9
Intermedio
Noviembre–diciembre del 968
No pudo dormir; dio vueltas en su cama en una esquina del dormitorio de los monjes, procurando no hacer ruido para no despertar a los compañeros; fuera, silbaba la ventisca que cubría de nieve el monasterio. Habían regresado al monasterio después de las vísperas y no había podido hablar con el abad. Durante mucho rato estuvo con los ojos abiertos en la semioscuridad de la habitación mientras intentaba evaluar las noticias que le había dado Emma. Si le devolvían a Córdoba confiaba en que el cadí Ibn Rezi encontrara algún modo de liberarlo, ya que no había ninguna sentencia en contra de él, pero siempre perduraría la primitiva acusación por los supuestos insultos a Mahoma y le volverían a juzgar. Y antes de eso, aquellos hombres del Norte lo habrían tratado como a un esclavo durante meses. ¿Y Emma? ¿A quién se le ocurriría aquella idea loca de enviar cinco doncellas de las casas condales para el harén del Califa? ¡Como si estuviesen en los tiempos antiguos! ¡Al Califa le sobraban las mujeres! ¿A quién podría pedir ayuda? Estaba en tierra extraña y no sabía quién era amigo y quién enemigo. Quién estaba a favor del rey Lotario y quién a favor de los condes. ¿Gerbert? ¿El abad? ¿Ferrán? ¡Y qué más daba! Emma estaba en su tierra, era hermana del conde Guillem y pertenecía a la familia del conde Borrell y estaba atrapada en la misma red.
La llamada a maitines le sorprendió en un estado de duermevela. Bajó a la capilla, pero no atendió a las oraciones. Su cabeza estaba en otro sitio. Quería implorar la protección de Dios, pero las viejas palabras de la liturgia resbalaban sobre su preocupación.
Luego, volvió a echarse en su cama y entonces sí cayó en una especie de sueño intranquilo del que le despertó Ferrán entre las risas de los demás novicios que se burlaban de su pereza.
Tras los laudes y el desayuno, José se dirigió a la biblioteca, pero tampoco consiguió concentrarse y la traducción de su libro no avanzó apenas. Allí le encontró Gerbert, que llevaba dos días intentando resolver el problema de la sarta de perlas, el que le había recitado a Emma el día que la encontró en la huerta de Sant Joan.
Gerbert traía su ábaco. Aunque ya comprendía los números árabes, seguía aferrado al ábaco, que había modificado, de forma que cada bola representase el valor de un número árabe en lugar de poner tantas bolas como unidades. Era mucho más rápido que el antiguo sistema, pero más lento que la forma de calcular de José.
Le enseñó su tablilla llena de números tachados.
—José, no encuentro la solución al problema.
—Es porque no conoces bien las fracciones y el cálculo con el ábaco es muy lento.
Gerbert levantó la vista de la tablilla y contempló el rostro desencajado de José.
—Pero, ¿qué te pasa? ¡Estás tan pálido que pareces verde! ¡Cuéntamelo ahora mismo!
Gerbert había nacido en Aquitania, en el reino franco, y parecía amigo. José ya no sabía en quien confiar y estaba demasiado preocupado para defenderse.
—Te contaré. Vamos al claustro.
Salieron al claustro barrido por un viento helado y buscaron un rincón resguardado y sin nieve para hablar. Allí, Gerbert escuchó en silencio la narración de José. Luego guardó silencio.
—¿No dices nada?
—No sé qué decir. Es claro que tanto tú como Emma y las otras muchachas estáis metidos en un asunto político que está por encima de vosotros. Lotario quiere hacer sentir a los condes que él es rey, y alguien le ha sugerido la forma de conseguirlo. Va a humillar a los condes y arruinará a señores, monasterios y payeses. Tendrán que entregar la lana a Lotario, pero eso no les evitará pagar también al gobernador de Lleida el tributo que establecieron con Al–Hakam en Córdoba. ¿Comprendes? Y si no pagan lo comprometido a tu Califa, los gobernadores de Tortosa y de Lleida ordenarán la guerra para cobrarse en saqueos. De todas formas están arruinados. El rey Lotario espera que recuerden de esta forma que él es su señor y sólo a él le deben vasallaje.
—¿Y las doncellas para el harén del Califa y los refugiados que piensan obligar a volver?
—La entrega de las hijas humilla a los parientes, José. Y los mozárabes que se verán obligados a regresar, son manos que trabajan bien y que ya no repoblarán nuevas tierras en la frontera. Eso también corta las alas a los condes que quieren volar demasiado alto. Si tú te vas, ¿quién traducirá los libros de matemáticas para Ripoll? Si se va el maestro albañil, que también es mozárabe, ¿quién dirigirá las cuadrillas de trabajadores que construyen la iglesia? Pero ni las matemáticas ni las iglesias en construcción importan nada al rey Lotario. Todo forma parte de la misma política: fortalecer su poder, ya bastante menguado por la insubordinación de los barones francos.
—No hago más que pensar. ¿Qué se puede hacer? ¿Y Emma? ¡No vamos a esperar a que vengan a apresarnos!
Gerbert sonrió ante la naturalidad con que José unía su suerte a la de Emma.
—José, tú eres un mozárabe cordobés y no tienes todavía veinte años. Yo sólo soy un monje de San Benito y no tengo muchos más. No conocemos este difícil juego en que te han atrapado. Necesitamos alguien que lleve muchos años jugándolo. ¡Vamos a hablar con el abad!,
* * *
Arnulf los recibió en su celda.
—Estaba esperando que me dijeras cuál era ese mensaje urgente.
Los escuchó atentamente. Luego juntó sus grandes manos.
—¡Qué poca cosa somos, hijos! ¡Pobres pecadores necesitados del perdón de Dios! Adelaida, la abadesa de Sant Joan, no se atreve a comunicarme las noticias que ha recibido por miedo a que se sepa que ha hablado. Avisa a la pobre Emma, porque es su sobrina-nieta y consiente que hable contigo, pero no la defenderá de los hombres del arzobispo. Y Guillem Tallaferro dejará que su hermana acabe en el harén del Califa porque necesita ganar prestigio en la corte. Y los parientes de las otras muchachas, ¿las dejarán marchar? ¡Quizá piensan que ganarán un apoyo político en Córdoba! Ya se hizo antes; por las venas de tu Califa corre sangre navarra. Tú no tienes por qué preocuparte, José. Nadie te sacará de Santa María de Ripoll. No eres un refugiado mozárabe. Eres un postulante de este monasterio y yo soy el abad. Y el resto… Antes de que la nieve cierre los pasos de las montañas, enviaré mensajes al obispo Ató, de Vic, y a Garí, el abad de San Cugat. Luego pediremos audiencia a los condes. Si saben lo que se prepara, utilizarán toda su influencia y todo su poder. Mientras tanto, rezad; Dios, nuestro Señor, aborrece las injusticias y se pone de parte del débil.
* * *
La anciana Adelaida estaba sentada de espaldas a la ventana para que la luz diese en el pergamino que tenía en la mano cuando Emma entró en la estancia.
—¿Me habéis llamado, madre abadesa?
—Mis ojos están más viejos que yo, hija. Y no quiero que mi secretaria conozca este mensaje que acaba de llegar —le tendió el pergamino—. Lee, Emma.
Emma leyó:
—En el nombre de la Santísima Trinidad, yo, Arnulf, abad del monasterio de Santa María en Ripoll, os convoco a vosotros, hermanos en Nuestro Señor Jesucristo, para orar y hacer penitencia juntos en este Adviento, implorando a Dios por la salvación de nuestra alma y por todos los pecadores y también por la salud y la prosperidad de nuestros señores los condes y nuestro señor el rey Lotario. Alabado sea Dios.
Devolvió el pergamino a la abadesa y quedó en silencio. Adelaida dijo:
—Como has visto, Arnulf me envía una copia de la carta que ha escrito a los otros abades. Se van a reunir a rezar. De algo hablarán cuando no recen. Tu amigo, el mozárabe, ha actuado bien. Tu asunto sigue el único camino posible. ¡Que Dios les ayude!
—¿Creéis que ha sido José Ben Alvar?
—Yo no he hablado con el abad Arnulf, Emma. Luego ha sido ese muchacho mozárabe el que ha movido todo esto.
—¿Por mí?
La abadesa contemplaba escrutadoramente a Emma. Sus ojos oscuros, enterrados entre arrugas, no parpadeaban.
—Por ti y por él. No olvides que a él le devolverán a Córdoba.
—Si le encuentran. El no corre tanto peligro, no le conocen; a mí me tienen señalada —añadió, pensativa—: Nadie se había preocupado tanto por mí.
La abadesa levantó una mano blanca y huesuda
—¡Cuidado, Emma! Soy vieja y puedo leer los pensamientos de una chica como tú. Ya sé que has sido una niña solitaria y huérfana en un castillo bajo el dominio de tu hermano y de tu cuñada, que no te prestaban mucha atención. Ya sé que tu madre no tiene buena salud ni del alma ni del cuerpo. Antes de ser abadesa fui la esposa de Sunyer, el conde de Barcelona, y no olvido cómo es la vida en los castillos. Comprendo que ese muchacho mozárabe te ha causado una gran impresión: es inteligente, cortés y viene de muy lejos; y… es bastante guapo. Ante tu situación parece que ha intervenido con prudencia y acierto. Para ser totalmente honrada contigo te diré que no es pecado amar a un hombre y que eres una novicia y tus votos no son definitivos. Pero no te ilusiones demasiado; sólo es un mozárabe que tu hermano no aprobaría y tú no debes olvidar que has decidido que tu sitio está aquí como monja en este monasterio.
—Esa decisión mía no impedirá que me lleven a un harén de Córdoba si el rey lo decide.
—No lo impedirá; tus votos cumplen en esta Navidad, pero mientras tu situación no se aclare, no creo oportuno que los renueves. Después de la Navidad ya no serás monja.
Los ojos verdes de Emma chispearon de indignación.
—¡Madre abadesa! Me decís que mi rey, ¡un rey cristiano!, ha decidido enviarme como un regalo más para el harén del Califa. Mi hermano no se opondrá a la voluntad del rey y ahora vos no renovaréis mis votos para dejarles el camino libre. ¡No es justo!
Adelaida asintió:
—Tienes razón, no es justo. Los hombres no son justos en muchas ocasiones y menos aún cuando disponen de la vida de las mujeres. Este monasterio tenía poder y fuerza cuando la vieja Emma era la abadesa y desde Sant Joan se repoblaba y el monasterio era dueño de tierras y pueblos y el punto de parada de las caravanas del Sur. Pero esos tiempos se acabaron cuando la vieja Emma murió. Para los hombres no importa el número de monjas ni su devoción o su santidad; importa el poder. No puedo oponerme al arzobispo Aymeric, hija. Debo seguir sus órdenes.
—¿Y yo? ¿Sólo puedo contar con José?
—Con José y conmigo y con los abades que están reunidos para tratar de encontrar un camino de salida. Dentro de nuestros límites, Emma.
—¡Todos tienen sus límites! José Ben Alvar más que nadie. ¿Me decís que no piense en José? —la voz de Emma se bajó de tono, soñadora—. No he hecho más que pensar en él desde que le conocí. Me habló de su ciencia, ¡y no le importa que las mujeres tengan conocimientos! Es cortés y educado y un sabio a pesar de su juventud; no había sentido nunca por nadie lo que siento por él. Y nadie se había preocupado por mí tanto como él. Creo que le amo, madre.
Una sonrisa acentuó las arrugas de la cara de la abadesa.
—Lo entiendo, hija. En tu situación, José te parece un príncipe, cualquiera te lo parecería; pero no conoces ni los sentimientos ni los proyectos de él. Y no conoces lo que puede suceder. No te ilusiones demasiado; podría resultar un dolor añadido.
Los ojos de Emma se habían quedado sin brillo, como sin vida. Inclinó la cabeza.
—Yo pensaba en José ya antes de saber lo que el rey había dispuesto sobre mí. Pero tenéis razón. ¿Puedo retirarme, madre abadesa?
—Emma, ¡no quiero que te vayas así! No hay nada definitivo todavía en tu vida. Ni en el monasterio, ni en Córdoba, ni respecto a José. Aunque te parezca que todos los caminos están cerrados, no pierdas la esperanza. Deja que se cumpla la voluntad de Dios. Eres mi sobrina–nieta. Yo te ayudaré en todo lo que pueda.
Puso su mano sobre la cabeza inclinada de Emma.
—Que Dios te bendiga, hija.
* * *
Durante todo el Adviento, los mensajeros fueron de castillo en castillo y de monasterio en monasterio. El abad Arnulf y Ató, el obispo de Vic, convocaron a los abades de Santa Cecilia, de Sant Cugat, de Cuixá y de Urgell. El abad estuvo ausente del monasterio, que, en su ausencia, quedaba bajo la autoridad del hermano Hugo, el sacristán. José pasó casi todo su tiempo en la biblioteca; se sentía más cómodo estando con el hermano Raúl, y si al fin le enviaban de nuevo a Córdoba, quería que quedasen traducidos los libros que había traído. Comprendía hasta qué punto necesitaban en el Norte los conocimientos matemáticos de sus maestros. Con Gerbert se veía poco. En ausencia de Arnulf, el hermano Hugo no consentía muchos contactos. Gerbert seguía trabajando con el ábaco a ratos libres la solución del problema de las perlas, y se valía de Ferrán para enviar sus resultados —equivocados siempre— a José, que corregía los retazos de pergamino y se los devolvía.
La cita fue el día de Navidad, en el monasterio de Sant Joan. Los monjes, cubiertos con sus mantos y sus capuchas y abrigados con pellizas de piel de oveja debajo de los mantos, atravesaron el bosque cubierto de nieve en una larga procesión camino del monasterio vecino. En la iglesia de Sant Joan, resplandeciente de velas y luces de aceite, los monjes llenaron el presbiterio mientras los abades y los obispos invitados ocupaban sitiales labrados que parecían tronos. Las monjas de los distintos conventos se apretaron tras las celosías del coro y alternaron el canto de las respuestas con los monjes del presbiterio.
Celebró la misa Ató y en la nave central se colocaron los condes. En lugar preferente se sentaban Borrell y su esposa, como patrocinadores del monasterio que su abuelo Guifré había fundado para su hija. Y detrás de Borrell se colocaron los condes de Empurres y Roselló, los de Besalú, Ribagorca y Pallars. Toda la nobleza de la alta Cataluña, los repobladores de la frontera, habían acudido a la cita. Junto a ellos, con sus mejores ropas guarnecidas de pieles de zorro y de conejo, estaban sus mujeres y sus hijos. Tras ellos, los administradores, los criados, los hombres de armas. En las naves laterales se agolpaban las gentes del pueblo con los niños, que correteaban entre las columnas.
Desde su asiento, al lado de Gerbert y mezclado con el resto de los monjes de Santa María, José contemplaba la ceremonia. Allí estaba un pueblo con una decidida voluntad de vivir y prosperar. A José, acostumbrado a las ceremonias cordobesas con su derroche de sedas, lienzos adamascados y preciosos colores, le conmovían las pobres lámparas de barro que humeaban malolientes, llenas de sebo y aceite mezclado —no tenían suficiente aceite para llenarlas sin mezcla y que no diesen mal olor—, los manteles del altar, primorosamente planchados por las monjas, pero con los encajes finos como telas de araña, y el libro del altar, con las miniaturas descoloridas y los bordes desgastados por las muchas manos que habían vuelto las páginas.
No tenían bienes ni apenas posibilidad de conseguirlos. En sus castillos y torres, escondidos entre las montañas, dependían de las ovejas y de los huertos, de sus cosechas y de lo que produjesen con sus manos. José comprendía ahora la difícil política de aquellos condes empeñados en sobrevivir entre el gran Califa de Córdoba y su poderoso reino y los reyes de los francos, de los que eran rehén, escudo y frontera. Y los monasterios, con sus bulas y sus privilegios, vasallos sólo del Papa, eran el único depósito de cultura y modernidad y el contrapeso que daba estabilidad a aquella frágil autonomía.
Al fin de la misa, en la explanada que había delante del monasterio, bajo un pálido sol de invierno, las gentes del pueblo prepararon mesas con tablones, encendieron hogueras para asar los corderos que habían regalado los condes y abrieron los barriles de vino aguado obsequio de las monjas para beber los primeros tragos durante la espera.
Las monjas invitaron a los obispos, los abades y los monjes, a los condes y a sus familias en el comedor de los huéspedes. Allí el vino no tenía agua, los corderos se terminaban de asar en los grandes espetones de la cocina y había dulces de sartén en grandes pirámides sobre las mesas.
Las monjas no eran muchas, sus novicias y los criados no daban abasto y los novicios de los monasterios tuvieron que ayudar en el servicio. José se encontró a Emma en el claustro: llevaba dos grandes jarras de estaño, tan pulido que parecía plata, que acababa de llenar en la fuente central. Se le iluminó el rostro en una sonrisa al ver al cordobés.
—Luego hablaremos; ya sé lo que has conseguido.
José advirtió que había prescindido del tratamiento y que le había tuteado, y le dio un salto el corazón. Apenas tuvo tiempo de comer, pero tampoco tenía apetito; le habían encargado el servicio de pan a las mesas y estuvo pendiente en todo momento de las entradas y salidas de Emma, encargada del agua. Cuando se levantaron los manteles y los chiquillos, hijos de los condes, empezaron a corretear por el claustro, los monjes se fueron a la iglesia a rezar la hora de tercia en lo que las monjas lavaban la vajilla y barrían los suelos. Mientras, los condes y sus familias salieron al exterior a compartir los cantos y los bailes de los labradores que habían terminado también su comida y bailaban en grandes corros. José, que, junto con los otros novicios, había recogido las mesas, los miró un rato y luego fue hacia la huerta, haciendo tiempo a que Emma terminase sus tareas. Quería saber cómo estaba.
La vio llegar corriendo por la nieve, con la falda del hábito levantada, el manto revoloteando tras ella y la capucha caída. Llevaba la toca blanca tan mal puesta como siempre y los rizos cobrizos se le escapaban en las sienes. José sonrió al ver que tenía las mejillas y la punta de la nariz rojas del frío.
Extendió las manos para estrechar las de ella y Emma rió alegre.
—¡Tengo buenas noticias, José! ¡Tenía tantos deseos de verte!
Liberó sus manos de las de José y le abrazó. Él, sorprendido, no respondió al abrazo y se separó confundido.
—Señora… ¡Emma!
Ella reía sin parar.
—Mira, José, la abadesa Adelaida me ha contado el resultado de las últimas entrevistas del abad Arnulf. Los condes no van a aceptar aportar la totalidad de los obsequios del Califa. Han jurado que ninguno accederá a ello. Y entre los regalos no habrá ni esclavos ni mujeres. ¡Estoy muy contenta! ¡Tengo ganas de abrazar a todo el mundo y no puedo hacerlo porque debo guardar el secreto! ¿Por qué, al menos, no puedo empezar por abrazarte a ti?
José sentía frío en la cara y la boca seca.
—No creo que sea conveniente —tartamudeó— entre dos personas que viven en un monasterio.
—¿Y el amor?
José enrojeció al recordar que él le había hecho la misma pregunta el día en que la conoció.
—Seamos sensatos —la tuteó también sin darse cuenta—; tú eres monja, hermana de un conde de Tolosa, pariente del conde Borrell y descendiente del gran Guifré. Yo soy un mozárabe perseguido que ha huido de Córdoba; mi familia está lejos y vivo gracias a la caridad del abad Arnulf. No hay lugar para mis sentimientos y no debemos traspasar los límites de la cortesía.
—Seamos sensatos —se burló Emma—. Yo soy una novicia y el plazo de mis votos termina hoy; mi hermano no tiene inconveniente en cederme para el harén del Califa, mi pariente el conde Borrell no se arriesgará por mí si eso le cuesta su prestigio o sus escasos dineros y tú eres la persona más sabia y más buena que he conocido. José —su voz se volvió seria y sus ojos se oscurecieron—, en el castillo de mi familia he sido siempre una niña solitaria que estorbaba a todos; mi padre murió cuando yo era muy niña y mi madre siempre ha estado muy enferma; nadie, nunca, se había preocupado tanto por mí como tú; yo no quería ser como mi madre o como mi cuñada: una mujer triste y sola en un castillo mientras mi esposo hace la guerra o vive en la corte. Quería vivir en el monasterio, adorando a Dios y rezando por la salvación de mi alma y por todo el mundo; quería saber, estudiar y ayudar a los campesinos y a las otras monjas como la vieja Emma. Me parecía, con mucho, el mejor destino. Y llegaste tú, que conocías los libros de los sabios árabes y que no te importó compartirlos conmigo; nadie, nunca, me había hablado como tú. Eres distinto y nunca había sentido por nadie lo que siento por ti. He creído que sentías por mí… ¿O es que tú no me quieres?
José tartamudeó.
—Sí, sí te amo, chica loca. Durante este mes sólo he pensado en ti. Me hubiese gustado estar todo el tiempo a tu lado. No he podido dormir, ni trabajar, ni comer. No sabía lo que había planeado el abad Arnulf, ni si había obtenido algún resultado. Me ha devorado la incertidumbre. Pero a pesar de todo, no podemos…
Emma, le cortó.
—¿Y el amor? —repitió—. ¿Por qué no podemos amarnos? ¡Me estás haciendo parecer una desvergonzada? La abadesa Adelaida adivinó enseguida lo que sentía y me ha dicho que me comprendía y que estaba de mi parte. Después de todo es mi tía–abuela. Dice que los obispos han proporcionado a los condes los argumentos para fundamentar su negativa: la fe de los mozárabes y las de las doncellas peligraría en la corte cordobesa —se entristeció—; me temo que les ha importado más lo que van a dejar de ingresar por sus porcentajes en la venta de la lana, que la suerte de sus parientes o sus siervos mozárabes.
—No seas cínica, Emma. Tu caso no es el de las otras chicas.
—No soy cínica, José. Todos son muy pobres. Y tienen que alimentar y vestir a sus hombres de armas y a sus criados, defender a sus vasallos y acudir cuando el rey de los francos los llama. Son mis parientes, José. Llevo su sangre y los quiero, pero no les puedo pedir lo que no me pueden dar.
De nuevo estaba angustiada y los ojos le rebosaban llanto. Esta vez fue José quien inició el abrazo; él era más alto y la cabeza de Emma apenas llegaba a su hombro. La abrazó con fuerza; se sentía más libre, más responsable y más alegre que lo había estado desde que salió de Córdoba. Estrechó más a Emma y susurró.
—Te quiero, Emma, te quiero. Y tu abadesa y mi abad están de nuestra parte. No te preocupes. Todo nos irá bien.