15
Quebec
Octubre de 1907

En esta ocasión, el cadáver lo han visto unos adolescentes que habían ido a abrevar un rebaño en la orilla del San Lorenzo, cinco kilómetros río abajo de los restos del puente. Terriblemente desfigurado por los días pasados en el agua, apresado entre las raíces de un sauce, apenas visible desde la orilla. Más de un mes después de la catástrofe, el río sigue arrastrando cuerpos difíciles de identificar. Todos saben que las familias han ofrecido una recompensa, y que el indio que se ha instalado en la posada Bouchard de Saint-Romuald paga tres dólares si le avisan a él antes que a las autoridades. Un niño con gorra de franela entra en el comedor, pregunta por el mohawk que busca muertos y le señalan a Manish Rochelle. Está sentado cerca de la chimenea, que acaban de encender en esa tarde otoñal, con la espalda apoyada en una pared y la vista fija en el fondo de una pinta de cerveza.

—Perdone, ¿es usted el que busca a los ahogados del puente?

—Sí, soy yo. ¿Has visto alguno?

—Sí, creo que sí. Mis hermanos y yo hemos visto uno hace un rato, cerca del camino del molino. Un campesino y sus hijos lo han sacado del agua. La policía aún no ha llegado. Si quiere, le llevo.

—Vamos, rápido.

Con el dinero que tiene ahorrado de su paga, Manish ha alquilado un carro tirado por un viejo caballo gris. Los campesinos de las riberas del San Lorenzo ya se han acostumbrado a verlo recorrer caminos y arenales.

—¿Por qué busca a los muertos del puente? ¿Ha perdido a algún pariente?

—A varios. Muchos. Mohawk, miembros de mi tribu. Tengo que encontrarlos y llevarlos a casa, más abajo en el río, cerca de Montreal, para enterrarlos en nuestra tierra.

—¿Usted también trabajaba en el puente?

—Sí. Montaba las vigas de hierro.

—¿Y sobrevivió al accidente?

—Yo no estaba en el puente cuando se derrumbó.

—Caray, pues sí que ha tenido suerte…

En media hora llegan al molino. En un extremo del terreno, cerca del agua, hay un grupo de gente. Dos agentes de la policía montada están aún a lomos de sus grandes caballos.

El cadáver está tumbado de espaldas. Hinchado, irreconocible, con la cara devorada por las ratas y los peces. Manish pone las monedas en la mano del niño.

—Márchate, no mires. Gracias.

El granjero rebusca con una mueca de asco entre la ropa empapada. En un bolsillo encuentra un trozo de papel doblado, que tiende a uno de los policías.

—Es ilegible, se ha borrado. ¿No hay nada más?

—Unas monedas, estadounidenses y canadienses, y una navaja. Nada más, agente.

Manish ata el caballo a un arbusto y se acerca. Las cabezas se vuelven, algunos le reconocen. Mira los zapatos, la ropa, el cinturón, el largo del pelo. Casi rubio, un diente de oro: no es un mohawk. Da dos pasos atrás mientras envuelven el cuerpo en una manta.

—Disculpe —le dice uno de los policías—. ¿Tendría a bien ayudarnos con su carro para transportarle a La Chaudière? Vamos a llevarle a la iglesia mientras avisamos a las familias. Pero, con lo que queda de él, no va a ser fácil reconocer a este pobre hombre. Es usted indio, ¿no?

—Sí, mohawk de Kahnawake.

—Ah, ese es el pueblo cerca de Montreal que ha perdido a un montón de hombres, ¿verdad?

—Sí. Más de treinta. Cuatro hermanos de golpe.

—Dios mío… ¿Por eso está usted aquí?

—Tengo que encontrarlos y llevarlos a casa. Pero me temo que el San Lorenzo se va a quedar con muchos. Hace diez días encontré a uno, un primo, y desde entonces, nada. Este no es de los nuestros. Súbalo al carro, por supuesto.

—¿Cómo sabe que no es de los suyos?

—Por el pelo. No hay ningún mohawk rubio… Bueno, hubo dos, pero fue hace mucho. Es una larga historia.

Cargan el cadáver envuelto en la manta en el carro, y el campesino y uno de sus hijos se sientan en los montantes. Al paso, seguidos de una procesión de vecinos y curiosos, recorren los tres kilómetros hasta la iglesia de madera pintada. El rumor los ha precedido. Los esperan mujeres llorosas y hombres de rostro grave, con el sombrero en la mano. El sheriff, con los brazos cruzados sobre su prominente barriga, pide a todo el mundo que se aparte. Llevan el cuerpo a la nave y lo depositan en unas tablas puestas en el suelo. Un monaguillo enciende dos cirios y los deja cerca de la cabeza. Apartan la manta.

—¡Uf, en la cara no quedan más que los huesos! —exclama el oficial—. ¿Cómo vamos a saber quién es? No podemos someter a las viudas y a los familiares a este horror. ¿No llevaba nada? ¿Un cinturón especial? ¿Tatuajes, cicatrices?

—Nada que le pueda identificar. Aún no hemos mirado si lleva tatuajes. Parece que tiene las piernas rotas, ¿no?

Manish sale de la iglesia, vuelve a subirse al carro. Se cruza con un carpintero y su aprendiz, que cargan un ataúd. El último mohawk lo encontró en la orilla oeste, a la salida de los rápidos, días atrás. Estaba en mejor estado, y por los mocasines de piel enseguida supo que era indio. Era uno de los pocos a los que no conocía demasiado, pero no le resultó difícil reconocerle porque tenía la cara casi intacta. Manish habló con Angus, su padre, y le pidió que se lo dijera al consejo, quien a su vez avisó a la familia. El sheriff, aliviado de que alguien se encargara de comprar el ataúd y pagar los gastos del transporte, le entregó el cadáver. De lo contrario habría terminado en una tumba anónima o en la fosa común, según les conviniera más a los sepultureros. Enviarlo en tren hasta Montreal casi agotó los ahorros de Manish, pero luego recibió en la posada una carta de su padre donde le decía que había hablado con John Farber. Este le estaba agradecido e iba a enviarle dinero para reembolsar esos gastos y asumir los siguientes, en caso de que los hubiera. No iba a decir nada a las familias; anotaría ese dinero discretamente en otro presupuesto.

A él tus explicaciones sí parecen haberle convencido. Te cree cuando dices que hiciste todo lo que pudiste para que te siguieran y abandonaran el puente, pero con las familias de las víctimas no es tan fácil. Quieren venganza, buscan un culpable. El ingeniero neoyorquino que se equivocó en sus cálculos está fuera de su alcance, así que quedas tú. Casi todos piensan que un destierro de cinco años es un castigo demasiado suave por haber traicionado a los suyos y ser responsable de su muerte. Uno casi me pega delante de la casa comunal. Aquí no puedo contar lo que estás haciendo para recuperar los cuerpos en Quebec. No lo aceptarían. Creen que es la administración de la obra la que se está ocupando de ello.

Manish da un golpecito con el látigo en la grupa del caballo. Sale del pueblo y vuelve a la orilla del río, que recorre una hora entera tan cerca del agua como le es posible. Cuando se cruza con alguien o ve campesinos labrando el campo, les pide que den aviso en la posada Bouchard si descubren un cuerpo, y promete recompensa.


Cuando volvió a Quebec, Manish se instaló en la pensión de los Doucette, donde había dejado sus cosas. El segundo día, después del desayuno, el patrón se sentó frente a él.

—Mike, tengo que hablar contigo. Sé por lo que estás pasando, y también por qué has vuelto. Buscas los cuerpos de los tuyos, y es una tarea dura y noble. Pero no puedes quedarte aquí. Tus compañeros han muerto, ya no queda ningún mohawk en Saint-Romuald. En realidad, ya casi no hay obreros, y los jefes también se están yendo. Nadie sabe si ese puente se reconstruirá algún día, si las obras volverán a arrancar y, de todos modos, si así fuera, no va a ser ahora, con el invierno en puertas. Dentro de poco vamos a cerrar, eso es seguro, porque pierdo dinero. Así que, por favor… Me han dicho que Bouchard no cierra.

—Ahora que no tiene trabajo y encima anda haciendo de enterrador, está claro que no va a dejar que el maldito indio viva bajo el mismo techo que su hija…

—Yo no he dicho «maldito indio» en ningún momento; ni siquiera lo he pensado. Pero tienes que entender que…

—Bueno, bueno, ya lo he entendido. Me iré esta tarde a la pensión de Bouchard.

Cuando Manish habló con Martine Doucette pensaron que, con la posada casi vacía, les iba a resultar más difícil verse. «En cambio, si te vas a otro sitio, que no esté lejos, podré ir a verte cuando no esté trabajando. ¡No van a andar siguiéndome!», le había dicho Martine.

En realidad, Manish ya tenía decidido irse a la otra posada. El establecimiento de Auguste y Adèle Bouchard, que vivían con sus dos hijos, estaba a menos de un kilómetro río arriba. Era un edificio grande construido con troncos, de dos pisos, y sobre el que ondeaba la bandera canadiense. Se había levantado en previsión de la llegada de trabajadores cuando empezaron las excavaciones para el futuro puente. La víspera del derrumbe estaba al completo, pero cuando el joven mohawk abrió la puerta estaba prácticamente desierto. Ya hacía tiempo que se habían abandonado las labores de salvamento, los servicios administrativos de la obra habían regresado a Estados Unidos y los obreros se habían vuelto a casa.

—Hola, ¿qué precio tiene la pensión completa?

Adèle Bouchard, una mujer menuda y rechoncha, con la cara redonda enmarcada en tirabuzones morenos, levantó la vista del libro de cuentas que tenía delante y dejó los anteojos en el mostrador. Observó a ese joven esbelto de piel cobriza, mocasines bordados con perlas, sus petates y los palos de juego que había dejado tras él, en el porche.

—Si viene por el puente, joven, llega algo tarde, ¿no cree? Ocho de nuestros huéspedes cayeron y murieron con él. Ha visto lo que queda de la obra, ¿verdad?

—Lo sé de sobra, trabajaba allí. No estaba arriba cuando se cayó. Pero tengo que terminar una cosa y me voy a quedar un tiempo, creo que hasta que empiece a nevar.

La mujer sonrió.

—En ese caso, es una buena noticia. Podrá incluso escoger habitación, porque solo tenemos tres huéspedes. El precio es medio dólar al día con tres comidas, con la primera semana pagada por adelantado.

Manish se sacó del bolsillo un saquito de ante, volcó su contenido en la mano y dejó cuatro dólares en el mostrador.


Ahora solo le quedan dos dólares. Si John Farber no cumple su promesa de reembolsarle los gastos, dentro de poco tendrá que abandonar la búsqueda. Y pensar adónde ir…

Los días siguientes, Manish deja el caballo en el establo y, por enésima vez, recorre a pie la orilla en el lugar de la catástrofe. Las copas de los árboles, con sus hojas de color rojo, amarillo y naranja llameante, anuncian el invierno. El aire es fresco, no tardarán en caer los primeros copos. Los curiosos ya se han cansado de acudir, el montón de vigas retorcidas ha dejado de ser motivo para salir de paseo. A primera hora de la mañana solo él está cerca del amasijo de hierro. La Phoenix Bridge Company paga a unas veinte personas, entre ellas dos ingenieros, para vigilar los escombros, cuyo futuro se desconoce. Los chatarreros de los alrededores que se acercaron para intentar llevarse los trozos que se podían mover tuvieron que irse, amenazados por unos disparos al aire. Ahí, bajo el agua, tiene que haber docenas de cuerpos, muy cerca, en la trampa de acero. Solo han sacado a los que se veían desde la superficie, en barca. Los demás, en las profundidades, van a desaparecer lentamente. Puede que un día se encuentren huesos, si es que se llega a tomar la decisión, como se espera, de que en el futuro se construya otro puente. Parece que los pilares de piedra tallada no están afectados, así que seguramente servirán, piensa Manish, apoyando la mano en uno de ellos, con los pies en el fango. Quebec sigue necesitando cruzar el río, una carretera y una vía de tren en ese lugar. Con el frenesí que hay por construir en ese principio de siglo, no tardarán en olvidar a los muertos. Saluda desde lejos a los guardias que están en lo alto de los terraplenes del río, que reconocen su silueta, y recorre varios kilómetros de orilla. Charla con unos jóvenes pescadores que no han visto nada. Están al tanto de las recompensas, pero prefieren no pensar demasiado en los cadáveres que reposan bajo el agua. Cuando regresa a la pensión, poco antes del mediodía, se encuentra con Auguste Bouchard, en camiseta, que está cortando leña en el patio sobre un tocón de arce del diámetro de una rueda de carreta.

—Mike, el cartero ha mandado a un chico con un recado: ha recibido dinero de Montreal para ti. Puedes pasar a buscarlo ahora. Los indios, ¿tenéis una forma de demostrar vuestra identidad?

—Sí, tengo lo necesario. Gracias, señor Bouchard.

Se instala en su mesa habitual, saca el puñal de su estuche de piel y lo pone encima de la mesa. A esa hora es el único cliente del comedor. La dueña acaba de dejarle una bandeja con un cuenco de sopa, un trozo de pan y una jarra de agua cuando la puerta se abre de golpe.

—¡Por todos los demonios, era cierto! ¡Ese maldito indio sigue vivo y se ha atrevido a volver! ¡Te vas a enterar de lo que significa no atender a lo que dice un hombre blanco! Esta vez no me vas a pillar desprevenido.

Neil Drummond, el revólver en el cinto, una porra de madera en la mano, avanza dos pasos. Manish pensó que estaría entre las víctimas, pero el inglés, que el 29 de agosto se encontraba en el almacén, sobrevivió. Camina rojo de ira, con los ojos desorbitados, oliendo a alcohol. Se pasa la porra a la mano izquierda, apoya la derecha en la empuñadura de su revólver.

Manish se levanta de un salto, abre la boca con intención de pedirle que se calme, de decirle que, tras lo ocurrido, una pelea como esa es ridícula, pero se da cuenta de que va a ser inútil. En el momento en que el Colt sale de la funda, antes de que le dé tiempo de levantar el brazo y apuntar, el indio vuelca la mesa y la empuja hacia delante. Drummond, cogido por sorpresa, dispara. El tiro va al suelo. Cuando se dispone a apretar nuevamente el gatillo, Manish le da una patada en la mano y le desarma. Pero el inglés, con la mano izquierda, le atiza con todas sus fuerzas. Manish, que ha recibido el golpe en plena cara, cae. Drummond se abalanza sobre él. Le golpea otra vez el rostro y luego, agarrando la porra por los extremos, se la pone en el cuello y se dispone a estrangularle con todo el peso de su cuerpo. Manish intenta quitárselo de encima, atraparlo con las piernas, pero no puede. Drummond pesa demasiado y tiene mucha fuerza. El indio se ahoga, se pone rojo y un velo negro empieza a oscurecerlo todo. Las fuerzas le abandonan. Si no hace nada, en pocos segundos estará muerto. Estira el brazo derecho todo lo que puede, tantea el suelo por reflejo y toca algo con los dedos. Es su cuchillo de caza, que se ha caído de la mesa cuando la ha volcado. Lo atrapa entre los dedos, lo empuña y, con las fuerzas que le quedan, se lo clava en la espalda a su oponente. La hoja pasa entre los omóplatos, entre las costillas, y atraviesa el corazón. Drummond, fulminado, se incorpora sin emitir sonido alguno, suelta la porra y se desploma sobre el indio.

Con un gemido, Manish se llena los pulmones de aire, tose, escupe. Se queda inmóvil, con las piernas temblorosas y el rostro de color escarlata, incapaz de apartar el cuerpo que le aplasta. El posadero, alertado por la detonación, acude a toda prisa y agarra a Drummond por los hombros, y lo echa a un lado sin tocar el puñal. Manish se aleja reptando hacia atrás y vuelve a respirar. Adèle Bouchard se coloca tras él, le coge por los brazos y le ayuda a sentarse con la espalda apoyada en la pared. El hijo mayor baja las escaleras de madera apuntando al comedor con un fusil de caza.

—Mike, ¿está herido? Mike, conteste, ¿puede hablar? —pregunta la señora Bouchard.

Manish intenta decir algo, pero no le sale. Con la cabeza y los ojos le indica que está ileso, que necesita recobrar el aliento.

—¡Maldita sea! —Auguste Bouchard se indigna—. ¡Esto es lo que nos faltaba! ¡Un blanco asesinado por un mohawk en la pensión! Este indio irá directo a la horca.

—¡No! —grita su mujer—. ¡Yo lo he visto! El otro le ha atacado sin motivo. Mike estaba sentado a la mesa y yo le iba a traer la comida cuando este animal ha entrado y se le ha echado encima. Ha sacado la pistola y él no ha tenido tiempo ni de abrir la boca. Si Mike no se hubiera defendido, el muerto sería él. Yo lo he visto todo, se lo diré a la policía. Él se estaba defendiendo.

—La policía verá que un indio ha matado a un blanco de una puñalada en la espalda, no te pienses que va a ver nada más.

—Tiene razón —murmura Manish masajeándose el cuello. Tiene el ojo izquierdo medio cerrado, y se está hinchando muy deprisa—. No se van a molestar en entenderlo. Ese es mi cuchillo, y yo soy mohawk. Si me quedo, me detendrán.

Intenta levantarse apoyándose en la pared, pero se cae y se queda sentado en el suelo. El hijo de los Bouchard apoya el fusil en una mesa, se acerca y le ayuda a ponerse de pie.

Auguste Bouchard recoge el Colt Peacemaker que ha dejado en una mesa al otro lado del comedor, lo agarra por el cañón y se lo tiende a Manish.

—Creo a mi mujer, ha sido en legítima defensa. Pero eres indio y no te darán la oportunidad de demostrarlo. Vamos a hacer lo siguiente: te ha agredido, tú te has defendido y os habéis peleado. En la pelea, le has dado una puñalada. Eso diremos nosotros. Después has cogido su arma, nos has amenazado y no hemos podido hacer nada. Márchate ahora mismo, mohawk. Escóndete en el bosque. A unos dos kilómetros, siguiendo el sendero del Jabalí hacia el norte, hay una piedra plana muy grande. Quédate allí hasta la noche. Enviaré a uno de mis hijos con tu petate. Luego, desaparece. Vuelve a tu reserva o vete más lejos, al Oeste. No vuelvas nunca a Quebec. Con algo de suerte, saldrás adelante.

Manish coge el Colt y se lo pone en el cinturón.

—Gracias —dice y, acercándose al mayor de los hijos, añade—: Por favor, ¿puedes ir a la posada de los Doucette y preguntar por Martine? Dile lo que ha pasado. Dile que lo siento.

Da dos pasos hacia el cuerpo de Drummond, aferra su puñal y lo saca con un golpe seco. Igual que en la caza, limpia la hoja sobre el muerto y luego lo guarda en el estuche. Sus antepasados habrían cortado la cabellera al enemigo. Piensa en su abuelo y en las historias terribles que le contaba cuando era pequeño.

—No pierdas tiempo —le dice el posadero—. El disparo va a atraer a la gente. Yo recogeré tus cosas. Márchate.

Su mujer le tiende un trapo húmedo para que se limpie la sangre de la nariz. Manish se lo devuelve, le da nuevamente las gracias y se marcha con paso lento, abrazándose las costillas.

En el patio no hay nadie. Se dirige a la puerta de atrás, que da al bosque. En pocos pasos está bajo los árboles y encuentra el sendero. El aire fresco le sienta bien, recobra fuerzas. Aprieta el paso y, al poco, empieza a correr sobre las hojas secas. Sabe cuál es la piedra plana, porque es uno de los sitios adonde va con Martine de paseo. Se desvía a la derecha, por un arroyo, por si salen a buscarle con perros. Se mete en el agua hasta la rodilla y camina corriente arriba unos trescientos metros. Igual que cuando pescaba truchas de niño en los bosques de Kahnawake. Cuando se encuentra con un roble cuyas ramas se extienden sobre el agua, salta, se agarra a las hojas, trepa un poco y va saltando de un árbol a otro antes de volver a bajar. No encontrarán huellas del lugar por donde ha salido del agua. Corta una rama de fresno y camina marcha atrás unos treinta metros, borrando sus huellas, y luego vuelve a echar a correr. Salta de piedra en piedra y se agarra a las ramas para dejar el menor número posible de pisadas en el suelo. Tras dar un amplio rodeo, a la luz del atardecer adivina la forma de la piedra plana. Busca un montículo algo más arriba, excava en la tierra la forma de un cuerpo, junta ramas secas, se tumba en el hueco y se cubre hasta hacerse invisible. De espaldas, con las manos bajo la cabeza, respirando el olor a hojas muertas y hongos, baja el ritmo de su respiración y se duerme.

Le despierta un ruido de pasos. Aguza el oído. Son dos personas, una más ligera que otra. Se acercan. Saca el Colt del cinturón, quita el seguro, se pone de lado y levanta tres centímetros su manta vegetal. A la luz de un farol, ve bailar los bajos de una falda. Martine. La silueta se detiene a los pies de la piedra y llama en voz baja:

—¡Manish! ¡Manish, soy yo! ¿Estás ahí?

Tras ella reconoce en la sombra a uno de los chicos Bouchard, con un petate en la mano. Espera un poco para asegurarse de que están solos y se levanta entre un suave crujido de hojas. En pocos pasos está a su lado y ella se echa a sus brazos.

—¡Manish, Dios mío, qué horror! La policía está en el pueblo, preguntan a todo el mundo si te han visto. Han interrogado incluso a mis padres.

—¿Os han seguido?

—No, hemos estado esperando mucho rato. Éric conoce un paso secreto que va directamente desde la pensión hasta el bosque. Manish, ¡tienes que huir ahora, rápido! No te quedes aquí o te matarán. —Martine se interrumpe, se echa a llorar, pasa las manos por la nuca de Manish y le besa—. ¡Me marcho contigo! ¡No me dejes sola, por favor, llévame contigo! Estoy lista para irme contigo.

—Amor, eso no puede ser. He estado pensando. Voy a bajar el río, remaré de noche y me esconderé de día. Un indio en una canoa no llamará la atención, pero un indio con una mujer blanca, ¡no podré avanzar ni diez kilómetros!

Martine solloza, le abraza con todas sus fuerzas.

—¡No puedes hacerme eso, abandonarme! Te he esperado todo el invierno, ¡quiero ser tu esposa!

—Escucha. Me voy a Montreal. Desde allí, iré al Oeste, al otro lado del país, al Pacífico. En cuanto me asiente en algún lugar te escribiré y tú, si aún quieres, vendrás conmigo. Dentro de unos meses, tal vez un año. En las nuevas provincias, en la frontera, no nos harán preguntas; nadie me buscará. Hay trabajo, cientos de puentes por construir. Sé que necesitan buenos obreros, lo dijeron en la obra. Cuando se tiene experiencia, los sueldos son incluso mejores que los de aquí. La reputación de los carpinteros del hierro mohawk puede haber llegado hasta allí.

Ella suspira, se pone de puntillas para frotar la nariz contra el cuello de su amado, para respirar su olor. Los sollozos se calman.

—De acuerdo, está bien. Hay que irse lejos. Esperaré, esperaré tu carta, estaré preparada. Prométeme que me escribirás, que no vas a olvidarme.

—Mi cielo, te lo prometo. En cuanto encuentre un lugar para los dos. Ahora el tren llega hasta el océano. Iré a buscarte a la estación, te lo juro.

La besa, toma en sus manos sus rizos rubios y se aparta un poco de ella.

—Esto es lo que voy a hacer ahora: sé dónde encontrar una canoa, algo más abajo en el río. Me voy a marchar enseguida, para llegar antes de que amanezca. Pero necesito dinero, no me queda nada. Tu padre me dijo que me había llegado un dinero por correo postal desde Montreal. Es de la tribu, que me devuelve lo que he gastado para enviar los féretros a Kahnawake. Necesito que vayas a buscarlo y me lo lleves al lugar donde estaré mañana. Si me voy con los bolsillos vacíos no llegaré muy lejos.

—Sí, sí. Claro. Conozco al cartero, es un primo de mi madre. No pondrá pegas. Si voy a primera hora, puede que ni siquiera esté al tanto de todo esto.

Manish se saca del bolsillo del pantalón una cartera de piel basta, de la que extrae una hoja de papel amarillento doblada en cuatro.

—Es mi certificado de nacimiento, establecido en Montreal. Seguro que te va a pedir algún tipo de documento identificativo.

—No te preocupes. Le conozco desde pequeña. Le sonreiré, y no preguntará nada. Creo que abre a las ocho. Después, dame una hora o dos para reunirme contigo.

—No tengas prisa. No me marcharé hasta la tarde, para remar solo de noche. Si puedes salir a última hora de la mañana, me vale. Tienes tiempo de sobra.

Se vuelve hacia Éric Bouchard, que ha dejado a sus pies el petate en el que su madre ha metido, doblada, la ropa que había en la habitación de Manish.

—Gracias. Dáselas también a tus padres. Nunca olvidaré lo que han hecho. Me gustaría pedirte algo más, lo último: ¿te importa acompañar a Martine mañana por la tarde? Mi carro está en el establo de Lavoie. Podéis cogerlo y luego se lo devolvéis; está pagado hasta fin de mes.

Coge las manos de Martine y le dice:

—Tengo que irme. Es mejor que me pase la noche andando, para que nadie me vea. Os espero mañana por la tarde en la ensenada de los faros. La encontraréis fácilmente, preguntad por el camino de la cornisa, está unos dos kilómetros río abajo desde el puente. He ido allí a menudo a buscar ahogados. En ese punto la corriente es fuerte, y en la ensenada hay pontones con barcos y canoas. Estaré en la más cercana a los árboles. Os veré llegar, y esperaré un poco para asegurarme de que no os hayan seguido.

Se acerca a Éric Bouchard y le enseña el Colt que lleva en el cinturón.

—Cuando Martine haya recogido el dinero, ¿crees que podrás comprar una caja de balas? Es un 45. Las venden en el colmado. A ti no te harán preguntas. Preferiría un fusil, pero no tengo dinero para comprarme uno. Gracias otra vez.

Manish y Martine se abrazan, se besan, se separan. Ella le coge por los hombros.

—Eres el amor de mi vida. Esperaré tu carta. Estaré preparada. Siempre he querido ir al Oeste, no quería quedarme aquí. Cuídate mucho y busca un buen sitio donde podamos vivir.

Manish se saca por la cabeza un cordón de cuero.

—Mira: es mi escarabajo de piedra. Me lo trajo mi tío de su expedición a Egipto, lo compró en el gran bazar de El Cairo, cerca de las pirámides. Me lo dio cuando empecé a trabajar en el puente de Kahnawake. Me dijo que me protegería. —Lo pasa por el cabello dorado de Martine—. Quédatelo hasta que nos volvamos a ver. Cuidará de ti.

La besa en el cuello, los labios, las manos. Da una palmada a Éric en el hombro, recoge el petate y corre hacia el río.

Por sendas de cazadores, pistas de jabalíes, a cubierto bajo los árboles, dando rodeos, evitando pueblos y caminos, a la luz de la luna, Manish llega a la orilla. En las últimas semanas la ha recorrido tantas veces que conoce bien el lugar. La ensenada de los faros está ahí mismo, al otro lado de esa colina. Un camino corre paralelo a la orilla, pero él prefiere caminar por la arena, junto al agua. Ya casi ha llegado a los pontones cuando un sonido metálico le pone en guardia. Se tira al suelo y repta hacia unos juncos empujando el petate ante sí. Unos guardias, cada uno con un farol en la mano y un fusil al hombro, caminan bromeando. Resulta un poco raro en plena noche. Tal vez le estén buscando. Pasan a tres metros de donde está escondido. Una serpiente acuática se desliza entre sus pies y se le enrolla en un tobillo. Sabe que ese reptil de reflejos verdes es inofensivo, así que lo coge por la cabeza y lo coloca entre los juncos. Se queda mucho tiempo en su escondite; los guardias no vuelven a pasar.

Con el primer canto del gallo, el cielo blanquea por el este y él se estremece. Ahora tiene que moverse y encontrar un lugar donde pasar el día cerca de la ensenada de los faros. No tarda en llegar. Un pescador va hacia su barca y vuelve la cabeza; Manish le saluda con la mano y sigue su camino. Anda unos minutos y luego, con las primeras luces del alba, cruza los campos en diagonal y vuelve sobre sus pasos. A la orilla del bosque encuentra unas rocas, entre las que se esconde. Tumbado boca abajo, escondido bajo unas ramas, puede ver el pontón. Abre el petate y descubre que Adèle Bouchard le ha metido comida envuelta en un trapo: carne ahumada y un trozo de pan. Come un poco y se acomoda para pasar el día.

Cuando se duerme, el sol ya está alto sobre el San Lorenzo. Por la tarde le despiertan los gruñidos de una jabalina y sus tres jabatos hozando la tierra. Se pasa el resto del día mirando a los vapores que van río arriba, y a las barcazas de vela bajando.

Al caer la tarde los pescadores regresan al pontón y, ya por la noche, antes de lo que se esperaba, ve llegar el carro con el caballo gris. Entrecierra los ojos para aguzar la vista y distingue a una sola persona llevando las riendas. No es Martine. Éric acude solo. Manish le ve detenerse cerca del pequeño embarcadero, bajar y llenar un cubo para abrevar al animal. Espera media hora, da una vuelta amplia para vigilar los alrededores y no ve a nadie. La bruma empieza a descender por el río. Con el petate en la mano, Manish sale de la maleza y se acerca. El hijo de los Bouchard le ve, le saluda con un gesto.

—Martine no ha podido venir. Su madre se ha enterado por el cartero de lo que ha hecho por ti, y también han visto el escarabajo que le diste. No han dicho nada, ni han avisado a la policía, pero la han encerrado en su cuarto. No ha protestado para no ponerlos en tu contra y arriesgarse a que te denuncien, y me ha dado el dinero —dice, al tiempo que le entrega un sobre gris—. Montreal te ha enviado cincuenta y cinco dólares. Martine ha puesto otros cinco, todo lo que tenía.

Manish coge el sobre y se lo guarda en el petate.

—Esto son las balas para el Peacemaker. Y también te he traído esto.

El joven abre el arcón de madera que hay bajo el asiento y saca un fusil de caza Darne de cañón recortado, importado de Francia y casi nuevo.

—Me lo regaló mi padre cuando cumplí dieciocho años. Le diré que lo he perdido. Se enfadará, gritará un poco, pero se le pasará. A ti te hará más falta que a mí, en el Oeste. De todos modos, no me gusta matar animales. He traído unas cajas de cartuchos.

—Éric, no sé cómo darte las gracias. Te pagaré el fusil, te enviaré el dinero a la pensión en cuanto pueda.

—Déjalo, me ilusiona pensar en ti por las Grandes Llanuras o por las Rocosas. Nunca he visto nada tan bonito como la forma en que te mira Martine. Ah, sí, he pensado que podrías necesitar esto.

Esta vez, saca del arcón un remo de madera pulida, pintado con dos colores.

—Gracias, gracias de nuevo. Voy a llevarme una canoa, pero no sabía cómo iba a apañármelas sin un remo, nunca se dejan dentro.

—Eso mismo he pensado yo. Este lleva rodando muchos meses por el patio del vecino, que ni siquiera tiene barco, así que no se dará ni cuenta. Cuidado, alguien se acerca.

Manish se pasa al otro lado de la carreta y se inclina como si estuviera inspeccionando una rueda. Es un pescador que se dirige a la orilla. Saluda a Éric.

—No te quedes aquí, te van a ver. Hay guardias, puede que te pregunten. Voy a bajar por la orilla y esperaré a que sea noche cerrada. He visto una canoa debajo de los árboles, un poco más abajo. Éric, no olvidaré nunca lo que has hecho por mí. Espero que volvamos a vernos algún día. Por favor, dile a Martine que la quiero más que a nada en el mundo y que voy a buscar un lugar para que pueda reunirse conmigo. Gracias, amigo.

Manish le rodea con los brazos y le estrecha con fuerza. El joven echa la cabeza hacia atrás para que no se le escapen las lágrimas. Se sube a la carreta, chasquea la lengua, tira de una de las riendas para dar media vuelta, posa el látigo en la grupa del caballo y se vuelve. Manish ya no está.