9
Nueva York
Noviembre de 1970

Esta es la primera vez que John LaLiberté, de dieciséis años, sale de la reserva sin que le acompañe ningún familiar. En el instituto de Kahnawake hubo un incendio, por un cortocircuito en el desván, y hay muchos destrozos en el tercer piso. Tuvieron que intervenir los bomberos y, aunque los daños no sean graves, las aulas van a estar cerradas una semana para reparar la cubierta y rehacer el suelo, de modo que se han cancelado las clases.

—Mamá, por favor, déjame ir con papá a Nueva York. Aquí me voy a aburrir y hace mucho que no voy a verle. Ayer hablé con él y le parece bien, te va a llamar esta noche. Por favor, mami, puedo ir en coche con Sal y los hermanos Jones. No tendremos que gastar nada, porque además el viernes me vuelvo con papá. Me ha dicho que ya soy lo bastante mayor como para acompañarle un día a la torre para ver cómo trabaja. No hay ningún peligro, y el supervisor ha dicho que vale.

Al caer la tarde, el teléfono suena en la cocina de la casa de madera gris. Louise se convence con solo unas frases. Es consciente de que en ese momento su hijo mayor necesita a su padre, así que da su consentimiento para que se marche el domingo por la noche con una cuadrilla que vuelve a Nueva York. Pasará la semana en Bay Ridge y Manhattan, y regresará a Kahnawake con Jack a tiempo de volver a clase, justo antes de la fiesta de Acción de Gracias.

A las siete de la tarde, el Chevrolet Caprice del primo Sal se detiene a la puerta de su casa. Desde que era pequeño, como muchos de sus compañeros de colegio, John ha vivido al ritmo de la marcha dominical de su padre. Los fines de semana le parecía que Jack no había hecho más que llegar, habían echado una partida de lacrosse o de béisbol el sábado, había arreglado tres maderas de la fachada y enseguida, el domingo por la tarde, ya estaba preparando su bolsa de viaje para volver a marcharse. Él y su hermano pequeño lloraban, le pedían que se quedara, no entendían por qué, al igual que otros padres de la reserva, tenía que irse tan lejos y pasar tanto tiempo fuera de casa para ganarse la vida. En verano, en las vacaciones, o entre obra y obra, a veces su padre pasaba semanas enteras en casa. Sus hijos esperaban que se quedara y encontrara un trabajo normal, como los blancos de Chateaugay que volvían todos los días a casa para cenar, pero un domingo por la tarde llegaba un coche grande que se lo llevaba a Nueva York, Boston o aún más lejos.

Ahora que había llegado a la edad en que la presencia de los padres se hacía menos necesaria que la de los amigos, sus sentimientos hacia el oficio de su padre habían cambiado. El orgullo de saber que estaba construyendo gigantes en el cielo de América, el estatus de los ironworkers en la reserva, el respeto por la tradición familiar, los buenos sueldos, los regalos procedentes de la gran ciudad, el último modelo de Nike —que aún no había llegado a Montreal— y la costumbre adquirida habían hecho más soportables sus ausencias. A veces, en la tele ponían reportajes sobre los skywalkers, donde resaltaban su valor y destreza fuera de lo común.

«Es lo que hacen los hombres de aquí, y lo hacen mejor que los blancos», decía con un brillo en los ojos la madre del clan en las reuniones de la casa alargada.

Los hermanos Jones (Louise nunca recuerda sus nombres de pila, los dos se parecen mucho y nunca sonríen) están sentados detrás. Los acompaña una caja de treinta y dos Budweiser, que le sirve de reposabrazos en el centro del asiento.

—Sal, por favor, que no tome cerveza, que acaba de cumplir dieciséis años. Y por favor, por favor, no corras. Tenéis toda la noche por delante. Ya sabes cuántos de los nuestros han muerto en el trayecto de aquí a Nueva York. La madre dice siempre que los accidentes de la carretera han provocado más muertes que las caídas en las obras.

—Tranquila, Louise, no te preocupes, a mí no me gusta correr. A estas horas, y en esta época del año, hay poca gente en la carretera. Te llamaremos nada más llegar; a él le dejaremos en Bay Ridge antes de ir al trabajo. —Y agrega, dirigiéndose a John—: Venga, chaval, sube delante.

John abrevia la despedida, coloca la bolsa de viaje a los pies del asiento de piel rojiza y se acomoda. Cuando doblan la esquina de la calle, Sal pega un acelerón. Uno de los hermanos Jones le ofrece a John una botella abierta, y el otro le da una palmada en el hombro.

—Bienvenido al mundo de verdad, chaval. Ya verás, de noche el viaje se pasa como en un sueño. Esto te ayudará a dormir. Nueva York te espera, ¡la gran ciudad es tuya!

John sonríe, se arrellana, toma un sorbo de cerveza para darse valor y ve desfilar los pinos cubiertos con las primeras nieves del otoño. Sal pone un casete de Johnny Cash y los hombres cantan a coro el estribillo: «Because you’re mine, I walk the line!». A John le gustaría hacer lo mismo, pero como no se sabe la canción se limita a balbucear dos o tres palabras.

Poco después llegan al puesto fronterizo. BIENVENIDO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA. Según se acercan, al ver el Caprice y a sus ocupantes, la pegatina del sindicato y la pluma de águila colgando del retrovisor, un domingo por la noche y a esas horas, el agente reconoce a los montadores de acero. Sal frena y baja un poco la ventanilla.

—¡Hola, chicos! —dice animadamente, todo sonrisas bajo la gorra—. ¿Habéis pasado buen fin de semana? ¿Ganasteis ese partido de lacrosse? Tened cuidado en la carretera, y a ver dónde ponéis los pies en la obra. ¿Cómo van las torres? ¿Suben?

—Mucho más de lo que te imaginas. Dicen que para Navidad ya habremos puesto la última viga de la estructura. ¡Son los rascacielos más bonitos del mundo, te lo aseguro! Adiós, Ned, hasta el viernes por la noche.

Onen! («Adiós», en mohawk) —contesta el agente del puesto de control, un rostro pálido muy pálido.

—Pero, Sal, ¿no nos piden los papeles para cruzar la frontera? —pregunta John mientras el coche acelera en la noche.

—No, ya hace mucho que no. En los años veinte detuvieron en Filadelfia a uno de los nuestros, Paul Diabo, de la gran familia Diabo de Kahnawake. Estaba allí construyendo el puente sobre el río Delaware; los mohawk ya tenían fama como constructores de puentes. Pero le acusaron de trabajo clandestino e inmigración ilegal porque, según ellos, él era canadiense y no tenía permiso de trabajo. Ya hacía mucho que trabajaba en Estados Unidos, como todo el mundo, y nadie le había pedido nunca nada. La tribu hizo una colecta para pagarle los mejores abogados y, al final, un juez federal nos dio la razón remontándose a un tratado de hace ciento cincuenta años, de tiempos de la colonia inglesa. Según ese tratado, dado que las tierras ancestrales de los iroqueses, nuestras tierras, estaban sobre la frontera de los dos países mucho antes de que llegaran los blancos, tenemos derecho a pasar de uno a otro cuando nos plazca, y a trabajar donde queramos. Esa frontera no existe para nosotros. A veces algún recién llegado nos controla porque no lo sabe, pero los demás se lo explican. Nos ven pasar todo el año, y algunos se han convertido en amigos.

El ronroneo del motor, el Chevrolet meciéndose como una chalupa, la calefacción a tope y la tercera cerveza pueden con la emoción de John, que empieza a dar cabezadas mientras pasan entre los árboles negros de las Adirondacks.

Abre un ojo cuando se paran en la gasolinera de Pottersville. Al amanecer, cuando el cielo se vuelve blanco por el este, sobre el valle del Hudson, Sal le despierta dándole un codazo.

—Mira, John, vamos a cruzar el río por el puente George Washington, la entrada a Nueva York. Al menos treinta de los nuestros ayudaron a construirlo en los años veinte. Dos murieron, uno cayó al agua. Creo que era un Rochelle o un LaLiberté, ya se lo preguntarás a tu padre. Podríamos pasar por el túnel, sería más rápido ir por Bay Ridge, pero has de saber que un ironworker solo entra en la ciudad por ese puente. Otra cosa sería indigna.

Bajan por la vía rápida a lo largo de Manhattan. John no deja de mirar el skyline, la silueta que los rascacielos dibujan en el cielo. Aparcan delante del edificio de cuatro pisos donde Jack tiene alquilado un apartamento en la planta baja, con otros dos mohawk. Sal y los Jones viven a dos calles. En la puerta se encuentran un sobre clavado con una chincheta: «Hijo, he tenido que salir antes. Te dejo las llaves en el Denny’s, donde las tortitas, ¿te acuerdas? Pídeselas a Joyce. Volveré sobre las cuatro, iremos a tomar unas pizzas. Hasta la tarde. Papá».

—Bueno, nosotros hemos de marcharnos. ¿Todo bien?

—Sí, sí, gracias. Papá ha tenido que irse, pero le veré después. Gracias por todo, que paséis una buena semana.

El Chevrolet arranca y se va en dirección al norte de Brooklyn; van a llegar tarde a la obra. En la acera, con su bolsa en la mano, John se vuelve y ve el cartel del restaurante que está en la esquina de la calle. No ha hecho más que entrar cuando una camarera, una morena muy alta, delgada como un fideo y de cabeza alargada, enmarcada en un cabello muy liso, le sonríe.

—Buenos días, ¿quieres desayunar?

—Buenos días, estoy buscando a Joyce. ¿Trabaja hoy?

—Llegará dentro de una hora. ¿Quieres tomar algo mientras?

—Sí, por favor. ¿Tiene copos de avena y jarabe de arce?

—¡Vaya! Tú debes de venir de Canadá. Pero eres un poco joven para ser ironworker

—El ironworker es mi padre, se llama Jack. Jack LaLiberté.

—Jack… ¡Sí, claro! Joyce se va a alegrar. Siéntate. Tengo copos de avena, pero no estoy segura de que haya jarabe de arce, voy a mirar. Si no, puedo mandar a alguien a comprarlo.

Una joven rubia con uniforme de trabajo, treintañera, de aspecto cansado, con unos cuantos kilos de más y la melena recogida en un moño, abre la puerta, pasa detrás del mostrador y vuelve con un delantal rosa y una diadema de cartón. En el muchacho sentado a la mesa que le indica su compañera reconoce la nariz aguileña, los ojos claros y las cejas pobladas de su padre.

—¡Tú eres John, el hijo de Jack! Bienvenido a Nueva York. ¡Cómo has crecido! Cada vez te pareces más a tu padre, tienes sus ojos. Hace un año o dos, antes de ir a ver las Torres Gemelas, viniste a comer aquí con tu hermano pequeño, ¿te acuerdas? Ahora estás hecho un hombre. Tengo tus llaves, Jack vino a cenar ayer y me las dejó. ¿Quieres un poco más de café, o más copos de avena?

—No, pero se lo agradezco mucho.

Ella sonríe con la mayor amabilidad.

—Por favor, trátame de tú. Hace mucho que conozco a tu padre.

—¿Me puedes dar las llaves, por favor? Voy a ir al piso, me he pasado la noche en el coche.

—Sí, claro. Voy a buscarlas. Si quieres seguir con la tradición familiar y convertirte en carpintero del hierro, esta noche de domingo a lunes que has pasado en la carretera va a ser la primera de una larga serie, así que más vale que te vayas acostumbrando.

Para pagar los tres dólares con cincuenta de la cuenta cambia el billete de veinte que le dio su madre cuando se marchó.

—Jack me ha dicho que te vas a quedar unos días, que han cerrado tu instituto por un incendio. Así que hasta luego, John, seguro que volveremos a vernos —le dice Joyce, pasando la bayeta por el hule.

En el pasillo del apartamento adivina cuál es la habitación de su padre. De las tres, es la única que está más o menos ordenada y con la cama hecha. Además, se reconoce, de niño, en las fotos que su padre ha puesto en la pared, sobre la mesa de madera barata que le sirve de escritorio. En una está en una canoa con su madre y su hermano; en otras está la familia al completo delante de una catarata, sobre la hierba delante de casa o en una plaza de Montreal. En una esquina ve los bates de lacrosse que hizo a mano su abuelo. Jack le ha dicho muchas veces que le gustaría jugar en Brooklyn, pero que exceptuando las universidades, a las que no tiene acceso, no resulta fácil encontrar un campo de césped. Cruza la cocina, que tiene la pila llena de vajilla sucia y donde se acumulan por docenas las botellas vacías de cerveza, y va al cuarto de baño; curiosamente está muy limpio, y hay tres cepillos de dientes en un vaso de porcelana blanca.

En el salón, que tiene rejas en las ventanas que dan a la calle, enciende la tele, se sienta en el sillón más cómodo y se duerme. Le despierta la sirena de un camión de bomberos. Muerto de hambre, rebusca en la nevera y se prepara un sándwich con pan de molde y lonchas de queso que tienen la consistencia del plástico. En la entrada encuentra una chaqueta de su padre de paño grueso; se la pone, da una vuelta a las mangas para ajustarlas a su medida y se marcha. Sale a la Tercera Avenida, camina con paso ligero, sonríe a la gente con la que se cruza. En un comercio que regenta una pareja de polacos se compra una Coca-Cola y unas chocolatinas.

—¿Saben dónde puedo encontrar una tienda donde vendan cómics, por favor?

—Más abajo, en la calle Cuarenta y seis, justo después de la tintorería; verás un cartel de Superman. Es en el primer piso, sube por la escalera exterior de hierro.

El vendedor de la tienda, algo mayor que él, embutido en una camiseta que le queda pequeña y con una gorra de los Yankees calada hasta las cejas, apenas levanta la vista cuando suena la campanilla de la puerta. Hay cajas y cajas de cómics, nuevos o de segunda mano, más de los que ha visto nunca. Jack siempre le lleva alguno cuando vuelve a Kahnawake; ahora tiene la certeza de que provienen de esa tienda. Hojea, escoge, deja, duda, se pasa casi una hora admirado y sale de allí con un Motorista Fantasma (¿Está vivo? ¿Está muerto?), un Capitán Marvel, un Buck Rogers, un Batman Family y dos Wonder Woman, su favorito.

Hace bueno para ser una tarde de noviembre, así que se sienta en un banco, en una plazuela minúscula de la calle Cuarenta y ocho, y devora tebeos y chocolate hasta que las primeras gotas de lluvia le devuelven al apartamento. En el momento en que mete las llaves en la cerradura oye el teléfono. Abre y va corriendo a la cocina.

—¡John, hijo, hola! Soy papá. Así que ahí estás. Sal me ha llamado al Trade Center esta mañana para decirme que te había dejado en casa. Yo termino, cojo el metro y de aquí a una hora me tendrás ahí. Hoy he salido un poco tarde porque en la obra había unos periodistas que nos han hecho preguntas sobre nuestro trabajo, ya ves. Tiene gracia, ¿verdad? ¿Qué tal todo? ¿Has comido?

—Sí, sí, papá. He salido a comprar cómics. Oye, ¿podemos ir luego a Coney Island?

—Sí, si te apetece. Nos da tiempo. Hasta ahora, hijo.

John está absorto en las aventuras espaciales de Buck Rogers cuando se abre la puerta. Se levanta y sonríe desde el pasillo a su padre, que lleva una chaqueta negra de paño. Le gustaría saltarle al cuello, pero desde hace alrededor de un año no se atreve. Tiene la sensación de que ya no le puede dar un beso como si fuera pequeño, pero tampoco va a darle la mano, como hacen los primos mayores con su tío. Nota que Jack también está un poco incómodo. Al final optan por darse un abrazo; John besa el cuello de piel de su chaqueta y Jack le da tres palmaditas en la espalda.

—¿Qué tal, hijo? ¿No te has aburrido esperándome? Si tenías hambre podrías haber vuelto al Denny’s, ¿sabes? Joyce se habría ocupado de ti.

—No te preocupes, me he preparado un sándwich antes de salir.

—Me alegro de que hayas venido. Ya verás, las dos torres están ya bastante altas, son un par de gigantes extraordinarios. Mañana vas a pasar el día con nosotros, así entenderás mejor lo que hacemos y sabrás si esto te llama la atención, si puede llegar a interesarte. Ya tienes edad para empezar a elegir. Tu madre no está por la labor, claro, pero a mí me pasaba lo mismo con la abuela… Tampoco quiero influirte, quien tiene que decidir eres tú. Si tienes vértigo, lo encuentras demasiado duro y prefieres seguir estudiando, a mí me parecerá bien. ¿Te acuerdas de tu primo Max, que estuvo un par de meses con nosotros la primavera pasada? Le gustó, y desde septiembre está en Broadview, Illinois. Ha empezado el programa de aprendizaje reservado a los indios, y creo que está bastante contento.

A John se le suben los colores y se queda mudo. Ni hablar del verano anterior, de los lingotazos de bourbon para espantar el miedo y no perder la dignidad delante de los amigos en el puente Victoria. Ya se verá.

—Esta noche vamos a cenar a donde los hermanos Vitone, esos italianos que conoces, ¿te acuerdas? Los que vinieron el verano pasado para el Pow wow. Somos muy amigos, vamos mucho a cenar a su casa. Los he avisado de que esta tarde iría con mi hijo, así que cuentan con nosotros. Vas a tomar la mejor pizza de todo Brooklyn, lo que equivale a decir que de la ciudad y del país, ¿sabes?

—¿Nos da tiempo de ir primero a Coney Island?

—Si quieres, sí, pero tenemos que salir ya mismo. ¿Estás listo?

La primera vez que fue a ver a su padre a Nueva York con su madre y su hermano, que por entonces tendría dos o tres años, Jack los llevó a Luna Park. Desde aquel día, para él, como para millones de personas, los tiovivos, los puestos de feria, las montañas rusas y los vendedores de perritos calientes del parque de atracciones más famoso de América formaban parte de la leyenda familiar. Aunque a su edad la magia del tren de la bruja y de las luces le impactaban menos, estaba deseando volver.

Poco después, el suburbano vuela sobre pistas de carreras para caballos de madera e hileras de puestos de feria, iluminados por miles de bombillas en esa tarde otoñal. Se bajan en la parada Coney Island-Stillwell Avenue.

—¿Puedo tomar un perrito caliente de Nathan, papá? —pregunta John cuando pasan delante del famoso restaurante amarillo y verde, que ocupa una manzana entera.

—John, cenamos dentro de una hora, no es plan. Ven, vamos a hacer tiro al blanco con la metralleta.

Aunque está chispeando, el paseo marítimo de madera está lleno de gente. Hay pescadores protegidos con chubasquero y sombrero de color verde echando el anzuelo al Atlántico sin que pique gran cosa. Unos niños sacan del agua con una caña una jaulita de alambre en la que se ha metido un cangrejo atraído por un trozo de salchicha.

El puesto de tiro Dillinger está un poco apartado del paseo. Tiene la fachada negra y está decorado con dianas y coches de policía de los años veinte. Por un dólar les dan dos cargadores redondos, imitación de los de las metralletas Thomson de aire comprimido. Las armas están unidas a un generador por cable y disparan, con dudosa precisión, una andanada de perdigones a una diana de papel. Hay que conseguir arrancar por completo el centro de la diana, de color rojo, con cien balines. Si queda un solo trocito de papel de color, se pierde. John, exultante, los ojos brillando de alegría, dispara una larga ráfaga que se dispersa por la diana. Cuando suelta el gatillo casi no le queda munición y apenas ha tocado el rojo. Dispara los últimos perdigones y da en la diana, pero aún le falta mucho. A su lado, su padre le mira con una sonrisa, se coloca la metralleta y dispara por ráfagas, tres o cuatro balines cada vez, que destrozan el centro rojo.

—¡Muy bien! ¡Sigue, sigue, papá!

El círculo central desaparece poco a poco, pero cuando dispara el último balín aún queda un pedacito carmín en el corazón de la diana.

—Buen disparo, indio, casi. Seguro que es usted un gran cazador —le dice el feriante con una sonrisa forzada—. ¿Otro par de cargadores?

Cinco dólares después siguen quedando pedacitos de papel rojo. John ha imitado la técnica de su padre y ha afinado el tiro.

—Oiga —le suelta Jack al tipo del puesto—, esto suyo, ¿no será un timo? Es imposible conseguirlo con esos cargadores que nos da. Ya llevo cinco dólares gastados y yo…

La sonrisa se borra de la cara del dueño, que dice:

—¡Bill! ¡Ven un momento!

Entonces un niño rubio de unos doce años aparta una cortina, pasa al otro lado del mostrador, acerca un cajón de madera, se sube encima para estar a la altura adecuada, coge una metralleta, mete el cargador y, con pequeñas ráfagas, destroza completamente el centro de la diana con la mitad de la munición. Sin decir palabra, sin molestarse en mirarlos, deja el arma, suspira y se va.

—Bueno, ven, John, hay otro sitio estupendo. La última vez que vinimos con mamá, tu hermano y tú erais demasiado pequeños.

Bajan por el paseo y pasan delante de la torre Parachute Jump, que tiene ochenta metros de altura y una malla de acero con forma de seta gigante: la llaman «la torre Eiffel de Brooklyn». Se construyó en los años treinta para entrenar a los paracaidistas del ejército estadounidense, y los propietarios del parque de atracciones Steeple-Chase la compraron y la instalaron en Coney Island.

—La cerraron hará dos años —dice Jack—. Es una pena, podías bajar en paracaídas atado a una cuerda, debía de ser divertido. Me han hablado de ello muchos compañeros; esperaba que hubieran vuelto a abrirla.

Algo más lejos está Racing Le Mans, una amplia caseta montada sobre la tarima, al pie de la enorme noria blanca. Hay como unas grandes cajas vidriadas con un volante, y con el parachoques de un coche en miniatura hay que hacer que unas pelotas de goma reboten e impedir que caigan en un agujero. Cada rebote da puntos, que aparecen en un contador mecánico. Se ríen a carcajadas, dan saltos y chocan las manos. John empata a su padre, y luego le gana.

—Vaya, vaya, se te da bien el volante… Parece que vas a ser buen conductor. El próximo fin de semana seguiremos las lecciones, dentro de poco podrás sacarte el carnet. En Montreal es más fácil. Bueno, venga, vamos a cenar. Les he dicho a los Vitone que iríamos sobre las ocho.

En la avenida, Jack para un taxi que los deja delante de la pizzería Calabrese, a solo tres calles del apartamento. Junto al horno de leña de ladrillo que caldea la sala se ve la foto enmarcada de un pueblecito en la ladera escarpada de una montaña árida. Los manteles, de color blanco, llevan bordada en rojo la palabra «Calabria». Unos clientes menudos, fornidos, de mediana edad, están sentados a la barra, de espaldas a la puerta, con botellines de cerveza en la mano y los ojos puestos en un televisor que transmite un partido de baloncesto.

—Ah, Tool, ya estás aquí. Tenías razón, tu chico ha crecido una barbaridad. Te llamas John, ¿no? —pregunta con voz ronca y mucho acento italiano un camarero de por lo menos setenta años, cabellos blancos resplandecientes y ojos risueños.

—Sí.

—¿Y vas a seguir a tu padre por las alturas? Ya sabrás que por aquí los llamamos skywalkers, esos locos que se pasan el día jugándose la vida para construir rascacielos. Todo el mundo se queda mirándolos desde la acera, y nadie entiende cómo se las apañan para trabajar a semejante altura sin tener vértigo.

—Aún no lo sé, puede que sí… De momento tengo que terminar el instituto, ya veremos dentro de dos años. Pero no digo que no. En cuanto al vértigo, no sé… Creo que puedo apañármelas.

—Es verdad, vosotros, los indios, no tenéis vértigo.

—Vamos, Mario, por favor, no me vengas con las tonterías que oyes decir detrás de la barra —interviene Jack riéndose—. ¿Por qué no íbamos a tener vértigo? ¿Te crees que tenemos algo de más, o de menos? Somos igual que vosotros, como todo el mundo. Entre los mohawk hay la misma proporción de gente que tiene vértigo que entre el resto del mundo. La diferencia es que nosotros aprendemos a superarlo desde jovencitos. A la edad de John, o incluso antes, ya sabemos si seremos capaces de andar sobre el acero por las alturas. Si resulta que no podemos, seguimos con lo nuestro y nos dedicamos a otra cosa. Les pasa a más de la mitad de los hombres de Kahnawake. Pero cuando se es como mi hijo, que por las noches se va a corretear entre los arcos del puente viejo sobre el San Lorenzo, se intenta. Él ya sabe que es un oficio estupendo, que la paga es buena y que la cobertura social es inmejorable. En la familia ya van tres generaciones. Yo, a los once años, ya sabía que un día sería ironworker, como mi padre.

John se esconde tras el menú y hace como si estuviera leyendo la lista de pizzas. Nunca ha hablado con su padre de las excursiones nocturnas al puente Victoria. Pensaba que era un secreto, no sabe cómo se habrá enterado. Tampoco le ha dicho, ni mucho menos, que la primera vez, sin haber tomado nada, el miedo le paralizó.

—De hecho —sigue Tool—, si los indios tuvieran un don especial se caerían, se herirían y se morirían menos que los demás. Pero te aseguro que entre los mohawk hay tantos accidentes como entre los irlandeses de Terranova o los chicos del Sur. O sea, montones. Sabemos cómo se hace porque nuestros antepasados, los caminantes del cielo, nos enseñaron. Nos dieron consejos, que nos vamos pasando de padres a hijos y de tíos a sobrinos, pero ya está. ¡Ya me gustaría a mí saber quién fue el idiota que se inventó la leyenda de que los indios no tienen vértigo! —Y, volviéndose hacia John—: Bueno, hijo, ¿ya sabes lo que vas a tomar? Yo voy a pedir una calzone. Con una Bud, como siempre, Mario.

—Para mí una Regina, por favor. Y una Coca-Cola.

A eso de las nueve ha dejado de llover y padre e hijo vuelven a casa a pie. Jack saluda con un movimiento de la cabeza a los tres cubanos de pelo blanco que fuman puros delante del Humidor. En el escaparate, un neón rojo se enciende intermitentemente con la palabra HAVANITOS. Algo más lejos, las mesas de la cafetería Mazzola están ocupadas por italianos de la misma edad; llevan puestas las gafas de sol en plena noche, y hacen como si no le conocieran. En cambio, los conductores de Joe’s Car and Limo, limusinas en servicio las veinticuatro horas del día para los aeropuertos JFK, La Guardia y Newark, le saludan alegremente y le animan a que entre a tomar algo.

—Gracias, chicos, pero esta noche no. Sí, es mi hijo, se llama John.

Uno de ellos, un refugiado político árabe que se pasa la vida sentado como un vigía en el umbral de la puerta, lleva tatuado «Brooklyn» en letras góticas en el antebrazo.

En la planta baja de una casa cercana, Robert Madison está atareado en su banco de trabajo, con las puertas abiertas al porche. En la mano tiene un escoplo, y los brazos y el pantalón llenos de virutas de madera. Está tallando el mástil de un violín. Aunque está jubilado, aún tiene clientes que le encargan, por poco dinero, instrumentos para sus hijos y para principiantes, que él fabrica con madera barata que no se molesta en barnizar, ni en teñir de color oscuro. Sus instrumentos, incluso en manos de un buen músico, tienen un sonido insoportable.

—¡Hola, Bob! ¿Cómo va eso? ¿Cuándo vas a ponerte con un violonchelo? —le dice Jack.

—Ríete, ríete, pero sabes de sobra que soy muy capaz. Tú encuéntrame un cliente dispuesto a pagarme trescientos dólares, y verás.

Pasan delante de la casa medio en ruinas de un antiguo funcionario del ayuntamiento, que trabajaba en la red viaria, y al que despidieron tras un juicio por corrupción. Según él, todo fue una conspiración de la mafia —y seguro que es verdad—, pero no cedió y terminó cumpliendo una condena de dos años en la cárcel de Rikers Island. El pequeño patio que hay a la entrada parece un vertedero; ha amontonado tablas llenas de clavos, una sombrilla del revés y cascotes de toda clase que desbordan e invaden la acera. En uno de los contenedores de basura ha escrito con rotulador, en letras mayúsculas: «Vecinos: no metáis aquí las narices».

Steve, uno de los compañeros de piso, un mohawk de Akwesasne, está tirado en el sofá viendo la tele; en la mesa hay tres botellas de cerveza vacías.

—Hola, muchacho, bienvenido a la gran ciudad. Tu padre me ha dicho que mañana por la mañana nos vas a acompañar, ¿no? Estupendo. Vas a ver la mejor obra del país. Bueno, ¡del mundo! En fin, yo me voy a acostar ya.

El otro ocupante del piso es un primo lejano del lado Rochelle y ahora está en Miami, en una obra de reparación de puentes muy al sur, en los cayos. Se va a pasar noviembre y diciembre al sol de Florida. Cuando se lo propusieron, le faltó tiempo para subirse al coche; dejó de un día para otro el trabajo en el World Trade Center. Su habitación está libre, así que John se instala en ella.

—Buenas noches, hijo. Lávate bien los dientes. Y duérmete pronto, que el despertador va a sonar a las cinco. Me alegro de que hayas venido.

—Yo también. Buenas noches, papá.

En la cama, cuyas sábanas no ha cambiado, le cuesta conciliar el sueño. Da vueltas y más vueltas. Se vuelve a ver en equilibrio por las vigas del puente viejo, delante de los amigos que se ríen para esconder el miedo; y el terror cuando, llegado su turno, el vacío parece atraerle como por embrujo. También recuerda el orgullo del día siguiente, cuando gracias al bourbon sale triunfante. Le quedan dos años de instituto, eso es seguro, pero también lo es que Jack va a mirar con el rabillo del ojo cómo se comporta en la obra en cuanto lleguen allí. No va a presionarle, desde luego, pero John piensa que su padre estaría orgulloso de ver a su hijo mayor seguir la tradición familiar. No quiere decepcionarle. Dos primos mayores que él terminaron el instituto y se pusieron a trabajar en la administración de Montreal. Se pasan todo el día metidos en la oficina y no parece entusiasmarles. Además, el sueldo de principiante de un ironworker es mucho mejor que el de un oficinista.

Salen de casa al amanecer y, de camino a la parada del metro, pasan por delante del Denny’s, donde solo hay luz en la cocina.

—Llevamos años pidiéndole al dueño que abra media hora antes para poder desayunar ahí, pero no hay manera. Dice que no encuentra un cocinero que acepte trabajar a esta hora. Pero con los copos de avena podrás aguantar hasta las diez, ¿no? Irás con los punks a buscar el desayuno a la hora del descanso. Ya verás, hay una tienda donde preparan los mejores bagels de la ciudad. Son de tortilla, deliciosos.

El metro, casi vacío a esa hora, los lleva a sacudidas Brooklyn arriba y pasa bajo el East River para salir en Manhattan. Dos calles más allá, John ve la enorme silueta de las dos torres.

—A la nuestra, la Norte, solo le faltan seis plantas —le explica su padre—. Como lo estamos montando con elementos prefabricados de una altura de tres pisos, el esqueleto quedará terminado antes de Navidad. Estaría bien que pudieras venir para la ceremonia de puesta de la última viga, el topping-out. Son momentos que no se olvidan, y el de la primera torre del World Trade Center no es cualquier cosa. Ya veremos si puedes, hablaré con mamá.

Enseña su pase al guardia de la entrada.

—Viene conmigo, es mi hijo.

John se acerca a la base del edificio entre palets y charcos de barro. Al levantar la mirada, las vigas parecen subir hacia el infinito, se unen de tres en tres, siguen más alto. El techo se pierde en la bruma. Hay partes ya recubiertas de aluminio, y otras aún tienen a la vista el esqueleto de hierro oxidado.

—¿Qué opinas? No está mal, ¿verdad?

John se sienta en el extremo de un banco en el vestuario, en un rincón, mientras su padre se pone la ropa de trabajo, se ajusta el cinturón de piel y mete dentro las herramientas.

—La spudwrench de tu abuelo. ¿Ves las muescas? Esta llave de cola construyó el Empire State Building. Me contó mil veces que se la dieron de regalo cuando cumplió dieciocho años. Era de su padre. Una vez tuvo que agarrarse a ella para no caerse y se quedó un minuto colgado en el aire, hasta que pudieron ayudarle. Toma, ponte esto por encima del jersey —dice, pasándole una sudadera de tela gruesa, con capucha, que le viene grande. En la pechera tiene un dibujo del skyline de la ciudad y pone: «Local 40 - New York City Ironworkers»—. Ahí arriba la temperatura no tiene nada que ver con la del suelo. Incluso cuando abajo no sopla ni una pizca de aire, arriba siempre hay viento. Ya verás, es como otro planeta. Y hoy, con lo que viene del mar, vas a notar que la torre se mueve.

En la cabina del ascensor exterior, que rechina a lo largo de la torre, Jack sigue con las presentaciones. Con semejante altura, se tarda casi cinco minutos en llegar arriba.

—Mi hijo… El mayor… Quince años… No, aún no sabe… Sí, es la primera vez.

Cuando llegan a la piso 60 se meten en las nubes, Manhattan desaparece, las gotas de agua en suspensión casi saben a sal. Los obreros carraspean, se suben el cuello de la chaqueta, se calan los gorros en las orejas. Las puertas enrejadas se abren. Alguien ha escrito con tiza «104» sobre el óxido de una de las vigas maestras. El viento silba y tararea entre el armazón, hace torbellinos en el techo, aúlla en el esqueleto de metal.

—Ven conmigo.

Van por unos tablones hasta una cabina provisional, en un rincón, donde está el jefe de equipo, Raymond Carter, un veterano de una familia irlandesa que llegó de Terranova, sentado a una mesa ante unos planos impresos en color azul decolorado.

—Ray, este es mi hijo John, del que ya te he hablado. Hoy va a pasar el día con nosotros.

—Ah, sí, hola, chico. Bienvenido a la cima del mundo. ¿Qué te parece? Genial, ¿no? Aquí la historia se escribe en el cielo. Lo de hoy se lo contarás a tus hijos, seguro. Bueno, ten mucho cuidado y sigue las instrucciones que te dé tu padre al pie de la letra, o tendré que mandarte abajo. No se lo vamos a decir al capataz, porque empezaría a pedir un montón de autorizaciones y permisos para los seguros. Nos arreglamos entre nosotros, de mohawk a newfies, así que nada de bobadas, ¿vale?

—Sí, se lo agradezco mucho.

El jefe, volviendo a sus planos, dice:

—Háblame de tú y llámame Ray. Hasta luego, Tool, que tengas un buen día. Estad atentos al elemento 2A, que va a subir. Por lo visto, viene con un defecto de fábrica y a lo mejor vais a tener que cortar un trozo y hacer otros agujeros. Si se da el caso, avísame. En el piso de abajo tienen un taladro nuevo, muy potente. Os hará ganar tiempo.

Jack presenta a su hijo a los miembros de su cuadrilla. Dos años antes era el único indio entre los newfies, pero el goteo de mohawk a la obra ha permitido formar un equipo de veteranos piel roja con los que casi no hace falta hablar para entenderse.

—Os presento a John, mi hijo mayor. Aún no ha terminado el instituto, en la reserva. Viene a comprobar si su padre exagera al decir que tiene el mejor trabajo del mundo. Pedidle que vaya a buscar cualquier cosa que necesitéis. Hoy es solo un punk novato.

Algunos le sonríen, otros apenas se vuelven para mirarle, pero él reconoce dos caras.

—Bueno, de momento quédate ahí, sentado en esa caja, mirando pero sin tocar nada, ¿vale? ¿Estás bien, hijo, no tienes frío?

—No, papá, estoy bien. No te preocupes, anda.

Las grúas canguro, que apenas se adivinan en la niebla, empiezan a funcionar. Los brazos gigantes bailan sobre sus cabezas y abrazan las nubes, un primer elemento prefabricado sube y sale de la bruma como por arte de magia. Los hombres lo aferran, lo dirigen hacia su emplazamiento, alinean los orificios, lo fijan colocando tornillos y tuercas con manos diestras y sueltan los cables, que suben como serpientes por los aires para luego volver a la calle. En lugar de hablar por teléfono, Jack ha establecido un código con el gruista, al que conoce desde hace veinte años: un silbido, que hace sin usar los dedos, doblando la lengua en la boca, significa «¡Alto!»; dos quieren decir «¡Sube!». No es reglamentario, pero resulta rápido y eficaz.

Bajo sus pies aparecen destellos y chispas, como si un dragón escupiera en el cielo.

—Son los soldadores del piso 103 —explica Jack, antes de que a su hijo le dé tiempo de preguntar—. Nosotros fijamos las piezas y ellos las rematan. Mira, vete a pedirle una caja de bulones del 13 a ese pelirrojo tan alto que está junto a la escalera de madera.

Dos horas después, John, sentado en una viga metálica, ha perdido de vista a Jack y empieza a aburrirse. Un adolescente apenas mayor que él va a buscarle.

—Dice tu padre que te vengas conmigo. Es la hora del café. ¿Vas a empezar de aprendiz?

—No, todavía no… Bueno, en realidad no sé. Primero tengo que terminar el instituto. ¿Tú de dónde eres?

—De New Jersey, de Newark. Tengo dos tíos ironworkers. Mis padres no estaban por la labor, pero yo seguí en mis trece. Mis tíos son geniales, son los más graciosos de la familia. Son bastante jóvenes, pero cada uno tiene una casa grande, un coche y una Harley. Nadie de mi familia ha ido nunca a la universidad, pero ellos son, de lejos, los que más ganan. Y a mí siempre me han gustado mucho sus historias sobre la construcción.

En la tienda de la esquina, que desde que empezaron las obras de las torres ha triplicado sus ingresos, hay jóvenes vestidos con ropa de faena haciendo cola delante del mostrador; cuando se marchan llevan cafés en vasos grandes de papel, sándwiches y bagels para el descanso de las diez.

—Ocho bagels, seis de tortilla y dos de pastrami, y ocho cafés, seis con leche, por favor —pide el muchacho, al que John no se ha atrevido a preguntar el nombre.

—¿Te parece bien uno de tortilla francesa para ti?

—Sí, sí, claro… —John se lleva la mano al bolsillo.

—Deja, tenemos un fondo común para los descansos, no tienes que pagar nada.

Mientras vuelven a subir, con las manos cargadas de bandejas de cartón humeantes, la bruma se despeja en el puerto y deja ver la estatua de la Libertad en su isla, las grúas de los muelles de Brooklyn y el puerto de Bayonne a lo lejos, el intenso tráfico de transbordadores, remolcadores y cargueros sobre el Hudson y el East River. Delante del muelle 66 el barco de los bomberos, rojo y blanco como un juguete gigante, está comprobando sus bombas y suelta cuatro chorros de agua al aire. Un paquebote rojo y negro con cuatro chimeneas está entrando en el puerto; dos largos toques de sirena hacen temblar las rejas que tienen a su alrededor. Va a amarrarse en el muelle 59 y a depositar en la isla a miles de turistas.

Las cuadrillas de metalúrgicos saltan de las vigas y bajan por las escalerillas en cuanto ven llegar las vituallas.

—A la hora de la comida es algo más complicado —explica Jack a su hijo mientras desenvuelve su bagel—. En las torres hay mucha gente, y además están las oficinas del barrio, así que todos los sitios donde venden comida, y también los restaurantes de comida rápida, se llenan enseguida. Hay que hacer cola y, con lo que tardamos en subir y bajar, no nos da tiempo. Así que ya verás, los jefes nos envían comedores sobre ruedas. No es que la comida sea muy buena, pero es barata. Esta noche nos desquitaremos, porque Joyce nos va a preparar un plato de pasta en el Denny’s, una receta de su madre.

A lo largo de la tarde los aprendices mohawk piden ayuda constantemente al adolescente para abrir cajas de tuercas y tornillos, unirlos con unas pocas vueltas y echarlos a unos cubos metálicos. Al cabo de una hora encorvado, el dolor de espalda le obliga a ponerse de rodillas sobre una chapa de metal, como los demás. Intenta entablar conversación, pero los dos chicos, que proceden de una reserva cuyo nombre no le suena de nada, responden con monosílabos. Cuando ya han vaciado las cajas, se acerca a lo que será la pared externa y pasa la cabeza entre las vigas. Recibe de golpe el viento marino en la cara y se queda mirando el sol sobre la costa de New Jersey. Al inclinarse un poco más, ve incluso Sandy Hook, el «gancho de arena» que cierra el puerto de Nueva York al sur y, a lo lejos, la costa de New Jersey.

Un capataz pasa y le sermonea, preguntándose qué pinta en la obra un chico tan joven con un casco que le viene grande y sin hacer nada, cuando suena la sirena.

Son las tres y media, la jornada ha terminado. En la cola del ascensor, John se quita el casco y su padre, riéndose, le da un coscorrón en la cabeza.

—Para formar parte del club de la Tortuga hay que haber sobrevivido a algo que te caiga en la cabeza. En una obra el peligro suele venir de arriba, y no de abajo, así que no hay que quitarse el casco hasta llegar al vestuario.

Cuando llegan a la calle, a John le duelen un poco la espalda y las rodillas, pero la sonrisa no se le borra de la boca.

—Ahora es cuando se nota que las torres se mueven, ¿verdad? —le pregunta su padre—. Cuando se pisa la acera, el suelo ondea bajo los pies. Por lo visto, los marineros tienen esa misma sensación cuando se bajan del barco. Ven, no vamos a casa todavía, antes te voy a llevar a un sitio.

Se suben al metro en dirección al barrio de las flores, a lo largo del Hudson, hacia la calle Treinta y cuatro. Allí, entre las macetas de plantas y arbustos que llenan la calle, abren la puerta de una tienda con escaparate de madera que se llama Dave’s, donde también pone: NUEVA YORK. ROPA DE TRABAJO.

—No sé si un día te servirán para andar por el cielo, pero vamos a comprarte tu primer par de Redwing. En casa ya ha empezado a nevar, con ellas no tendrás frío en los pies.

Altas, de cordones, de piel rojiza y suela blanca sin tacón, son las botas que John ha visto siempre en los pies de su padre, incluso en verano. El vendedor, un negro bajito con cara de listo, reconoce a un carpintero del hierro en cuanto lo ve y acude raudo, porque son buenos clientes.

—Hola, llegan en buen momento. Acabamos de recibir unas chaquetas forradas. Dentro de nada se van a helar ahí arriba, en las torres nuevas, ¿no?

—Hoy venimos por un par de Redwing para este joven. ¿Qué pie calzas ahora, hijo?

—Cuarenta y tres, creo.

—Aún va a crecer. Tráigale un cuarenta y cuatro. Se pondrá calcetines gruesos.

John da unos pasos por la moqueta. Le vienen grandes, los dedos le bailan dentro, pero no se atreve a decirlo.

—Con unos buenos calcetines valdrá, papá.

Eligen dos pares. Jack añade unos guantes de rodeo fabricados en Wyoming, los mejores guantes de trabajo que existen, dos XL y una L. Paga en metálico. John insiste en llevarse puestas las botas, y mete las viejas Nike en la bolsa de papel marrón. El chico va a volver a la reserva con dos grandes cajas de cartón con la insignia del ala roja de Redwing. En casa, en Kahnawake, hay media docena de esas en los estantes del taller.

En el camino de vuelta no hablan mucho. Jack hojea un Daily News que alguien ha dejado en el metro. John intenta ver su reflejo en los escaparates mientras camina, sin conseguirlo. A la salida del metro, en Bay Ridge, su padre le pone una mano en el hombro.

—El padre de Joyce es escocés, pero su madre es italiana, de un pueblecito de Sicilia. Ya verás, prepara una pasta deliciosa con berenjenas, la receta se llama «Norma». Los martes por la tarde sustituye al cocinero, y entonces todo el barrio se presenta en el Denny’s. Vamos a casa a darnos una ducha. Más vale que no tardemos mucho, pasadas las siete se acaba.

En el restaurante se sientan cerca de la puerta, a una mesa en la que se les unen los amigos del barrio. Uno es mecánico de los bomberos —«Me dedico a mimar camiones rojos»—; el otro es detective privado —divorcios y vigilancia—, tras haberse pasado diecisiete años en la policía, primero de agente y luego como inspector en una comisaría de Queens.

Una vez hechas las presentaciones, Jack se levanta y desaparece tras la puerta de la cocina. Cuando una camarera empuja la doble hoja para salir con su bandeja, John ve a su padre abrazando a Joyce. Se besan. Ella vuelve la cabeza, abre los ojos, ve la puerta abierta, le aparta y se reajusta el delantal. John ha intentado mirar a otro lado, pero es demasiado tarde. Ya lo ha visto. Se queda sin respiración, se pone rojo, no oye la pregunta que le hace el detective sobre sus estudios, se quiere marchar, hace el gesto de levantarse, se vuelve a sentar. Agarra con las dos manos el vaso de agua lleno de cubitos de hielo y da un sorbo en el momento en que Jack regresa y se sienta frente a él.

—Vosotros ya conocéis la pasta de Joyce, pero tú te vas a llevar una sorpresa, hijo… John, ¿estás bien? Te noto raro…

—No, papá, tranquilo, solo estoy un poco cansado.

—No te preocupes. Cenaremos y nos iremos a la cama. Yo también estoy baldado. Ya has visto cómo es un día en la torre. ¿Ahora entiendes por qué tenemos el mejor sueldo de la construcción? Es un trabajo físico y técnico, puede hacer frío o calor, es peligroso y agotador. Pero todas las tardes, antes de ir al ascensor, te das la vuelta y miras lo que has hecho durante el día. Te acuerdas de por dónde iba la obra esa mañana y ves que hay otro trozo. Ves cómo nace el edificio. Cuando lo acabas, es tuyo para siempre, lleva tu nombre escrito. Muchos años después, cuando pasas por la calle, dices: «Yo he construido eso». Se lo enseñas a tus hijos. Si eres bueno, los jefes de obra están dispuestos a pagar para que te quedes con ellos. Hace dos años, con un capataz del Sur que se pasaba con las bromas racistas sobre indios, dos cuadrillas de mohawk amenazaron con irse, y a quien terminaron despidiendo al final fue a ese idiota. En una obra, un buen equipo puede marcar una diferencia de varias semanas, incluso meses, en los plazos de ejecución, y eso, en Nueva York más que en ningún otro sitio, es dinero.

Vacía la mitad de su vaso de cerveza y pone la mano sobre la de su hijo, que desde hace un rato mantiene la vista fija en su plato.

Joyce lleva una gran fuente humeante, sonríe a todos, ofrece parmesano y evita cruzar la mirada con John. No está segura de que les haya visto, pero al notarle tan inquieto, con las manos temblando, y por la forma en que vuelve la cabeza para evitar mirarla, lo entiende. Hace dos años que comparte la vida con «su indio», de lunes a viernes en Brooklyn, y las noches en la cama demasiado estrecha de su pisito de un dormitorio, sin esperar nada a cambio. Sobre todo, que no deje a su mujer, a sus hijos, ni la reserva, ese extraño lugar que tanto le cuesta imaginar. Se figura escenas sacadas de las películas del Oeste, tipis, chozas de madera rodeadas de carrocerías de coches en los confines de Nuevo México, reportajes en la tele sobre suicidio adolescente, casinos con luces de neón que dibujan cabezas de jefes indios con sus plumas, o la alta tasa de alcoholismo. Nada de eso se parece a las cosas que Jack le ha contado y a las pocas fotos que le ha enseñado, donde se ven grandes casas de madera, las orillas del río, césped y canchas deportivas. Joyce tenía pensado sentarse al lado de Jack cuando terminara su turno de trabajo, como hace siempre. En Bay Ridge todos saben que están juntos. Pone la excusa de que debe hacer algo en la cocina y se esconde allí. Ha decidido esperar a mañana para hablar con él, tendrán que pensar en algo si el chico se queda toda la semana.

—Mira, mañana no vale la pena que te levantes a la misma hora que yo —le dice Jack a su hijo en la acera mientras vuelven al apartamento—. Ray se ha pasado antes a verme, y esta semana no vas a poder volver a la obra. Alguien le ha hecho algún comentario, hay gente que ha preguntado quién eras, y él podría tener problemas con la empresa, sobre todo por cuestiones de seguros. Pero ha estado bien que lo hayas podido ver de cerca, ¿verdad? Ahora tienes una idea más clara de cómo es, te ayudará a decidir. ¿Tienes algo previsto para mañana y el jueves? ¿Algún sitio al que te gustaría ir? Me habría encantado cogerme un día libre para visitar Nueva York contigo, pero no va a poder ser. Llevamos una semana de retraso y el jefe quiere que el topping-out se haga antes de Navidad a toda costa.

—La señora Deer, la profesora de arte, se enteró por mamá de que venía a Nueva York. Me pidió que fuera al Museo Metropolitano a ver los cuadros de Picasso y que llevara fotos y documentos para hacer una presentación en clase. Dijo que no perdiera una semana, que hiciera algo útil. ¿Dónde está ese museo?

—En pleno Central Park, ¡es una idea genial! Llevo años viviendo aquí toda la semana, a veces también los fines de semana, y nunca he ido. Por lo visto, está muy bien. Te voy a explicar cómo se llega en metro, ya me contarás luego.

Al día siguiente, Jack y Steve cierran la puerta con cuidado y, bajo una lluvia fina y constante, se dirigen a la parada de metro. Los carpinteros del hierro no trabajan cuando llueve, es demasiado peligroso, pero para que les paguen la jornada tienen que presentarse, fichar y esperar la decisión del jefe de obra. A los mohawk les gustan los viernes por la mañana lluviosos, porque pueden coger la carretera del norte mucho antes de lo habitual. Pero hoy es miércoles, y parece que va a despejar.

John no tiene despertador y, como la habitación está a oscuras, se levanta tarde. En la mesa del desayuno, junto a un paquete de cereales y una botella de leche, su padre le ha dejado un billete de diez dólares y dos fichas para coger el metro. «Hasta la noche, hijo, pásalo bien», ha garabateado en el dorso de un sobre.

John sale a eso de las doce. Ha dejado de llover pero hace frío. Da unos pasos por la acera, da media vuelta, entra en el piso y se pone la chaqueta forrada de su padre, que está colgada en el perchero del pasillo. Al entrar en el metro mira el plano y ve las líneas y el par de transbordos que Jack le ha indicado. Sentado en el vagón, mira a los demás viajeros, una mezcla entre hombres de negocios trajeados, turistas y empleados que van corriendo de un trabajo a otro. Sale en la avenida Lexington, pregunta por dónde ir y llega ante la inmensa fachada y las escaleras monumentales del Museo Metropolitano. Cerca de las columnas de la entrada, un poco intimidado, le pregunta a un vigilante por las obras de Picasso. El empleado le dirige a la caja y luego al puesto de información, donde una voluntaria sonriente, una abuelita jubilada con el pelo teñido con reflejos violeta, le entrega un plano impreso en papel de mala calidad y le indica:

—Segundo piso, arte moderno, recto y a la izquierda pasadas las escaleras.


En el piso 104 de la torre Norte el trabajo ha empezado con retraso. Ha dejado de llover, pero los obreros han estado esperando con un café en la mano en las tiendas cercanas, donde les pueden dar una voz, a que los representantes del sindicato decidan si las tablas de madera y las vigas de metal están lo bastante secas para andar sobre ellas sin riesgo de resbalar.

Como suele suceder, el representante irlandés ha pedido que les den una hora más y, también como suele suceder, Raymond Carter ha dicho que no y ha ordenado que las grúas empiecen a funcionar a las nueve, «con una penalización para los holgazanes que esperan que les sequemos el suelo con secador. ¡Tenemos que terminar una torre, y vamos con retraso!».

—Normalmente estoy de acuerdo con el sindicato, los jefes nos meten demasiada prisa para que volvamos al trabajo cuando deja de llover —dice Jack en el vestuario mientras se pone el cinturón de herramientas—. Pero hoy no me parece mal volver. Con esos elementos externos prefabricados, hace casi dos años que no ando en equilibrio por una viga sobre el vacío, como en un edificio clásico. Igual hasta se me ha olvidado.

Los primeros elementos de metal, chorreando agua, aparecen en el cielo. Los metalúrgicos secan con trapos grandes el lugar donde hay que posarlos. «¡Clonc!». El primero ya está en su sitio, las llaves de cola entran en los orificios, los agujeros se alinean, las tuercas fijan las piezas.

Detrás de Jack, al otro lado de la torre, se oye un berrido, y a continuación alguien grita por teléfono al gruista:

—¡Sube, súbelo! ¡Joder, tiene un dedo pillado! ¡Sube, sube!

Todos acuden corriendo. Un joven, nuevo en la obra, se sujeta la mano, que ha sacado en el momento en que la grúa ha vuelto a subir la pieza de acero. Tiene el guante derecho empapado en sangre. Se sienta en el suelo, lívido. Uno de los jefes de equipo, que tiene el título de socorrista, le alcanza una botella de agua. Le acercan una toalla y él se quita el guante con cuidado. Las últimas falanges del anular y el meñique están hechas puré, y las uñas han desaparecido.

—¡No mires! ¡No mires, chaval! Vamos a llevarte al hospital, tranquilo.

Él se envuelve la mano en la toalla.

—¿Puedes andar, o montamos la camilla?

—No, puedo andar, ahora me levanto, dadme un minuto. Tengo náuseas. Dadme un poco más de agua, por favor.

Los alrededor de cuarenta hombres que trabajan en esa planta han acudido y han hecho un círculo; algunos se han quitado el casco, todo se ha parado. El herido se levanta ayudado por dos compañeros y se dirige al ascensor con pasitos cortos. La sangre empieza a traspasar la toalla. Cuando se cierran las puertas de la cabina, esboza una sonrisa y hace un gesto de despedida con la mano izquierda.

—Bueno, diez minutos de descanso —anuncia Ray Carter—. Fumaos un pitillo. Todo va bien, se recuperará. No es el primero de nosotros con un dedo más corto que los otros —dice, al tiempo que alza la mano izquierda, que solo tiene cuatro dedos, e intenta sonreír, pero no le sale—. En cuanto el médico del Downtown Hospital tenga un diagnóstico me llamarán. Esta tarde os diré qué tal está.

Las cuadrillas vuelven a sus puestos, todos tienen alguna historia que contar de algún dedo del pie o de la mano aplastado. Las botas Redwing no llevan protección metálica en la puntera porque, con las toneladas de presión que ejerce una viga, cortarían el pie. Cuando los motores de las grúas arrancan nuevamente, todos se ponen los cascos. Se les está yendo la mañana. Sobre el mar, poco a poco, el cielo se está cubriendo y llenando de nubarrones. Los hombres alzan la vista y ven cómo las nubes van hacia ellos desde el horizonte, precedidas por ráfagas de un viento que presagia tormenta. Justo antes de las doce, las primeras gotas repican en la madera y el metal. Jack, absorto en atornillar un bulón del tamaño de un puño, no se da cuenta de nada. Le sorprende la lluvia salada, que empieza a caer de golpe, como si fuera una fuga de agua.

«¡Crac!». El rayo pasa muy cerca y toca una esquina de la torre, seguido de un trueno que hace que toda la estructura retumbe. Siempre hay un pararrayos en los edificios en construcción. En este caso se trata de una pértiga de metal atornillada cinco metros por encima de su cabeza, pero en la historia de los carpinteros del hierro en América hay muchos hombres a los que el rayo fulminó cuando no se esperaba que sucediera.

Justo antes de que estalle otro rayo empieza a sonar la sirena de evacuación. Las herramientas vuelven a los cinturones o se abandonan en el sitio, y todos corren hacia el ascensor exterior. Jack, que está en el otro extremo de la torre, termina de dar las últimas vueltas a su tuerca. Guarda en el estuche su spudwrench y se pone de pie sin apresurarse. Para salir, o bien rodea el foso central, lo que será la caja de los ascensores, o bien corta en línea recta caminando sobre unas tablas colocadas para tapar ese hueco de noventa y cinco plantas. En la parte que rodea el foso ya hay mucha gente y él está empapado, así que opta por el camino más corto. Gira a la izquierda y empieza a andar más despacio para no resbalar sobre las tablas. Otros dos obreros le siguen.

Ya casi está al otro lado cuando una bola de fuego explota frente a él y le proyecta a varios metros de altura. Vuelve a caer sobre las tablas, que están fijadas simplemente con clavos. El rayo ha afectado a la madera, que se quiebra y cede bajo su peso. Jack cae gritando y moviendo los brazos para intentar agarrarse a algo. Su grito se pierde en el vacío.

Los dos hombres que iban tras él, a los que el golpe ha sacudido, han logrado mantenerse sobre los tablones de al lado. Uno, con la cara herida, parece que tiene el ojo afectado; el otro está reculando a cuatro patas y grita con todas sus fuerzas:

—¡Tool, Tool! ¡Dios, Jack! ¡Jack se ha caído por el agujero! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Que venga alguien!

Son los únicos que han visto el accidente. Los demás, alertados por los gritos, vuelven sobre sus pasos. No entienden bien lo que pasa. Raymond Carter agarra por el cuello de la cazadora al que parece ileso.

—¿Qué dices de Jack? ¿Dónde está? ¿Dónde?

—¡En el hueco, se ha caído por el hueco del ascensor! Ha caído un rayo y los tablones se han roto. Ray, ¡no puede ser! ¡Tool se ha caído por el agujero!

Aunque llueve a chorros, el jefe de equipo se quita el casco. La lluvia recorre sus mejillas y le lava las lágrimas. Suelta la libreta que llevaba en la mano, se limpia los ojos con la manga, se acerca al hueco, mira en su interior y no ve nada. Noventa y cinco pisos. Jack LaLiberté ha muerto.

Raymond Carter va corriendo al ascensor exterior y aparta a puñetazos a una docena de obreros que no se han enterado de nada.

—¡Dejadme pasar, joder, quitaos de en medio! ¡Paso, paso!

Cuando llega la cabina, coge por la chaqueta al encargado y le grita que baje enseguida, sin nadie más. Intenta explicar el drama por el walkie-talkie al capataz, que no entiende más que una de cada cuatro palabras. Lo único que entiende es «¡Llama al médico!». La cabina se detiene y él casi arranca de cuajo la reja para abrirla. Corre diez metros y se para en seco. Jack está tumbado boca abajo, encima de un montón de cascotes. Si no fuera por el horrible ángulo que dibuja su pierna derecha, casi se podría pensar que duerme. El impacto ha hecho que el casco salga volando, pero tiene la cara intacta, con los ojos abiertos. También tiene la boca abierta, como en un grito silencioso. De la nariz le sale un hilillo de sangre.

Ray Carter se agacha junto al cuerpo y pone dos dedos en la yugular. Acerca el oído a la boca. Nada. Jack ha dejado de respirar. Le cierra los ojos, le pone la mano en la mejilla, se levanta. Tras él han ido llegando hombres que se santiguan y se quitan el casco. Ray, calado hasta los huesos, coge un trozo de lona y cubre a Jack. El médico de la obra llega a los diez minutos. No se puede hacer nada. A lo lejos se oye la sirena de la ambulancia de los bomberos, bloqueada en un atasco.

—Por hoy hemos terminado —anuncia Ray Carter—. Que alguien vaya a buscar a su hermano Tom, que está en la torre Sur, según creo, y que lo traiga.

Por la línea interior avisa al capataz. Poco después suena el timbre que anuncia el final de la jornada. Tom LaLiberté sale corriendo del ascensor y ve la lona. Se acerca. Raymond Carter le pone la mano en el hombro. Se arrodilla junto al cuerpo de su hermano, se quita el casco y, sin pronunciar palabra, le acaricia la sien. Después, con los ojos cerrados, salmodia en voz baja un canto fúnebre en mohawk. Se levanta, se seca la cara con la manga.

—Voy a llamar a Kahnawake para comunicar la noticia. Su hijo mayor, John, está aquí, en Nueva York, pero no sé cómo localizarle.

Pasan dos horas hasta que terminan el papeleo, llegan los expertos, el capataz y el hijo del dueño de Koch Erecting. Luego, los bomberos meten el cadáver en una funda y se lo llevan en una camilla con ruedas que apenas entra en el ascensor de la obra.

En la cocina del Denny’s, con el ruido de la freidora, Joyce no oye el teléfono.

—Joyce, es para ti, del World Trade Center.

Es la primera vez, se le hiela la sangre. Se acerca con pasos cortos, reteniendo el aliento, y coge el auricular, que reposa en un estante.

—¿Sí? Sí, soy Joyce…

Lo suelta de golpe, se apoya en la pared grasienta, dobla las rodillas, cierra los ojos y se desliza despacio hasta encontrarse sentada en los talones. De su pecho sale un largo gemido. Su amiga Helen entiende lo que pasa, se inclina hacia ella, la abraza e intenta levantarla, en vano. Joyce se deja caer de lado y se acurruca sobre las baldosas llorando como una niña.

El restaurante se llena de amigos, de ironworkers del barrio, sean mohawk o no, de vecinos que acuden para preguntar. Allí está también la mitad del puesto de bomberos de la avenida, cuatro policías uniformados, y empleados y clientes de la pizzería Calabrese. Joyce se sostiene la cabeza entre las manos, solloza, fija la mirada en una taza de té que se le ha quedado frío. Alza los ojos y ve a John acercándose por la acera, al final de la calle.

—Steve, Steve, ¡el chico! ¡Dios, Steve, el chico está ahí, viene hacia aquí! ¡Corre, ve por él!

El compañero de piso de Jack va a la puerta y corre hacia el adolescente, que apenas le reconoce. Se para a un metro de él con los ojos llenos de lágrimas y le estrecha con la fuerza de un oso.