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Final que es principio
Desde su celda en los sótanos, José oyó marchar la comitiva del arzobispo después de la hora de laudes, cuando apenas clareaba el día por el pequeño tragaluz. No le habían dejado lámpara y había pasado la noche a oscuras, dormitando a ratos sobre la paja mohosa, y pensando en las ratas y las pulgas que debían vivir en aquella celda. No sabía cómo se había vuelto a complicar su situación; él que sólo quería vivir en paz y que creía que había encontrado amigos.
Apenas se extinguieron los ruidos de la comitiva de Aymeric, el propio abad vino a abrir la puerta de la celda de castigo.
—Vamos, José. Ven a mi habitación.
Siguió a Arnulf por las angostas escaleras que subían de los sótanos al claustro y se sintió repentinamente cegado por la luz del sol que amanecía a través de los capiteles. En la habitación del abad esperaba Gerbert. Arnulf le hizo sentar y le sirvió un cuenco de leche y un gran trozo de pan.
—Come. Vamos a tratar de resolver esto.
José se miró las manos sucias y Gerbert rió de buena gana.
—Anda, sal a lavarte al claustro; dejadle, padre abad. ¡Estos mozárabes!
José se lavó las manos y la cara en la fuente del claustro; le dolía la cabeza y se sentía atontado. Cuando regresó, Gerbert y Arnulf miraban un mapa que dejaron al entrar José.
—¿Me llevarán a Narbona? —preguntó.
—No, de momento. Ahora, el arzobispo está muy ocupado con sus visitas para reafirmar su autoridad sobre los otros obispos catalanes. Confía en que te encontrará aquí si te necesita, pero puede que se olvide de todo este incidente que no ha sido tan importante. Depende de su conveniencia. Aymeric es más político que obispo y cumple los mandatos del rey. Puede que sea sincero al pensar que tu facilidad para calcular es obra del diablo. Pero nosotros no podemos seguir en esta situación. El Papa tiene que reconocer que Vic es la heredera de la antigua archidiócesis de Tarragona y liberar a los obispos catalanes de la obediencia del de Narbona.
Gerbert intervino.
—¿Qué vais a hacer, padre abad?
—En la próxima Navidad los obispos viajaremos a Roma a expresar nuestra reverencia al Papa y a pedir privilegios para nuestras diócesis; mientras tanto, José debe marcharse cuanto antes fuera de aquí. José, te relevo de tu obediencia y de tu pacto y te devuelvo tu dinero y tus libros, tus pergaminos y tus instrumentos. Debes salir de Santa María de Ripoll. Ya no es buen lugar para ti. Te proporcionaré una mula, víveres y mapas para que vayas hacia el Oeste. Te devolveré la carta de tu obispo Rezmundo y añadiré otra mía para el abad del monasterio de Leyre, en Navarra. Ahí no alcanza el poder del rey de los francos ni es jurisdicción del arzobispo de Narbona. Estarás seguro.
José intervino:
—Puedo pagaros los gastos que hagáis, padre abad.
—Ya lo has hecho con tu trabajo en la biblioteca, hijo. Y vas a necesitar todo el dinero de que puedas disponer. Sigo pensando que tu estancia aquí es una bendición de Dios; nos has enseñado muchas cosas, a pesar de lo que opinen algunos monjes medio bárbaros.
—¿Y Emma? ¿Qué va a pasar con ella? Sus votos terminaron en Navidad.
Arnulf se encogió de hombros.
—¡Quién sabe! ¡Cómo han complicado todo! La abadesa recibirá la orden de Aymeric y la encerrará en su celda y no la dejará salir ni hablar con las hermanas. La interrogarán para saber si la has hechizado o ha sido una monja indigna y la pondrán duras penitencias para quitarle los hechizos. Y no debemos olvidar que el rey quiere mandar cinco doncellas de regalo para el Califa.
Al fin, no serán sólo hijas de los condes catalanes, pero Emma sólo es catalana por su madre y de todas formas puede encabezar la lista si alguien insiste lo bastante —se levantó y se acercó a la ventana y miró los campos que se desperezaban bajo la helada; de pronto se volvió con una sonrisa que le iluminaba la cara—. José, tú no deseas ser monje, ¿verdad? Tú amas a Emma. Y ella también está enamorada de ti. Sólo había que ver vuestras miradas en la comida de Navidad.
José asintió, sorprendido, pero no hacía falta; la pregunta de Arnulf no aguardaba respuesta.
—Hay que actuar deprisa. No vais a poder cortejaros como dos novios. Vete a buscar a Emma a Sant Joan y tráela aquí. Yo os casaré y te podrás llevar a Emma a Leyre y vivir allí con ella. Es un hermoso monasterio y encontraréis hospedaje en la aldea; dicen que allí, el santo abad Virila se pasó cien años escuchando el canto de un pájaro. Dios lo permitió para que comprendiera cómo es la eternidad. Llévate tus libros árabes, que serán la mejor carta de presentación. En Leyre podrás terminar de traducirlos y nos enviarás una copia, que te aseguro que guardaré como un tesoro. Y podrás vivir tranquilo y ser feliz. Y si no te adaptas a las costumbres de los navarros, siempre podéis viajar a Toledo, donde hay muchos cristianos mozárabes y donde te sentirías en tu casa.
—Gracias, padre abad —recordó algo y siguió—; os dejaré una carta para mi padre, para que conozca lo que me ha ocurrido y cuál es mi destino.
—Bien, yo la remitiré. No podemos decir nada a Adelaida; no podría consentir la fuga de una novicia a la que tiene que tener retirada, pero sé que tampoco la impedirá.
—¿Y vos, padre abad? ¿No os traerá problemas el ayudarnos? De una boda os tenéis que enterar.
—Será una boda muy discreta, José, sin vestidos de fiesta y sin adornos en el altar. Os esperaré en la ermita de Sant Pere, en el claro. Los testigos serán Gerbert y Ferrán —sonrió—. No le diremos nada al hermano Hugo ni a los demás monjes, pero será una boda perfectamente válida y yo firmaré los documentos precisos. Y si nadie me pregunta, nadie sabrá nada.
Gerbert le abrazó con grandes palmadas en la espalda.
—Mándame una esfera armilar desde Leyre, por favor —suplicó—, y también la historia del abad Virila.
* * *
José dejó las mulas escondidas en un grupo de árboles ya a la vista del monasterio de Sant Joan. Tenía un nudo en el estómago e iba tan preocupado por no perderse, que el camino se le hizo corto esta vez. Escaló el muro de la huerta y se deslizó en el claustro a esperar a que saliesen las monjas que cantaban los salmos en el coro. Hacía frío, pero José no sabía si tiritaba por el tiempo o por el miedo. Cuando se abrió la puerta y las monjas, en parejas, salieron al claustro para dirigirse a sus celdas, José aguardó, escondido, con el corazón golpeándole el pecho, a que llegasen las novicias, que iban las últimas. Cuando Emma y su compañera, que eran las últimas de la fila de las jóvenes, doblaron la esquina, en silencio, ante los ojos asombrados de la otra novicia, la cogió del brazo y la sacó de la fila.
Las otras monjas que iban delante no se dieron cuenta de nada. Emma ahogó un grito de susto y una expresión de alegría apareció en sus ojos. La procesión la cerraban la abadesa y la maestra de novicias, que se detuvieron mirándolos. Junto al muro y cogidos de la mano, José y Emma las vieron llegar y detenerse delante de ellos.
Se inclinaron ante la abadesa en una respetuosa reverencia sin decir nada; todo era demasiado evidente; y también sin hablar, sin un gesto de extrañeza, la abadesa adivinó lo que estaba ocurriendo y trazó en el aire una bendición antes de imponer silencio con un gesto a la maestra de novicias y mandar a la otra novicia que continuase su camino.
José y Émma salieron corriendo del claustro perseguidos por la sorprendida mirada de la maestra de novicias, que seguía en el claustro cuando Erama se volvió para subir a su celda y recoger su manto, sus calzas de lana y sus pocas cosas.
Sólo se besaron después de saltar el muro, con el monasterio a la espalda y las mulas a la vista.
Las preguntas, las explicaciones y los planes vendrían más tarde.
* * *
De José Ben Alvar a Alvaro Ben Samuel, su padre, en Córdoba.
Muy querido padre:
Te escribo esta carta en la ermita de Sant Pere, mientras el Abad Arnulf prepara un mapa que nos indique un buen camino para nuestro viaje al monasterio de Leyre, ya que no sabe si nos conviene tomar el camino que nos llevará por tierras de los gobernadores de Lérida y Zaragoza, o evitar los dominios del Califa y seguir por el Norte, a pesar de la nieve que señorea las montañas.
El abad acaba de celebrar mi boda con Emma, la hija del conde de Tolosa; ha sido una boda apresurada debido a las circunstancias, las mismas que nos obligan a marcharnos de Ripoll. No va a ser un viaje fácil para nosotros, pero te anticipo, padre, que ni Emma ni yo tenemos miedo.
Me gustaría que mi madre conociese a Emma. Iba a quererla en seguida, como si fuese una hija más. Es muy joven y tiene el pelo rojizo y los ojos verdes como las gentes de aquí. La conocí en el monasterio de Sant Joan y es muy bella y muy buena. ¡La quiero tanto, padre!
El abad Arnulf me ha devuelto las cartas de presentación del obispo Rezmundo y ha añadido recomendaciones propias para los abades de los monasterios y los señores de los castillos. Tengo todo el dinero que me diste, porque no ha querido aceptar nada por el tiempo que he pasado en el monasterio. Ha sido para mí como un segundo padre y no debemos tener dificultades para llegar a Leyre. Me han dicho que es un gran monasterio que quiere formar una buena biblioteca. Tendré trabajo de traducción de mis libros árabes. Y no está bajo el dominio del rey Lotario.
Ya te explicaré en otra carta lo que nos ha ocurrido. Tu hijo no deja de encontrarse con problemas que no busca.
Me gustaría, más adelante, poder establecernos en Toledo, donde el ambiente y la cultura son las de nuestra querida Córdoba, que tanto añoro. Allí podríamos formar nuestro hogar y ver crecer a nuestros hijos y nos encontraríamos más cerca de vosotros. Padre, alguno de tus nietos puede tener el pelo del color del cobre. Debo terminar; el abad Arnulfo se acerca con su mapa. Le acompañan nuestros amigos. A ellos dejo esta carta. Abraza a mi madre y a mis hermanos. Te abraza y pide tu bendición
JOSÉ
P. D. Mi amor y mi respeto para todos vosotros.
EMMA