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Kahnawake (Canadá)
Junio de 1886

El jefe del consejo de Kahnawake en 1886, John Farber, vio cómo construían un puente sobre el San Lorenzo. Lo recuerda muy bien. Fue hace veinticinco años. El gran puente Victoria, la primera gran obra que cruzó el río en el país, a diez kilómetros aguas abajo de la reserva. Una maravilla y todo un acontecimiento: medía tres kilómetros, el más largo del mundo; una estructura de hierro forjado importada de Inglaterra y posada sobre veinticuatro espolones de piedra maciza en forma de proa de barco para resistir la corriente y las crecidas, y para romper el hielo.

Para los mohawk, cuya existencia está ligada a la gran vía fluvial, bajar el río y pasar bajo sus arcos de metal simbolizaba la llegada de una nueva era. Lo observaban con una mezcla de admiración y miedo. El puente era la puerta a un tiempo desconocido, su presencia implicaba que tal vez su mundo fuera a tambalearse y que iban a tener que volver a adaptarse. El puente Victoria anunciaba el fin de los barcos de transporte, la desaparición de las almadías, la victoria de la rueda sobre la maderada, la unificación del país, el ferrocarril, el acortamiento de las distancias, la industrialización, el triunfo de una sociedad blanca, extraña y, vista desde la orilla, en Kahnawake, siempre amenazante.

Su padre, Ronald Farber, gerente de la cantera que su familia había horadado en la roca, firmó un jugoso contrato para suministrar a la Canadian Trunk Railroad cientos de toneladas de piedra para construir los pilares del puente. Contrataron a un montón de hombres de Kahnawake durante más de tres años, que tallaron las piedras y las transportaron en barcazas a remo y a vela. Presidió la ceremonia inaugural el príncipe de Gales, que llegó de Londres en representación de su madre, la reina Victoria. Los gancheros mohawk hicieron en el río una demostración de fuerza y destreza, ataviados con sus mejores galas y pinturas de guerra.

—Así que, señores, si lo he entendido bien —dice John Farber a los tres representantes de Dominion Bridge Company, a los que ha hecho pasar a su despacho de la casa comunal—, lo que quieren es construir otro puente Victoria. ¿Es que con uno no basta?

—En cierto sentido, no, gran jefe —contesta James Ruppert, el ingeniero. Es inglés, se peina con raya a un lado y es famoso en varios países y autor de dos obras destacadas en el Nuevo Mundo—. Debido a la expansión del ferrocarril en el país, su importancia para la constitución de un estado federal y el aumento del tráfico, el Victoria ya está saturado. La Canadian Pacific Railroad, cuyo objetivo es enlazar los Grandes Lagos canadienses y estadounidenses con la costa atlántica, nos ha encargado la construcción de un nuevo puente. Lo hemos estudiado, y la ubicación más apropiada va de Kahnawake a la isla de Montreal. Antes de nada queremos, por supuesto, contar con la conformidad del gran pueblo mohawk.

Louis Jolicoeur, director adjunto de la Dominion, prosigue en su mal inglés:

—La llegada del puente a la reserva supone, no pretendemos ocultarlo, que tendremos que usar tierras que se perderán para el cultivo, la madera o la caza. Estamos dispuestos a compensarles con un precio justo. Y le podemos garantizar que, al igual que sucedió en su momento con el puente Victoria, serán muchos los hombres de su tribu que accederán a un empleo, y percibirán la mejor paga que existe en la actualidad.

Jules Laflèche, con un gran mostacho rubio, corbata negra y sombrero derby sobre las rodillas, es el futuro jefe de obra. En 1858 trabajó como aprendiz en el puente Victoria y aún recuerda unas pocas palabras de mohawk, aprendidas cuando supervisaba desde el muelle el transporte de las piedras talladas.

—Cuando llegué a Canadá y empecé a trabajar en el puente Victoria, yo era joven y venía de Europa. Estuve dos años construyendo los pilares del puente con albañiles llegados de Italia, Estados Unidos y todas las provincias del este de Canadá. Pero sin el trabajo, el valor y la colaboración de su comunidad no lo habríamos conseguido. Me alegro de que se vuelva a presentar la ocasión de colaborar, porque estoy convencido de que ustedes entenderán que el gran pueblo mohawk saldrá muy beneficiado con la construcción de este nuevo puente.

Saca de un tubo de cartón unos planos que, extendidos sobre la mesa de John Farber, muestran una obra majestuosa: una celosía de vigas de acero sobre pilares de piedra, con dos arcos más amplios en el centro para el paso de barcos grandes.

—Creemos que las obras durarán al menos tres años y habrá trabajo para cientos de sus hombres —dice Louis Jolicoeur—. El presupuesto está aprobado y el gobierno de Canadá participa mayoritariamente. Es una obra fundamental para el desarrollo de nuestra provincia y del país. Necesitamos una respuesta con bastante celeridad, como se puede imaginar…

El jefe da la vuelta a la mesa, se acerca el plano a los ojos, lo vuelve a dejar y pasa un dedo por la orilla derecha, donde están dibujadas las primeras casas de la reserva.

—He entendido el proyecto, señores. Estoy a favor. Los puentes sobre el San Lorenzo son el futuro. Van a transformar la vida de los mohawk de Kahnawake. Oponerse sería de locos, y sacarle partido, de sabios, pues es mejor evolucionar con este cambio que esperar a que nos arrastre. Sin embargo, he de consultarlo con el consejo. Soy jefe, pero tengo que rendir cuentas. Vamos a reunirnos; ¿podrían ustedes enviarnos a alguien que comparezca ante los ancianos y responda a sus preguntas? Pronto les haré saber cuándo.

—Naturalmente —responde Jolicoeur—. El señor Ruppert está a su disposición. Tenemos la oficina en Montreal, de modo que puede venir y hablar con el consejo cuando mejor les convenga. Podemos dejarle el plano y los croquis del puente indicando el lugar donde hemos pensado construirlo para que vean cómo va a afectar a sus tierras. Diga a los ancianos que, hasta cierto punto, esto se puede cambiar teniendo en cuenta su opinión y sugerencias. Este gran proyecto solo es posible con su apoyo y aprobación. Haremos todo lo que esté en nuestra mano para llegar a un acuerdo.

Los tres blancos se levantan, cogen los planos, los vuelven a introducir en el tubo de cartón, estrechan sonrientes la mano del jefe indio, se ponen el sombrero, saludan a los presentes y se suben al carruaje que los está esperando ante la casa comunal para llevarlos de vuelta al embarcadero.

En el umbral de la puerta, John Farber los ve alejarse y le pide a Lucy, su colaboradora, que envíe emisarios por la reserva para que los miembros del consejo de ancianos se reúnan con él en la casa alargada esa misma tarde. Poco después, unos niños con cartas en la mano salen a la carrera hacia la calle mayor.

Al caer la tarde, en la chimenea arde un fuego de carpe y abedul. No hace fresco, así que no es realmente necesario, pero a nadie le cabe en la cabeza que una reunión del consejo pueda celebrarse con el hogar apagado. Nueve hombres y cuatro mujeres, el más joven de todos de cuarenta y cinco años, están sentados en círculo en unos grandes sillones de madera. Los han elegido los suyos, y representan a los tres clanes de Kahnawake: el del Oso, el de la Tortuga y el del Lobo. El croquis pasa de mano en mano. John Farber comenta la ubicación del puente y cómo afectará a las tierras de la reserva, las perspectivas de empleo, la paga para los hombres del pueblo y la compensación que cabe esperar para la tribu.

—Hace mucho, durante más de un año, estuve cruzando material para la construcción del puente Victoria. Fue un buen trabajo, estuvo bien pagado, pero en esta ocasión nuestros barcos van a dejar de tener utilidad —dice uno de los ancianos—. Si las mercancías y los pasajeros cruzan directamente el Gran Río sin parar en nuestro pueblo, ¿qué va a ser de los pilotos, las tripulaciones y los peones?

—Es cierto —responde el jefe—, pero hay que tener en cuenta que, si les negamos el derecho de que el nuevo puente pase por nuestras tierras, ¿creéis que los blancos renunciarán al proyecto? No. Lo harán en otro sitio, río abajo, en Sainte-Catherine o en otro lugar, y lo habremos perdido todo. Podéis estar seguros de que en los próximos años el ferrocarril atravesará el San Lorenzo, y por varios sitios. Y luego vendrán las carreteras. ¿Habéis visto pasar por el camino de Chateaugay esos coches a motor que no necesitan caballos y escupen humo? Cada día habrá más. Ya no vivimos de la caza y del transporte de pieles para los franceses. Dentro de poco la maderada bajará a Quebec en vagones, no por el río. Creo que tenemos que aceptar ese puente y tratar de sacarle provecho, como hicieron nuestros antepasados comerciando con los primeros blancos venidos de Europa, en lugar de luchar contra ellos. De lo contrario nos barrerán, transformarán nuestras reservas en morideros, como sucede en el Oeste de Estados Unidos, como bien sabéis. El ingeniero inglés que ha dibujado los planos acepta un encuentro con el consejo. ¿Qué opináis?

Cuatro días después, a primera hora de la tarde, James Ruppert arriba a Kahnawake. Al poco, acompañado por un intérprete, llega a la casa comunal, donde los miembros del consejo le esperan sentados en torno a una mesa en la gran sala. El ingeniero se quita el sombrero, vacila, no sabe si tiene que estrechar manos o esperar a que le indiquen en qué silla sentarse. Le han acogido con un murmullo que, aunque no entienda ni una palabra de mohawk, le ha parecido desaprobatorio.

—¿Pasa algo? —pregunta tras dos interminables minutos de silencio a Denis, su intérprete, un mestizo nacido en la reserva hace más de treinta años, de madre mohawk, pero que se marchó de niño y desde entonces ha vivido en Montreal con la familia de su padre angloparlante.

—Todavía no lo sé… Espere.

Tras intercambiar unas palabras, se vuelve hacia el ingeniero con una sonrisa.

—Verá usted, lo que sucede es que… cómo decirlo… A algunos miembros del consejo les parece que es usted algo joven para tratar con ellos un proyecto de tanta envergadura. Piensan que quizá los responsables del puente, los mayores en cierto modo, se han quedado en Montreal para no tomarse la molestia de venir a hablar con unos indios; aquí se concede más importancia a la edad y la experiencia que en Montreal. A más de uno casi le parece ofensivo. Perdone que tenga que hacerle esta pregunta, pero ¿qué edad tiene usted?

James Ruppert, reprimiendo una sonrisa, hace un gesto de negación con la cabeza.

—Por favor, señale a los honorables miembros del consejo que tengo canas en las sienes. Tengo cuarenta y dos años, cumpliré pronto cuarenta y tres. En Inglaterra tengo dos hijos, y el tercero está en camino. En Gales hay un puente, que he diseñado yo, cuya arquitectura se admira en todo el mundo. Para venir a su gran país he rechazado propuestas muy jugosas en Australia, donde hay tantas grandes obras por construir. Puedo garantizar a los miembros de esta asamblea que soy digno de su confianza, y que si los jefes de la Dominion Bridge Company me han enviado es porque he diseñado los planos que están sobre la mesa, y estiman que soy la persona más indicada para presentar el proyecto. Lejos de ser una ofensa, pueden considerar mi presencia aquí como un honor que no se concede a todos nuestros interlocutores.

El ingeniero se cruza de brazos, frunce el ceño y se reclina en el respaldo de su asiento buscando la mirada de los más viejos. La traducción de su discurso se recibe con gestos de asentimiento y murmullos de aprobación. Lo primero que le preguntan es cuánta superficie de tierra ocuparía el puente en la reserva. Luego siguen: «¿Cómo enlazará con la estación de Kahnawake?», «¿Qué pasará con las tierras sobre las que puede que pase la vía férrea?», «¿Cómo se calcularán las indemnizaciones?».

Cuando los miembros del consejo preguntan cuántos hombres podrían contar con un empleo, para qué tareas, durante cuánto tiempo y con qué paga, el ingeniero entiende que la partida está ganada. Dos miembros del consejo mantienen hasta el final una expresión adusta, pero los demás asienten, se pasan los planos y hablan de cómo repartir de forma igualitaria los empleos, o el uso que se podrá dar a la cantidad que se entregue a la tribu. Tras estrechar respetuosamente la mano de los ancianos, sin haber firmado ningún documento, James Ruppert se vuelve en canoa a Montreal portando buenas noticias.

Las obras comienzan a principios de agosto. Primero en la orilla izquierda, cerca del pueblo de Lachine. Montones de albañiles procedentes de todo el país, de América y de Europa, empiezan a alzar los pilares monumentales con piedras talladas en Kahnawake y otras dos canteras situadas río abajo. Hay que apresurarse porque el invierno se acerca.

Unos cuarenta mohawk, algunos llegados de otras reservas, cortan en la cantera los bloques de piedra, y otros tantos se ocupan de transportarlos en barcazas hasta el otro lado. Para finales de otoño, los dos primeros pilares parten ya la corriente. A mediados de diciembre el río empieza a arrastrar bloques de hielo. La navegación se va haciendo más difícil y, a finales de mes, el San Lorenzo se inmoviliza bajo su máscara blanca. Hace tanto frío, con temperaturas que alcanzan los treinta grados bajo cero, que después de Navidad se detienen las obras. Se retoman en febrero. La empresa ofrece una prima a los valientes que acepten trabajar con los bloques de piedra en esas condiciones.

Pese a ponerse guantes de lana debajo de los de piel, los dedos se hielan, los rostros se agrietan, los labios se cortan y los dedos de los pies duelen dentro de las botas. Cada veinte metros hay bidones metálicos convertidos en braseros, donde se agrupan los trabajadores entre tarea y tarea para entrar en calor. El viento baja por el lecho del río desde las zonas polares y atraviesa como un cuchillo las capas de ropa superpuestas.

Con prendas de piel vuelta, piel de oso negro y cuero que le han cosido su madre y sus tías, Manish Rochelle está mejor equipado que los albañiles a los que ve trabajar. Cada mañana, al salir el sol, el joven se pone sus botas de piel de nutria, se calza sus raquetas de madera y tendones de ciervo y, tras cruzar en menos de media hora el gran río helado, llega a las obras del puente, que aún no tiene nombre.

El verano anterior, pese a las reticencias de su padre, que quería que para la temporada de verano le contrataran de grumete en un vapor, fue uno de los primeros jóvenes de Kahnawake que se ofreció voluntario para transportar las piedras talladas. No le gustaba el trabajo en la cantera, demasiado sucio y duro, y prefería entregar materiales para la obra, sobre todo a veinticinco centavos la hora. En la reserva, e incluso en Montreal, con dieciocho años no podría encontrar mejor paga. Las idas y venidas entre las dos orillas terminaron con el invierno, pero ahí está Manish cada mañana al comienzo de la jornada. Se ha dado cuenta de que los albañiles, capataces e ingenieros siempre necesitan mano de obra para llevar herramientas, preparar los huecos, acarrear vigas y maderos, o ir a buscar a la orilla algo olvidado. Junto con su amigo Robert, que también tiene dieciocho años, y debido a que habla inglés y se desenvuelve en francés, Manish se ha hecho indispensable.

Uno de los capataces, un quebequés cuyos padres llegaron de Francia cincuenta años antes, le ha tomado bajo su protección y se empeña en convencer al jefe de obra de que, aunque las entregas de piedra no se hayan retomado aún, necesita a ese par de jóvenes mohawk y quiere mantenerlos en la lista de pagas.

A finales de marzo se anuncia el deshielo. La superficie del río no es lo bastante segura para cruzarla con raquetas, pero el agua tampoco está como para sacar las canoas. Manish y Robert no pueden llegar a la orilla opuesta, donde la construcción de los pilares avanza a buen ritmo. Todos los años por esas fechas Kahnawake se queda unas semanas aislado de Montreal.

Deciden ir de caza: una semana en el bosque, hacia el norte, a lo largo del río. Ponen trampas de lazo, disparan a las perdices blancas con la carabina, intentan alcanzar con flechas a las liebres de las nieves sin conseguirlo. Duermen en refugios de caza tradicionales, tres noches acurrucados uno contra otro bajo la tienda de pieles, como cuando eran pequeños. En la inmensidad blanca, ciervos, corzos, perdices y zorros dejan huellas que se aprecian de un solo vistazo. Pero sorprender a los animales en el silencio del invierno, cuando hasta el menor ruido corre deslizándose por la nieve como ondas por el agua, es otro cantar.

Cuando vuelven al pueblo muertos de hambre, con las manos casi vacías, ven que algo ha cambiado en las obras. Está demasiado lejos, no lo distinguen bien, pero parece que las estructuras empiezan a elevarse sobre el primer pilar.

Todos los días van a la orilla, palpan con el pie la superficie que se derrite y observan en la corriente la deriva de los bloques de hielo, que se desmigan a medida que suben las temperaturas. Una mañana, pese a las amonestaciones de los pescadores más viejos sentados en el embarcadero, que les avisan del peligro que tienen los bloques grandes de hielo, los muchachos echan al agua una canoa de madera y corteza de abedul fabricada por el padre de Robert, constructor de embarcaciones de mucha fama. Pasan zigzagueando entre los bloques de hielo, en algunos sitios rompen la capa blanca con los remos, se deslizan cuando hay rápidos y remontan la corriente.

—¡Mike! ¡Robert! ¡Por aquí, chicos!

Charles Dubois, el capataz francés, está de pie sobre la viga de hierro que une los dos primeros pilares. Se ha quitado el gorro y lo usa como un banderín para atraer la atención de los dos remeros. Los ha visto acercarse desde lejos, y le intriga esa primera canoa del año.

Cerca del solar en obras el hielo es todavía demasiado grueso, de modo que se dejan ir a la deriva a lo largo de doscientos metros y tocan tierra río abajo. Tras caminar diez minutos por la orilla, donde el barro poco a poco está sustituyendo a la nieve, llegan al pie de uno de los pilares del puente.

—¡Esperad, que voy! —grita Dubois, mientras baja por el andamio de maderos—. Hola, chicos, me alegro de veros. Si habéis conseguido cruzar, significa que dentro de poco se reanudará la entrega de piedras. Ya va siendo hora, porque por este lado no hay nada, es imposible recibir nada. ¿Podréis ir hoy a ver al señor Farber y preguntarle cuándo cree que podrá volver a mandar suministros? ¿La cantera está funcionando? También nos faltan palos.

Sobre sus cabezas hay unos diez obreros que, en equilibrio sobre las estructuras metálicas o desde las plataformas provisionales de madera, fijan vigas y largueros de hierro. Después, dando fuertes golpes con la maza, meten remaches al rojo vivo en los agujeros previstos en las piezas metálicas y así quedan fijadas.

—Ya lo veis, hemos empezado a ensamblar las estructuras metálicas —dice Dubois—. Al menos, de eso sí tenemos. La fundición está en esta orilla, a cinco kilómetros.

En la orilla han construido una grúa de madera a la que llaman «Derrick». Cuatro caballos de tiro enganchados a un sistema de cuerdas y poleas levantan y suben por los aires las vigas de metal negro, que los obreros atrapan, guían hasta su sitio y luego fijan. En lo alto, sobre las plataformas, hay pequeños braseros de carbón vegetal que humean hacia el cielo azul.

—Jefe, ¿para qué tienen fuego ahí arriba? ¿Es para calentarse? —pregunta Manish.

—No, es porque las piezas de hierro se unen con unos remaches, los roblones, que tienen que caber en los agujeros que vienen ya hechos de la fundición. Hay que calentar los roblones al rojo vivo para que sean maleables y entren a golpes. Cuando se enfrían, la fijación es muy sólida. No hay nada mejor. Por lo que he leído en un periódico, el año que viene se va a usar esta misma técnica para construir una torre de hierro de trescientos metros en Francia, en el centro de París. Si queréis, podéis subir a verlo.

Charles Dubois los acompaña hasta el andamio y explica a los sorprendidos carpinteros que esos indios vestidos con pieles están autorizados a escalar por los palos para subir a lo alto de los pilares de piedra. En diez segundos, los mohawk han brincado por las vigas, escalado por las viguetas y se pasean por uno de los dos espolones de piedra tallada. Seis obreros, muy ocupados en fijar una viga de hierro perpendicularmente a otra, apenas los ven. Con un fuelle, un aprendiz aviva el fuego del carbón vegetal en la pequeña forja portátil. Rebuscando en las brasas, un hombre bajito y moreno, con la cara ennegrecida, atrapa con unas pinzas de mango largo un roblón, lo observa, le da vueltas, lo vuelve a poner en las brasas y coge otro que le parece que está más a punto. Con gesto preciso se lo lanza a un obrero que está a tres metros, de pie, en equilibrio en la intersección de dos vigas, que lo atrapa al vuelo con un cono metálico que lleva fijado en la mano derecha. Lo deja caer al fondo, lo recoge con una pinza y lo sitúa delante del agujero. De inmediato, un coloso con una melena rubia que le cae hasta los hombros, bigote de vikingo, manazas de gigante y brazos como piernas, voltea la maza de seis kilos y pega un golpe seco en la cabeza del roblón, que se hunde hasta la mitad. Tras otros tres mazazos ya solo sobresale la cabeza, que remata a continuación con un martillo que lleva colgado del cinturón. El rojo vivo de la cabeza del roblón empieza a pasar al naranja.

—¿Qué diablos hacen ahí ese par de salvajes? —pregunta en francés, con fuerte acento quebequés. Como nadie contesta y los adolescentes se quedan mirando al suelo, los echa con un gesto.

Manish y Robert bajan y se pasan la tarde en la orilla observando el ballet de los remachadores. En cuanto fijan dos vigas, los obreros las recorren como equilibristas, con paso seguro y rápido. A ellos les recuerda la forma en que sus padres, tíos y primos se mueven por los armazones de madera, en lo alto de las casas alargadas, cuando la tribu se junta para construir una nueva.

También les maravilla la destreza del que lanza y del que recibe los roblones. Es un poco como en los partidos de lacrosse, ese juego indio ancestral, y con frecuencia brutal, donde dos equipos se pasan y disputan una pelota atrapándola con un palo largo en cuyo extremo lleva fijada una red. Los dos adolescentes se cuentan entre los mejores jugadores de Kahnawake.

—Casi todos los que andan por ahí arriba son marineros venidos de la costa o de Europa: bretones, vascos, nórdicos —les cuenta Charles Dubois—. Están habituados a trabajar en las alturas, entre mástiles y cordajes. Aunque no todos. También tenemos varios montrealeses que se manejan muy bien. Bueno, yo ya he terminado por hoy. Llevad mi recado a la cantera y vamos a ver si este dichoso río se deshiela pronto. Tened cuidado al volver. ¡Adiós!

Los días siguientes, Manish y Robert, a veces con otros chicos de la tribu, pasan a la orilla izquierda en cuanto el San Lorenzo se lo permite para ver cómo avanzan las obras y cómo se mueven los carpinteros del hierro. Cuando el hielo se ha fundido, aunque no lo bastante para que las barcazas cargadas de piedras talladas puedan volver a cruzar, los contratan de peones para llevar carretillas, transportar herramientas o suministros y ayudar a desplazar las vigas metálicas con poleas.

—He estado hablando con uno de los remachadores —dice Manish una mañana—. Les pagan la hora a cincuenta centavos; es la mejor paga de la obra, sin contar a los capataces. Me dijo que un primo suyo se ha venido desde Chicago. Como no sabía nada de este trabajo, le ha enseñado cómo se hace y en pocos días ha conseguido apañarse.

Dos semanas después, los bloques de piedras talladas que se amontonaban en la orilla, del lado de Kahnawake, se pueden volver a cargar en las barcazas. El San Lorenzo sigue llevando bloques de hielo, pero se pueden sortear. Ello supone para los hombres de la reserva el regreso a la obra, el trayecto en barco entre la cantera y la orilla. Los espolones de piedra no tardarán en estar terminados en la orilla derecha. Las estructuras metálicas avanzan sobre las aguas.

Muchos, como Manish y Robert, se quedan embobados mirando a los remachadores. Los muchachos se lo han contado a los mejores carpinteros de la reserva, los constructores de las casas alargadas, incluso a los que no trabajan para la Dominion Bridge Company, y se han acercado en canoa para observar su ballet. Aplauden el lanzamiento de roblones, admiran la destreza de los obreros, su seguridad en las alturas, e intentan entender cómo funcionan los nuevos martillos neumáticos, que acaban de llegar para sustituir la maza a la hora de meter en su sitio los roblones al rojo entre un ruido ensordecedor.

Cuanto más avanzan sobre el agua, más ayuda necesitan los montadores de acero; con los aprendices ya no es suficiente. Hay que llevarles roblones, agua, cerveza y herramientas. El capataz no ha empezado ni siquiera a buscar cuando Manish, Robert y otros dos mohawk mayores que ellos se ofrecen voluntarios. La paga no es mejor que en las barcazas, pero así estarán en el puente. Al principio, los remachadores los acogen con frialdad. Esos indios, ¿hablan francés o inglés? ¿Se puede confiar en ellos?

Charles Dubois los avala:

—Si no dan la talla, os prometo que iré a buscar gente a Montreal. Dadles una oportunidad. Es muy práctico, porque viven justo enfrente y conocen el río y la zona como la palma de su mano.

Ofrece a los recién llegados unas botas de piel como las que llevan todos en la obra, reteniéndoles su coste de la primera paga.

—Jefe, si no le importa, nos quedamos con nuestros mocasines —dice Manish—. Estamos acostumbrados a ellos. Si no nos van bien, siempre estaremos a tiempo de cambiar.

La primera mañana deciden que los aprendices se quedarán en las plataformas de madera, arriba, para que se concentren en los braseros, que tendrán que alimentar y orear permanentemente. Queda a cargo de los indios llevar los roblones y las herramientas que puedan necesitar los carpinteros. En el suelo, Robert llena un cubo de veinte kilos de roblones. Sobre la estructura, Manish tira de la cuerda de una polea, recoge el cargamento y lo reparte en dos cubos. Con uno en cada mano para mantener el equilibrio, avanza por la viga con los pies mirando hacia fuera, bien apoyados en el metal. Camina con paso seguro y rápido, con la mirada al frente y la espalda muy recta. Es consciente de que todo el mundo le mira. En solo unos segundos llega a la plataforma, vierte los remaches en una caja de hierro y recoge dos botellas de agua que envía abajo, para rellenarlas. No resulta más difícil que cruzar ríos y arroyos sobre troncos de árboles en las Adirondacks cuando sale de caza, más bien al revés. Cuando se construye una casa alargada, los maderos de arriba, por los que hay que desplazarse todo el día, son más finos e irregulares que esas vigas de hierro.

Los cuatro indios parecen estar tan cómodos en las estructuras como los obreros más veteranos. Son rápidos, fiables, incansables, y nunca se les cae nada. Charles Dubois los mira sonriente.

—¿Has visto? Estos mohawk tienen la agilidad de una cabra montesa —le dice una tarde al capataz—. Me lo figuraba.

Las relaciones con los franceses y los ingleses van mejorando. Cambian cerveza montrealesa por panes de maíz. Una mañana, uno de los aprendices no se presenta, ya sea por enfermedad o porque se ha ido a correr otras aventuras. El jefe remachador le pide a Manish que coja el fuelle y vigile las brasas.

—Tienes que mantener este lado de aquí, el de la derecha, a fuego vivo, y tener preparado a la izquierda un poco de carbón para ir añadiéndolo. Es sencillo. No toques los roblones, de esos me ocupo yo.

Para el final de la semana, su paga casi se ha multiplicado por dos.

—Normal, muchacho —le dice el contable con mangas de lustrina en la cabaña construida con troncos de madera, al tiempo que empuja hacia él un montoncito de monedas—. Ya me ha dicho Dubois que ahora eres aprendiz remachador.

Cuando las vigas de metal empiezan a estar ensambladas en la orilla derecha, cerca de Kahnawake, unos diez adolescentes esperan cada tarde la marcha de los obreros para escalar por las estructuras y desafiarse. Quién cruzará antes, quién subirá más, quién saltará de una traviesa a otra sobre las aguas negras del río.

A algunos les entra vértigo antes incluso de dar el primer paso y se bajan a toda velocidad mientras los demás se mofan. Otros, aunque también tengan vértigo, no lo demuestran y, sin perder la sonrisa, encadenan retos. Unos pocos, los más temerarios, parecen ignorar el peligro y corren de un lado a otro como si anduvieran por tierra firme. A veces un guardia intenta echarlos a gritos, pero no se arriesga a perseguirlos.

Una mañana de mayo, una delegación de la Dominion atraca en la reserva. Los pilares de piedra están terminados. James Ruppert y Louis Jolicoeur han ido para pagar las últimas facturas de la cantera, dar las gracias a los propietarios y asegurarse de que todo vaya bien con los mohawk de Kahnawake. En la casa comunal, el consejo de ancianos está casi al completo. Envuelto en papel de estraza, Jolicoeur ha portado un dibujo del ingeniero con el corte del puente y todas sus medidas, de metro y medio de largo y enmarcado con madera de cerezo.

John Farber ha encargado a las mejores artesanas de la tribu que confeccionen un cinturón típico de perlas y conchas, un wampum, en el que han dibujado el perfil estilizado de la obra con las casas de Kahnawake a un lado y, al otro, los primeros edificios de Montreal.

—Nosotros, los iroqueses, señalamos desde siempre los grandes acontecimientos, los tratados, los acuerdos políticos y comerciales con otros pueblos confeccionando cinturones wampum —dice el gran jefe—. Reciba este por el nacimiento del gran puente de ferrocarril sobre el San Lorenzo, en el que participan nuestros hombres.

Les espera un festín, y la pipa de la paz pasa de mano en mano. Cuando los visitantes se disponen a marcharse, un hombre se acerca a John Farber y le dice algo al oído. Entonces se vuelve hacia el ingeniero y el director adjunto:

—Señores, tengo algo más que pedirles. Sé que algunos de nuestros jóvenes han empezado a trabajar en el puente al lado de sus hombres, fijando el hierro. En Kahnawake tenemos a los mejores carpinteros de la zona. Su fama es tan grande que, en ocasiones, otras naciones iroquesas nos piden ayuda para construir casas de estructuras complejas. A nuestros hombres les gustaría aprender su arte de ensamblar el hierro con clavos ardientes. ¿Podría formar a unos pocos? Si no dieran la talla o crearan problemas, acuda a mí. Pero respondo por ellos.

—Gran jefe, tengo que consultarlo con la dirección de la empresa —contesta Louis Jolicoeur—. Pero no veo motivo por el que no pueda hacerse. Estamos esperando unos equipos de montadores de acero que tienen que venir de Boston, pero no sabemos por qué no acaban de llegar. Vamos acumulando retrasos. Mientras vienen, voy a proponer que nuestros hombres enseñen el trabajo a diez de sus valientes. Primero como aprendices, a ver qué tal, luego como remachadores si son capaces. Si están a la altura, todos saldremos beneficiados.