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Santa María de Ripoll
Junio del 968
(357 de la Hégira para los creyentes del Islam)

—Bienvenido al monasterio, José Ben Alvar.

—Gracias por vuestra acogida, señor.

El abad Arnulf sonrió ante el suave acento árabe con que hablaba latín el muchacho. Se notaba que no hablaba en su idioma materno. Lo contempló con curiosidad. La carta del obispo de Córdoba lo recomendaba muy calurosamente. Encarecía su piedad y su gran inteligencia. A primera vista, no se diferenciaba demasiado de los novicios del monasterio. Tal vez algo más moreno, tal vez más maduro, más adulto.

—¿Te encuentras bien? ¿Necesitas algo?

—Vuestra acogida ha sido muy generosa, señor. No necesito nada; gracias.

Estaban en la sala capitular[25], rodeados de todos los monjes del monasterio. Atardecía y los últimos rayos del sol se colaban por la puerta que daba al claustro. José había llegado al monasterio a primera hora de la tarde, acompañado de dos servidores del monasterio de Sant Joan. Luego, el hermano portero había conducido a José a la casa de huéspedes, y allí, ayudado por el monje, había colocado su equipaje en la amplia habitación que aquel día sólo le tenía a él de habitante y se había tumbado sobre la paja fresca y limpia que estaba amontonada para servir de cama. Seguía dominado por una sensación de vértigo. Se sentía en el aire, sin estabilidad.

El abad en persona había ido a buscarle para los rezos y José había besado el anillo colocado en aquella mano grande y huesuda, más propia de un labrador o de un soldado que de un monje, y le había seguido a la capilla. Habían rezado vísperas[26] y luego, ya en la sala capitular, el abad Arnulf había hecho salir al centro a José y se lo había presentado a los hermanos.

—Deberías decirnos algo de lo sucedido en Córdoba, José. Servirá de meditación a los hermanos.

—No hay mucho que decir, señor. Yo era estudiante de las cuatro ciencias; mis maestros estaban muy satisfechos de mis progresos en aritmética y cálculo. Hubiese alcanzado la distinción al mejor alumno de este año; un compañero me envidiaba, él también progresaba y quería el premio y su padre me acusó de maldecir a Mahoma.

—¿Lo hiciste?

—No, señor. Nunca.

Un monje grueso y sonrosado, que había ejercido de sacristán durante el rezo, intervino:

—¿Y presumes de ello?

José se volvió con sorpresa:

—No presumo, sólo digo la verdad.

El abad aclaró:

—El hermano Hugo se extraña porque aquí no se censura un insulto a Mahoma, el infiel que Dios confunda.

José Ben Alvar levantó la cabeza con viveza.

—Perdonadme, señor. Soy un cristiano fiel, cristianos son mis padres y cristianos fueron mis antepasados. De mi familia era Alvaro, el gran amigo de nuestro santo mártir Eulogio, que también murió por nuestra fe. Hemos sido fieles al Señor en los buenos y en los malos tiempos; hemos soportado impuestos injustos y persecuciones. Yo he huido de mi tierra y de la casa de mi padre, he perdido mis estudios, mi casa, mis compañeros, todo lo que era mi vida. Lo he hecho por salvar mi vida, pero, si hubiese llegado la ocasión, estaba dispuesto a morir por mi fe. Como los otros cristianos que viven bajo el gobierno del Califa. El obispo Rezmundo puede garantizarlo. Sin embargo, debo deciros que Mahoma era un hombre justo que buscaba a Dios por otros caminos. No tuvo la gracia de la fe en Nuestro Señor Jesucristo, pero tenía buena voluntad. Dios nuestro Señor se lo habrá tenido en cuenta.

—Eso es una herejía.

José Ben Alvar inclinó la cabeza en una forzada cortesía hacia el monje y se dirigió a todos.

—Hermanos, allí en Córdoba las cosas son diferentes. No todos nuestros amigos o parientes llaman a Dios de la misma forma que nosotros, pero eso no significa que no sean buenos o que no los amemos. Nosotros defendemos nuestra fe con la mayor y más arriesgada fidelidad, pero tal vez sin mucha ciencia. Las cartas del Papa no llegan con facilidad a aquellas tierras y nuestros obispos no tienen muchas oportunidades de acudir a sínodos con sus hermanos en la fe. Tampoco tenemos muchos monjes ni tantos monasterios como en el Norte.

El monje que había ayudado a José a acomodar su equipaje intervino:

—Has traído objetos mágicos desde Córdoba.

—No, hermano. Sólo algunos ábacos de arena y latino y otros instrumentos para observar las estrellas. Son herramientas de mi ciencia. Yo sé utilizarlos.

—Y libros llenos de signos diabólicos.

—Son libros en árabe. El alfabeto no es más que la representación de los sonidos de una lengua.

—Si esa lengua la hablan los servidores del diablo, sus signos conjurarán a su señor, el diablo —dijo el hermano Hugo, el sacristán.

—Cuando en Córdoba escribimos el padrenuestro en árabe, ¿lo hacemos con signos del diablo? —replicó José.

—Sí. Con los signos del diablo. Y es una grave herejía escribir el padrenuestro en árabe.

—Muchos de los nuestros apenas comprenden ya el latín. Cuando se dirigen al Señor, lo hacen en la lengua en la que hablan todos los días. Si yo tuviese más edad y sabiduría, preguntaría a los venerables monjes por la santidad de la lengua latina, que si bien es cierto que la hablaron muchos santos y mártires, también fue la lengua de los emperadores romanos que persiguieron hasta la muerte a los santos.

Un monje alto, de cara redonda y colorada y fuerte acento franco intervino:

—¿No es más importante rezar el padrenuestro que la lengua en que se reza?

El abad terció con suavidad:

—La lengua no es más que el instrumento con que el hombre se dirige a Dios, que domina y entiende todas las lenguas, porque Él conoce el interior de las personas. Hermanos, debemos brindar nuestra mejor hospitalidad a nuestro hermano José, que ha llegado a nuestra casa a causa de la persecución por la fe de Nuestro Señor Jesucristo.

Se levantó de su sitial para dar la bendición de despedida a los hermanos y José salió camino de la casa de huéspedes. Un muchacho algo mayor que él y que llevaba hábito de monje se emparejó con él.

—Me llamo Gerbert. ¿Me dejarás ver esos libros llenos de signos diabólicos?

* * *

Después de laudes[27], los monjes salían a sus trabajos; la huerta, los campos y los animales ocupaban las horas de la mayor parte de los hermanos. Otros iban a la biblioteca a copiar página tras página de los viejos y valiosos códices, y los más fuertes ayudaban en la construcción. El rumor de las herramientas de los albañiles y los canteros que labraban los muros de la iglesia poblaba el ambiente y no dejaba olvidar que Santa María de Ripoll era un monasterio sin terminar.

El abad Arnulf esperó a que José saliese de la iglesia y se emparejó a su lado.

—Has rezado con mucha devoción.

José enrojeció.

—Tal vez, señor. Necesito aclarar mi vida y sólo Dios puede ayudarme.

—Llámame padre, José. Soy el abad. Debes confiar en que el Señor te está ayudando. ¿Conoces ya el monasterio?

—No, padre abad. Sólo he estado en el refectorio[28], en la iglesia, en la sala y en la habitación de huéspedes.

—Ven, te lo enseñaré.

Arnulf le guió a través de las construcciones del monasterio. Le enseñó después la despensa, donde se guardaban los quesos, el pescado seco, las manzanas, la sal y la miel, el aceite y la harina para hacer el pan, que era el principal alimento de los monjes y de los servidores del monasterio.

Pasaron por las cocinas y los establos y José se sorprendió ante el gran número de caballos que se guardaban. Tres novicios estaban ocupados en limpiar los pesebres y cepillar los animales. Eran grandes animales, de mucha alzada y fuertes patas. Caballos de guerra, de gran valía. José preguntó:

—¿Para qué utilizáis estos animales? Son caballos de guerra.

Arnulf sonrió:

—Son los caballos del buen conde Borrell; los ha confiado al monasterio y nosotros los cuidamos.

—Pero veinticuatro grandes caballos de guerra deben de consumir mucho forraje…, es un gran gasto para el monasterio.

Arnulf le contempló sorprendido.

—¿Cómo sabes que hay veinticuatro caballos?

José contestó, casi sin pensar.

—Los he contado.

—¿Tan pronto?

José se sonrojó como siempre que le sorprendían en su habilidad.

—Sé contar muy rápido, padre abad.

Arnulf le contemplaba muy fijamente. De pronto llamó a uno de los novicios que ponían paja y grano en los pesebres limpios.

—Bernat, ¡ven!

El novicio dejó la horca que tenía en la mano y se acercó. Llevaba el hábito recogido en la cintura y enseñaba las piernas desnudas, calzadas con abarcas y bastante sucias.

—Decid, padre.

—¿Cuanto forraje necesita cada caballo para alimentarse?

Bernat miró pensativamente al abad.

—No lo sé, padre abad, unas veces más y otras menos. Depende del caballo.

—¿Cuánto pienso vas a colocar en cada pesebre?

El novicio se rascó la cabeza.

—Bueno, padre…, depende del caballo. Pero si me pedís una cantidad… —levantó un dedo de una mano—, yo creo que un haz de paja y —levantó otro dedo y luego lo dobló por el segundo nudillo— y medio más. Y —volvió a levantar otro dedo y lo dobló de inmediato— otra media medida de grano, padre.

—Puedes irte, Bernat. Cumples muy bien tu tarea —alabó el abad.

La cara del novicio se iluminó con una sonrisa de satisfacción.

—Muchas gracias, padre.

Arnulf se volvió a José.

—¿Cuánto pienso necesitamos?

José sonrió. Le gustaban aquellas pruebas tan fáciles y que sorprendían a los que no conocían los números.

—Es sencillo, padre abad: treinta y seis haces de paja y doce medidas de grano. Aunque depende de los caballos —añadió ligeramente burlón.

Arnulf le contempló admirativamente.

—¡Dios te bendiga, hijo! De verdad sabes calcular muy bien. Vamos hacia la biblioteca…

Le condujo hasta la estancia dedicada a biblioteca; no era muy grande; la mayor parte de los armarios de recia madera oscura que cubrían las paredes estaban medio vacíos. En los pupitres, cinco monjes se afanaban en las tareas de la copia.

Arnulf paseó entre los copistas señalando a José los trabajos de alisado y pautado de pergaminos, los miniaturistas que iluminaban las viñetas y los calígrafos que trazaban las pesadas letras carolingias[29]. Y le presentó formalmente al monje alto de cara redonda que había intervenido en el capítulo.

—Este es nuestro bibliotecario, el hermano Raúl. Le podrás ayudar en las copias de los volúmenes.

El hermano Raúl le saludó con una sonrisa y José inclinó la cabeza en reconocimiento.

El abad le llevó a una de las mesas de la sala de lectura, se sentó e indicó a José otro asiento.

—He leído las cartas de presentación del obispo Rezmundo. ¿Cuáles son tus planes?

José contempló al hombre fornido que gobernaba el monasterio, hasta resultar descortés. Los ojos de Arnulf eran afectuosos y sintió que se aliviaba su inquietud.

—No lo sé, padre abad. Tuve que salir de Córdoba en una noche; los proyectos de mi padre sobre mi vida se vieron cortados de raíz; mi hermano mayor se encargará de los negocios de mi padre. Yo estudiaría. Estaba contento con sus planes. ¡Me hubiera gustado tanto poder enseñar cálculo…! Poner al servicio de mis alumnos mi don, mi gran facilidad para los números. ¿Sabéis? —se sonrojó— Me llamaban Sidi Sifr, «El Señor del Cero». Me hubiera casado con una muchacha cristiana y hubiera criado a mis hijos. Todo muy bien planeado. Ahora… —extendió las manos en un ademán desolado— tengo que confesaros que estoy desconcertado.

—Rezmundo me escribe que escapaste antes de que se formalizase una acusación contra ti. Eso quiere decir que el gobernador de Tortosa no tiene orden de perseguirte. Según la ley de Córdoba, no has huido, sólo viajas. De todas formas, corres un riesgo; habría una buena solución: ¿has pensado en entrar a formar parte del monasterio?

—Alguna vez, padre. Pero no creo que Dios me llame para tanta perfección.

—Pero no puedes seguir siempre en la casa de huéspedes y tampoco debes estar como un siervo del monasterio. Tal vez como un postulante, o un converso o penitente…; tendrías que seguir la vida y las oraciones de los monjes, pero si algún día deseas marcharte, podrías hacerlo. Siempre pueden ofrecerte ser el administrador o el secretario de un conde. Firmaríamos un pacto. Es un uso antiguo en los monasterios hispanos.

José miraba al suelo sin decidirse. Arnulf siguió:

—No te censuro porque no puedas decidir. Mientras tanto, podrías repasar las cuentas del monasterio, ayudar al despensero con los inventarios y —señaló con la mano al monje alto de cara redonda que se movía entre las mesas de los copistas— y ayudar al hermano Raúl, que siempre necesita quien conozca bien las letras. ¡Ah! Y traducir esos libros árabes que has traído. Con eso recompensarías de forma cumplida nuestra hospitalidad.

—He traído conmigo los volúmenes del sabio AlKowarizmi sobre el cálculo de los números positivos y negativos, lo que él llama «alger»[30]. Es lo que más he estudiado. También tengo copias de los libros de León el Hispano sobre la multiplicación y la división. Sé calcular con el cuadro árabe[31] en el ábaco de arena y con el ábaco latino[32]. También conozco la manera de construir esferas en las que estén representados todos los planetas.

Arnulf palmeó la espalda de José.

—¡Gracias, José Ben Alvar! Estoy seguro de que es Dios el que te ha conducido a este monasterio. Tenemos ya sesenta libros en nuestra biblioteca, pero, aparte de los libros religiosos, la mayor parte son de gramática, poesía y filosofía. Necesitamos libros de aritmética y astronomía. Tú nos los vas a proporcionar. También puedes escribir resúmenes de lo que tus maestros te enseñaron en Córdoba.

El abad se levantó de su asiento. Estaba contento.

—En este monasterio no opinamos como Mayeul, el abad de Cluny, ¡Dios le perdone!, que arranca con sus propias manos las páginas de los libros que tienen poesías de los antiguos autores latinos y que no admite en el monasterio más que los escritos de los Santos Padres.

Y ante el gesto asombrado de José continuó:

—En estas tierras, los libros son demasiado valiosos para romperlos —suspiró y dijo casi para sí mismo—, pero entre mis propios monjes, ya los has oído, hay algunos que mandarían quemar todo lo que no fuese la Biblia. Y no todo está escrito en la Biblia. En el Paraíso, ¿no sujetó Dios a todos los animales y a todas las cosas a la autoridad del hombre? ¿Y no debe el hombre progresar en el conocimiento y en las ciencias para ser mejor?

Y sin esperar respuesta, salió de la biblioteca y se fue hacia las obras donde los canteros tallaban los capiteles de las columnas de las nuevas naves de la iglesia.

* * *

Gerbert y José se refugiaron en la huerta, bajo un peral cargado de fruta todavía verde. Antes, y con permiso del hermano Raúl, se habían instalado en la sala de copistas contigua a la biblioteca, pero despertaron la curiosidad de los monjes que copiaban en los altos pupitres, que interrumpieron el trabajo y, además, José se encontraba muy incómodo en los bancos. Le habían dado una túnica oscura y, con el pelo corto, no se distinguía demasiado de los otros monjes.

En el suelo, sobre una piel tan delicadamente curtida que se doblaba como una tela, José extendió los libros de AlKowarizmi y un ábaco latino fabricado en madera con incrustaciones de nácar.

Gerbert lo acarició con mano de conocedor.

—¡Qué hermoso es!

José sonrió.

—Ya no es tan útil como hace un tiempo. Ahora se calcula mucho más aprisa con otros métodos.

Gerbert cambió de postura.

—Tú no estás cómodo en los bancos y a mí se me dislocan los huesos de las piernas de sentarme así. ¿Cómo puedes calcular tan deprisa?

—El Señor me ha concedido un don especial, pero de todas formas, en las tierras de lengua árabe se calcula mucho mejor y más deprisa. Su sistema numérico es mucho más útil.

—¿Cómo?

—Gerbert, escribe aquí mismo en el suelo el número cincuenta.

Con una ramita, Gerbert trazó la L que, en la numeración romana, significa el número cincuenta.

—En los números árabes, cincuenta se escribe así: 50.

Gerbert comentó:

—No veo la ventaja. Necesitas dos signos para lo que en los números de los antiguos romanos se necesita sólo uno.

José sonreía.

—¿Y el número quinientos?

Gerbert dibujó en el suelo la D. A su lado, José escribió: 500.

—Sigues escribiendo más signos que yo.

—Sí, Gerbert, pero son los mismos. ¿No te has fijado? Con sólo diez signos podemos escribir hasta el número más alto que se pueda imaginar. Y será un número diferente que no se confunde con otro. En la numeración romana hay que repetir los signos y cuando los números son altos, o se escriben con todas las letras o se depende en muchas ocasiones de subrayados que crean confusión. ¿Sabes la historia de la tacañería del emperador Tiberio?

Gerbert reía.

—No, ¡cuéntame!

—En el testamento de Livia, la madre del emperador Tiberio, había un legado para el general Galba. Livia mandaba que se entregase a Galba la cantidad de —escribió en el suelo— sextercios. ¿De qué importe era la herencia de Galba, Gerbert?

—Es claro, cincuenta millones de sextercios. En los números de los antiguos romanos, el rectángulo abierto multiplica la cantidad por cien mil.

—Eso entendió también Galba, pero el escribano no lo había escrito a continuación con todas las letras y el emperador Tiberio no consideró los pequeños trazos verticales y sólo entregó a Galba quinientos mil sextercios, es decir, sólo se fijó en la barra superior que multiplica por mil. Dijo que lo escrito era y que si Galba quería cincuenta millones de sextercios debía estar escrito así: .

Las risas de Gerbert y José levantaron ecos en el huerto.

—¿Cuáles son esos signos de los números árabes?

José escribió en el suelo, según iba recitando:

—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, cero.

Gerbert estaba muy interesado

—¿Cuál es el último signo?

—Sifr, cero, nada. Cuando no hay nada, el vacío, se representa con ese pequeño círculo. En los números romanos no existe.

José continuó:

—Mira, Gerbert, en este sistema el valor de un número depende de su posición. Esto no es descubrimiento árabe, sino indio. Hace muchos años que los indios han utilizado este sistema para hacer tanto la cuenta de las cosechas como los grandes cálculos del movimiento de las estrellas.

Gerbert se había olvidado de la incomodidad de su postura y del hormigueo de sus piernas.

—¿En qué sentido cambia el valor de un signo la posición que ocupa?

—Muy fácil. ¿Ves el 5? Así sólo significa 5 unidades. Si lo coloco en esta columna —y José lo desplazó a la izquierda— multiplica su valor por diez. Ahora significa 50 unidades. El cero lo colocamos para significar que no hay ninguna unidad, nada, sifr, ¿entiendes?

Gerbert era inteligente. No en vano había aprendido todo lo que enseñaban en su antiguo monasterio de Aurillac.

—¿Y cuando tiene que significar 52 en lugar de escribir sifr, escribís ese otro signo, el 2?

—¡Exacto! Ya lo has entendido. Escribe ahora 65.

Pasaron un buen rato en el que Gerbert escribió varios números en la tierra de la huerta para familiarizarse con aquel nuevo sistema que se basaba en la posición que ocupaban los signos en lugar del valor convenido a su figura. Los dos estaban tan entusiasmados que no sintieron llegar al sacristán, hasta que les interrumpió bruscamente.

—¡En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo! ¿Qué clase de magia infernal estáis haciendo?

José se levantó de un salto, sobresaltado. Gerbert tardó algo más; se le habían dormido las piernas.

—No es ninguna magia, hermano Hugo —dijo mientras que, con las faldas del hábito levantadas, se hacía cruces con saliva en las piernas—, sólo son números. ¿Veis el ábaco? Estamos sumando cantidades.

—¿Números? —se volvió a santiguar—. ¿Dónde están los números?

—Son números árabes, hermano Hugo. Son más útiles que los romanos y permiten calcular con más rapidez.

—¿Quién ha dicho eso? Toda la ciencia pagana es como un sucio recipiente del que salen toda clase de culebras y sabandijas. ¿Vamos a necesitar nosotros otra ciencia que la que utilizó nuestro padre San Benito? [33]

José no había hablado nada. Se había vuelto a inclinar y estaba guardando en su envoltorio de piel el ábaco y los volúmenes de AlKowarizmi. Gerbert hablaba al sacristán en la lengua de los francos y, a pesar de su parecido con el latín, José no comprendía bien todo lo que decían.

—En efecto, hermano Hugo. Y para encontrar el camino de la salvación no necesitamos ni siquiera la regla que nos propuso nuestro padre San Benito. Con los Evangelios nos basta. Pero con los números árabes, el hermano despensero podría calcular más fácilmente las raciones de pan que necesita.

—¿Y qué ventaja tiene el poder calcular más fácil y deprisa las raciones de pan? El tiempo es del Señor y la ciencia de los herejes contamina su herejía. Ya que no habéis hecho caso de mi advertencia, hablaré de esto con el padre abad y los hermanos en el capítulo.

Se marchó a grandes pasos, aplastando los caballones de la huerta y tronchando las matas de judías.

Gerbert ayudó a José a terminar de recoger sus libros y sus instrumentos.

—No te preocupes, José. Sólo es una amenaza. El hermano Hugo es un buen hombre, pero tiene los prejuicios de algunos monjes de mi tierra —rió divertido—. Y es también la demostración de que un hombre gordo no es necesariamente un hombre afable.

—¿Por qué ese odio a la ciencia? ¿Qué tiene que ver la fidelidad a la fe con la poesía y las matemáticas? ¿No quiere el Señor que el hombre progrese? San Isidoro[34] fue uno de los hombres más sabios de su tiempo y San Eulogio y mi pariente San Alvaro escribían magníficos poemas latinos. ¡Y los dos fueron mártires por su fe! Y también sabemos que los antiguos Padres de la Iglesia conocían las lenguas y la filosofía de los sabios griegos. No lo comprendo; no conozco estas normas, Gerbert. En unos meses ha cambiado toda mi vida y extraño este ambiente tanto como… —sonrió al ver que Gerbert volvía a brincar sobre un pie para que la sangre volviese a circular por sus piernas— las sillas tan duras que utilizáis para sentaros.

—¡Vosotros debéis de tener los huesos más blandos que los demás hombres! —bromeó Gerbert—. Mira, José Ben Alvar, no debes esperar que un piadoso monje franco, no muy culto pero bastante fanático, que ha llegado a sacristán porque comprende las letras lo suficiente para leer las lecturas en los oficios, conozca los escritos de los santos Padres o a vuestro San Eulogio.

—Pero tú eres franco, Gerbert.

—¡Oh, bueno! yo he nacido en Aquitania, que no es lo mismo; y además, no todos los francos somos iguales; el hermano Raúl es el bibliotecario y el hermano Hugo, el sacristán; los dos son francos, pero cada hombre es un mundo; ¿no te lo enseñaron en filosofía?

Aquella noche, después de vísperas, a la luz de una vela de sebo, José Ben Alvar escribió otra carta a su padre. Le contaba que estaba bien y cómo era el monasterio y los monjes. Sabía que Ibn Rezi la leería. El obispo Rezmundo se encargaría de llevársela, pero no creía que tuviese mucha utilidad.