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Kahnawake (Canadá)
18 de septiembre de 2001
Wild Bill Cooper trabajó quince años con mi padre. En Canadá, hasta Vancouver, en las grandes ciudades del nordeste de Estados Unidos, en todos los sitios donde se necesitaban un par de buenos montadores de acero. Llegaban para las últimas plantas, las más altas, al final de la obra, en el momento en que los banqueros se empiezan a impacientar, los dueños se angustian y los capataces andan de mal humor. En algunos edificios complicados, cuando no era fácil conseguir cuadrillas capaces de trabajar deprisa y bien a esa altura, se podían obtener jugosas primas.
Un otoño, a principios de los años sesenta, se fueron en avión a Colorado Spring, en clase business, y nada más llegar les dieron tres mil dólares en metálico metidos en un sobre. Cuando estaban lejos de casa, si no conocían a ningún carpintero del hierro por la zona exageraban el toque indio colocándose plumas de águila en el casco, en el estuche de las llaves de cola ponían franjas de cuero y bordados de perlas y hablaban entre ellos en mohawk como si estuvieran pasándose consignas secretas.
—Con lo que nos pagaban, bien podíamos darles un poco de espectáculo —dice Wild Bill entre risas—. Había ciudades en las que hasta los jefes creían que, solo por ser indios, no teníamos vértigo. Nunca les contradecíamos; al contrario, lo exagerábamos. Trabajábamos a la misma velocidad que el resto, pero a ellos les parecía que éramos más rápidos.
Se conocían tan bien que apenas les hacía falta mirarse o hablarse. Con los pies sobre treinta centímetros de acero, tocando el cielo a doscientos metros del suelo, Jack adivinaba la llegada, por detrás, de la viga suspendida de dos cables. Bill sabía, con la precisión de un reloj, cuánto tiempo iba a tardar Jack en atraparla, alinear los agujeros, meter los ocho bulones y enroscar dos de ellos. Miraba lo que hacía con el rabillo del ojo, anticipaba cada gesto, preparaba la siguiente maniobra. A veces silbaban para darse avisos con un código propio que imitaba el canto de los pájaros. Lo inventaron cuando tenían diez años, en sus primeras excursiones para ir de caza a orillas del San Lorenzo. Se pasaban el día en los árboles, construían cabañas secretas, disparaban con arco a los peces del río —caballeros cobrizos y percas blancas— y ponían trampas en la nieve para cazar conejos.
Bill no estaba con Jack cuando murió porque ese día se encontraba en la torre Sur. Había llegado tarde a la obra y los equipos ya se habían formado. Hicieron lo que pudieron para cambiar de cuadrilla y estar juntos, y casi lo habían conseguido cuando cayó el rayo que tiró a Jack por el hueco del ascensor.
—Cuando murió tu padre, yo perdí un hermano. Después, ya nada fue igual. Nunca encontré otro compañero de trabajo. Aguanté tres años. Luego tuve el accidente, y lo dejé —me dice Wild Bill.
En la casa alargada de Kahnawake está a punto de empezar la ceremonia de homenaje al World Trade Center, a las víctimas y al personal de rescate. Los tambores cogen ritmo, las mujeres entonan los cánticos seguidas por los niños y varios hombres. El humo de las hojas de tabaco consumiéndose en los tazones de barro sube por la sala.
—Ven, vamos fuera —pide Bill.
En el porche se saca del bolsillo una tabaquera de ante, lía un pitillo con sus dedos de gigante y lo enciende. Yo le miro con el ceño fruncido, y él sonríe.
—Setenta y dos años y unos pulmones de chaval. A mi edad, ya no hay riesgo. En fin, hijo, hay algo que quiero contarte. Algo que tendría que haberte dicho hace mucho tiempo. He estado a punto muchas veces, pero luego siempre lo dejaba pasar. Ya va siendo hora de que lo haga. ¿Te acuerdas de cuando trajimos a tu padre? ¿Qué edad tenías? ¿Catorce, quince años? Después de enterrarle en la reserva, dijimos que habíamos hecho una ceremonia en su memoria, la tarde del accidente, en lo alto de la torre Norte. Que habíamos quemado unas hojas de tabaco y grabado su nombre en una viga, para que se quedara para siempre.
—Sí, lo recuerdo. Me he imaginado esa escena miles de veces, estaba enfadado porque no me llamasteis. Me habría gustado que vinieras a buscarme…
—Sí, pero hay algo más.
Bill se sienta en una de las mecedoras, me indica otra levantando la barbilla y se acerca a mí para que podamos hablar sin que nos oigan los que van llegando, algunos ataviados con tocados y trajes típicos. Todos le saludan con un gesto de la cabeza o de la mano.
—¿Te acuerdas de que le dijimos a tu madre que la llave de cola de Jack se perdió en la caída y que nunca conseguimos encontrarla? Es mentira. La tenía en su estuche. Yo la saqué de su cinturón, cuando su cuerpo ya no se movía, antes de que llegara la policía y se lo llevaran los bomberos.
Acerco mi butaca a la suya y miro al suelo entre mis pies. Por mi memoria desfilan las danzas tradicionales en el funeral, la chaqueta bordada, demasiado grande, que me obligaron a ponerme, la pluma de águila en el pelo, la guardia de honor de los metalúrgicos, casco en mano a la entrada del cementerio, la imagen de las Torres Gemelas grabada en la lápida de mármol negro: JACK LALIBERTÉ – 1936-1970.
—Tu padre y yo hablamos mucho de las torres. Eran tan bellas, tan grandes… Cuatro años de trabajo, una obra excepcional. El Empire State Building de nuestra generación. Estábamos seguros de que nunca volveríamos a trabajar en un proyecto así de bonito y grandioso. Así que habíamos previsto esconder nuestras spudwrenchs en algún sitio del armazón, antes de irnos, para que se quedaran allí para siempre. Una parte de nosotros, un recuerdo, en secreto. A un ironworker no le gusta separarse de su herramienta, pero en este caso valía la pena. Así que la noche del topping-out de la torre Norte, dos o tres semanas después de la muerte de tu padre, con tu tío Tom y otros dos mohawk, nos colamos en la obra a medianoche. Subimos arriba y soldamos una caja de metal a una viga. Dentro metimos algunas cosas, entre ellas la llave de Jack, y luego la cerramos para siempre. Cuando vi en la CNN cómo se derrumbaba la primera torre, esa caja fue lo primero que se me vino a la cabeza. Era la torre Sur, pero sabía que, si se había caído de ese modo, la otra no iba a aguantar mucho. Recordé la llave, el escondite, la sonrisa de tu padre, su forma de andar por las vigas como un gato, y cómo nos guiñábamos el ojo cuando habíamos hecho un buen trabajo. Los cabrones que han cometido esos atentados le han vuelto a matar.
—Quieres decir que ahí, entre esas toneladas de cascotes, metal y trozos de cuerpos humanos, en ese infierno, ¿está la llave de mi padre? ¿Con la que yo jugaba de pequeño y que pesaba tanto que tenía que sujetarla con dos manos?
—Pues sí. Está ahí abajo, en algún sitio. Y ahora que lo sabes, la vas a encontrar.
—¡Encontrarla! Ya me gustaría pero, Bill, no habrá manera. ¿Has visto las imágenes? ¿Te das cuenta de que todo se ha volatilizado? Hay camiones de bomberos aplastados como una tortita de cincuenta centímetros. Los aviones han desaparecido. Dos Boeing, enteritos. No queda nada reconocible. Nada que se parezca a una mesa, una silla o un armario. Los cadáveres, quitando los de algunos bomberos, protegidos por su uniforme, han quedado pulverizados. No es que la llave de mi padre sea una aguja en un pajar; es que es un átomo en una montaña de heno.
—Esas herramientas son indestructibles. Nos las pasamos de padres a hijos. Puede que esté rota o torcida, pero está ahí, en algún sitio. Esperándote. Tienes que encontrarla, y lo tienes que hacer tú. Ya era un objeto sagrado antes de la catástrofe. Debes traerla aquí, porque su sitio está encima de tu chimenea o en la pared de la casa alargada.
Wild Bill ya ha dicho lo que tenía que decir. Solo añade:
—En lo alto de la torre Norte.
En el magma de la Zona Cero es casi imposible ubicarse, entender por dónde se anda, qué son, qué eran los trozos de metal que quedan. Los únicos que más o menos se orientan son unos pocos ingenieros que se pasan el día estudiando los planos y entienden cómo se han desplomado los dos gigantes. Torre Norte o Sur, yo sería incapaz de decir qué estuve removiendo los primeros días.
Pero ahora sé algo. Sé que la llave de cola de mi padre, la que debería haber colgado de mi cintura, la que yo habría tenido que dar a mi hijo cuando cumpliera dieciocho años, en caso de haberlo tenido, está ahí abajo, en algún sitio. Mis posibilidades de encontrarla son casi nulas, pero voy a buscarla. Los tambores y los cánticos paran en la sala y una chica joven, con un vestido bordado con perlas y una trenza de azabache que le llega a la cintura, aparece en el porche. Con una sonrisa, me dice:
—¿Es usted John LaLiberté? El consejo me envía a buscarle. ¿Puede pronunciar unas palabras? Es usted el único que ha visto la catástrofe desde dentro…
—Sí, ya voy.
Wild Bill coge mi mano entre las suyas, grandes, oscuras, anchas, llenas de marcas y cicatrices.
—Ve, ve. Cuéntaselo. Pero no les digas nada de la llave. Yo soy el único que lo sabe, los otros dos murieron hace unos años. En la nube de humo que subió al cielo de Nueva York estaba el alma de tu padre, el alma de nuestros guerreros desde el principio del mundo, de todos los nuestros que murieron o quedaron lisiados construyendo los puentes y los rascacielos del hombre blanco, además de las almas de los pobres inocentes que acababan de llegar a la oficina para empezar otro día de trabajo y no entendieron nada de lo que pasaba. Las almas de los bomberos que se sacrificaron subiendo por las escaleras cargados como mulas para luchar contra un fuego que era invencible, como seguramente sabían. Estamos muy orgullosos de lo que estáis haciendo en Manhattan.
Nos levantamos y él me da un abrazo. Yo meto la cabeza en el hueco de su cuello, él me da seis palmadas en la espalda y luego me aparta, mirándome a los ojos.
—¡Ve!
En la sala me esperan unas cien personas colocadas en semicírculo alrededor del estrado, donde hay un micro de pie. Los jefes y las madres de los clanes visten las prendas de gala y están alineados contra la pared; hay niños a los que atrapan al vuelo para que dejen de jugar al escondite, adolescentes que se miran con disimulo. Los cánticos se transforman en murmullos y el son de los tambores cesa cuando me acerco. Doy unos golpecitos en el micrófono.
—Buenas tardes. Muchos de vosotros me conocéis. Para los demás, me llamo John y soy ironworker, hijo de Jack LaLiberté. Los viejos le recuerdan, le llamaban Tool, murió construyendo las Torres Gemelas. Y mi madre es Louise Dubois, del clan del Oso. Hemos llegado hace un rato de Nueva York. Estamos trabajando en las ruinas del World Trade Center, que ahora llaman Zona Cero. Los montadores de acero que están aquí, sus familias, y en definitiva todos en Kahnawake entendemos por qué nos necesitan. Cortamos el acero, los miles de toneladas de vigas retorcidas y de chatarra que se han amontonado donde estaban las torres.
Nadie se mueve, los que tocan los tambores han puesto las palmas de las manos sobre los instrumentos y todas las miradas están clavadas en mí. Un hombre de pelo blanco le dice algo al oído a su mujer, que le llega al hombro.
—Los hombres blancos nos ven en los rascacielos en construcción, nos observan desde las ventanas de sus oficinas, o desde las aceras, en su descanso para comer. Saben que los mohawk construimos sus edificios, pero muchos no tienen ni idea de que también los desmontamos, los cortamos en trozos cuando tienen que desaparecer. Cuando ocurrió la catástrofe supimos que nos iban a necesitar. El polvo de las torres todavía no se había disuelto y nosotros ya habíamos ido a nuestra obra, cogido los sopletes, las botellas de gas, las camionetas pick-up, y nos habíamos acercado hasta allí.
Hablo durante media hora. Les hablo del fuego, el calor, el humo, los olores, el peligro; la llama azul mordiendo el acero, la máscara con la que te ahogas pero que no te puedes quitar para no intoxicarte, las suelas de las botas fundiéndose, las manos que se queman incluso llevando guantes, las chapas de acero que desgarran la ropa y a veces la piel; las cucharas gigantes de las excavadoras, el rugido de los buldóceres, la viga cortada que se empina, la sirena que obliga a dejarlo todo y salir corriendo para volver al mismo sitio media hora después; el miedo cuando todo se hunde a tu alrededor, la camaradería que te lleva a abrazar a desconocidos, los ladridos de los perros; el horror de los cuerpos troceados que vemos antes que los bomberos, porque nosotros vamos delante para abrir el camino; las imágenes que no podemos sacarnos de la cabeza cuando, por la noche en el hotel, intentamos dormir; las lágrimas que nos dejan surcos en la cara llena de polvo, las manos que nos duelen tanto que no podemos cerrarlas, la espalda que quema, la tos que empieza y ya no te deja en paz, la botella de agua como desahogo; el cansancio, la ira, la frustración por no encontrar ningún superviviente. La esperanza de que haya alguno: «Deben de estar ahí abajo, no muy lejos, presos en las entrañas del monstruo. Aparecerán esta noche, tal vez mañana».
Me detengo para tomar un sorbo de agua y ellos rompen en aplausos. Con eso cierro mi relato. De todos modos, no sé qué más puedo decir. Uno de los jefes de clan se acerca al micro para hacer una pregunta, y yo le respondo. Después viene otra, y otra.
Quieren saber si los mohawk son los únicos que han bajado a cortar el acero.
—No, claro que no. Hay ironworkers de todas partes. De Nueva York, New Jersey, Connecticut y de sitios mucho más distantes, incluso de California. Algunos llevan un equipamiento que yo no conozco.
Preguntan si se han inspeccionado los sótanos y los aparcamientos de los edificios.
—Sí, lamentablemente, varias veces, de arriba abajo. Están vacíos. La gente tuvo tiempo de evacuarlos antes de que las torres cayeran. No será ahí donde encontremos supervivientes. Al principio pensábamos que sí, pero ya no.
Si hay alguna posibilidad de encontrar supervivientes enterrados.
—Dicen que sí, basándose en rescates de terremotos, gente a la que encontraron mucho después. Pero, desde hace tres días, yo lo dudo.
Si ya se sabe cuánta gente había en las torres en la mañana del 11.
—No, en realidad no. Las estimaciones varían mucho. Aún era temprano, las oficinas no estaban llenas. Se necesitarán meses para establecer la lista de muertos y desaparecidos.
Si allí tenemos todo lo que precisamos.
—Casi. Aún faltan las grúas gigantes para levantar las piezas más pesadas, pero acaban de llegar de Chicago y ya las están montando.
Si las antorchas de plasma cortan mejor y más rápido que los sopletes clásicos.
—¡No se imagina cuánto!
Si nos alojan en casetas de obra.
—Para nada. Estamos en los mejores hoteles de Manhattan por cincuenta dólares la noche, precio fijo. Y tenemos comida gratis en todas partes, no nos dejan pagar ni una cerveza.
Si todos somos voluntarios.
—Por supuesto, pero desde el martes los que tenían otro trabajo han vuelto a él. Los que han llegado de otros sitios se están volviendo. Y los que se han quedado tienen un contrato. Se ha convertido en un trabajo. Sin comparación con ningún otro, pero un trabajo al fin y al cabo. Tenemos un contrato, tarifa sindical, y el sindicato se ocupa de gestionar la contratación.
Si tenemos miedo de los gases que se desprenden, de su toxicidad.
—Mucho. Hay que obligarse a llevar la máscara constantemente. Yo he hecho un apaño en la mía para integrar el micro del walkie-talkie. Pero algunos no se la ponen, no consiguen respirar con ella, y eso que saben que es peligroso.
Si sabemos por qué las torres se desplomaron tan rápido sobre sí mismas como castillos de naipes.
—No, la verdad. Algunos compañeros dicen que sus padres ya les habían avisado, que decían que esos pisos, esos grandes espacios que se sustentaban gracias al esqueleto exterior, no les parecían muy sólidos, sobre todo en caso de incendio. Pero para saberlo habrá que esperar a que los ingenieros terminen de investigarlo.
Si pensamos en los viejos, los que las construyeron.
—Constantemente.
La madre del clan de la Tortuga pone fin a la sesión acercándose. Me cubre los hombros con una manta en la que un montón de manos han bordado las Torres Gemelas, intactas junto a un sol poniente, con un águila sobrevolándolas. A los pies, en la explanada, caminan un lobo, un oso y una tortuga.
Andy está un poco apartado, sentado en el extremo de una grada de madera, con una botella de cerveza entre los pies. Sonríe, me guiña el ojo. Voy hacia él estrechando manos, recibiendo palmadas en la espalda: «Bravo», «Has hablado muy bien, John», «Tool estaría orgulloso de ti». Le presento a algunos. Tami y mi madre se nos unen. Mi hija extiende la manta en el suelo.
—Igual tendrían que haber bordado tu nombre, y el del abuelo…
—Igual, pero así también está muy bien, ¿no? Ya va siendo hora de irse a dormir, princesa.
Salimos de la casa alargada, y yo la cojo y me la subo a hombros, como cuando tenía cinco años. Al principio ella protesta, pero luego sonríe a todo el mundo mientras sostiene la manta como si fuera un bebé.
Mientras su abuela calienta en la cocina el estofado y los panes de maíz, ella se queda en el porche con nosotros, sentada en las escaleras, oyendo charlar a los vecinos que han venido a tomarse una cerveza con nosotros. Han traído álbumes llenos de fotos de aquellas dos obras memorables, desgranan recuerdos, bromean, resucitan a los muertos y brindan en su memoria, maldicen a ese árabe del que nunca antes habían oído hablar, Osama algo. Nadie sabe quién es ese tío, ese terrorista, ni qué tienen contra Estados Unidos, él y su gente. Y, sobre todo, cómo pueden suicidarse estrellando aviones contra unos edificios, solo para matar a gente que no conocen y que no les ha hecho nada.
A eso de las once mando a Tami a la cama. Bajamos la voz y nos pasamos otras dos horas en el porche. En el jardín empiezan a amontonarse pares de guantes de trabajo nuevos, botas Timberland casi sin estrenar, sopletes en sus cajas. Me comprometo a llevarlo todo a Nueva York. Algunos ofrecen dinero para que compremos lo que necesitemos, pero me niego a aceptarlo.
—Sé que hay colectas en marcha. Preguntad en el sindicato, ellos os dirán.
Al día siguiente acompaño a Tami al colegio y la gente me saluda como si fuera famoso. Más tarde, Andy y yo vamos a comer al restaurante del club de los Chevaliers de Colomb, donde suelen echar la tarde los montadores de acero jubilados. Hoy están todos. Hacen preguntas técnicas, dicen lo tristes y enfadados que están, explican sus teorías, unos se ofrecen a venir con nosotros, otros se ríen de ellos, y todos dejan de hablar y se quedan viendo la tele cada vez que sale alguna noticia. Al fondo, detrás del periodista que emite en directo desde Manhattan, las columnas de humo gris no parecen tener intención de disminuir.
Pedimos dos hamburguesas y una cerveza para los dos, porque a primera hora de la tarde nos volveremos a Nueva York. Habría podido quedarme más tiempo, un día o dos más, pero estoy deseando volver a la Zona Cero, y Andy también. La esperanza, aunque sea poca, aún existe. Bomberos, policías y personal de rescate necesitan que sigamos cortando para avanzar hasta el corazón de los escombros. Igual que les sucede a los soldados que abandonan el frente después de semanas de lucha encarnizada, la vuelta a la vida normal resulta desconcertante, frustrante, decepcionante. Es difícil confesar o explicar la intensidad de las emociones, la importancia de lo que está en juego, la fuerza de los sentimientos. En ese momento aún no lo sabía, pero la Zona Cero había empezado a tener en algunos de nosotros el efecto de una droga.
Ahí dentro todo es duro, agotador, terrorífico y peligroso, pero nos sentimos más que útiles; nos sentimos indispensables, admirados, con una misión patriótica, sagrada, ¡casi divina! Es difícil alejarse, casi doloroso. Fuera, en cambio, una vez pasada la alegría del reencuentro con los seres queridos, la vida normal parece insulsa, ñoña, mediocre e intrascendente. Ellos no entienden, no pueden entender. Tiene que haberse visto.
Acabo de llegar a Kahnawake, ni siquiera me he pasado a ver a la que todavía es mi mujer, y ya estoy deseando volver a coger la carretera, bajar a Nueva York y regresar al extremo herido de la isla, volver a estar con mis hermanos de armas, retomar el combate, el soplete. Cuando Louise se dé cuenta de que me he ido sin verla sabrá, como lo sé yo, que firmaré los papeles del divorcio en cuanto me los envíe. Tami y su abuela se despiden con grandes gestos en el césped que hay delante de la casa y desaparecen en el retrovisor. Rodamos en silencio, con la radio apagada. Hemos plegado el asiento de atrás para meter las cajas llenas de material. Se han quedado allí muchas más, tantas que el sindicato va a mandar un camión.
La nube que sube de Manhattan se eleva como una señal de muerte, una herida en el cielo, visible desde los bosques del valle del Hudson. Pasado el puente George Washington, a la entrada de Harlem, el control policial provoca un atasco de varios kilómetros. El pase de acceso a la Zona Cero nos sirve para saltarnos la cola, pero inspeccionan hasta el último par de calcetines de nuestro cargamento.
Jueves por la mañana, 20 de septiembre. Salimos del metro en City Hall antes de las siete. Ahí están las primeras barreras de la policía, que los periodistas y los equipos de televisión intentan traspasar en vano.
En las puertas del recinto hay unos cien hombres vestidos con ropa de trabajo esperando. Nadie puede entrar. ¿Qué ocurre ahora? ¿Nos van a dar pases nuevos? ¿Hay riesgo de derrumbes? La policía y los vigilantes nos dicen que tienen orden de retener al turno de la mañana y dejar salir a los equipos nocturnos. Alguien va a venir a hablarnos. Nos miramos y encogemos los hombros. Ya que hay que esperar, se forma una cola delante de las dos tiendas donde venden comida.
Vienen por fin un capataz de Bovis y un ingeniero del ayuntamiento. El ingeniero se lleva un altavoz a la boca:
—Atención, atención. Escuchen. Ha surgido un problema. Por ahora no se puede continuar. Como bien saben, el Trade Center se edificó en la orilla del Hudson sobre unos terraplenes ganados al río. Para horadar los seis niveles de los sótanos y los cimientos construyeron un muro estanco de apoyo que aislara la obra e impidiera que hubiera filtraciones. Lo llamaban «la tina». Fue un trabajo colosal. Por aquel entonces nadie sabía hacerlo en Estados Unidos, y una empresa italiana mandó a sus ingenieros.
Entre los asistentes se extiende un murmullo desaprobatorio, y el hombre prosigue:
—La cuestión que se plantea desde el primer día es la siguiente: ¿en qué estado se encuentra la tina? ¿Ha soportado la presión desde que se cayeron las torres? ¿No habrá trozos de metal que hayan abierto brechas? ¿Aguantará? Como pueden figurarse, si ese muro cede, aunque sea en parte, las aguas del Hudson se lo tragarán todo y tendremos dos catástrofes en lugar de una.
Le pasa el altavoz a un ejecutivo de Bovis que nos cuenta que, desde el 12 de septiembre, un equipo de expertos, ingenieros y especialistas baja cada mañana hasta allí, por los túneles de trabajo existentes en las vías del Path Train, para inspeccionar la pared de la tina por donde pueden, y que para ello corren riesgos alucinantes. Es casi un trabajo de espeleólogos, y hay peligro en todo momento. Por ahora la pared ha resistido al impacto y a millones de toneladas de presión. En algunos sitios, lo que la mantiene es el gigante amasijo de cascotes, pero desde hace un par de días los avisos de peligro han ido en aumento.
—Hay fugas y fisuras —explica—. Hasta ahora no era grave, las bombas extraen el agua y la devuelven al Hudson. Pero los testigos que colocamos hace un par de días en algunas fisuras se han roto. Se separan varios milímetros al día, el muro estanco se mueve. ¿Se imaginan la presión que las aguas del río ejercen por el otro lado? Si la tina cede en algún punto, la Zona Cero se transformará en una piscina gigante. No es necesario que diga que si eso sucediera, supondría años de trabajo. Sin contar con que, a través de los túneles del metro, buena parte del sur de Manhattan se podría inundar y ser inhabitable durante meses, tal vez incluso más. Podría llegar a New Jersey por las vías del Path Train. Semejante cataclismo sería indescriptible.
Habíamos oído hablar de la tina, los bomberos hablaban de ella, los técnicos parecían preocupados, en algunos sitios el ronroneo de las bombas montadas en camiones era incesante, pero nadie había entendido el alcance del peligro. Así que, además de la asfixia, el aplastamiento, la caída, las quemaduras y la intoxicación por una larga lista de productos químicos y gases, también corremos el riesgo de ahogarnos. Entre los allí congregados sube un murmullo en el que se distinguen exclamaciones como «¡Joder, lo que nos faltaba!», «En estas condiciones, yo no sigo» o «Como se entere mi mujer, mañana no vuelvo».
El ingeniero retoma el megáfono para anunciar que esa noche se ha suspendido la inspección tras haber detectado una fuga mayor que las demás, que ha sumergido las bombas. Por el momento, van a esperar al turno de día para aumentar el caudal de bombeo, comprobar la situación y asegurarse de que el agua no va a inundarlo todo.
—Hemos traído especialistas que ya están trabajando. La situación es preocupante, pero no hay que perder el optimismo. Casi todos los ingenieros que han estado ahí abajo consideran que la pared aguantará. Mañana empezaremos a instalar refuerzos en los puntos críticos. Gracias a todos, vuelvan dentro de tres horas. Y, por favor, una cosa muy importante: ni una palabra a nadie ahí fuera. Ni siquiera a sus familias, se preocuparían aún más. Lo último que necesitamos es un titular en la portada del New York Post del estilo de «Riesgo de hundimiento en la Zona Cero».
—Me lo estaba figurando desde el primer día —rezonga Andy mientras desandamos el camino para ir a una cafetería—. Me acuerdo de lo que decían los viejos, los que trabajaron bajo el nivel del suelo colocando las estructuras de los aparcamientos subterráneos. Decían que ese muro estanco que los separaba de las aguas del Hudson era una maravilla como rara vez habían visto. No era consciente de su importancia hasta ahora.
Le pongo la mano en el hombro.
—A lo mejor ahora la situación no es tan peligrosa como puede llegar a serlo después. Ya lo has oído, de momento los escombros lo mantienen en su sitio. Cuanto más despejemos el espacio, más frágil se puede volver la pared de la tina. Esperemos que para entonces hayan dado con una solución.
—Tenemos a los mejores ingenieros del país, no me cabe la menor duda. Puede que incluso del mundo… No te preocupes mucho. Vamos a tomar un café, nos leemos las páginas deportivas del Daily News y volvemos en un rato.
Después de tomarnos un café en el Mermaid —la cajera se niega a cobrarnos «para agradecerles lo que están haciendo. Anoche, en la CBS, vi un reportaje sobre los ironworkers de la Zona Cero, son ustedes unos héroes»—, Andy decide acercarse hasta J and R, la tienda de electrónica que acaba de reabrir en la plaza del ayuntamiento, para comprarle un MP3 a Karen, su novia de Bay Ridge.
Le digo que nos veremos luego, en la entrada principal, y me vuelvo a la Zona Cero. Voy bordeando la verja hacia el World Financial Center y los puestos de la Cruz Roja. Aún es pronto, pero a lo mejor Mary Sullivan ha llegado ya. Desde la última vez que nos vimos, en cuanto cierro los ojos veo su cara, sus rizos pelirrojos, su sonrisa y su mirada color verde dorado. Ayer en el coche, cuando volvíamos a Nueva York, vine pensando en ella. Repaso la forma en que me dio su número de teléfono, me entregó el papel donde lo había anotado y me miró mientras me marchaba.
En cualquier otro momento, una chica del Upper West Side no se interesaría lo más mínimo por un montador, salvo desde una acera, un ratito, mientras pensaba en otra cosa. Pero no estamos viviendo un momento corriente, y parece que a la voluntaria de la Cruz Roja le gusta mi compañía.
—¿Mary? No, aún no ha llegado, pero no creo que tarde —dice sonriendo una treintañera rubia y entrada en carnes que viste un pantalón blanco deportivo impoluto, zapatillas de correr y una camiseta con la insignia de la Cruz Roja—. Llegará sobre las ocho. ¿Es urgente? Si quiere la puede esperar aquí. Yo me llamo Judith. ¿Necesita algo?
—No, gracias, Judith, soy amigo de Mary. Voy a esperarla, si no es molestia. Me llamo John.
Me siento en una silla plegable junto a la entrada de una gran sala en la que se amontonan hasta el techo cajas y cajas de material. Por el rabillo del ojo veo que Judith rebusca algo en el bolso, saca un teléfono y hace una llamada. Quince minutos después, tras haber asegurado a los voluntarios vestidos de blanco y rojo por lo menos diez veces que «no, gracias, no necesito nada, solo espero a alguien», veo a Mary llegar dando grandes pasos entre la maquinaria de la obra. Lleva un pantalón más corto y ajustado que la última vez. En lugar de camiseta, viste una camisa blanca escotada con una cruz roja discreta. Me levanto. Ella me ve, se quita la gorra que le sujetaba el cabello y se pasa la mano por el pelo. Se ha pintado los labios con un rojo resplandeciente, a juego con la laca de uñas. Su sonrisa me dice mucho más que mil palabras. Yo también sonrío, con la mayor amabilidad de que soy capaz. Seguro que tengo pinta de idiota. Noto cómo me sube el color a la cara, como cuando era adolescente y me dirigía a las canadienses francesas de Chateaugay, que casi nunca me contestaban.
—Hola, John. Me han avisado de que ha venido, pero ya estaba de camino, de todos modos. No le he visto desde hace un par de días, ¿va todo bien?
—Hola, Mary. Sí, sí, todo perfecto. Es solo que me he ido a la reserva, cerca de Montreal, para ver a mi hija, a la que no veía desde el 11. Tiene doce años y estaba muy preocupada por su papá debido a lo que veía en la tele.
A Mary se le borra la sonrisa de la cara.
—Ah, su hija… ¿Y la mamá?
—¿La madre de mi hija? No sé, llevo meses sin verla. ¿No te había dicho que estamos en proceso de divorcio? Sabe que estoy vivo, creo que con eso le vale. A propósito, ¿te importa que te tutee?
—No, claro que no. ¿Te apetece un café?
—Sí, claro. He pensado que podríamos ir a un Starbucks o al Mermaid, si puedes. No es que no me guste el café de la Cruz Roja, pero… Esta mañana tengo algo de tiempo, la obra no se ha podido abrir por algo que les preocupa y no empezaremos hasta las diez o así.
—Por supuesto… Espérame un segundito, que avise al encargado. Tenía que ir a por unos papeles al ayuntamiento. ¿Qué es eso que les preocupa?
—Una cuestión de estanqueidad. Tienen que consolidar unos muros, y no quieren que andemos por en medio.
Dejo el casco y el cinturón de herramientas en un estante, me reajusto la camiseta nueva, que aún tiene marcados los pliegues de fábrica. Ella vuelve trotando de puntillas, ligera y grácil como una bailarina. Me fijo en la línea de sus muslos, en los músculos de sus pantorrillas.
—¡Vamos!
Caminamos por las aceras vacías dentro del perímetro prohibido al público. Casi han terminado de limpiar. Aún quedan huellas de esa mezcla de polvo, cemento y cenizas en las alturas, en los buzones y en los alféizares de las ventanas de los edificios evacuados, y también en los cables eléctricos. El personal de limpieza del ayuntamiento lanza agua a presión por los rincones, restriega las aceras con mucha agua, limpia a chorros los coches y el mobiliario urbano.
Pasados Canal Street y los puestos de control, nos cruzamos con curiosos que se dirigen distraídamente hacia el sur, y con oficinistas. No sé qué distancia debo guardar con ella. Si me acerco mucho, la rozo y me aparto como si me diera un calambre. Si me distancio un poco, parecemos dos desconocidos que van en la misma dirección. Para llenar el silencio hablo sin parar y demasiado deprisa, le hablo de Kahnawake, los rápidos, la orilla del San Lorenzo en Montreal, la reunión de anteayer en la casa alargada, la caída de mi padre, la tradición de los ironworkers mohawk. Y sí, tenemos vértigo.
Ella se siente más segura y me mira de lado, sonríe como si supiera cómo sigue la historia, se baja de la acera para dejar pasar a alguien que empuja una silla de niño, echa la cabeza hacia atrás, hace preguntas breves.
A esa hora empieza a formarse una cola en el exterior del Starbucks de Park Row. Nos sentamos en el primer piso, rodeados de turistas que hablan idiomas desconocidos. Yo he pedido un café solo, demasiado claro, demasiado caliente, en un vaso de papel. Ella ha pedido una bebida rara de nombre italiano, en un recipiente donde podría caber medio litro. Hablando de unas cosas y otras, no sé cómo termino hablando de Patricia.
—Yo tenía dieciséis años, como ella. La conocí en el autobús yendo al centro de Montreal. Me había sentado muchas veces a su lado; ella se bajaba en la primera parada después de Kahnawake. Su padre era italiano; su madre, canadiense francesa. Elle me respondió en inglés, y a mí me extrañó que una french —entonces las llamábamos así— aceptara intercambiar más de dos palabras con un mohawk. Ya sé que no tengo pinta de indio, pero en la parada de Kahnawake no se baja ningún blanco. Los que van a comprar tabaco libre de impuestos se desplazan en coche.
Le hablé de mi primer amor, un año de enamoramiento como solo se puede tener a los dieciséis años, nuestras citas en los cafés de Montreal, a orillas del río, omitiendo las escenas demasiado íntimas.
—Cuando una amiga de mi madre nos vio besándonos en el autobús, las cosas se pusieron feas. Entre los mohawk están mal vistas las parejas mixtas. En la reserva hay una ley: si te casas con alguien que no sea de la tribu te vas, tienes que irte.
Ella me mira extrañada.
—¿Lo dices en serio? ¿En nuestros tiempos? ¿Son leyes canadienses?
—No, en realidad es una práctica bastante reciente, una norma interna de las Seis Naciones iroquesas, aunque creo que está en vigor en otras naciones nativas de América del Norte. Puede variar de una reserva a otra. No es una cuestión de raza; el mestizaje nunca nos ha planteado el menor problema, ya hace mucho tiempo que tenemos mezcla de sangre. Pero desde hace unos años los beneficios fiscales que se conceden a los indios atraen cada vez a más gente. Si te casas con una mohawk y te vienes a vivir a la reserva, ¿pagas o no pagas impuestos? ¿Eso te convierte en un mohawk? Si tienes niños, ¿qué estatuto tienen? ¿Qué pasa si montas una empresa? Y no te quiero ni contar cuando en la reserva hay un casino. No es nuestro caso, pero en otros sitios, tanto en Canadá como en Estados Unidos, hay tribus que se sientan sobre montones de oro. Y todo el mundo quiere un trozo del pastel. Así que, ¿quién es indio? ¿Cómo se demuestra? ¿Un cuarto de sangre, un octavo? ¿Menos? Algunos han ido a juicio, el papeleo ha durado años y años y ha arruinado familias enteras. Así que, en Kahnawake, el consejo determinó que una comisión decidiría quién tiene derecho a vivir en la reserva.
—¿Tenías miedo de eso? ¿Eso fue lo que te distanció de Patricia? ¿Una comisión?
—No, claro que no, a los dieciséis años no se piensa en esas cosas. Pero a mi madre casi le da algo cuando se enteró de que estaba saliendo con una «francesa». Una de sus hermanas se casó con un blanco de Trois-Rivières. Querían quedarse a vivir en Kahnawake pero, tras meses de trámites, no se lo permitieron. Mi tía se marchó a vivir a Toronto y ya no la vimos más. Desde ese momento, mi madre no me dejó en paz. Quería que rompiera con Patricia. Como te puedes imaginar, eso no me afectaba lo más mínimo. A esa edad, cuanto más te prohíben algo… Pero cuando terminó el curso me fui a Illinois, donde empecé un programa de aprendizaje para convertirme en montador de acero. Ella se fue a Quebec, a la universidad, creo que a estudiar literatura. Empezamos a vernos cada vez menos, un fin de semana de cada dos, luego de cada tres, y un buen día recibí una carta suya en la que rompía conmigo.
Mary me mira tiernamente, adelanta la mano como si quisiera coger la mía, duda, la deja muy cerca.
—Louise, mi futura exmujer, es la hija de unos vecinos, una familia de ironworkers de la reserva. Nuestras madres acordaron nuestra boda cuando éramos pequeños. Cuando tenía doce años me daba la risa, y aún no había cumplido veinte cuando se celebró la boda. Ahora sé que había algo más, una historia que se remonta al pasado, una especie de pecado, como una mancha en nuestra familia desde hace un siglo, que quizá mi madre intentó limpiar con esa unión. Un accidente, un puente que se derrumbó. Fue muy triste, quizá te lo cuente otro día, si te apetece. Perdona, no hago más que hablar de mí, no suelo hacerlo. Y tú, ¿estás casada?
—Lo estuve. Era piloto de helicóptero en el ejército. Lo mataron el primer día de la guerra del Golfo. Se quemó. Yo solo pude enterrar cenizas y huesos. Es el único miembro de la Air Force que murió en esa guerra estúpida. Cientos de muertos en nuestro bando. En el de los iraquíes, ni siquiera se llegaron a contar, ¿para qué?
—Estuve dos años en el ejército. Scout con los Rangers, una tradición en algunas familias mohawk. Pero no he llegado a ir a la guerra. ¿Tuvisteis hijos?
—No, no nos dio tiempo. Queríamos tener un niño cuando se marchó a Kuwait capital. Esperé dos semanas la confirmación de su muerte. El copiloto sobrevivió, pero se quedó paralítico de las dos piernas.
Mary deja de hablar y se queda mirando, a través del ventanal, los coches que circulan por la rampa de acceso al puente de Brooklyn.
—Después he tenido varias historias; viví dos años con un agente de seguros en Massachusetts, pero no funcionó y me volví a Nueva York. Ahora comparto piso con una compañera de la editorial. Viaja mucho, así que estoy casi todo el tiempo sola en un piso de dos habitaciones que de otro modo no me podría permitir.
Le pregunto cómo se le ocurrió ofrecerse como voluntaria de la Cruz Roja.
—De la manera más tonta, después de ver un reportaje en la tele.
Por las noches recorrían el Bronx o New Jersey para ayudar a los sin techo, los domingos llenaban cajas para enviar a Perú, y las misiones de quince días a Guatemala o Puerto Rico, en centros de distribución.
—El 11 de septiembre nos llamaron a primera hora de la tarde. Yo había vuelto antes a casa y estaba, como todo el mundo, pegada a la tele. Sabía que nos iban a llamar y tenía el traje preparado encima de la cama y la bolsa en la entrada. Es lo que me gusta de este tipo de voluntariado: puedes hacer algo cuando hay un drama, aunque no sea más que repartir café y mantas. No te quedas sentada en el sofá llorando por la sinrazón del ser humano, la crueldad de la naturaleza o las injusticias del destino. Al final, de todas formas, todo resulta incomprensible.
Yo le cuento cómo fue para mí la tarde del 11. Ella, al día siguiente, ya había entendido la importancia de los carpinteros del hierro en la Zona Cero. Hay una necesidad de hacer algo en respuesta a un acontecimiento que ha conmocionado al mundo y desconcertado a todo el país, y en la punta sur de Manhattan miles de nosotros la estamos satisfaciendo. Eso dicen, nueve días después, los voluntarios que siguen empeñados en hacer cola en los puestos de reclutamiento, donde les explican que «gracias, pero no, no se necesitan más voluntarios». Algunas personas son incapaces de ser espectadoras, y en Estados Unidos hay muchas así. Al actuar se sienten mejor, o al menos no tan mal.
Mary tiene otros tres días libres, ofrecidos por su jefe como gesto de solidaridad hacia la ciudad y las víctimas. Después tendrá que volver a su puesto en el departamento de «Comprobación de los datos escolares» de la editorial donde trabaja.
—Vendré los fines de semana —dice—. ¿Cuánto tiempo crees que vas a pasar tú en el Trade Center?
—Todo el que haga falta. Ahora este es mi trabajo. Me pagan como en cualquier obra, y no tengo ganas de estar en otro sitio. Si hiciera falta, me quedaría incluso gratis. Nadie sabe cuánto tiempo se necesitará para despejar todo eso. Algunos hablan de meses, otros de años. Dentro de unas semanas tendremos una idea más clara.
En el momento en que voy a hablarle de la llave de cola de mi padre me callo. Ya lo haré más adelante, si acaso.
—Bueno —dice ella mirando su reloj—, tengo que ir al ayuntamiento para que me sellen unos documentos. ¿Me acompañas hasta la entrada?
Enseguida nos encontramos en el parquecito triangular que conduce a la monumental escalera del edificio administrativo de la ciudad de Nueva York. Vamos andando cuando noto que su mano roza la mía y luego me la coge. Me paro, me vuelvo hacia ella. Ella ladea la cabeza y me sonríe. Como ve que yo titubeo, me atrae hacia sí empujándome por el hombro y me besa. Se pega a mí, me mordisquea los labios.
—Me ha parecido que si yo no daba el primer paso, tú ibas a seguir hablándome de tus ex, de sopletes y metal retorcido durante horas —dice ella, riéndose y recobrando el aliento.
Los ojos le brillan de alegría y triunfo. La cojo por la cintura, la levanto y pongo mi boca en la suya. Ella me pasa los brazos alrededor del cuello y me acaricia la nuca.
—Tengo que irme. Estaré todo el día en el puesto de socorro del Financial Center. ¿Te pasas luego por allí? Sé prudente ahí abajo, y no te quites la máscara en ningún momento. ¿Me lo prometes? Ciao!
Ella sube de puntillas y de dos en dos las escaleras del ayuntamiento, se detiene ante la puerta de mármol, se vuelve y me lanza un beso con la mano antes de desaparecer.
Me quedo unos segundos inmóvil y luego me dirijo, con paso lento, hacia el sur y la humareda. Mi sonrisita idiota intriga a la gente con la que me cruzo. Algunos me la devuelven, otros casi se quedan parados, preguntándose cómo es posible que un obrero que se encamina hacia los horrores de la Zona Cero tenga motivos de alegría.
Vuelvo a pasar por la Cruz Roja para recoger mis cosas. Judith está ocupada vendando la mano de un policía. Me saluda con la mano y me dirige una sonrisa de complicidad. Me encuentro a Andy en la puerta principal, que sigue cerrada. Ya le hablaré de Mary más tarde, esta noche o mañana.
—Es cosa de locos —dice él—. En J and R han tenido que tirar todo lo que tenían en el escaparate, ¡qué barbaridad! El polvo ha entrado en la tienda, y mira que está lejos del Trade Center. Lo ha estropeado todo. Han intentado limpiar los aparatos, pero nada. Un vendedor me ha dicho que no ha visto en la vida semejante mezcla, talco tóxico que ha penetrado por todas partes. Tienes razón, Cat, tengo que acostumbrarme a esa puta máscara. ¿Cómo has hecho para meter el micro por dentro?
Un rumor se extiende entre el centenar de hombres congregados ante la puerta principal. Tendrían que llegar los vigilantes, parece que la cosa se mueve. Pero nada. Al final aparecen dos gorilas vestidos de negro, con gorras y pantalón militar, y abren la verja.
—¡Reunión en la explanada, en el lado este! El trabajo se reanuda, pero con nuevas consignas.
El ingeniero nos explica que los expertos han subido de la tina con datos tranquilizadores sobre el estado del muro. Las fisuras se han estabilizado y se han instalado más bombas para evacuar más rápidamente el agua y evitar que entre en los sótanos. Se ha firmado un contrato con una empresa especializada que pronto empezará a poner refuerzos en los puntos neurálgicos. Van a perforar en diagonal hasta llegar a la roca primaria, a meter dentro de los agujeros cables de acero fijados al fondo con cemento, y luego van a tirar de esos cables, a los que llaman tie-backs, para anclar en el suelo la pared de la tina.
—Podéis volver al trabajo —anuncia—. Los equipos que se formaron ayer que ocupen los mismos sitios. En caso de que surjan problemas, sonará la señal de alerta que ya conocéis. Tanto si se trata de riesgo de derrumbe como si es de inundación, hay que evacuar lo antes posible, por supuesto. Soltáis las herramientas, salís de las cabinas de las máquinas y os vais pitando a los puntos seguros. Suerte a todos. Recordad cambiar los filtros de las máscaras, y llevadlas puestas en todo momento.