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Montreal
Marzo de 1885
Cuando aparece el penacho de humo blanco en el extremo del andén de la estación de Bonaventure, la banda del sexto batallón de fusileros de Montreal empieza a tocar «The Blue Bells of Scotland» y surge un clamor entre el gentío:
—¡Ya están aquí! ¡Ahí viene el tren! ¡Ya llegan!
Se han congregado cientos de personas, no solo las familias mohawk procedentes de Kahnawake para recibir a sus hombres, sino también canadienses de ascendencia francesa y británica, oficiales, periodistas y curiosos intrigados por los artículos de prensa. Una pancarta suspendida de las vigas metálicas que cubren la vía les da la bienvenida en inglés y francés: WELCOME HOME. BIENVENUS A LA MAISON.
La locomotora bloquea los engranajes con un chirrido, se detiene y expulsa grandes bocanadas de vapor, como si fuera un telón que al levantarse abriera las portezuelas de los vagones para dar paso a una comitiva extraordinaria que empieza a llenar el andén. Uniformes ingleses desparejados, chaquetas rojas con charreteras, pantalones de sarga gris, faldas escocesas, chilabas cuajadas de condecoraciones, borceguíes de piel, babuchas bordadas con hilos de oro, cascos coloniales, turbantes, gorras militares con las insignias de la Royal Navy, feces de Egipto con largas borlas negras. Llevan cimitarras, lanzas, farolillos de cristal de colores, espejos con marcos de conchas, ceniceros de coral, banderas, estandartes, collares de amuletos, fusiles largos con incrustaciones de nácar en la culata, alfombras enrolladas, cuchillos y puñales en sus fundas, una reproducción en madera pintada de la Esfinge de Guiza, un racimo de dátiles, una cruz copta chapada de oro puro.
Uno de ellos sostiene una jaula de hierro en la que una pareja de loros verdes y grises mantiene el equilibrio en la percha; otro lleva en cada hombro un monito atemorizado, atado con una correa de piel a un ancho cinturón plateado. Cantan, bailan, ríen, gritan, dejan en el suelo macutos enormes de lona y abren los brazos cuando, entre la multitud que corre hacia ellos, distinguen a sus parientes y amigos. Seis meses después de su marcha a África, los voyageurs del Nilo, bronceados, orgullosos y risueños, han vuelto a casa.
La aventura empezó el 20 de agosto de 1884, cuando Henry Charles Keith Petty-Fitzmaurice, nombrado gobernador general de Canadá por la Corona de Inglaterra, recibió en la ciudadela de Quebec un cable encriptado de la Colonial Office de Londres. Una vez descodificado, el representante de Su Majestad leyó que, a petición del general Garnet Wolseley, que se disponía a partir hacia Sudán al frente de una expedición, se necesitaba «enrolar a trescientos buenos voyageurs de Caugnawaga (el antiguo nombre de Kahnawake) para servir como pilotos de barcos en una expedición por el Nilo. Enrolamiento de seis meses con paso por Egipto».
«Voyageurs»: ese término, en francés, designa a los pilotos de barcos y canoas en los ríos del nordeste de América. Desde el principio de la colonización y el comercio de pieles, la reputación de los mohawk como gancheros, navegantes, guías y aventureros no tiene igual en el Nuevo Mundo.
En 1870, Garnet Wolseley, por entonces coronel, y su adjunto, el teniente William Butler, estaban acantonados en Canadá cuando un jefe mestizo, Louis Riel, se puso al frente de una rebelión en la provincia de Manitoba. Riel, que dirigía un pequeño grupo en aquel territorio del Gran Oeste, se negaba a someterse a la autoridad de la Confederación Canadiense que se había fundado dos años antes. Se hizo con el control de varias localidades, entre ellas Fort Garry, en el río Rojo, y fundó un gobierno mestizo provisional.
La Corona de Inglaterra y las nuevas autoridades federales canadienses querían apagar la llama secesionista antes de que se propagara. En pocos días se organizó una expedición compuesta por milicianos canadienses y soldados ingleses. Dado que Washington negó autorización de paso a una fuerza armada extranjera, y que el ferrocarril transcanadiense aún se estaba construyendo, solo quedaban los ríos y los lagos de la zona fronteriza con Estados Unidos para que el coronel Wolseley llegara a Fort Garry y metiera en vereda a los rebeldes.
El coronel se acordaba de cuando había estado destinado en 1862 en La Prairie, frente a Montreal, muy cerca de Kahnawake, donde admiraba en el San Lorenzo la destreza, la fuerza y el valor de los gancheros mohawk. Contrató a ciento cuarenta para que fueran sus pilotos en lo que se iba a convertir en «la expedición del río Rojo». Repartieron a los hombres en vapores, y después en canoas. La misión de los mohawk era pilotar, remar, cargar a hombros las embarcaciones y llegar en menos de tres meses a Fort Garry.
Cuando le avisaron de su llegada, Louis Riel huyó a Estados Unidos y la autoridad se restableció en la provincia de Ottawa. «Afortunado el oficial que cuente con los hábiles iroqueses, los mejores barqueros de Canadá, para maniobrar sus embarcaciones», escribió el coronel Wolseley.
A su regreso a Londres, ya convertido en general, recordó que los mohawk le habían pedido que organizara una expedición para socorrer al general Charles Gordon, apodado Gordon «Pachá», que, con un puñado de hombres, estaba siendo asediado por miles de musulmanes rebeldes en Jartum, capital de Sudán.
Al frente de la insurrección estaba un temido jefe religioso y político, medio loco y medio estratega, llamado Muhammad Ahmad ibn as Sayyid abd Allah, también conocido como El Mahdi. Era el hijo de un carpintero que logró convencer a gran parte del país de que era ser la encarnación del Mahdi, el mítico «imán prometido» de las ocultaciones cuya llegada anuncia el Corán. Quería librar a su país de la tutela de El Cairo y de Londres, y soñaba con crear un califato que fuera desde Bagdad hasta Sevilla.
El ejército de El Mahdi, mal equipado, pero numeroso y fanático, había vencido a las tropas egipcias y sitió al último contingente inglés en Jartum. Gordon Pachá había evacuado a los súbditos ingleses, a las mujeres y a los niños, pero se negó a abandonar la plaza incluso cuando todavía disponía de un vapor en el Nilo que le hubiera permitido huir. Estaba convencido de que la Corona no podía mostrar debilidad sacrificándole, y que acudiría en su auxilio.
En Londres, la opinión pública se sintió conmovida y le apoyó. Hubo manifestaciones en las que se gritó su nombre, la prensa lo convirtió en un héroe del imperio y forzó al Estado Mayor a organizar una expedición desde El Cairo.
Para recorrer a contracorriente el Nilo hasta Jartum, sortear rápidos y cataratas, Butler mandó construir en Inglaterra ochocientos barquitos inspirados en las chalupas balleneras, lo suficientemente ligeros para transportarlos a hombros cuando los obstáculos fueran infranqueables. Con dos mástiles y velas rectangulares, las embarcaciones podían transportar doce soldados con sus víveres, armas y municiones.
A principios de septiembre de 1884, el secretario militar del gobernador de Canadá, Gilbert Eliot, desembarcó en Kahnawake. En el despacho del jefe del consejo, John Farber, las sonrisas de sus interlocutores eran de buen augurio.
—Señores, tengo el honor de informarles de que el ejército de Su Majestad ofrece cuarenta dólares mensuales, el doble que los sueldos de la región, además de un equipamiento completo para el clima del desierto. La duración del contrato será de seis meses, que pueden ser renovables. Les garantizamos que no tendrán que combatir. Su misión se ciñe a pilotar los barcos que remontarán el Nilo. Necesitamos una respuesta rápida, pues saldremos de Montreal dentro de dos semanas con destino al Mediterráneo, Gibraltar, y de ahí a El Cairo.
La propuesta suponía embolsarse doscientos cuarenta dólares en seis meses, con billete de ida y vuelta para conocer Oriente y sus maravillas, África, remontar en canoa un río mítico, aquel donde, en la Biblia, Moisés fue salvado de las aguas por la hermana del faraón. La lista de voluntarios creció muy deprisa
Joe Rochelle no lo dudó. Tanto para él como para los cincuenta y seis hombres de Kahnawake que firmaron para viajar más allá del horizonte con la idea de regresar semanas o meses después, cargados de historias y de riquezas, aquello equivalía a seguir los pasos de sus antepasados, los cazadores, los guerreros, los exploradores, de los que se decía que algunos, mucho antes de que apareciera el hombre blanco, recorrieron el continente en sus canoas de corteza y llegaron con ellas a orillas del Pacífico y hasta el golfo de México. Entre los mohawk, en eso consistía ser un hombre.
—Es una oportunidad única —le dijo Joe Rochelle a su hermano Angus—. Sabes perfectamente que, a mi edad, no seguiré mucho tiempo trasegando la maderada. El verano pasado, cuando resbalé entre dos palos, pensé que no lo contaba… Esto otro, el Nilo, África, El Cairo, el desierto… ¡Es la aventura!
Joe fue el primero en alistarse; el segundo fue su amigo y futuro cuñado, Matthew LaLiberté, prometido con Emma Rochelle, que era la hermana de Angus, Joe y Peter; el casamiento estaba previsto para un año después. La paga de voyageur del Nilo no podía llegar en mejor momento para cubrir los gastos de instalación de la pareja.
La época del año también era propicia: principios de otoño, justo antes de las primeras nieves y heladas. El regreso estaba previsto en primavera, a tiempo para volver al trabajo forestal, la caza y el transporte fluvial. Ninguno de los voyageurs tenía una idea clara de cuál era su destino, pocos eran capaces de situar África, y menos aún Egipto o Sudán, en un mapa, si es que llegaban a ver uno. Sir Eliot prometió llevarles un planisferio la semana siguiente, cuando regresara para recoger la lista definitiva y entregar las primas por el alistamiento.
De vuelta a casa paseando por la orilla del río, tras dejar escritos sus nombres en la hoja, Joe le dijo a Matthew:
—De lo que no cabe duda es de que nunca nos pagarán tan bien por recorrer mundo y pilotar barcos mientras los soldados ingleses se ocupan de remar…
El día de la partida había casi cuatrocientas personas en uno de los muelles principales de Montreal para embarcarse en el Ocean King, un paquebote procedente de Escocia. Tenían orden de reclutar a «trescientos buenos voyageurs» mohawk, pero en dos semanas solo consiguieron que se alistaran cincuenta y siete. Algunos dudaron, y otros se dejaron convencer de no hacerlo por sus familias, aterradas por las crónicas que llegaban a la prensa —deformadas y con retraso— sobre aquella insurrección de «sanguinarios africanos musulmanes» de tierras lejanas. Al mando de siete oficiales británicos y un médico, iba un grupo compuesto por aventureros, barqueros, leñadores, peones, cazadores más o menos experimentados, francoparlantes o anglófonos, inmigrantes ingleses y escoceses.
La víspera, en compañía de Angus y Emma Rochelle, Joe y Matthew se despidieron de Kahnawake y celebraron en un restaurante de Montreal la marcha de los héroes.
—Prométeme que volverás dentro de seis meses —le dijo entre sollozos Emma a su novio—. El oficial inglés ha dicho que la campaña se puede alargar, que el contrato se puede ampliar una vez allí… Pero ¡yo te espero en primavera, para casarnos! Júrame que no te vas a retrasar. Y que no vas a correr riesgos.
—Te lo juro, amor —respondió Matthew abrazándola—. En mayo estaré aquí. Ya he encontrado un terreno, cerca del río, para pedir autorización al consejo y construir nuestra casa. Podremos empezar las obras, ya han derribado los árboles para las vigas de la estructura. Estaré ahí, y de una pieza, te lo prometo.
Tras pasar la noche en el hotelito de un amigo de Angus, llegaron con tiempo de sobra, de buena mañana, al muelle de salida. Los oficiales ingleses y canadienses, en formación junto a la escalerilla de embarque, estrecharon la mano de los valientes con efusividad y una amplia sonrisa.
—Es la primera vez que los canadienses participan en batallas por la grandeza del imperio. Su presencia nos llena de orgullo, y también que los escudos de Canadá ondeen en el cielo de África. ¡Les deseo a todos buena fortuna! ¡Que Dios les proteja! —exclamó uno de ellos.
A los pies de la pasarela había gente de sectas evangélicas entregando a todo el mundo una biblia ilustrada a color mientras un pastor repartía bendiciones.
En cuanto Matthew y su hermano pusieron el pie en la escalerilla, Emma, que no podía continuar aguantando las ganas de llorar, se fue corriendo hacia la salida del puerto. Angus habría preferido quedarse en el muelle y saludar con el sombrero cuando se levara el ancla, pero como no quería dejarla sola, la siguió a zancadas y la consoló pasándole el brazo por el hombro.
La sirena resonó en toda la ciudad. Una muchedumbre abigarrada y entusiasta despidió al navío que, siguiendo el San Lorenzo, partió rumbo a su viaje transcontinental.
La primera parada en Trois-Rivières y la segunda en Quebec permitieron que los que habían llegado tarde a Montreal subieran a bordo tras un viaje en tren. En la explanada de la ciudadela de Quebec, el gobernador de Canadá y otros dignatarios pasaron revista a una tropa variopinta, saludándolos y felicitándolos en francés e inglés.
—La mitad de esta gente nunca se hubiera dignado poner un pie en Kahnawake ni dirigir la palabra a un salvaje si no tuviéramos la reputación que tenemos en el río —protestó Matthew entre dientes mientras veían pasar ante ellos, sobre el barro, a la mujer del gobernador, toda de blanco con sus botines y su crinolina.
Al día siguiente continuaron por el gran río. Cuando ya se acercaban a la desembocadura subieron de la bodega unos cajones cargados con ropa de campaña, que se distribuyeron entre los voyageurs: ropa interior de lana gris, un par de camisas de franela, dos pantalones de tweed, un sombrero de ala ancha y una cazadora Norfolk, también de tweed. El intendente además entregó a cada uno una manta de lana, una toalla, utensilios de cocina y un petate de lona gruesa para transportarlo todo.
—Pero ¿no hace en Egipto un calor de mil demonios? —preguntó Matthew a un soldado inglés que le miró, pero no respondió—. ¿Esto no es demasiado abrigo?
Sus sospechas quedaron confirmadas cuando vio a los oficiales probarse uniformes más ligeros, de algodón beis, y cascos coloniales.
El médico de la expedición les entregó a todos una faja de franela y les enseñó a ponérsela dando dos amplias vueltas a la altura del vientre.
—Cuando lleguemos a Egipto, que nadie se la quite. Les protegerá del cólera y la disentería —dijo el mayor Hubert Neilson, enviado por el regimiento de artillería canadiense. Pero nunca llegó a explicar cómo un simple trozo de tela podía proteger de esas enfermedades y, al cabo de unos días en el Nilo, nadie se molestó en ponérsela.
El reparto concluyó con unas gafas con los cristales tintados en azul oscuro, «que les protegerá los ojos del terrible sol tropical», según el doctor. Iban en una bonita funda grabada con la inscripción «B. Laurence, optician. London», y se iban a convertir en uno de los tesoros preferidos de los voyageurs, que apenas las usaron en la expedición y volvieron con ellas a Canadá, donde se fueron transmitiendo de una generación a otra como una reliquia o un recuerdo.
Joe y Matthew, como todos los demás, se habían llevado una bolsa de piel con un machete de caza, tabaco de ceremonia y dos pares de mocasines de ante bordados, que no tardaron en preferir a las botas que les entregaron. Joe también se llevó su revólver de seis balas envuelto en un paño de algodón impermeabilizado, y tres cajas de munición.
La comida a bordo era nutritiva y abundante, y se servía a horas fijas en vajilla de metal y porcelana. Todo era gratis, una suerte que asombraba mucho a los voluntarios, acostumbrados a tener que pagar de su bolsillo el rancho de guiso de cerdo con judías que suele servirse en los bosques de tala o las balsas de troncos. Había incluso libros y revistas, en francés y en inglés, barajas y juegos de mesa.
Pasada la desembocadura del San Lorenzo y antes de iniciar la travesía transatlántica, el Ocean King hizo escala para abastecerse en carbón en Sidney, Nueva Escocia, donde tres hombres desertaron. En cuanto la costa canadiense desapareció del horizonte, comenzaron los diez días de travesía con destino a Gibraltar. La marejada balanceaba el barco para desgracia de los voyageurs, sobre todo los indios. Al cabo de unos días Matthew consiguió dejar de marearse y pasear por la crujía, pero Joe se pasó el día tirado en la litera, lívido y durmiendo tanto como pudo.
En Gibraltar, el coronel Charles Denison, oficial al mando del contingente, les dio permiso para bajar a tierra. Los hombres permanecieron todo el día al sol, visitando el fuerte, admirando las vistas del estrecho y el tráfico marítimo, y fascinados por los monos que jugueteaban por los acantilados.
Llegada la hora de volver a bordo, dos indios ojibwa que habían empinado el codo más de la cuenta en una taberna se liaron a puñetazos con media docena de policías y unos cuantos transeúntes. Al final llegaron refuerzos, que consiguieron contenerlos y llevarlos de regreso al barco con las manos atadas a la espalda mientras ellos dos berreaban cánticos de guerra. A bordo los detuvieron y los sancionaron con una multa de veinte dólares.
El crucero por el Mediterráneo discurrió como un sueño, por un mar en calma, protegidos del sol por toldos extendidos sobre el puente. Los hombres pasaron el rato jugando a tirar de la cuerda, echando pulsos o midiendo su habilidad al lanzar herraduras. El padre Arthur Bouchard, capellán de a bordo, que había viajado ya por Oriente Medio, daba charlas sobre esas tierras, hacía lecturas y ofrecía consejo sobre las cosas que se deben hacer y las que conviene evitar a la hora de tratar con los autóctonos. Por la noche sonaban guitarras y guimbardas.
—Vimos delfines echando carreras con el barco, ballenas y tortugas marinas en un agua de un azul y una transparencia que no se ve a este lado del océano —cuenta Joe Rochelle a su regreso.
Frente a la isla de Malta, el Ocean King adelantó a un vapor más pequeño que transportaba a El Cairo «nuestros barcos, los botes balleneros construidos en Inglaterra para remontar el Nilo. A esta velocidad llegaremos a Egipto antes que ellos, mejor que mejor», según consta en el relato del coronel Denison.
A principios de octubre el vapor atracó en un muelle de Alejandría repleto de gente. Estaba rodeado de buques de guerra de la Royal Navy, falucas, mercantes, barcos de toda índole que descargaban mercancías, vehículos, víveres y municiones.
—Desembarcamos muy rápido, pero nos tenían prohibido salir del puerto. Tuvimos que pasar horas y horas esperando en el muelle, hasta que bajaron nuestro equipaje y todo el material —rememora Joe—. Los egipcios venían a vernos y nos hablaban, pero nadie los entendía. Por la noche los oficiales vinieron a buscarnos.
Los voyageurs pasaron su primera noche en tierra sin salir del puerto, en un hangar, descansando en unos catres plegables y envueltos en un calor húmedo y perfumado, junto con soldados llegados de todos los rincones del imperio. A la hora de la cena invitaron a Joe y a Matthew a la cantina de una unidad de gurjas. En su inglés escolar, aquellos soldados bajitos y fornidos procedentes de las laderas del Himalaya y los indios mohawk de las orillas del San Lorenzo conversaron sobre sus tierras natales, sus viajes, sus partidas de caza y sus combates. Los gurjas no entendían por qué Joe y Matthew no iban de uniforme. A los dos amigos, por su parte, les fascinaban los kukris, unos cuchillos largos y curvos que los gurjas llevaban sobre el vientre, metidos en su funda. Quisieron comprar alguno, o hacerse con él por medio de un trueque, pero los gurjas se negaron entre risas y sirvieron otra ronda de té con especias.
Al día siguiente los voyageurs recibieron unos cascos coloniales blancos, los hicieron formar en columna y desfilar hasta la estación, donde los esperaba un tren especial. El vagón de los oficiales estaba cerrado con cristales y se parecía a los de primera clase en los trenes canadienses, pero los de la tropa estaban abiertos de par en par. Unos bancos de madera alineados permitieron a los voyageurs apelotonarse entre arcones, petates y lona para las tiendas.
—En cuanto las ruedas empezaron a girar —recuerda Joe ante una cerveza, acodado en la barra de cobre del restaurante donde se han parado a tomar algo al salir de la estación de Montreal—, la arena que proyectaba el viento nos cubrió de arriba abajo. No había pasado ni una hora y ya teníamos la piel tan oscura como los egipcios.
Coge las manos de su hermana e intenta hacer que se vuelva y deje de mirar a Matthew, al que no ha quitado los ojos de encima desde que ha aparecido en el andén.
—¡Y no sabes qué calor! Emma, un calor que no te puedes ni imaginar. Aquí puede hacer calor en verano, pero allí los olores son tan intensos, y el aire tan húmedo, que casi marean. Así que, para escapar del amontonamiento del vagón y buscar un poco de frescor, nos subimos al techo y nos quedamos allí sentados. Teníamos para nosotros el cielo, y el río a lo lejos; ¡era precioso!
La vía del tren iba paralela a las orillas del Nilo.
—A la altura de Alejandría el Nilo es tan ancho como el San Lorenzo en Kahnawake, pero sin rápidos, y es de color ocre, casi dorado, algo que yo no había visto nunca, en ningún río.
El fértil delta alimentaba zonas húmedas hasta donde alcanzaba la vista, por las que pastaban búfalos. Los campesinos, con el agua hasta la cintura, recogían arroz o formaban brazadas de largos juncos. A algunos, el verde de las terrazas que se cultivan en las colinas les hacía pensar en los jardines del Edén, recordando las lecturas de la Biblia en la escuela de la misión jesuita de su niñez.
Después estaba el desierto, hasta el horizonte. El tren pitaba para que los dromedarios y sus jinetes se apartaran de la vía, porque la usaban de pista. En las paradas en pequeñas estaciones aisladas, los voyageurs iban corriendo a las fuentes para llenar botellas y cantimploras que envolvían en trapos húmedos.
El tren cruzó los arrabales de El Cairo sin detenerse. Vista desde los vagones, la urbe parecía inmensa, gris, baja, polvorienta y superpoblada para aquellos canadienses que, excepto unos pocos, la mayor ciudad que conocían era Montreal, con sus muelles de madera, sus calles trazadas a cordel y sus edificios recientes.
—Un oficial vino y nos dijo que, si todo iba bien en la misión, tal vez pudiéramos parar un día o dos a la vuelta, antes de tomar el barco —cuenta Matthew—. Teníamos curiosidad por ver las famosas pirámides y la Esfinge, que el padre Bouchard nos había enseñado en grabados.
Llegaron a una pequeña estación a la salida de El Cairo, donde hicieron un descanso de una hora para la cena (carne en lata, pan y té), que se sirvió en los vagones y, ya de noche, volvieron a salir con destino a Asiut, un puerto fluvial donde terminaba la vía férrea y al que llegaron al amanecer. Anclada cerca de la orilla había una flota de falucas, barcazas y vapores, algunos con pabellón británico.
—Como nos habían hablado de unas catacumbas antiguas y maravillosas en Asiut, pedimos permiso para ir a verlas, pero los oficiales nos dijeron que no —cuenta Joe—. Decían que no podíamos perder tiempo porque la vida del general Gordon y sus hombres estaba en nuestras manos. Si llegábamos pronto a Jartum podríamos salvarlos, pero si nos entreteníamos por el camino todos morirían.
Pusieron el equipamiento en carros y marcharon todos hasta la orilla del Nilo. Allí se cruzaron con unos prisioneros sudaneses, altísimos, de un negro casi azul, que iban con la cabeza gacha y atados unos a otros con cadenas de hierro. Los vigilaban unos soldados egipcios que les dirigían sonrisas y frases en árabe.
—En el Nilo nos esperaba un convoy fluvial —prosigue Matthew—. Dos vapores pequeños, barcazas y chalupas, las que teníamos que pilotar río arriba.
Cada barco a motor llevaba a remolque una barcaza y un rosario de canoas. A la espera de la partida, repartieron entre los voyageurs cacharros de cocina y provisiones, de los que echaron mano los cocineros para preparar la comida. Cada uno se instaló en su sitio. En las barcazas y las canoas metieron las mantas y las lonas para las tiendas previstas en el viaje a Asuán.
—Era casi como estar de vacaciones —dice Matthew sonriente—. Como el vapor tiraba de nosotros, fuimos tan a gusto en las canoas, durmiendo y mirando el paisaje. Había monumentos antiguos por todas partes. A veces eran templos inmensos, horadados en la roca. Otras eran estatuas de personajes sentados o de pie, de una altura de más de veinte metros. Pero casi nunca podíamos acercarnos a verlas. Los pocos egipcios que venían con nosotros casi ni las miraban y, como no hablaban ni inglés ni francés, tampoco podían explicarnos qué era eso que veíamos, pero era increíble.
No se podía ni pensar en navegar de noche, por los bancos de arena. A última hora de la tarde, el coronel Denison indicaba dónde acampar. Si estaba cerca de un lugar antiguo autorizaba a un contingente a visitarlo, pero la prioridad era ir al mercado para comprar pescado, verduras y dátiles para completar el rancho.
Una tarde, cuatro o cinco voyageurs se alejaron del campamento al caer la tarde y un poco después se oyó un disparo.
—Estaban robando sandías en un huerto, y los egipcios los pillaron —relata Joe—. En la huida, uno de los nuestros disparó y mató a uno del pueblo. Aquello estuvo a punto de convertirse en una revuelta, así que tuvimos que levantar el campamento antes de que amaneciera. Al día siguiente el coronel intentó averiguar quién había disparado, pero no lo consiguió. Hizo pagar una multa a los que estaban en tierra y mandó que se confiscaran las armas personales. Como yo nunca había sacado mi revólver del petate, y el único que sabía que llevaba uno era Matthew, decidí callarme y quedármelo.
A partir de entonces, la disciplina se reforzó y se prohibió salir del campamento.
La tropa llegó a Asuán después de pasar cerca de las antiguas ciudades de Tebas y Luxor, pero no se detuvieron. Los escoltaron, con los enseres, hasta los vagones de una línea de ferrocarril de unos diez kilómetros, construida para evitar la primera catarata del Nilo, que no se podía salvar a contracorriente. Allí los esperaba un vapor que remolcaba unas cuarenta chalupas para llevarlos hasta Wadi Halfa, el fuerte donde se había concentrado la expedición inglesa para marchar sobre Jartum. Esa fue la última parte del viaje en que los remolcó un vapor. A última hora de la tarde admiraron los templos majestuosos de Abu Simbel y las estatuas colosales de Ramsés II talladas en la piedra ocre, cerca de la frontera con Sudán.
Acodado en la barra, Joe Rochelle se acaba su pinta de cerveza roja y pide otra.
—Pensábamos que sería estupendo disponer de tiempo para visitar esos templos a la vuelta, pero sabíamos que teníamos que darnos prisa.
Unos kilómetros después de Wadi Halfa estaba el punto en el que el Nilo se dividía en varios brazos, ninguno de ellos navegable. Ahí los esperaban, alineados en la orilla, cerca de un inmenso campamento militar, las docenas de canoas con las que iban a tener que remontar la corriente. Atracaron y levantaron las tiendas para pasar la noche.
Al día siguiente, el jefe de la expedición, el general Wolseley, fue a visitarlos. Estrechó manos, inspeccionó embarcaciones y se reunió con el coronel Denison y los oficiales. Antes de irse, frente a los voyageurs congregados en la orilla, dio las gracias a «nuestros hermanos canadienses por haberse sumado a esta odisea, desde el San Lorenzo hasta el Nilo, desde las tierras nevadas hasta el desierto, para poner su extraordinario talento como remeros, que les ha dado fama en el mundo entero, al servicio del imperio y de una noble causa».
—Cuando terminó el discurso, dos hombres le llevaron una de las dos canoas de madera de arce rojo que habíamos transportado desde Kahnawake, pintadas con los colores del clan del Lobo. El gran jefe inglés parecía un niño con zapatos nuevos… Retrasó su marcha para darse una vuelta por el río con cuatro de los nuestros, que remaban con todas sus fuerzas y lograban ir tan rápido como los barcos de vapor —cuenta Joe.
La segunda canoa fue para el coronel Denison, que se pasó en ella la mayor parte del tiempo controlando el convoy de chalupas, pues era más manejable para ir río arriba y río abajo.
La primera tarea de los voyageurs canadienses consistió en remontar una sección de rápidos con alrededor de cien canoas, previamente vaciadas, que los soldados ingleses esperaban río arriba, a unos cinco kilómetros.
Se elevaron los dos mástiles, se largaron las velas y, con seis hombres en cada embarcación, se pudo avanzar a buen paso contracorriente. Los pilotos mohawk sabían leer en los remolinos de agua lodosa, zigzaguear por el río en busca de los mejores pasos, deslizar las canoas entre las rocas que afloraban, y se retaban para tener el honor de ser los primeros en llegar. Para superar el obstáculo principal, una catarata de un par de metros, agarraban las cuerdas que les tendían unos camelleros sudaneses que estaban en las orillas. A bordo se quedaba solo uno, el piloto, mientras hombres y animales tiraban con todas sus fuerzas. La canoa, sin su cargamento, saltaba el obstáculo y seguía avanzando.
—Dejamos las chalupas, bajamos a pie por el sendero que discurría junto a los rápidos, y volvimos a subirnos —explica Matthew—. Hacía calor, mucho, pero era soportable. La verdad, nos imaginábamos que sería peor.
—Sí, pero hicimos bien en no fiarnos de la ropa que nos habían dado al principio, acuérdate —apostilla Joe—. Esas cosas inglesas para ir de caza cuando llueve abrigaban demasiado. Yo las cambié por camisas blancas, que es lo que lleva allí todo el mundo. En cambio, esto otro que nos dieron era perfecto —dice, dando golpecitos al casco colonial blanco, lleno de barro, que lleva sujeto al cinto—. Todos nos lo hemos traído. Para este verano, en el San Lorenzo, va a ser lo mejor.
Una vez superada esa primera prueba, el Estado Mayor pidió que treinta y seis mohawk tomaran la delantera para la tercera catarata, donde tenían que poner a prueba la resistencia de las canoas y su capacidad para remontar los rápidos con su cargamento de hombres, armas y municiones. La carga de las canoas era de más de dos toneladas, con ocho soldados ingleses o egipcios subidos a bordo junto con el piloto mohawk.
Allí, en el alto Nilo, el río a veces tenía casi trescientos metros de ancho y un montón de brazos e islas. Las corrientes eran muy fuertes y muy peligrosas. Se trataba de la zona del río donde más difícil les iba a resultar a los voyageurs canadienses remontar las canoas.
Joe Rochelle, haciendo el gesto del piloto agarrando el timón, lo describe así:
—Eran rápidos a los que no era fácil enfrentarse, porque cambiaban de un día para otro con el nivel del río. Pedimos a los oficiales quedarnos en un mismo sitio para hacer varias idas y venidas, a lo largo de varios kilómetros. Así, al cabo de unos días, ya sabíamos dónde estaban los sitios buenos de paso. Los soldados ingleses pasaban de una canoa a otra; era lo más fácil. La verdad, modestia aparte, es que hicimos un buen trabajo —dice, dando unas palmaditas en el hombro a su futuro cuñado.
Aunque pasaron mucho tiempo en el mismo lugar y subieron y bajaron montones de veces el mismo tramo de rápidos, no llegaron a establecer ningún contacto con los sudaneses.
—Acampamos cerca de un pueblo pero, quitando a los que trabajaban para nosotros, siempre se mostraron hostiles —lamenta Matthew—. Los niños huían cuando nos acercábamos; las mujeres, que llevaban velo, se metían corriendo en sus casitas de adobe rodeadas de tapias. A veces nos tiraban piedras. Los que estaban contratados para el avituallamiento o para tirar de las chalupas solo hablaban cuatro palabras de inglés, o hacían ver que lo hablaban. No creo que llegaran siquiera a entender por qué estábamos nosotros allí, ni por qué llevábamos tantas canoas hacia el sur. Creo que, sobre todo, tenían miedo de los soldados y de las armas.
—Sí —prosigue Joe—. Pero la verdad es que muchos de los nuestros tampoco entendían qué pintábamos allí ni por qué había que llevar por los rápidos tantos hombres y tanto material. Eso de los rebeldes y el asedio nos parecía muy lejano. Yo preguntaba a los oficiales cuando me cruzaba con alguno, pero me contestaban que tampoco lo sabían, o no me respondían.
Los rebeldes cortaron el telégrafo. Las noticias llegaban a medias, tanto desde el norte como desde el sur. En todo caso, en Jartum se estaba pasando hambre. No iban a aguantar mucho tiempo. Acudieron refuerzos y canoas desde El Cairo. Los mohawk hacían en solo unas horas, de vacío, el camino que habían tardado tres días en recorrer a contracorriente para llevar más armas, víveres y munición. Los militares, sentados entre las cajas, remaban manteniendo el ritmo. Al timón iba un piloto indio, y otro en la proa, con un gancho para sondear el río o apartar la proa de las rocas.
—En nuestro trozo del río había dos cascadas demasiado altas para saltarlas —agrega Joe—. El ejército había instalado dos campamentos con cientos de soldados y porteadores egipcios y sudaneses. Vaciaban las canoas, se lo echaban todo a los hombros y lo cargaban doscientos o trescientos metros, y volvían a meterse en el agua. Hacia finales de diciembre un capitán nos dijo que la situación era de urgencia, que Jartum iba a caer, por lo que enviaron una columna montada en dromedario, por el desierto, para ir en línea recta y evitar un gran bucle del Nilo. Pero, por lo que nos dijeron, llegaron demasiado tarde.
El 28 de enero de 1885 los refuerzos arribaron a Jartum y no encontraron más que ruinas, una ciudad saqueada, incendiada y llena de cadáveres. Dos días antes, las últimas líneas defensivas habían caído y miles de rebeldes cruzaron la fortificación y tomaron la capital de Sudán. Los seguidores de El Mahdi le llevaron, clavada en una lanza, la cabeza de Gordon Pachá. El jefe rebelde murió meses después en circunstancias misteriosas, y eso puso fin a la revuelta.
—A donde nosotros estábamos, bien adentrados en el bajo Nilo, no llegó ninguna noticia hasta más de una semana después —prosigue Matthew—. La muerte del general inglés supuso una triste noticia, pero no implicaba el final de la operación, sino todo lo contrario. Fue un acicate para organizar a la tropa y perseguir a los rebeldes y a su jefe. Pero nuestro contrato de seis meses llegaba a término, así que había que tomar una decisión.
El joven se vuelve hacia su novia, que no le ha soltado la mano desde que ha bajado del tren.
—Para mí, estaba claro. Yo tenía que volver. Y casi todos los mohawk hicieron lo mismo.
A pesar de las pagas extra, de que aumentaron el sueldo mensual a sesenta dólares y prometieron equipamiento nuevo, todos los hombres de Kahnawake, con excepción de un par de jóvenes aventureros, se negaron a reengancharse otros seis meses. Los canadienses llevaban mal el calor, y los seis meses que seguían iban a ser aún más sofocantes. Además, todos sabían que en la reserva se iba a celebrar una reunión importante, en la que se redistribuirían tierras, el 1 de mayo. Los que no estuvieran presentes se quedarían sin nada.
Los voyageurs de Kahnawake se despidieron y, en chalupas, vapores y trenes, emprendieron el camino de regreso. Al ir en el sentido de la corriente, todo fue más rápido. A su llegada a El Cairo se llevaron una sorpresa. Por orden del general Wolseley, que quería «recompensar a los voyageurs que han hecho una excelente labor en los rápidos del Nilo», se encontraron con un programa de visitas organizadas por la agencia de viajes Thomas Cook.
Joe Rochelle se saca de su bolsa de piel una hoja de cartulina, la desdobla y la lee:
—«A los voyageurs canadienses: se informa de que se han tomado las siguientes disposiciones para permitirles visitar El Cairo y las pirámides por invitación del gobierno de Su Majestad».
A continuación iba el programa de una jornada de turismo de lujo, con un tren especial para llevarlos al centro de la ciudad, coches de caballos para visitar el puente de Ksar el Nil, la plaza Abdin, el palacio, la mezquita del sultán Hassan, el bazar y los jardines de Esbekiya.
—Te he comprado esto en una joyería cristiana del bazar —le dice Matthew a Emma, sacándose del bolsillo una bolsita de piel roja.
Dentro hay un collar con cinco hileras de bolas de oro labrado, ligeras como burbujas, que le pone al cuello antes de besarla.
—Llegamos a primera hora de la tarde a las pirámides de Guiza donde, bajo una carpa, nos esperaba un almuerzo. Unos guías nos llevaron hasta allí. Dimos una vuelta subidos a unos caballos pequeños. ¡Yo escalé una de las pirámides casi hasta arriba! Son tumbas, con entradas secretas, de los grandes faraones de Egipto. Es un espectáculo impresionante, unos monumentos majestuosos. También vimos la Esfinge, es inmensa… A última hora de la tarde regresamos a la estación y salimos para Alejandría.
El 6 de febrero de 1885, por la mañana, un transporte de tropas inglés salió del puerto. Hizo una escala en Malta y otra en Cobh, Irlanda, donde los viajeros transbordaron a un paquebote rumbo a Halifax, en la costa canadiense. En esa ciudad de Nueva Escocia les esperaba el tren a vapor que, el 6 de marzo por la mañana, los llevó a Montreal.