17
Nueva York
Octubre de 2001

Los guardias nacionales que vigilan la entrada de la zona prohibida no sospechan nada: tres hombres vestidos con ropa de faena, uno empuja una carretilla con una botella de oxígeno, sopletes y una bolsa de deporte. Saludan y tienen los pases en regla. Son las tres de la madrugada en la esquina de Canal Street; es demasiado pronto o demasiado tarde para el relevo de los equipos, pero da igual.

—Vale, chicos, tened cuidado ahí abajo.

Dos manzanas más allá, en lugar de seguir recto hacia la entrada de la Zona Cero, los silenciosos hombres con cascos negros ajustan sus máscaras de gas y giran hacia Broadway. Se detienen en la esquina de la calle Cortlandt. El cercado que delimita la zona de búsqueda está a cincuenta metros. El más alto coge la palanqueta que va sujeta a la botella de gas, mira a todos lados y se acerca a una puerta recortada en la persiana de un garaje. Los otros dos se quedan vigilando en el cruce. El primero finge estar esperando. Un camión y un Jeep de los bomberos pasan con todas las luces encendidas. Las tres sombras bajan la cabeza, se vuelven hacia el muro. La nube de polvo se posa de nuevo. Todo va bien. La cerradura cede con un chasquido al tercer intento. Entran, cierran la puerta y la bloquean con una brida de plástico. Encienden la luz roja de sus linternas frontales. Están inmóviles. Ni un ruido. Levantan las máscaras, se las ponen en la nuca. Las cenizas y el cemento se han dispersado por todas partes, ahogan los sonidos. Hay huellas de pasos entre los coches. Llevan la botella rodando hasta una puerta que conduce a los sótanos. El más alto, que da las indicaciones por señas, enciende la luz blanca de la linterna y baja abriendo camino a los otros dos, que llevan la bombona al hombro. Son cuatro pisos. Saca del bolsillo una hoja de papel, la desdobla, ilumina un plano trazado a mano, señala con el dedo.

—Es allí, muro del fondo. Seguidme.

Con una cinta métrica toma medidas en el suelo. Tres metros a un lado, cinco al otro.

—Aquí.

Traza con tiza una cruz sobre la pared, se aparta para dejar que el más bajito dé un primer golpe con la maza.

—¡Espera! Espera a que haya más ruido. —El zumbido de una máquina hace temblar el techo—. ¡Ahora!

Con una docena de golpes abre un hueco en la pared.

—¡Para! No os mováis.

Luego, tras una indicación de cabeza, empiezan a desmontar la pared, ladrillo a ladrillo. Cuando el paso es lo bastante grande, el más alto apaga la linterna y cruza al otro lado, donde se lo traga la oscuridad. Vuelve al cabo de diez minutos y asoma la cabeza por el butrón.

—Me parece que es aquí. Ve pasándome los trastos, despacio.

Entran en un sótano lleno de escombros. Están debajo de la explanada del World Trade Center. El edificio que tienen sobre sus cabezas, que estaba al lado de las Torres Gemelas, se ha hundido en parte y el resto se ha quemado. Vuelven a encender la luz roja de las linternas y avanzan pegados a una pared.

—Si el plano de Pete está bien, tiene que estar detrás de estos escombros. Hay que encontrar la manera de pasar. Lo dejamos todo aquí y después volvemos por las herramientas.

Escalan un trozo de muro, trepan por una camioneta aplastada y van a parar a una habitación más pequeña. A la derecha, dos planchas de acero brillan en la oscuridad.

—¡Joder! ¡Ahí están las puertas!

Un ruido metálico resuena en el sótano.

—La luz —susurra el jefe.

Apagan las linternas, se agachan detrás de un Cadillac Seville intacto, cubierto por tres centímetros de cenizas, y esperan un rato sin moverse.

—¡Vamos!

Bajo la luz roja de las linternas aparecen los picaportes y la rueda de hierro de una cámara blindada cuya puerta es lo bastante amplia para que se puedan poner delante cuatro hombres mirando de frente. Encima se puede leer: ALLIED SAFE AND VAULT, FABRICANTE. SPOKANE – WASHINGTON STATE.

—Tim, tú estás pirado. ¿Quieres que abramos esto con un soplete? ¡Ni en sueños! Incluso con plasma necesitaríamos dos días para hacer un agujero. Hacer un agujero, no abrirla. Yo digo que nos larguemos, pero ya. Lo sabía, no tendríamos que haber venido, este golpe nos queda grande. No tenemos…

—No me jodas y cállate, que nadie te ha obligado a venir. Vete a buscar el oxígeno y nos pondremos con las bisagras. Si ceden, la puerta se abrirá.

Acercan la botella de gas a la puerta de metal. Los sopletes están encendidos, de la bolsa han sacado tanto las máscaras como los guantes de soldador. Cuando la llama se pone azul, la acercan al acero, que primero se ennegrece y a continuación se pone rojo, pero no cede. Insisten, juntan todas las llamas en el mismo punto. El círculo escarlata se agranda, pero la puerta sigue intacta.

—Ya te lo he dicho, no es como las antiguas, esta no tendrá más de veinte años. Es una aleación moderna. Con oxígeno es imposible, estamos perdiendo el tiempo. Hemos de largarnos y volver con plasma.

—Rich, cierra el pico. Nunca dije que sería fácil, ni que estuviera seguro de conseguirlo. Pero lo vamos a intentar. Piensa en lo que hay detrás. Una oportunidad así solo se presenta una vez en la vida. Ha sido una suerte que nos dieran el soplo. Quizá tendríamos que volver, pero a lo mejor no podemos. Mientras tanto, aquí estamos, así que vamos a seguir. Ajusta la llama lo más caliente que puedas y apunta donde lo hago yo; sin mover el soplete, concentra el fuego.

El círculo rojo ya no crece, sino que se pone granate, pero la puerta resiste.

—Parad dos segundos.

Tim apaga el soplete, saca de la bolsa un cincel y una maza. Coloca el cincel en el centro del metal enrojecido y golpea con todas sus fuerzas. Apenas hace un arañazo.

—Hay que joderse, ¿de qué coño está hecha esta aleación?

Golpea otras diez veces y la bisagra al rojo vivo empieza a enfriarse, indestructible.

—¿Y con una radial con disco de diamante?

—Puede, aunque no estoy seguro de que fuéramos a conseguirlo. ¿Y dónde coño la íbamos a enchufar? ¡Tampoco vamos a bajar con un generador!

De repente, un golpe sordo, metal contra metal, resuena en el sótano. Otro más.

—¡Una luz! Escondedlo todo. Cierra el oxígeno.

Una puerta de doble batiente se abre en el otro extremo del sótano. Linternas potentes barren la oscuridad. Los tres hombres, agachados, oyen unas voces. El jefe susurra:

—Rich, tú llevas la bolsa. Tom y yo, la bombona. Si nos quedamos, estamos perdidos. Nos piramos, no hay que olvidarse nada.

Las luces giran a la derecha y se alejan. De puntillas, vuelven a salir por el agujero del muro al aparcamiento vecino, esconden la botella y los sopletes debajo de una camioneta de reparto. Suben los escalones de dos en dos, cortan la brida, abren la puerta del garaje. La calle Cortlandt está desierta. Nadie los ve salir, cierran la puerta encajando la cerradura, se ponen las máscaras y se alejan caminando tranquilamente.


Es la segunda vez que Douglas O’Keefe, teniente de la comisaría de Park Slope, en Brooklyn, entra en el sótano. La víspera había recibido orden de acompañar a un destacamento de bomberos, policías y montadores de acero para comprobar la estabilidad de una rampa, construida para acceder a los sótanos del edificio 4 del World Trade Center. No acababa de entender la urgencia de la operación, ni la consigna que les habían dado de mantener el secreto, hasta que se ha unido a ellos un grupo de expolicías, miembros de la empresa de detectives Kroll.

—¿Ven esas puertas de acero al fondo? —les dice uno de ellos—. Detrás hay doscientos cincuenta millones de dólares en lingotes de oro y plata. Ochocientas sesenta toneladas amontonadas en palets. Es la reserva de cambio del banco Nova Scotia, de Toronto. Cuanto antes la saquemos de aquí y la llevemos a un lugar seguro, mejor. Los rumores de que hay un tesoro debajo de los escombros son cada vez más insistentes.

—¿Así que era cierto?

Un bombero enfoca con la linterna el lado derecho de las puertas metálicas.

—¡Eh, venid a ver esto!

O’Keefe ilumina las quemaduras del soplete, recorre con el haz de luz toda la puerta, pone las manos en la pared.

—Demonios, está caliente. Se acaban de marchar. Los hemos interrumpido. Mirad las marcas del cincel, ahí. —Agarra su Motorola—. Central, central, aquí O’Keefe, segundo sector WTC 4…

La radio chisporrotea, pero no hay respuesta.

—Estamos muy abajo, no hay cobertura. Jones, Marti y Rourke, quedaos aquí. Sacad las armas. Voy a avisar al cuartel general, volveré con la Guardia Nacional. —Se vuelve hacia los carpinteros del hierro—. Vosotros, por favor, cortad esas viguetas, limpiad el acceso. Queremos acercar todo lo posible los camiones. Y ni una palabra a nadie.

Media hora después regresa con seis soldados con cascos reforzados y chaleco antibalas, que se despliegan en abanico delante de las puertas metálicas y acoplan los cargadores a los M-16. Tiran un cable hasta un generador en la superficie y encienden dos proyectores en batería.

—Teniente, venga a ver.

Un policía dirige la linterna al agujero de la pared: en el suelo hay huellas de botas.

—Han pasado por aquí al sótano del edificio contiguo. Id con cuidado, no pueden estar lejos. Marti, ve a buscar a la Guardia Nacional. Te esperamos. Mientras, vamos a ver hasta dónde nos llevan.

Siguiendo las huellas, encuentran los sopletes debajo de la camioneta.

—Es un equipo profesional. Las boquillas están calientes, hace menos de una hora que se han ido. Si he entendido bien lo que dijo el jefe de seguridad de Nova Scotia, con este equipo, en la vida hubieran podido abrir la caja fuerte. Han salido por estas escaleras.

Suben hasta la planta baja y encuentran la puerta descerrajada.

—Central, aquí O’Keefe. ¿Pueden enviar una patrulla a Cortlandt? Estoy en el número 8, les espero aquí.

Cuando llegan, el oficial les pide que hagan una ronda por el barrio buscando a dos o tres hombres, sin duda ironworkers o vestidos con ropa de faena.

—Jefe, ¿está de broma? Esto está cerrado al público. Quitando nuestros uniformes y los de los bomberos, por aquí todo el mundo va con ropa de faena. ¿Es la mejor descripción que puede darnos?

—Sí, tiene razón, olvídelo. Quédense aquí y vigilen esta puerta hasta que mandemos a alguien a repararla. Una o dos horas como máximo. —Ve que en la identificación del NYPD pone «Sánchez»—. Muchas gracias, Sánchez. No puedo decirle más, pero son de gran ayuda.

De madrugada, antes de irse a dormir, O’Keefe se pasa por el cuartel general de la policía, instalado en una tienda gigante a orillas del Hudson, para informar a su capitán de la misión nocturna.

—Bueno, por lo que sé, la evacuación de los lingotes estaba prevista para la semana que viene pero, con lo que me dices, sin duda lo adelantarán. Gracias, O’Keefe. Lo comentaré ahora mismo en la reunión con el comisario. Aunque si aquí dentro hay tantas toneladas de oro y plata, nos va a costar un poco más que aquello del camión blindado.

—¿Es verdad la historia esa del camión blindado, capitán? Creí que solo era un rumor.

—No, no. Catorce millones en billetes, en un coche blindado de la Brinks. No planteaba problemas, el camión estaba intacto y se había quedado atrapado en un sótano. Lo evacuamos hace dos semanas, en cuanto pudimos encontrar un itinerario de salida. Con esto de los lingotes llevan trabajando desde primeros de mes para construir una rampa de acceso discreta que desemboque en un antiguo túnel ferroviario. Creo que casi han terminado, supongo que ahora lo acelerarán. Se encargan los detectives de Kroll. Tengo allí a un primo, expolicía. Voy a hablar con ellos. Buenas noches, O’Keefe. Hasta mañana.

Al día siguiente sustituyen a los guardias nacionales apostados junto a la cámara blindada por cámaras de vigilancia conectadas a los locales de Kroll, en Manhattan, donde las controlan las veinticuatro horas del día. Cada hora pasa una patrulla armada. Una mañana de finales de octubre, miembros de la dirección de Nova Scotia y un técnico introducen las largas llaves de titanio en la cerradura doble, giran la rueda y abren las puertas blindadas. En el interior relucen miles de lingotes de oro y planta alineados sobre palets. Todo está limpio, el polvo no ha entrado. La última firma en la hoja de control de la pared tiene fecha del 10 de septiembre.

El primer camión blindado con el logotipo de la Brinks entra marcha atrás y aparca a unos metros de la puerta. Vigilados por guardias privados, armados con rifles semiautomáticos, unos treinta bomberos y policías forman una cadena para cargar uno a uno los treinta mil lingotes en los vehículos.

En la mañana del segundo día de la operación, Douglas O’Keefe se pone al mando del contingente del NYPD. Los tres camiones ya han hecho unos cincuenta viajes, saliendo discretamente del túnel de la calle Church para enfilar hacia Brooklyn. Harán falta otros tantos viajes para terminar de vaciar la cámara blindada. Entra en la sala e intenta levantar con una mano uno de los lingotes de plata. Pesa demasiado, más de treinta kilos. Lo levanta con las dos manos ante la mirada inquieta de un guardia de la Brinks; lo vuelve a dejar en su sitio. Se dirige a uno de sus hombres:

—Hay una cosa que no soy capaz de entender: si hubieran reventado la puerta, ¿cómo pensaban transportar el botín? ¿A hombros? ¿Habían contratado a Superman?