar en la mirada malévola que me dirigía Wilbur cada vez que nos cruzábamos en elcamino.
-Supongo que sí -respondí. Podía oír su respiración-. Chloe, no me parece una buena idea que vengas aquí esta noche.
-Insisto -dijo.
Su voz tenía el mismo tono perentorio con que cada vez que hacíamos el amor decía: «Ahora. Más fuerte, hijo de puta, más fuerte». Sí, eran los mismos ecos.
-¿Esta noche? ¿Por qué esta noche?
-Por tu seguridad. – Hizo una pausa-. Y por la mía. – Volvió a hacer una pausa-. ¿Han registrado tu casa? – preguntó -. Registraron la mía.
-¿Qué?
-Mientras estaba tomando esa última copa contigo. Registraron cosa por cosa en la caravana.Rompieron el tapizado para ver el relleno de los sillones. Rompieron los marcos de mis fotografías. Desarmaron la cocina. Rajaron el colchón. Dieron vuelta a los cajones. – Se echó a llorar. Lloraba como una mujer fuerte que acaba de enterarse de que un pariente ha quedado lisiado en unaccidente-. Harry, me quedé sentada allí una hora. Luego hice un recuento de mis pertenencias. Estaba preparada para lo peor, pero no se han llevado nada. Hasta apilaron prolijamente mi bisutería sobre la cama. Y mis bikinis. Y mi sostén rojo y negro. ¿Qué te parece? Y unos porros de marihuana. Fumé un poco la víspera de Año Nuevo, y escondí el resto en el fondo del cajón. Lospusieron junto a mis joyas de fantasía. Los odio.
-¿A ellos?
-Si hubieran sido ladrones, se habrían llevado el televisor, el microondas, el estéreo, la radio despertador, el Winchester con la caja de nogal, la sierra eléctrica. Deben de ser polis. – Pensó acerca de ello-. Polis especiales. Harry -preguntó-, ¿qué estaban buscando?
-No lo sé.
-¿Tiene alguna relación contigo?
-Tampoco lo sé.
-¿Qué clase de trabajo haces?
-Ya te lo dije. Soy escritor y editor.
-Vamos, Harry, no soy ninguna imbécil. – Bajó la voz-. ¿Eres del servicio secreto?
-En absoluto.
Esta mentira hizo que se echara otra vez a llorar. Sentí una punzada de simpatía por ella. Las cosas de Chloe desparramadas y manoseadas. Y ahí estaba yo, mintiéndole.
-Gilley, el padre de Wilbur, solía decir: «Los Hubbard podrán trabajar para la CIA, pero eso no los hace mejores que nosotros». Cuando estaba borracho decía eso. Cada vez que pasabas.
Nunca se me había ocurrido que nuestros vecinos de Maine tuvieran idea de lo que hacíamos.
-No puedo hablar de eso, Chloe.
Empezó a subir el tono de voz.
-¿Tienes alguna consideración hacia mí, o no soy más que una cosa a la que te follas?
Sí, había subido la voz.
-La prueba de lo que siento por ti -le dije tan lentamente como me fue posible-, es que amo a mi mujer, entiendes, la amo, y sin embargo sigo viéndote.
-Muy elegante -dijo-. Me quedaré con la vuelta.
¿No son iguales todas estas conversaciones? Seguimos durante cinco minutos más, y luego otroscinco minutos más, antes de que pudiera colgar, y cuando dejé el teléfono me sentí lleno de aflicción. Todo escudo de indiferencia o distanciamiento con que pude haber sido capaz de ocultar mi doble vida había sido despedazado por la llamada. La idea de que era crucial volver al dormitorio, a Kittredge, me acosó con tal intensidad que tuve que preguntarme si algo que no podíanombrar se había acercado tanto a mí, tanto que subí los peldaños de dos en dos y de tres en tres hasta llegar al piso superior. Sin embargo, al llegar junto a la puerta del dormitorio mi voluntad pareció replegarse, y empecé a sentirme tan débil como quien tiene fiebre. Incluso tuve una de esasfantasías que parecen surgir de nuestras propias extremidades cuando nos sentimos doloridos y enfermos, y al mismo tiempo curiosamente alegres. Pude imaginarme a Kittredge, dormida sobre la cama. «Estaría profundamente dormida -pensé- y yo podría instalarme en una silla y vigilarla.» Con todo el cuidado posible recorrí la distancia que me separaba de la puerta, miré hacia adentro, ysí, estaba dormida, tal como había imaginado. Qué alivio poseer este aspecto de mi mujer: su presencia muda era superior a la soledad de estar sin ella. ¿Podía interpretar eso como un signo? ¿Durante cuántos años la mera visión de su antebrazo pecoso sosteniendo una raqueta había sido mipasaporte a la felicidad?
La miré fijamente, y disfruté de la primera sensación de alivio desde mi llegada a casa, como si en verdad volviera a ser virtuoso. La amaba de nuevo, la amaba tanto como aquel primer día, no el primer día de nuestra relación, sino cuando le salvé la vida.
Ése fue el logro más notable de mi existencia. Cuando tenía un mal día solía preguntarme si era mi único logro. Tengo un concepto simple de la gracia, por así decirlo. Nunca he visto el amor como suerte, como un don de los dioses que pone todo lo demás en su lugar y permite que unotriunfe. No, yo consideraba el amor como una recompensa. Uno sólo podía hallarlo si había sido virtuoso, si había actuado con coraje, con generosidad, si se había autosacrificado, si había sido capaz de soportar la pérdida, de convocar el poder de la creación. Por lo tanto, si ahora sentía amor, era porque no había perdido todo el poder de redención. La apatía que antes había experimentadoera un indicio de la gran fatiga de mi alma. No era un caso perdido, estaba exhausto, simplemente, y esa apatía era mi propia morfina para mantener a distancia la pérdida. No estaba exento de gracia, no, si mi amor por Kittredge aún vivía en esa enramada de rosas donde el dolor sube del corazón.
Reduje la intensidad de las luces para que ella pudiese dormir y me senté junto a la cama en la penumbra. Cuánto tiempo estuve allí no lo sé -¿unos pocos minutos, o fue más?– pero un golpecito en la ventana interrumpió mi paz, y al levantar la mirada tuve la visión más pequeña y asombrosa. Una mariposa nocturna blanca, no más grande que el ancho de dos dedos, revoloteabacontra el vidrio. ¿Había visto yo alguna vez una mariposa nocturna antes de marzo? Sus alas parecían tan blancas como la ballena de Melville.
Crucé la habitación hasta el escritorio, cogí una linterna, la encendí y la sostuve contra el vidrio de la ventana. La mariposa se adhirió al cristal como si quisiera absorber el poco calor de la luz.Miré sus temblorosas alas con el respeto que se siente por una criatura verdadera, sea cual fuere su tamaño. Sus negras y abultadas pupilas, comparables en diámetro a la cabeza de un alfiler, me observaban tan intensamente como podría hacerlo un ciervo o un perro faldero. Sí, podría haberjurado que aquel insecto me devolvía la mirada, de criatura a criatura.
Deslicé la linterna por el vidrio y la mariposa siguió la trayectoria de la luz. Cuando llegué al borde de la ventana, dudé si abrirla o no. El premio era una mariposa nocturna, después de todo, no una mariposa de verdad. Su cuerpo blanco era el de un gusano, y sus antenas no eran filamentos sino escobillas. Aun así, la dejé entrar. Había tanta súplica en su aleteo…
Una vez dentro, como un pájaro que estudia el lugar donde posarse, recorrió la habitación antes de detenerse sobre un pliegue de la almohada de Kittredge.
Estaba yo a punto de volver a mi silla, pero sentí el impulso de volver a poner la linterna contra el vidrio de la ventana. El haz de luz se movió por el suelo y en la penumbra plateada, entre el punto en que se extinguía la luz y empezaba la oscuridad del bosque, vi nada menos que la figura de unhombre. Corrió rápidamente a refugiarse detrás de un árbol, y yo, a mi vez, retrocedí y apagué la linterna.
Cuando niño siempre había pensado de mí mismo que era el hijo incompetente de un hombremuy valeroso, y podía narrar la historia de mi vida a partir de los intentos realizados para salir del fondo. Si uno piensa que es un cobarde, lo mejor, por regla general, es actuar temerariamente. La Luger que había heredado de mi padre, un trofeo de sus días en la OSS, estaba dentro de su estuche en el armario. Podía cogerla y salir a hacer un breve reconocimiento.
Me rebelé. Apenas si estaba preparado para internarme en el bosque. Tendría que hacerlo, eso sí, y rápido. Una ocupación tan exorbitantemente profesional como la mía es lógico que desarrolle en uno ciertos poderes, incluso cuando se trata de personas como yo, que no soy nada del otro jueves.A veces era capaz de preparar mi mente para enfrentarme a situaciones casi imposibles. Por supuesto, esta destreza era una facultad curiosamente exagerada. Bien podría haber sido un concursante en uno de esos programas de televisión en que hay que encontrar la respuesta a un acertijo mientras sucede algo ridículo en el escenario y el público se muere de risa. Para aclarar mi mente y concentrar mi voluntad, confieso que me gustaba usar cierto texto del libro de oraciones de la Iglesia anglicana.
Debo admitir que en los rezos apenas si se utilizaban palabras. Y aunque ahora repetía laColecta de los Viernes no era porque me estuviera confesando antes de la batalla, sino porque devolvía mi nerviosismo a las profundidades: Señor Jesús, con tu muerte quitaste el aguijón de la muerte: danos a nosotros, tus siervos, el don de seguirte por el camino que nos muestras, para quefinalmente podamos dormir pacíficamente en ti. Cuando repetía esta oración, diez veces si era necesario, aparecían ante mí los días de mi escuela primaria, y volvía a ver la imagen de la «fatal capilla soporífera», como solíamos llamar a St. Matthew. Yo solía quedarme dormido «pacíficamente» y me despertaba, después de una evasión de cinco o diez segundos, paraenfrentarme a los dictados de mi mente. ¡Cada cual a sus reglas mnemotécnicas! Emergí de esos diez segundos con el convencimiento de que no debía quedarme sentado junto a Kittredge y vigilar hasta el alba. Tal vez fuera más prudente quedarme sentado vigilando mi propia vida, pero en ese caso perdería a mi amor. Es una ecuación escandalosamente romántica, por cierto, pero yo la veíacomo la lógica del amor, que por lo general se reduce a una simple ecuación. El amor es escandaloso. Uno debe arriesgarse si quiere conservarlo, y es por eso que tan pocas personas siguen enamoradas. Estaba obligado a descubrir quién era el merodeador.
Saqué de la funda la Luger de mi padre, cogí una carga de balas de 9 mm, inserté el cargador y oí cómo las balas llegaban a la recámara. Para el amante de las armas de fuego, ése es un sonido agradable (y en ese momento yo era un amante de las armas de fuego). Luego me dirigí a la puerta del dormitorio, la abrí, la cerré con llave, me metí la llave en el bolsillo y, arma en mano, caminé por el pasillo.
Mi padre solía decir que la Luger era la contribución más confiable que había hecho Alemania a la vida tranquila y placentera. De perfil, esa pistola es tan agraciada como Sherlock Holmes, y su peso en la palma de la mano hace que uno se sienta un buen tirador, del mismo modo que un buen caballo nos sugiere que podemos llegar a ser buenos jinetes. Ya me sentía preparado.
La Custodia es una casa con siete puertas, un signo, podría decirse, de la suerte que está lista a conceder. En la vieja casa tenemos una puerta principal, otra trasera y una entrada lateral para el Cunard (que da a una escalera que lleva a la playa), dos puertas a cada lado del Campamento, lasalida de la despensa y una puerta trampa que da al sótano.
Elegí la puerta de la despensa. No había luz en las ventanas más próximas y el viento hacía suficiente ruido como para ahogar el chirrido de las bisagras o el cerrojo. Salí al exterior sin anunciarme.
Fuera, la oscuridad era absoluta. Sentí alivio porque el suelo estaba húmedo, lo que silenciaba mis pisadas. No me había sentido tan lleno de vida (al menos de esta manera) desde mi estancia en Vietnam hacía ya quince años. De hecho, antes de recorrer diez pasos volvió a mí todo lo que habíaaprendido cuando salía a patrullar con el pelotón. Es maravilloso ser conscientes de que todo nuestro cuerpo está alerta, las puntas de los dedos, la vista, el olfato, el oído, incluso el gusto al sentir el aire en nuestras lenguas.
Sin embargo, durante el tiempo que tardé en salir del extremo abierto del cobertizo, se me hizo evidente que era tan probable topar con un desconocido de guardia como pasar inadvertido a quienquiera estuviese vigilando la casa. Como he dicho, la noche era oscura, y el viento soplaba con tal furia que yo podía dar diez pasos rápidos sobre la alfombra de agujas de pino sin oír mis propiaspisadas ni, si vamos al caso, el latigazo de alguna rama. Pronto me di cuenta de que para descubrir algo debía dar la vuelta a la casa desde cierta distancia y luego, cada cuarenta o cincuenta pasos, dirigirme en dirección a las luces. Si era lo suficientemente cuidadoso podría sorprender a alguien desde atrás, suponiendo, claro está, que ellos estuvieran donde yo creía. ¿Y si merodeaban, como yo? ¿Tenía que cuidarme las espaldas? Caminé en círculos en una y otra dirección.
Debo de haber estado fuera de la casa unos veinte minutos cuando di con el primer guardia. Un hombre de poncho, sentado en un tronco de árbol con un walkie-talkie en la mano. Lo vi desde una distancia de quince metros. Tenía la atención puesta en la puerta principal, cuya luz reveló su silueta. Había adoptado una postura que indicaba atención, aunque no excesiva: la de un cazador aguardando que el ciervo salga de su escondrijo. De inmediato sospeché que su misión era avisar por el walkie-talkie apenas apareciese alguien.
Durante un momento me sentí tentado de dispararle. Levanté la Luger, apunté al objeto oscuro que era su cabeza, y me di cuenta de que, tanto legal como espiritualmente, podía hacerlo. No recuerdo haberme sentido jamás tan seguro con un arma. En verdad, hacía quince años que no disparaba; la última vez había sido en Vietnam en medio de una feroz y repentina escaramuza.Todos disparaban sus armas al mismo tiempo y yo, enloquecido y ciego de furia, dominado por la fiebre del combate, descargué una Magnum 357 sobre unos matorrales cuyo aspecto no me gustaba. A diferencia de las películas de guerra que había visto, ningún oriental salió de detrás delfollaje caminando atolondradamente; volé los arbustos, eso fue todo. ¡El poder de la Magnum!
Se trataba de manía de combate, mezclada con bastante miedo (¡y marihuana!) y apenas guardaba relación con el resto de mi vida. El mismo impulso surgió ahora del centro de mi ser, tan frío e implacable como el deseo de arrastrar a Kittredge hasta la Cripta. En una palabra, sentí el mal, y me gustó, y me enorgullecí de que no me temblara la mano. Nunca había sostenido tan firmemente un arma. Supuse que el hombre debía de formar parte de un grupo, por lo que no sería prudente disparar, ya que si lo hacía desencadenaría una situación que aún no comprendía del todo. Sin embargo, no me parecía peligrosa, al menos en ese momento, y en medio de aquellos bosques familiares. La noche parecía estar pendiente de algo que ambos, el guardia y yo, esperábamos que sucediera.
De modo que me alejé del hombre del walkie-talkie y continué mi inspección alrededor de lacasa. Me sentía equilibrado, tranquilo, peligroso para los demás y en armonía con la aromática humedad de los pinos que me rodeaban. En ese espléndido estado debo de haber dado unos cincuenta pasos siguiendo el perímetro que me había trazado a mí mismo antes de encaminarme nuevamente hacia el centro. Esta vez no vi a nadie cerca del Campamento, ni de ninguna de las puertas. Sin embargo, la siguiente vez que me acerqué con la intención de dirigirme al Cunard, detecté, en el lugar donde la escalera de la playa desciende hasta la saliente de roca, cierto movimiento que parecía pertenecer más a un hombre que a un arbusto. Luego oí el aleteo de unponcho. Un sonido tan fuerte como el de una vela mayor al atrapar el viento. Otro guardia.
Apenas pude distinguirlo. No era más que una oscuridad en medio de otra. El Cunard, tal como lo he descrito, proyectaba su voladizo sobre la casa y permitía una vista de la bahía de Blue Hill. En ese momento me encontraba oculto por la negra invisibilidad del saliente de roca debajo delvoladizo. Si daba un paso, revelaría mi presencia. Por lo tanto, retrocedí. Apenas acababa de salir de debajo del voladizo cuando se encendió una luz en la sala del Cunard. Desde donde me encontraba alcancé a ver, al otro lado de la ventana, la cabeza y los hombros de un hombre, un hombre queconocía pero cuyo nombre no recordaba. Podía jurar, aun así, que se trataba de alguien de Langley. Sí, era uno de nosotros.
Regresé a la leñera, manteniéndome a distancia del primer guardia. No temía particularmente por Kittredge. El desconocido del Cunard -que no obstante me resultaba familiar- no parecíaamenazador, sino más bien preocupado. Estaba tan seguro de esto que guardé la Luger en el cajón de un viejo armario de la despensa, como si todo pudiera torcerse si seguía con el arma en la mano. El reconocimiento de los bosques, aunque resultó de un valor limitado, había fortalecido mi ego ycalmado mi ansiedad. Pude determinar quién era el visitante: un alto oficial de la oficina de Seguridad. Y yo lo conocía. Lo conocía bien. Arnie Rosen. Reed Arnold Rosen. En el tiempo que había tardado yo en regresar a la casa, él se había trasladado del Cunard hasta nuestro estudio, y fue allí donde me lo encontré, sentado en mi sillón favorito, fumando su pipa. Reed Arnold Rosen, enuna oportunidad Arnie, luego Ned, y ahora Reed, para sus amigos y compañeros de trabajo. Probablemente yo podía ser considerado ambas cosas. Habíamos hecho la instrucción juntos en la Granja y nos habíamos visto muchas veces cuando éramos ayudantes de Harlot. ¿Cuánto hacía deeso? ¿Veintisiete años? Sí, conocía a Reed y él me conocía a mí. Sólo que por la naturaleza de nuestra carrera, él había prosperado más que yo.
A pesar de ello, sentí el incontenible impulso de usar el viejo apodo de Arnie.
-Hola, Reed -dije.
-Te ves muy bien, Harry.
Yo sabía que no era cierto.
-Estoy hecho un asco -dije-, pero fuera está todo mojado.
Asintió.
-Yo también estuve fuera, pero más temprano.
En su traje con chaleco no había nada que delatase que efectivamente había sido así. La tela inglesa y un sastre de Londres le habían permitido exponerse a la humedad sin evidenciarlo.
Si el pedigrí de las personas fuese tan bueno como el de los perros, los mejores de nosotros (ya fueran escoceses, irlandeses, ucranianos, italianos o lituanos) habrían dejado atrás sus diferencias étnicas. Parecemos de una misma raza; somos lo que ha hecho de nosotros nuestro ambiente vocacional: de la Inteligencia estadounidense. Aun cuando mi vida profesional estaba a punto de zozobrar (y eso sin hacer mención de mi ropa embarrada), me irritaba un poco el que yo, que pertenecía a un buen criadero, tuviera en aquel momento peor aspecto que Rosen. El pulcro cuerpo de mediana estatura, el pelo canoso cortado al rape, la nariz corta y afilada, el firme labio superior (que siempre parecía estar apretando los dientes cubiertos de fundas), incluso sus gafas de marco metálico, se adecuaban al traje gris que llevaba puesto del mismo modo que una flor armoniza con su tallo.
Aun así, me alegré de verlo. Descubrir que mi inquisidor (a quien yo debía de haber estadoaguardando desde hacía meses) era un oficial civilizado, de alta jerarquía, como Ned Rosen, hacía que me sintiese (es absolutamente imposible explicar la lógica de estos asuntos administrativos) de regreso en la Compañía.
-Menudo viajecito tuvimos que hacer para llegar a tus bosques -dijo.
Cuánto había mejorado desde los viejos tiempos. Cuando nos preparábamos juntos, Rosen, que había estudiado en Columbia y había pertenecido a la sociedad Phi Beta Kappa y a otras por el estilo, padecía de inflamación adenoidea. Su inteligencia nasal no dejaba de barrenar hacia delante. Era un tipo rechazado por todos los grupos exclusivos incluso antes de que se formaran.
Ahora estaba casado con una agradable y gris dama episcopalista con quien una vez, debo admitirlo, tuve una cita memorable en Montevideo, y obviamente había aprendido mucho de ella. La nasalidad se había metamorfoseado en la resonancia de un alto oficial del gobierno.
-Sí -dijo-, pareces mojado, y yo no estoy seco.
Bastante calentamiento previo, sin embargo.
-¿Fuiste tú quien telefoneó a Kittredge esta noche? – pregunté. Se tomó su tiempo pararesponder, más por decoro que por cautela.
-¿Acerca de Hugh Montague?
-Sí.
-Harry, yo no le telefoneé. Le traje las noticias.
-¿Cuándo?
-Hace un rato.
Debió de haber llegado no mucho después de que yo hiciese mi llamada desde la gélida cabinatelefónica del camino de la costa. De modo que estaba en la casa cuando regresé. Sus hombres de los walkie-talkies me habrían oído llegar por el bosque, habrían oído, presumiblemente, el castañeteo de mis dientes mientras buscaba la llave para abrir la puerta. Y se lo habrían comunicado al pequeño auricular que Reed llevaba en el oído.
Me puse de pie para atizar el fuego y pude comprobar que sí, tenía un audífono color piel en el oído derecho.
-¿Qué has estado haciendo desde que llegaste? – pregunté.
-Tratando de pensar.
-¿Dónde lo hacías?
-Bien, por lo general, en uno de los cuartos de huéspedes.
Dio una chupada a su pipa.
-Los que están fuera, ¿son tus damas de compañía?
-Se supone que sí.
-He contado dos.
-De hecho -dijo Reed-, hay tres de los nuestros allí fuera.
-¿Todos por mí?
-Harry, es un asunto complicado.
-¿Por qué no los haces entrar? – pregunté-. Hay otros cuartos de huéspedes.
Meneó la cabeza.
-Mis hombres -dijo- están preparados para esperar.
-¿Esperan a más personas?
-Harry, no juguemos al ping-pong. Debo discutir una situación que se nos ha ido de las manos.
Eso quería decir que en Langley nadie tenía idea de qué hacer a continuación.
Mi paseo Luger en mano no había calmado por completo mi ansiedad, después de todo. Me sentía lúcido. Exponerme al peligro era la receta ideal para mis malformaciones espirituales.
-Ned -pregunté-, ¿quieres un trago?
-¿Tienes Glenlivet?
-Sí.
Decidió explayarse acerca de sus virtudes. Eso me fastidió. No necesitaba oír el discurso que sehabía aprendido en su visita a las destilerías durante el viaje en coche que había hecho por Escocia con su gris esposa escocesa. Busqué una botella en el armario del estudio y serví dos vasos de whisky, puro. Me pregunté si después de todo no lo preferiría con hielo, aunque no se animase a confesarlo. Le pregunté:
-¿Por qué estás aquí?
Me di cuenta de que quería disfrutar un poco más del fuego del hogar y del scotch.
-Sí -dijo-, debemos aclarar eso.
-Me siento honrado de que te hayan enviado a ti -dije.
-Pues mañana por la mañana puedo verme deshonrado -replicó-. Este viaje es cosa mía.
-¿Sin autorización?
-No del todo. Verás, tenía prisa por llegar.
-Bien -dije-, no seguiremos jugando al ping-pong, ¿verdad?
No era propio de su carácter no cubrirse las espaldas. Nadie sabía mejor que él que podemos ser la burocracia más papelera del mundo. De modo que hay veces en que resulta muy importanteconseguir el papel adecuado. Nos sentimos más felices cuando una acción poco ortodoxa puede rastrearse en un pedazo de papel.
Y cuando alguna vez nos obligan a movernos sin un programa, estatuto, directiva, memorándum
o decreto presidencial, nos sentimos como si estuviéramos desnudos. Rosen no tenía ningún papel. – Espero que estés preparado para este asunto -dijo. – Puedes empezar. Sonrió en señal de asentimiento. Como tenía la pipa en la boca, más que sonrisa, fue una mueca. – ¿Te ha dado Kittredge algún detalle acerca de lo que oyó sobre Harlot? – preguntó. – Me temo que mi esposa no esté en condiciones de decir nada coherente. – Harlot -dijo Rosen- dejó esta casa hace tres días, se fue solo en su bote, lo que, como
sabes, no era algo inusual en él. Estaba orgulloso de su habilidad para gobernar solo laembarcación, a pesar de su incapacidad física. Pero no regresó. Esta mañana los guardacostas encontraron el bote a la deriva, comprobaron su identidad, y nos llamaron. ¿Puedes creerlo? En los papeles aparecía el teléfono de la oficina de personal de Langley como número al que avisar en casode accidente. Mientras tanto, el cadáver de un hombre, en estado de descomposición, fue arrastrado hasta las marismas de la bahía de Chesapeake. Se notificó a la Guardia Costera, y poco después mi oficina hizo su aparición en escena. Hoy, justo antes del almuerzo.
-Tengo entendido que para vosotros se trata de un suicidio.
-Posiblemente digamos que lo fue. Con la esperanza de que la Prensa decida que un suicidio no despierta mayor interés que unas necrológicas.
-Asesinato, ¿verdad?
-No podemos asegurarlo. Todavía no.
-¿Cómo llegaste aquí? – pregunté-. ¿Por avión hasta el aeropuerto de Bar Harbour?
-En mi avión. He agregado una licencia de piloto a mi pequeño surtido de virtudes.
-Siempre hay algo nuevo de que enterarse cuando se trata de ti.
Como imaginarán, mi elogio estaba cargado de ironía, pero aun así no pudo evitar demostrar su
satisfacción. En una oportunidad, después de que Richard Helms lograse salvar a Hugh Montague de una investigación del Congreso, Harlot, como reconocimiento de su deuda, se apresuró a elogiar las habilidades del director. «Qué oportuno ha sido tu nombramiento, Dick -le había dicho Harlot-, con qué habilidad has sabido sumar un mérito tras otro.» Más tarde, Harlot me comentó: «Todo depende de eso, Harry, la vanidad de los oficiales de alta jerarquía es inconmensurable».
De la misma manera, yo agregué mi lisonja en beneficio de Rosen. Pensaba sorprenderlo mientras se regodeaba.
-En tu vuelo hacia aquí -le pregunté-, ¿no te detuviste en Bath, Maine?
Se quitó la pipa de la boca.
-Por cierto que no. – Hizo una pausa-. Y por un momento pensé en hacerlo. Conocemostodo acerca de tu amiga Chloe.
-¿Fue el FBI quien la visitó anoche?
-No porque nosotros se lo indicáramos.
-¿Qué hay de la DEA?
-Tampoco. Puedo jurarlo.
-Entonces, ¿quién registró su caravana?
-¿Qué?
Parecía verdaderamente sorprendido.
-Chloe me llamó. Aterrorizada. Según su descripción, fue un trabajo completo, insultante, totalmente profesional.
-No sé nada.
-¿Por qué estáis interesados en ella? – le pregunté.
-Yo no lo estoy. ¿Tiene algo que ver?
-Ned, si vamos a hablar de la que llamas mi amiga Chloe, debemos trabajar con los hechos.Tomo un café con ella algunas veces cuando paso por Bath. Chloe y yo no nos conocemos carnalmente. En absoluto. Pero, Ned, necesito saber… -Sí, el Glenlivet (después del Bushmills y la Luger) estaba surtiendo un efecto inesperado: me estaba poniendo de mal humor-. Dime, compañero, ¿qué diablos tiene que ver Chloe con nada de esto? Sólo es una camarera.
-Quizá sí, quizá no.
Poco a poco me estaba despertando.
-¿Es que me habéis pinchado el teléfono del estudio? Es verdad, ella me llamó esta noche. ¿Tiene eso alguna importancia?
Levantó la mano. Me di cuenta de que me estaba soliviantando demasiado. ¿Acaso en mi voz había un dejo de culpa?
-Tranquilízate, Harry -dijo-, tranquilízate. Presumiblemente tu conversación telefónica con Chloe está en una cinta en algún lugar. Yo no tenía los medios para poder grabar nada directamente. – Hizo una pausa-. Ni ganas de hacerlo. No he venido aquí para atarte a una mesa y sacar de repente el proctoscopio.
-Aunque no te importaría una conversación a fondo.
-Me gustaría hablar de igual a igual.
-¿Sabes en qué estoy pensando? – pregunté.
-En los Grandes Santones.
Con esto Rosen me demostraba que no estábamos de igual a igual.
-Reed -dije-, yo no sé mucho acerca de los Grandes Santones.
-Tú solo, no. – Pero ambos sabíamos que mucho de lo que para mí carecía de sentido podría ser un regalo para él. Apuró su vaso de whisky y me lo entregó-. Sírveme un poco más de eseespléndido scotch -dijo-, y entraré en detalles.
Me las arreglé para sonreír.
-Éste debe de ser un acontecimiento infernal para ti -dijo-. Lo creas o no, para mí sí lo es.
Bien, ahora estábamos hablando de lo mismo. Debía de tener alguna idea de cuántos documentos me había llevado de Langley. Estuve a punto de decirle que en nada había molestado a ese ente complejo que es mi conciencia. En verdad, era asombroso. Si bien podía llegar el momento en que tuviese que pagar por alguna de estas cuentas, virtualmente aguardaba con ansiedad la ocasión. «Tengo mucho que contarte -estuve a punto de decirle- acerca de mis sentimientos en
ese asunto; me siento honrado, Ned.»
En cambio, opté por quedarme callado. Rosen dijo:
-Harry, hace años que estás loco como una cabra. Puede que con razón. Cuando un matrimonio se rompe, creo que uno debe decir: «No juzguéis. Sólo Dios puede determinar quién es culpable». En la Agencia todos estamos casados. Si crees que debes separarte, no seré yo quien te juzgue. Todos estos años has hecho trabajos que nos avergonzarían a todos. Cosas tan osadas y bienresueltas.
Yo trataba de disimular mi placer. «Osadas y bien resueltas» me había dejado escandalosamente emocionado. Tan vanidoso como un oficial de alta jerarquía.
-Te diré en confianza -continuó Rosen- que no importa con lo que te hayas alzado, y teaseguro que lo tenemos todo perfectamente documentado, créeme si te digo -su voz se tornó más resonante-, que esos pecados son veniales, amigo.
Era su manera de pedirme que cooperara. Durante años, Rosen debía de haber suministrado aHarlot una buena cantidad de material que la oficina de Seguridad hubiese preferido mantener para sí.
Estos pecados veniales se cometían todo el tiempo. La información se filtraba por las grietas entre el Departamento de Estado y nosotros, entre el NSC y nosotros, sí, especialmente entre elNSC y nosotros; simplemente éramos buenos ciudadanos que habían invertido en acciones de filtraciones.
Los pecados mortales eran harina de otro costal. Los pecados mortales eran entregar papiros alos soviéticos, un asunto incomparablemente menos gracioso. Si bien Rosen no podía estar completamente seguro de que yo estuviera en los niveles inferiores de la escala de los pecados veniales, estaba, sí, haciendo promesas implícitas. Prácticamente me había dicho que renunciar al servicio era mejor que un juicio y/o la destitución. Era obvio que necesitaba mi ayuda. Laspreguntas que rodeaban la muerte de Hugh Montague iban a ser órdenes de magnitud mucho más vital que cualquiera de mis pecadillos.
Quizá fuera mejor tener a Ned por inquisidor que a algún mandril de Seguridad de alto rango,ignorante de cuántas generaciones de Hubbard habían sido necesarias para dar forma a las queridas y gastadas sutilezas de la Custodia.
-Demos por sentado -dije- que mi separación del servicio será equitativa.
Ignoro si mi voz sonaba inadmisiblemente presumida al decir esto, o si Rosen había estado jugando conmigo con una buena carnada, la cuestión es que de pronto sentí que él cedía.
Sus labios delgados adoptaron la expresión del pescador que está a punto de sacar una trucha del agua.
-Demos por sentado -dijo- que una cooperación concertada permitirá una separación equitativa en las condiciones permitidas por el reglamento.
No todo el mundo sabe manejar el discurso de la burocracia. Asentí con desprecio. Me di cuenta de que estaba borracho. No importaba lo mucho que bebiese, eso no ocurría con frecuencia por entonces, pero después de más de veinticinco años en el gobierno uno se siente competente en lo que respecta al dominio de la lengua.
-Sujeto -dije- a la conjunción apropiada, gestionaremos una investigación colateral de las eventuales contingencias.
Dije eso para borrar de los labios de Rosen esa sonrisita de superioridad, pero se puso triste,simplemente. Me di cuenta de que estaba tan lleno de alcohol como yo. Habíamos estado descendiendo por los rápidos del gran río del alcohol. El descenso había terminado. El río estaba en calma.
Suspiró. Pensé que estaba a punto de decir: «¿Cómo pudiste hacerlo?», pero en cambio susurró:
-No estamos preparados para hacer tratos.
-Entonces, ¿dónde estamos?
-Me gustaría conocer tu impresión general.
Bebí un trago de scotch.
-¿Por qué?
-Quizá la necesite. Nos encontramos en medio de un desastre. A veces tú ves las cosas más claramente que yo.
-Muy bien -dije.
-Hablo en serio -dijo.
Empecé a creer que de verdad lo estaba haciendo.
-¿Con qué contamos? – pregunté-. ¿El cuerpo que tienes es el de Harlot?
-Sí -respondió de mala gana, como si quisiese negar su propia afirmación.
-Supongo -dije, y bebí otro sorbo de scotch antes de proseguir- que los restos estarán estropeados e hinchados por el agua.
-Definitivamente, es el cuerpo de Harlot.
Guardamos silencio. Era consciente de que hablar de la muerte de Harlot no sería mera rutina, pero así y todo me sorprendí cuando se me atragantó la bebida. El dolor, el enojo y un dejo dehisteria ante mi propia confusión buscaban en mi laringe un lugar donde ubicarse. Descubrí que mirar el fuego remediaba en algo la situación. Estudié un leño que brilló hasta la incandescencia antes de desplomarse suavemente sobre sí mismo. Empecé a lamentar la muerte de Harlot. Sin embargo, como aprendemos en los sermones, la mortalidad es la disolución de la materia; sí, las vidas de todos nosotros van a dar al mar, y la muerte de Harlot estaba entrando en el universo. De este modo mi garganta se alivió.
Descubrí que quería hablar de la muerte de Harlot. Sin importarme todo lo que había sucedido esa noche -¿o precisamente debido a ello?– sentía como si por fin hubiera retrocedido al medio de mi ser, al claro y lógico medio de mi ser, como si mis extremos emotivos se hubiesen consumido y ahora mi medio estuviera más fuerte. Si hacía diez minutos había estado borracho, ahora me encontraba sobrio. La borrachera es la abdicación del yo; ahora mi yo subía a la superficie, comouna ballena. Sentí la necesidad de reconocer otra vez cuan cuerdo podía llegar a ser, es decir, cuan lúcido, cuan lógico, cuan sardónico, cuan superior a las debilidades de todos, incluyendo las mías. ¿Buscaba Rosen un análisis de la situación? Pues se la daría. Algo de los viejos tiempos volvía a mí, esa sensación de que juntos éramos lo mejor que tenía Harlot, lo más inteligente. Y lo más competitivo. Ya no importaba lo cansado que estuviese, en el centro de mi cerebro me sentía fresco y despejado.
-Ned, lo primero es saber si se trata de un suicidio o de un asesinato.
Asintió.
«El suicidio -pensé- sólo podía significar que Harlot había apostado por una recompensa muy alta, y había perdido.» El corolario era que los Grandes Santones eran mortalmente desleales a la Compañía, y si esto era así, me encontraba metido en un buen lío.
-Continúa.
-Por otra parte, si Harlot fue asesinado… -Volví a interrumpirme. Aquí empezaban las dificultades mayores. Elegí un antiguo refrán de la CIA-: No se perfora un furúnculo si no se sabe hacia dónde drenará el líquido.
-Por supuesto -admitió Rosen.
-Bien, Reed, si Harlot sufrió una pérdida, ¿hacia dónde se dirigen los canales, hacia el este o hacia el oeste?
-No lo sé. No sé si pensar en los hermanos King, o en alguien más cercano.
Suspiró, como si quisiera liberarse de la tensión que había soportado solo durante todas esas horas.
-No pueden ser los hermanos King -dije.
Se golpeó los dientes con la punta de la pipa. Que el KGB y nosotros empezáramos a matarnos mutuamente los agentes equivaldría a un suicidio mutuo. Mediante un acuerdo tácito no lo hacíamos. Agentes del Tercer Mundo, quizás, y ocasionalmente algún europeo, pero no el uno al otro.
-No, los rusos no -dije-. A menos que Harlot estuviera haciendo un doble juego. – Rosen dejó escapar otro suspiro -. Por otra parte -propuse-, bien podríamos ser nosotros.
-¿Y eso cómo sería? – preguntó Rosen.
-Harlot tenía una hipótesis que lo obsesionaba. Había llegado a la conclusión de que existía un enclave entre nosotros que utilizaba la información más secreta para comprar, vender e invertir en el mundo entero. Según su estimación, estas finanzas encubiertas son mayores que todo nuestropresupuesto de Operaciones.
-¿Quieres decir que Harlot fue asesinado por gente de la propia Agencia?
-Podrían perder miles de millones. Quizá más.
Yo compartía esa tesis. Por Harlot y por mí mismo. Si él era el buen centinela en guardia contrala corrupción interna, entonces haber trabajado con él podría arrojar una luz honorable sobre mí.
Rosen, sin embargo, meneó la cabeza.
-Ir en esa dirección no es productivo, al menos por ahora -dijo-. No conoces el argumentopeor. Hay un enorme obstáculo frente a tu tesis.
Serví un poco más de scotch para ambos.
-Verás -dijo Rosen al cabo de un momento-, de hecho no estamos seguros de que sean los restos de Harlot. Los que aparecieron en Chesapeake, quiero decir.
-¿No estáis seguros?
Podía oír el eco de mi propia voz.
-Tenemos lo que pretende ser el cuerpo de Montague. Pero los laboratorios no pueden darnosun ciento por ciento de seguridad, a pesar de que las coincidencias son considerables. Concuerdan la altura y el peso. En el dedo medio de la mano izquierda, un anillo de St. Matthew. Sin embargo, la cara no nos sirve de ayuda. – Los pálidos ojos grises de Rosen, nada notables por lo general, me parecieron extremadamente brillantes detrás de las gafas -. No me atreví a decírselo a Kittredge – prosiguió-. Le volaron la cara y la cabeza apoyando contra el paladar la boca de un revólver. Un arma de cañón recortado, probablemente.
No me atreví a contemplar esta imagen más de lo necesario.
-¿Qué hay de la espalda de Hugh? – pregunté.
-Aparece una seria lesión. No le habría sido posible moverse por sus propios medios. – Meneó la cabeza-. Pero aun así no podemos estar totalmente seguros de que sea la lesión de Montague.
-Seguramente, tendréis en el archivo las radiografías de Harlot.
-Ya conoces a Harlot, Harry. Hizo que el hospital nos transfiriese el historial completo. Jamás habría permitido que una información acerca de su persona permaneciese fuera dentro de nuestros dominios.
-¿Y qué revelan las radiografías?
-Ése es pues el problema -dijo Rosen-. No podemos dar con ellas. – Se quitó la pipa de la boca y estudió detenidamente el progreso del alquitrán en la cazoleta-. Tenemos un quebradero de cabeza de primera magnitud.
Lo más probable es que otra persona hubiese cometido el robo. Yo podría haber sido, simplemente, una de las numerosas muías que transportaban fardos de papiros de Langley a manos de Harlot. Incluso la pérdida de las radiografías podía ser atribuida a LTDLP, nuestro acrónimo interno para Legajo Traspapelado Dentro de los Parámetros. Hacía casi cuatro décadas que la CIA se estaba expandiendo, a pesar de -o tal vez sería mejor decir debido a- LTDLP. Cada vez que desaparecía un legajo uno no podía dar por seguro que había sido sisado en pecado mortal. Lo másprobable es que se tratara de un pecado venial y que el legajo hubiese desaparecido para proteger el autointerés de algún funcionario, o que hubiera sido enviado por error a un departamento equivocado mientras iba de regreso a su nido. Asimismo, algún empleado joven de archivos, distraído por una relación amorosa, podía haber guardado los papeles en una carpeta equivocada o, ahora que estábamos informatizados, podía haber apretado la tecla incorrecta. Los ordenadores utilizados por los empleados estaban siempre listos para desviarte del camino, lo mismo que el volante de un viejo sedán de cuatro puertas.
En resumen, las radiografías de Harlot no estaban disponibles.
-También tenemos algunos problemas para localizar las huellas dactilares -dijo Rosen-. Aunque eso no tiene importancia. Los peces se ocuparon de las yemas de los dedos, lo cual no deja de ser interesante. Hay una sustancia, equivalente a la nébeda, que pudo haber sido utilizada para pintarle los dedos. Por eso los peces mordisquearon en el lugar correcto. No obstante, la razón pudo muy bien ser natural, ya que es común que los peces mordisqueen las extremidades.
Buscó en un maletín que estaba a su lado, en el suelo, y me entregó dos fotos, una de una manoizquierda con un anillo y la otra de una mano derecha.
-¿Sería esto reconocible? – Tal vez fuera debido a la palidez de los tonos en blanco y negro de las fotografías, pero aquellas manos podían haber pertenecido a cualquiera: sólo podían ser identificables como los mitones hinchados de un hombre que había estado demasiado tiempo en el agua. Y las puntas de los dedos estaban carcomidas hasta el hueso.
-Le pregunté a Kittredge si se animaba a identificar esto, pero se mostró turbada -dijo Rosen.
Turbada, sí. Volvió a mí, con su secuela de aflicción, el momento en que le rogué que me dejaseentrar en el dormitorio. Cuánto debía de haber sufrido al ver esas ampliaciones. Las manos de Harlot, tan hábiles cuando vivía. Sentí que comprendía un poco más la pena de Kittredge. Sucedía (cruel paradoja) que su sufrimiento no tenía nada que ver con el mío, ya que aquél tenía una existencia aparte. Se me ocurrió esto de la misma manera que un físico puede dar con una propuestanueva y audaz. No importaba cuánto amara a Kittredge, no había ninguna garantía de que ella me amase a mí. Era una propuesta audaz. ¿Habría sentido Einstein la misma atroz agitación al enfrentarse a la teoría cuántica y a un universo casual?
Pero a pesar de todo, soy un profesional. Es la palabra operativa. Había llegado el momento de recordármelo. El cuerpo de uno debe estar en el lugar señalado. Con resaca o despejado; amistoso o lleno de furia; leal o traicionero; adecuado para la misión o probablemente incompetente, uno siempre es un profesional. Todo lo que hay que hacer es clausurar esa parte de la mente inapropiada para el trabajo. Y aunque lo que quede no alcance para llevar a cabo la misión, aun así uno siguesiendo un profesional. Que ha acudido a su empleo.
-Harry -dijo Rosen-, no toda la cara se ha perdido. Al principio no entendí, luego sí.
-¿Qué ha quedado?
-La mandíbula inferior derecha. Faltan todos los dientes de ese lado, excepto las dos últimasmuelas. Es algo. Harlot tenía un puente en la mandíbula inferior derecha sosteniendo las mismas dos muelas.
-¿Cómo lo sabes?
-Bien, amigo mío, tal vez no tengamos su historial médico, pero encontramos la ficha dental. En una radiografía, una de las dos muelas muestra una pequeña incrustación de oro. Igual que el cadáver. De hecho, la dentadura del muerto concuerda sorprendentemente bien con las radiografías de Montague.
-¿Sorprendentemente bien? ¿Por qué no suponer que hay que prepararse para el funeral de Hugh Montague?
-Porque no estoy seguro. – Levantó la mano en señal de disculpa, como si hubiera estado todala tarde discutiendo sobre el asunto con los técnicos del laboratorio. Me di cuenta de que tal vez fuera el único que abrigaba sospechas-. No puedo evitarlo -dijo-. No me gusta el producto.
Llenó la pipa y la encendió. Mientras lo hacía prefería no hablar. Supongo que toda la vida me han molestado los fumadores de pipa. Ahora no tenemos tantos en la Compañía como en lostiempos de Allen Dulles, cuando el viejo Dunhill del director se convirtió en parte del modelo a imitar para muchos de nosotros, pero ¿cuántos años he pasado inhalando el humo de la pipa de un colega?
-¿Puedes decirme por qué -preguntó finalmente- no parece del todo bien?
-Es el único sendero a través de la evidencia -le dije.
Él lo sabía. Yo lo sabía. Harlot nos lo había enseñado: se debe desconfiar de la evidencia parcial que lleva a una sola conclusión. Categóricamente.
-Creo -dijo- que es posible que se haya perpetrado un engaño cosmético.
-¿Podemos devolver el balón al campo de juego? – pregunté. Y tuve el pensamiento pasajero, mi mente parecía afectada ahora por pensamientos pasajeros, de que era sorprendente cuántos denosotros hablábamos como los publicitarios de hace veinte o treinta años. Y supongo que en algún aspecto somos iguales: nosotros tampoco podemos saber si una aseveración es verdadera o tremendamente fraudulenta. Sube al mástil para ver si hay olas. Muchas de nuestras aventuras dependían de la metáfora.
Divago, pero no quería asumir la enormidad de la sugerencia de Rosen. Pero no tenía alternativa. Bebí un trago de scotch y dije:
-Ned, ¿estás diciendo que un técnico dental convirtió esas dos muelas en facsímiles de las de Harlot? ¿Y que lo hizo antes de su muerte?
-No es imposible. – Rosen estaba excitado. Harlot podría haber pasado a mejor vida, pero el juego que teníamos entre manos estaba antes que él -. Es… es todo con lo que contamos hasta ahora -dijo-. Las radiografías dentales de Montague fueron hechas hace un par de años. A suedad, los dientes se desgastan y cambian. De modo que no se trata de que alguien deba encontrar un hombre idéntico en edad y tamaño con dos muelas idénticas a las de Harlot. Lo que se necesita son muelas aproximadas. Obviamente no sería un gran problema hacer una copia precisa del empaste de oro.
-¿Trabajaría el dentista para los hermanos King? – pregunté.
-Sí -respondió-, necesariamente. Podríamos encontrar una persona cuyos detalles físicos fuesen demasiado parecidos para ser satisfactorios, pero difícilmente podríamos ocuparnos del resto del trabajo. Mi propuesta es que el KGB nos ha obsequiado con un trabajo especial de acabado perfecto.
-¿Quieres decir -le pregunté- que encontraron un preso soviético de setenta años y que después de un exhaustivo trabajo dental, que posiblemente incluyó la extracción de todos los otrosdientes de la mandíbula inferior, procedieron a romper cuidadosamente su columna vertebral en el lugar exacto, luego lo prepararon bien, lo entraron en este país de contrabando, lo metieron en el bote de Harlot, cuidadosamente le dispararon en la cabeza para dejar sólo dos muelas, y luego lo consignaron a la bahía de Chesapeake el tiempo suficiente para que el cuerpo se hinchara, mientraspermanecían de guardia para poder arrastrarlo hasta la costa? No -dije, respondiendo a mi propia pregunta-, prefiero creer que Harlot ha muerto, y que vosotros tenéis sus restos.
-Admito que se trataría de una operación muy difícil, incluso para el KGB, por muy pacientes que sean.
-Vamos – dije-. Algo digno de Félix Dzerzhinsky.
Rosen se puso de pie y atizó el fuego.
-Nunca llegarían tan lejos -dijo- a menos que lo que estuviese en juego fuera algo muygrande. Volvamos a la peor de las situaciones. Supongamos que Harlot está en manos de los hermanos King.
-¿En manos de los hermanos King, y con vida?
-Con vida y feliz -dijo Rosen-. Feliz y camino de Moscú.
Ciertamente yo no quería brindar ninguna ayuda a Rosen en este punto. ¿Hacia dónde me conduciría esta tesis? Sin embargo, mi mente, con sus reflejos condicionados para torcer una hipótesis hasta romperla o hacer que adoptase otra forma (tratábamos las hipótesis de la mismamanera que Sandy Calder solía trabajar con el alambre), procedió ahora a torcer el argumento de Rosen, con el único objeto, tal vez, de adornar la situación. La necesidad de poseer una inteligencia superior es, también, una pasión incontrolable.
-Sí -dije-. ¿Y si Harlot está con vida y feliz y camino de Moscú y no quiere que lleguemos a una conclusión definitiva respecto de si está vivo o muerto?
Me había adelantado un paso a Rosen. Ni siquiera debíamos hablar de ello. Que Harlot desertara era el mayor desastre personal que podía concebir la CIA. Hasta Bill Casey reconocería que erapeor que Nicaragua. Pero aun cuando se necesitara mucha gente calificada por año a fin de estimar en cuánto nos dañaría, podíamos hacerlo. No obstante, si ignorábamos si estaba vivo o muerto o, por el contrario, si pensábamos que estaba dando lecciones a los hermanos King acerca de nosotros(¡la educación del siglo!) en ese caso estábamos condenados a vivir en una casa donde las llaves encajarían en las cerraduras hasta que dejaran de hacerlo. Esto tenía la firma de Harlot. Sería muy de su estilo dejarnos un cadáver contaminado. Cuántas veces nos había enseñado a Rosen y a mí esa lección. «Los estadounidenses deben obtener respuestas -me dijo una vez-. La inhabilidad de responder una pregunta nos enloquece, y los rusos buscan controlar inclusive antes de tener la respuesta. Ambos métodos producen el mismo tipo de ansiedad incontrolable. ¡Busca la respuesta! Ni la CIA ni el KGB pueden tolerar la ambigüedad. Por eso en muchas de nuestras operaciones nos beneficia dejar un pequeño rastro. Cada hora que avancen en la investigación les consumirá milhoras de trabajo. No lo hacemos por mera rutina, Harry, sino porque es muy desmoralizador para el oponente.»
Rosen estaba repantigado en mi sillón favorito. Me acordé de un chiste que se hizo popular en la CIA poco antes de la esperada reunión cumbre de 1960 entre Eisenhower y Kruschov, la que nunca tuvo lugar debido a que el avión de Gary Powers fue derribado en Rusia. Kruschov le decía aEisenhower: «Te amo». «¿Por qué me amas?», preguntaba Eisenhower. «Porque eres mi igual. Eres el único que tengo en todo el mundo.»
Rosen era mi igual. Harlot era una manifestación del Señor, y ambos lo habíamos conocido juntos.
-¿Cómo pudo haberlo hecho? – exclamó Rosen.
-Lo sé -murmuré, lo que quería decir que no lo sabía.
-Literalmente me convirtió al cristianismo -dijo Rosen-. Me convertí debido a HughMontague. ¿Sabes lo que significa para un judío? Hace que te sientas un Judas con tu propia gente.
Traté de examinar mi almidonada alma -almidonada, tenía que reconocerlo, en sus cariños y en sus odios- para determinar si no había sido demasiado duro con Rosen. Siempre pensé que se había convertido para conseguir ciertas ventajas profesionales. ¿Había sido injusto con él? ¿Lo había censurado todos esos años sólo porque una vez lo sentí inferior a mí? En los viejos días de esclavizante adiestramiento en la Granja, nuestro grupo de novatos solía considerar a Rosen un bebé judío de clase media de los suburbios del Bronx. Pero yo agradecía que estuviera conmigo. Por losazares del sorteo, Rosen y yo habíamos sido asignados a un pelotón de adiestramiento con una proporción demasiado alta de novatos muy rudos. La mitad era capaz de trepar un muro de cuarenta metros más rápido de lo que yo tardaba en mirarlo. Estando Rosen presente, se reían de él en vez de reírse de mí. Es conveniente tener cerca a un tipo así. Por supuesto, quizá se reían porque era su judío simbólico que hacía el trabajo de un gentil, y creo que a Rosen eso le enfermaba el alma. Sé que yo sufría con él, porque por parte de mi madre tengo un octavo de sangre judía, la proporción necesaria para saber qué hacer. En este momento, no obstante, Rosen era mi único igual en todo elmundo. ¿Habría desertado Harlot? ¿Cómo abarcar en toda su magnitud lo que eso significaba? Mucho más fácil sería meter la mano en el agua y atrapar un pececillo.
Sentado junto al fuego rememoraba la figura de Harlot tal cual había sido antes de los cincuenta años, en la plenitud de su estado físico, con su cuerpo tan en orden como su bigote. ¿Cuántas veces me había sentado junto a él en Langley mientras sobre una pantalla proyectaban los rostros de agentes del KGB? El oponente luce astral cuando se lo aumenta tanto. He visto caras de un metro y medio de altura, la luz de cuyos ojos parecía abismarnos en su interior, como si iluminásemos conantorchas los oscuros rincones de sus actos. Así se me aparecía ahora el rostro de Harlot en el hogar, de metro y medio de altura y lleno de fuerza. Rompiendo el silencio, Rosen preguntó:
-¿Crees que sería posible hablar con Kittredge?
-¿Ahora?
-Sí.
-¿No puedes esperar? – pregunté.
Se tomó su tiempo para considerarlo.
-Supongo que sí.
-Ned, ella no sabe nada acerca de los Grandes Santones.
-¿No?
Pareció sorprendido.
Era la clase de sorpresa que me molestaba. Parecía perdido.
-¿Te parece extraño? – pregunté.
-Bien, últimamente ha estado en Washington el tiempo suficiente para haber visto a Harlot.
-Como viejos amigos -dije.
Nos deslizábamos el uno alrededor del otro, igual que un par de luchadores cuyos cuerpos sehan vuelto tan resbaladizos por el esfuerzo que ya no pueden asirse.
-¿Realmente crees que él le pudo contar algo? – pregunté. Yo no sabía que ella estaba viéndose con Harlot. Cada dos o tres semanas me dejaba para visitar a su padre, Rodman Knowles Gardiner, quien estaba próximo a la mágica edad de noventa años, y si digo mágica es porque losactos comunes de todos los días, como dormir, evacuar y alimentarse, sólo podían lograrse mediante conjuros, hechizos, y los rituales, interminablemente repetitivos, de los viejos. «¿Cómo has dicho que te llamas, muchacha… ah, sí, Kittredge… qué nombre más bonito… así se llama mihija. ¿Cómo te llamas tú, muchacha?»
Una vez visité Oneonta, Nueva York, donde había nacido el doctor Gardiner y ahora era su lugar de residencia en una clínica geriátrica. Con una vez tuve bastante. Ya es suficientemente alto el precio que hay que pagar en el matrimonio para que además tengamos que ver a nuestro suegro,con quien nunca ha existido la menor simpatía mutua, caminando hacia la muerte. Creo que la última reserva de vieja astucia animal que le quedaba al doctor Gardiner estaba tratando de decidir cuál de las siete puertas de la muerte traspondría. Los números pueden ser tan ambivalentes comouna belleza perturbada, y ninguno más que el siete, las siete puertas de la Custodia para la buena suerte, y las siete puertas de la muerte, o al menos así lo veía yo: el fin por causas naturales como cáncer, ataque al corazón, parálisis, infección, hemorragia, asfixia y desesperación. Hablo como un medievalista, lo sé, pero no totalmente en broma: en el curso de una muerte lenta me parecía naturalpoder elegir la salida. Morir, por ejemplo, a causa del hígado o los pulmones, el cerebro o los intestinos. Así que no, no quería presenciar cómo el doctor Gardiner seguía deliberando ante las extremadamente pacientes puertas de la muerte, mientras su hija se veía obligada a cruzar aquellasgrandes extensiones de apatía entre un eructo cotidiano y el siguiente de un hombre muy viejo con cinco sentidos casi perdidos y el sexto más débil que nunca.
Cada fin de semana, cuando mi esposa iba a visitarlo, me conmiseraba en secreto de ella y agradecía que no me pidiera que la acompañase, o que ni siquiera me insinuase que realmentenecesitaba mi compañía para un viaje tan desolador (la distancia que separa Mount Desert, Maine, de Oneonta, Nueva York, parece interminable, no importa el medio de transporte que se use). Yo, por mi parte, la amaba mientras estaba ausente, la echaba de menos, y el par de ocasiones queaproveché estos viajes para hacer una visita a Chloe, me sentí tan culpable que tuve que admitir que Kittredge había ganado. Jamás me sentí más próximo a mi mujer que cuando probé el ajo silvestre de la traición. No es de extrañar, entonces, que jamás lo haya olido en ella, ya que estaba ocupado comiéndolo yo.
Entonces recordé sus llamadas telefónicas. Era ella quien siempre me llamaba desde Oneonta. «Así es más fácil.» Aunque no lo hacía tan a menudo. Después de todo, ¿de qué podíamos hablar, de que su padre seguía igual?
En este momento, sin embargo, ya no podía evitar las cuestiones desagradables. ¿Se veía conHarlot porque su amor por él era imborrable? ¿O era por lástima? No. No me engañaría visitándolo cada quince días sólo por lástima. ¿Acaso estaba al tanto de los Grandes Santones y no lo compartía conmigo porque Harlot no quería que ninguno de los dos supiera de la participación del otro? (¡Amenos que ella sí lo supiera!) Me sentía como un esclavo rebelde atrapado dentro de una pirámide: cada nueva pregunta era una pesada lápida de crueldad sobre mi espalda. Pues, ¿qué es la crueldad sino presión sobre la parte de la carne que más duele, intolerable como la confusión para una mente cansada? Yo arrojaría todas las piedras. No toleraría otra pregunta.
-Si quieres -le dije a Rosen-, iré arriba por Kittredge.
Meneó la cabeza.
-Esperemos un minuto. Quiero asegurarme de que estamos preparados.
-¿Por qué, qué pasa ahora?
-Tal vez sería mejor que volviéramos a examinar el caso. Consideremos que, después de todo, efectivamente se trata del cuerpo de Harlot.
Suspiré. Suspiré con ansias. No nos diferenciábamos mucho de dos parteras que presencian elnacimiento de un monstruo; nos unía una misma y horrenda obsesión. ¿Qué es la obsesión sino la incapacidad de saber si el extraño objeto que acaba de entrar en nuestra vida es A o Z, bueno o malo, verdadero o falso? Sin embargo, ahí está, ante nuestros ojos, como un obsequio ineludible del más allá.
-No creo que sea el cuerpo de Harlot -dije.
-Pero considera la posibilidad -dijo-. Por favor.
-¿De qué modo? ¿Asesinato? ¿Suicidio? Debo de haber gritado.
-Basándonos en los hechos, el suicidio me parece dudoso -dijo-. Él estaba acostumbrado a impulsar el bote con los brazos, pero le habría costado mucho ponerse en posición en la borda sin ayudarse con la espalda o los muslos. Habría necesitado cogerse a algo con una mano, mientras sostenía el arma con la otra. Luego habría tenido que caer de espaldas en el agua. ¿Por qué adoptaruna postura tan incómoda para suicidarse?
-Para no ensuciar el bote con sangre.
-Ése es un motivo a tener en cuenta. Podríamos avanzar de un diez por ciento de posibilidades a un veinte por ciento.
-Todo ayuda -dije.
Me sentía muy mal. El alcohol volvía a surtir efecto. Podía sentir las primeras advertencias que emanaban de otro monstruo. Una o dos veces al año sufría un prodigioso dolor de cabeza, parientecercano de una migraña, que al día siguiente me dejaba una breve secuela de amnesia: era incapaz de recordar las últimas veinticuatro horas.
Ahora parecía estar a punto de desatarse otra de esas tormentas en los trópicos de mi mente.Trópico de Cerebro. Trópico de Cerebelo.
-Lo principal, Arnie -dije-, es mantener la médula limpia.
-Harry, eres un caso único. ¿Es todo lo que tienes que decir? Por favor, no te escapes por la tangente.
-Los ingleses -dije- tienen un test para comprobar el grado de vulgaridad. Es éste: ¿Bajas las escaleras correctamente? ¿Glenlivet, viejo camarada? – Serví el scotch. Al diablo con el dolor de cabeza que se avecinaba. Hay huracanes que se extinguen cuando soplan sobre el mar. Vacié elvaso de dos tragos y volví a llenarlo -. Muy bien. Asesinato. A manos de nuestra gente.
-No descartes al KGB.
-No, hablemos de asesinato a manos de nuestra buena gente. Lo has pensado, ¿verdad?
-Vuelvo siempre a lo que tú dijiste.
Sí, podía sentir cuan real era para él desde que me oyera decirlo.
-Miles de millones -dije-. Alguien que puede llegar a perder mil millones de dólares, o incluso más.
-Cuando las sumas de dinero son tan grandes, no se matan individuos -dijo Rosen.
-Individuos, no. Indios. Veinte o cuarenta indios. Todos muertos.
¿Estaría pensando yo en Dorothy Hunt? Algo le había pasado a Rosen. Consideré que su reacción a mi última observación era exagerada, hasta que me di cuenta de que alguien de fuera leestaba hablando por un walkie-talkie. Apretó la mano derecha contra el audífono color piel que llevaba en el oído y asintió varias veces, luego buscó algo en el bolsillo superior de la chaqueta y sacó un micrófono negro del tamaño de una estilográfica.
-¿Estás seguro? – preguntó, y escuchó un momento-. Está bien, fuera.
Se dirigió nuevamente a mí. Su voz no era simplemente baja, sino casi inaudible. Había empezado a golpear el vaso de whisky con la pipa de una manera reiterativa y desconcertante: un método tradicional de defenderse contra cualquier tipo de electrónica que estuviese interceptando nuestra conversación en el cuarto.
¿Por qué empezaba a hacerlo ahora, entonces? Me pareció probable que uno de los guardias de fuera hubiese traído un equipo electrónico adicional para detectar cualquier acercamientoinesperado. Acababan de alertar a Rosen. Ésa parecía ser la explicación más simple de sucomportamiento. Su voz se convirtió en un silbido apagado, como si algo muy pesado le estuviese oprimiendo el pecho. Finalmente, su voz se hizo tan débil que sacó una libreta, escribió una frase, la levantó para que yo leyera, y luego arrojó el papel al fuego.
«Se me ocurre el nombre de alguien -había escrito Ned Rosen-, que hizo una gran fortuna mientrastrabajaba con nosotros. Pero ya no está a bordo.»
Me puse de pie para atizar el fuego. Sentía en mi corazón la ausencia del tiempo. Cada latido parecía hacer una pausa larga y deliberada. Podía sentir los fuelles de mis pulmones subiendo ybajando. La confirmación de una hipótesis es una de las emociones más ricas que le quedan al temperamento moderno.
Ned podía darme un nombre, pero no iba a hacerlo. Su aliento no se lo permitiría. El sabueso del temor estaba alojado en sus pulmones. Y yo tampoco podía pronunciar ese nombre, aún no. Mimemoria se parecía demasiado a esos antiguos tubos de bronce que antes, en los grandes almacenes, llevaban de un piso a otro el dinero y el cambio de las compras que se hacían. El nombre podía estar insertado en el tubo, y ya en camino, pero, ¡ay, mi cerebro!, había pisos y pisos que subir.
Entonces, antes de lo esperado, el nombre de la persona vino a mí. Hubo como una explosión en mi mente.
Extendí la mano para tomar la libreta de Rosen, «¿Estás pensando en nuestro viejo amigo de la Granja?», escribí.
«¡EXACTO!», escribió a su vez Rosen en mayúsculas.
«¿Puede ser realmente Dix Butler?», escribí.
-¿Cuánto hace que no lo ves? – preguntó Rosen en voz alta.
-Diez años.
Tomó la libreta. «¿Has estado alguna vez en Thyme Hill?»
-No -dije en voz alta-, pero he oído hablar de él.
Rosen asintió, arrojó el papel al fuego y, como si el peso de este diálogo lo hubiera fatigado, serecostó sobre el sillón.
Medité acerca de su afán. Es una palabra extraña, pero creo que apropiada. Reaccionaba como si estuviese realizando una tarea muy dura. Se me ocurrió que llevaba más de un peso de ansiedad.Hasta ese momento, sin embargo, no había mostrado su carga. No hasta ese momento. Los tres hombres del bosque cobraron un nuevo significado. No estaban allí por mí. Esperaban que llegase alguien.
Rosen se incorporó, asintió como para asegurarme de que todo estaba bien -¿qué estababien?-, luego sacó una cajita de píldoras del bolsillo superior de su chaqueta, extrajo una píldora blanca tan pequeña que supuse sería nitroglicerina para el corazón y se la puso debajo de la lengua con cierta ternura, como si estuviera ofreciendo un bocado a un animalito doméstico. Luego cerró los ojos para absorberla.
Probablemente había estado esperando a Dix Butler toda la noche. ¿Por qué otra razón iba a escribir «EXACTO»?
«PRIMITIVO», debería haber respondido yo. ¿Quién diría que no recibimos mensajes el uno delotro sin firmar el recibo? ¿Habría empezado a pensar en Dix Butler porque Rosen estaba preocupado por él?
Permanecimos sentados allí, cada uno en lo suyo. ¿Quién sería capaz de saber qué compartíamos? «Millones de personas caminan por la tierra sin ser vistas.» El intervalo de silencio volvió a prolongarse.
Dix Butler realizó una carrera brillante en la Compañía. Cuando regresó de Vietnam era unaleyenda. Después de eso presentó su renuncia a la CIA e hizo una fortuna. La envidia habría bastado para que fuese tema de conversación durante años, pero no fue así. No estábamos muy seguros de qué hablábamos. Las noticias recibidas podían no ser más que una tapadera. Tal vez nos habían dado a entender que ya no estaba con nosotros pero seguía trabajando bajo contrato. Sólo Dios sabía lo que le estaban haciendo hacer. Hablar del asunto, por lo tanto, era una cuestión sensible, como un diente sensible que reacciona con un espasmo de dolor cuando se lo toca. De modo que guardábamos silencio. Eramos tribales. En la gran pradera (la cafetería de Langley)donde soplaban las brisas del rumor, sabíamos distinguir el viento norte del viento sur.
No obstante, era aceptable hablar en términos generales de lo bien que le había ido. Había comprado una cuadra en la zona forrajera, a unos ciento cincuenta kilómetros de Virginia, y ahí criaba apaloosas, o mejor dicho, no él, sino quienes trabajaban para él. Thyme Hill se fueexpandiendo con los años. Se hablaba de miles de hectáreas. Una vez oí decir que en algún lugar, entre los árboles de su propiedad, existía un centro de adiestramiento para mercenarios, y que ahora su extensión era equivalente a la del campamento Peary, nuestra vieja Granja. Una historia increíble. Bien podía haber unos pocos de sus hombres-tigre favoritos de Vietnam alojados en sus bosques, pero ningún poder se atrevería a adiestrar un pequeño ejército en tierra estadounidense a ciento cincuenta kilómetros de la capital. No.
Otras historias parecían llegar a nosotros con tiempo suficiente para en seguida pasar a la clandestinidad. Las fiestas de fin de semana que solía celebrar en su residencia se parecían más a lasque dábamos en Saigón que a las propias de la diplomática Washington. A senadores y demás congresistas, industriales y miembros de corporaciones, se les unían damas de fama dudosa. En Washington, las personas emprendedoras podían agasajar a los representantes del poder, fueran éstos miembros de corporaciones o congresistas, pero no con ese tipo de damas. Como descripciónverosímil de una realidad comprensible, las historias de Butler y sus fiestas con invitados especiales gracias a las cuales conseguía sumas incalculables, habrían tenido más que ver con esos culebrones melosos con grandes magnates que sobreviven durante años a razón de una hora a la semana porqueexplotan la verdadera ciencia del cotilleo. Una ciencia que exige una falta total de inteligencia en los argumentos de sus historias, conocidas como cuentos de hadas para cachondos. Yo me daba cuenta de que acumular dinero es una ocupación que consume demasiado tiempo y energía como para que el sexo pueda distraerla. El sexo no era más que un atractivo adicional para jóvenes ycocainómanos. Si bien en Thyme Hill la cocaína no escaseaba, y algunas de las damas eran indudablemente jóvenes, el marco hipotético era erróneo. Si Butler ofrecía las fiestas más fastuosas y promiscuas a ciento cincuenta kilómetros de Washington no era para hacer negocios, sino paraencubrir algo mayor.
Podía tratarse de una sinfonía. Se podía calibrar su tamaño según los chismes de Langley, que seguían interrumpiéndose. Si bien se especulaba con que Dix Butler dirigía un atrapamoscas Venus digno de Gargantúa, a mí no me parecía que eso fuese la operación principal. Podía haber unatrapamoscas Venus, pero ¿qué ocultaba Dix detrás? Por cierto que era capaz de cualquier cosa. En Saigón había reclutado su propio pequeño ejército vietnamita para hacer ataques improvisados al Vietcong; ese ejército, además, había librado unas cuantas guerras de drogas. Una noche, muyborracho, bajo una luna del hemisferio sur, Butler confesó que con las ganancias había iniciado un par de empresas. Ese dinero, aseguró, volvería a la Compañía. Eso era importante.
-¿Qué nos espera? – me preguntó con solemnidad-. Te lo diré. Harry, esta guerra va a desmantelar a la CIA. Tarde o temprano dispersarán todos nuestros grupos, y el públicoestadounidense ya no tendrá sangre que contemplar.
-¿Sí? ¿Qué habrá?
-Mierda de murciélagos. Toda la mierda de murciélagos que hemos estado escondiendo. Elgran público estadounidense, y los mamones que nos representan en el Congreso de estos Estados Descontentos y Desunidos le cortarán los huevos a la CIA cuando descubran todas esas toneladas de mierda de murciélago. De modo que debemos estar preparados. Necesitamos dinero secreto, cariño. Dinero disimuladamente guardado. Mírame bien. – Enseñó los dientes-. Yo seré el banquero de la Agencia.
Se hubiese convertido o no en nuestro banquero secreto, un atrapamoscas Venus para fotografiar a los políticos más importantes en posturas comprometedoras no era algo probable. No sólo porque el chantaje sexual es ilegal en nuestros estatutos, sino porque era algo execrable para los quince milempleados, mecanógrafos, expertos, analistas y programadores, todo ese tonelaje humano que constituía el noventa por ciento del personal de la CIA, y que es tan convencional como la gente del Pentágono. Los sex shops que llamaban demasiado la atención no eran precisamente del agrado delas buenas personas de la Compañía que asistían a la iglesia los domingos, leían el National Review y creían que éramos los puros de la tierra. No, esa gente no procesaría papeles para la operación de fisgoneo de Butler. Entonces, ¿qué estaba pasando? ¿Por qué Thyme Hill?
Miré a Rosen. No sé si era por la lentitud de mis pensamientos o por la calma con la que aguardaba -había bebido tanto Glenlivet como para mostrarme tranquilo ante mi propio funeral-, pero él también parecía tranquilo. Garrapateó una línea en una hoja de la libreta, arrancó la hoja y la sostuvo ante mí.
«He estado en Thyme Hill», fue lo que leí.
-¿Te gustó? – pregunté en voz alta.
«Nunca fui a la mansión Playboy -escribió-, pero Thyme Hill debe de hacer que HughHefner parezca una solterona con unas viejas amigas a las que ha invitado a tomar el té.»
Sonrió con tristeza y arrojó la hoja al fuego. Le devolví la sonrisa triste. En esas horas aterradoras en que uno se pregunta si se ha pasado la mitad de la vida ejerciendo la profesión equivocada, por lo general llegaba a la conclusión de que gran parte de nuestro trabajo pareceríaabsurdo a un observador imparcial. Por supuesto, nosotros hacíamos nuestro trabajo con la premisa de que Dios no precisa observadores imparciales.
La realidad es que teníamos necesidad de un sex shop de alto nivel. Los servicios de Inteligenciade otras naciones daban por sentado la existencia de estas necesidades del oficio. Harlot había censurado durante años nuestros impedimentos domésticos. En los Estados Unidos no podíamos empezar a hacer lo que necesitábamos hacer. Demasiadas operaciones delicadas, pero locales, de contrainteligencia debían ser encargadas al FBI, que, desde nuestro punto de vista, eran unoschapuceros atroces. Según Harlot, habían mantenido su poder no tanto por su eficiencia como por los archivos especiales de T. Edgar Hoover. A Hoover le encantaban los chisméalos. Los coleccionaba. Le habían otorgado poder sobre el Congreso y la Presidencia. J. Edgar tenía archivosenciclopédicos de cada miembro del gabinete y de cada senador que tuviera algo que ver con una mujer que no fuese su esposa, y si la esposa se aventuraba en alguna excursión comparable, Hoover también estaba preparado para obtener fotos de su ombligo. Ningún presidente lo aceptó jamás. J. Edgar ya les había provisto de una amplia información acerca de las excéntricas inclinaciones de los anteriores presidentes. Por lo tanto, cuando era cuestión de reducir el poder de J. Edgar dentro del país y de incrementar el nuestro, los archivos privados de Hoover pesaban demasiado.
Nosotros habíamos tratado de reducir la brecha. Encargamos unas cuantas tareas adicionales a nuestra oficina de Seguridad. La O.S. tenía acceso a los archivos de la Policía Metropolitana de Washington, D.C., que contaba con un oficial, un capitán llamado Roy E. Blick, con acceso a la operación de prostitución de un hotel de Washington (el Columbia Plaza, si quieren saber el nombre). Blick tenía un excelente registro de personas importantes en situaciones extremas detrasvestismo, sumisión y sadomasoquismo. Me enteré de todo ello por Harlot, en los tiempos en que éste aún mantenía una función clandestina pero de supervisión sobre Rosen en Seguridad. El pobre Ned -que todavía no era Reed- tenía que pasar horas con el capitán Blick, lo que significaba quedebía hacer todo lo posible para evitar que Blick pudiese compartir el botín con Hoover. «Ay, esos nombres -dijo una vez Harlot-. Te diré, Harry, que a las personas que trabajan en los límites del decoro parece que les hubiese puesto nombre Charles Dickens. J. Edgar Hoover, Roy E. Blick, J. Edgar Hoover, Roy E. Blick -repitió, como si fuera el miembro de una tribu lejana pronunciandoun sonido que no entiende. Luego suspiró a causa de Rosen-. Pobre Ned. Le dan unas tareas desgraciadas en Seguridad. ¡Complacer a Blick!» Y guiñó un ojo. Después de todo, antes de ser trasladado a Seguridad, había estado a cargo de los archivos especiales de Harlot. Podrían ser limitados, pero como detalle de orgullo profesional, Harlot se distanciaba del cúmulo dedifamaciones, insinuaciones y fotos Polaroid, y recomendaba a Rosen no recoger el primer trozo de escoria que llegase a la playa. Había que evaluar los contenidos.
Aun así, Harlot tenía poderes anticipatorios. Una amiga de Kittredge, Polly Galen Smith, exesposa de un funcionario importante de una de nuestras divisiones, había empezado una relación VIP con el presidente Kennedy. (Una relación VIP es como se llama a un asunto que consta de lo siguiente: tiempo asignado para entrar, quitarse la ropa, llegar al éxtasis, ducharse, volver a ponerse la ropa, despedirse, todo en veinte minutos.)
Un año y medio después del asesinato del presidente, Polly Galen Smith fue asesinada a golpes en un sendero junto a un canal del río Potomac. Se encontró al posible agresor, quien fue juzgado y declarado inocente. Si bien su asesinato no parecía tener ninguna relación con nosotros, la conclusión de que no estábamos implicados no resultó obvia durante las horas inmediatamente posteriores al ataque. Después de todo, ¿a quién había estado llevando a su cama la señora desde Jack Kennedy? Harlot se hizo presente de inmediato en la casa y -como antiguo amigo de la familia-intentó consolar a los hijos. Rosen, que lo había acompañado, se las arregló para entrarsubrepticiamente en el dormitorio principal, apoderarse del diario de Polly Galen Smith, escondido en un cajoncito de su escritorio, y desconectar el micrófono instalado por Harlot en la parte posterior de la cabecera de la cama. Montague había considerado que era su deber, directo aunque desagradable, investigar a la dama. En el peor de los casos, podía tener algún asuntillo con los atractivos funcionarios soviéticos en Washington.
Relativamente hablando, todo aquello había formado parte de las pequeñas improvisaciones de los días pioneros. Ahora, en la década de los ochenta, gracias a la arremetida, por lo menos, de los chismes silenciados, la cuestión era si habíamos establecido un atrapamoscas Venus que pudiera ser la envidia del FBI. ¿O era una suposición demasiado desequilibrada? Había que probar si Dix Butler seguía siendo un hijo leal de la organización. Podía haber hecho arreglos secretos con el FBI y/o la DEA. O con las inteligencias inglesa, francesa o alemana.
Extendí la mano para coger la libreta.
«¿Fue Harlot a Thyme Hill?»
«Algunas veces.»
«¿Sabes qué hacía allí?»
«No.»
-¿No sirve de nada? – pregunté en voz alta.
-Bien, Harry, podrías estar dándole más importancia de la que tiene. Mucha gente iba allí. Latarde del domingo no era igual a la noche del sábado.
No quería formular la pregunta siguiente, pero la necesidad fue mayor que el orgullo. Cogí nuevamente la libreta y escribí:
«¿Acompañaba Kittredge a Harlot?»
Rosen me miró. Luego asintió.
-¿Cuántas veces? – pregunté.
Rosen extendió los dedos de la mano. Cinco veces. En su mirada había compasión. No sabía sisentirme insultado o reconocer que ya estaba lo suficientemente magullado como para aceptar que estuviese preocupado. Me recordaba, por cierto, a una pelea a puñetazos que tuve un verano en Maine con un primo de once años, dos años mayor que yo y demasiado grande para mí. Me habíadado un golpe en el costado de la nariz que me hizo ver una estrella que saltó de un extremo al otro de mi firmamento interior; esa estrella afectó mi equilibrio de tal manera que caí de rodillas. Unas gotas de sangre, pesadas como monedas de plata, cayeron de mi nariz al suelo. El recuerdo agregó un viejo dolor al nuevo. Tenía que ver a Kittredge.
Cuando me incorporé, me pareció que Rosen estaba desconsolado. Eso era, quizá, lo que yo estaba necesitando. La ironía es una armadura que nos mantiene erguidos cuando todo lo demás se desmorona. Me aferré a la ironía de que Rosen, que había querido que yo fuese por Kittredge, ahora no soportaba que lo dejara solo. Vi el temor en su mirada.
En la libreta, escribí:
«¿Esperas a Dix Butler esta noche?»
-No estoy seguro -logró decir.
«¿Serán suficientes tus tres hombres?»
-Tampoco puedo estar seguro de eso.
Asentí. Señalé el piso superior.
-Me gustaría que permanecieses cerca -dijo Reed Rosen.
"Si Kittredge se siente bien, bajaré con ella.»
-Te lo agradeceré.
Lo dejé junto al fuego, me dirigí al dormitorio y saqué mi llave. Cogí el picaporte y giró libremente, de modo que no me sorprendió que Kittredge no estuviese en la cama ni en la habitación.