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El arzobispo de Narbona
Enero del 969
(Finales del 357 de la Hégira para el Islam)
El arzobispo Aymeric de Narbona anunció al abad Arnulf su deseo de celebrar la fiesta de la Candelaria[42] en el monasterio de Santa María de Ripoll. Así, junto con Arnulf, que era también obispo de Girona, visitaría las iglesias parroquiales y bendeciría personalmente las candelas.
El abad ordenó a los monjes que prepararan el monasterio para la visita del arzobispo; bajo las órdenes del hermano Hugo, José, Ferrán y los otros novicios limpiaron y frotaron los cálices e hirvieron agua para quitar los churretes de cera de los pesados candelabros del altar. Luego cambiaron la paja de los dormitorios, limpiaron la sala capitular, el claustro, los dormitorios, las cocinas, la biblioteca y los establos hasta que todo el monasterio relució y sólo quedaron sin recoger las piedras de los albañiles que edificaban la nueva iglesia y que habían suspendido sus trabajos por los hielos del invierno.
El abad Arnulf llamó a su habitación a José y a Gerbert.
—¿Conocéis el motivo de la limpieza? ¿Ya sabéis la buena noticia?
José y Gerbert afirmaron en silencio.
Arnulf se levantó de su asiento y se acercó al ventanal sin cortinas que daba al claustro.
—No os he hablado del asunto de la embajada y los obsequios al Califa porque no he tenido noticias ciertas. Pero ahora conviene que estéis informados. Los condes se reunieron, discutieron sus opiniones y, conjuntamente, felicitaron la Navidad al rey Lotario. Todo lo de la embajada a Córdoba no era más que un rumor; de cierto no había más que la comunicación que hicieron a la abadesa Adelaida respecto a Emma, la hermana de Guillem Tallaferro. Alguien en la corte supuso que los condes catalanes se habían puesto de acuerdo y todo el proyecto se suspendió —hizo una pausa—, de momento.
José preguntó:
—¿Ya no habrá embajada de paz?
—No he dicho eso; sólo que, de momento, el proyecto se suspendió. Habrá que estar alerta, porque se puede poner en marcha en cuanto el rey vuelva a recordarlo. Y ahora, de súbito, el arzobispo Aymeric quiere visitar mi diócesis.
Gerbert intervino:
—Padre abad, ¡debemos sentirnos honrados y agradecidos!
José murmuró para sí:
—En Córdoba decimos: «Del amo y del mulo, cuanto más lejos, más seguros.»
Gerbert estalló en una carcajada y pronto el abad le hizo coro.
—Puede que tu viejo refrán tenga mucha razón, José. Alguien puede haberse preguntado en la corte cómo se conoció tan pronto todo el proyecto de la embajada a Córdoba. Y seguro que ya saben quién ha estado viajando en este otoño. José: quiero que durante la visita del arzobispo estés sentado entre todos los monjes, procures que no se oiga tu acento y que no se te vea demasiado; también recogerás del escritorio los volúmenes escritos en caracteres arábigos y los guardarás en el estante más alto de la biblioteca. Como la sinceridad debe presidir todas nuestras acciones, no ocultaremos las tareas que se llevan a cabo en la biblioteca, pero no dejaremos volúmenes a la vista de cualquiera que no pueda entenderlos. Es mi responsabilidad como abad de este monasterio el mostrarle al arzobispo nuestros progresos en la cantidad y calidad de nuestros libros y así lo haré en su debido momento. El hermano Raúl ya conoce estas instrucciones.
Hizo una pausa y se dirigió a Gerbert
—Primero visitaremos las parroquias y terminaremos el recorrido aquí. Luego viajará a Vic. Cuando lleguemos, tú, Gerbert, serás el encargado de servirle durante su estancia; eres aquitano y estimará escuchar el habla de su tierra.
José se removió inquieto en el asiento.
—Padre abad, el arzobispo ¿no recibirá a otros monjes, si desean hablar con él?
—¿El hermano Hugo, quieres decir? Puede que lo haga, pero yo soy su abad, elegido por los monjes y con quien han firmado su pacto. Es un monje piadoso, algo fanático pero un buen monje. Obedecerá mis instrucciones. Hijos —José y Gerbert se levantaron de su asiento y se colocaron ante aquel hombre bondadoso que, sin embargo, gobernaba el monasterio con mano firme—, hemos actuado con fidelidad y sinceridad y de acuerdo con los mandatos del Señor. Dios, que ve dentro de los corazones, lo conoce —trazó la señal de la cruz en el aire—. Que Él os bendiga y os guarde de todo mal.
* * *
Aymeric, el arzobispo de Narbona, era un hombre de mediana estatura, calvo por la parte superior de la cabeza y que llevaba largo el resto del cabello, al igual que los caballeros. Montaba un buen caballo y sólo sus ropas negras y la cruz de piedras preciosas que llevaba al cuello daban a conocer al sacerdote. Le acompañaban otros clérigos que montaban mulas y un grupo de hombres de armas que les daban guardia.
El arzobispo se alojó en las habitaciones del abad y los hombres de armas fueron conducidos a la casa de huéspedes mientras los monjes instalaban camas en su dormitorio para los acompañantes del arzobispo; los clérigos contemplaron con gesto de rechazo las humildes camas alineadas, las toscas mantas y las lámparas de barro que lucían en el dormitorio.
El arzobispo recorrió la casa y las obras de la iglesia y a la tarde rezó las vísperas con los monjes. Tras las oraciones, el arzobispo presidió el capítulo, sentado en la silla de madera tallada que solía ocupar Arnulf, que se sentó a su derecha en una silla corriente.
Leyeron el capítulo de la regla y luego el arzobispo dijo:
—Durante estas semanas he recorrido las parroquias de los pueblos de la diócesis. Hoy estoy aquí con vosotros. Bendigo a Dios nuestro Señor por tener la dicha de haber conocido a tan fieles discípulos de San Benito. Gracias a vosotros se predica el evangelio en estas tierras de la frontera tan cerca de los infieles servidores del diablo. El sonido de vuestra campana, que llama a oración, recuerda a las gentes de estos campos dónde está la verdadera fe. He visitado con satisfacción vuestra casa. Los establos están limpios y la despensa bien abastecida dentro de vuestras costumbres de penitencia. Las obras de la iglesia avanzan, aunque no con demasiada rapidez; bien es verdad que no hay mucho dinero que invertir en ellas. También he visto que en la biblioteca han aumentado los códices y he solicitado a vuestro abad que nos envíe el ejemplar del Beato de Liébana que se está copiando, para la biblioteca de nuestra iglesia de Narbona. Los libros piadosos deben ser el alimento de nuestras almas.
Hugo, el sacristán, se levantó de su asiento y se adelantó al centro de la sala:
—Con vuestra venia, mi señor arzobispo. Ya que habláis de libros; tengo un grave peso en la conciencia. He dudado mucho en declarároslo, pero creo que la salud de mi alma me obliga a ello.
El abad Arnulf intervino:
—Yo os escucharé luego, hermano Hugo.
—Gracias, padre. Os pediré más tarde vuestra bendición, pero mi duda de conciencia puede ser también la de alguno de nuestros hermanos y querría hablar de ello ante su eminencia Aymeric, nuestro señor arzobispo, según nos aconseja nuestra regla.
José estaba en la segunda fila, entre los monjes jóvenes, sentado sin removerse, en el duro asiento de madera, con la vista baja y las manos ocultas bajo el manto. Levantó un momento los ojos para contemplar al sacristán, y al volver la vista hacia el arzobispo, sorprendió una leve sonrisa en la comisura de los labios y supo que estaba asistiendo a una escena ensayada; que, de alguna manera, el hermano Hugo estaba de acuerdo con el arzobispo y que entre los dos habían decidido los supuestos escrúpulos de conciencia del sacristán. La revelación le sacudió como un golpe y le dejó helado en su interior. Hasta ahora había creído que el hermano Hugo era un hombre estricto que no simpatizaba con las novedades; no que fuese capaz de engaños para atacarle. Le había ocurrido lo mismo en Córdoba; cuando tropezaba con la enemistad irracional y desnuda, sin paliativos, se sentía paralizado y era incapaz de reaccionar.
El arzobispo hizo un gesto con su mano enguantada de rojo.
—Hablad, hermano.
El sacristán levantó el tono de la voz. Los ojos le brillaban.
—En este monasterio se encuentra un mozárabe hereje, huido de la corte de los ismaelitas[43], que ha traído libros diabólicos a nuestra biblioteca. Es un pozo de ciencias mágicas y con sus embrujos ha encantado a nuestro padre abad, que le protege y le deja ejercitar su magia. Lo he amonestado por tres veces como manda la regla; primero a solas y luego con el testimonio de un hermano, pero ha sido en vano. Por eso ahora lo presento ante la reunión de los monjes presididos por nuestro arzobispo y con asistencia de nuestro padre abad.
El arzobispo se volvió a Arnulf.
—¿Qué decís, padre abad?
Arnulf habló con voz serena y baja que contrastaba con el tono de Hugo.
—Os lo iba a presentar después del capítulo, Aymeric. No es un hereje, es un buen cristiano de la familia de Alvaro, el santo compañero del mártir San Eulogio. Ha tenido que salir de Córdoba perseguido por la fe en nuestro Señor. Lleva el hábito de nuestro padre San Benito y es postulante en nuestro monasterio. Estudia con empeño nuestra liturgia romana.
El hermano Hugo negó:
—No es cierto. José Ben Alvar ha infectado nuestra santa casa con toda clase de brujerías. El mismo tiene contactos diabólicos. Ha extendido su magia hasta el vecino monasterio de Sant Joan. Una de las monjas le vio haciendo conjuros en la huerta y encantó a una novicia con la que mantiene tratos. Yo solicito de nuestro venerable arzobispo que establezca tribunal y cure nuestra enfermedad arrojando fuera de nuestra santa casa tanta ponzoña. La Iglesia de Cristo debe actuar en la corrupción del mundo hasta que llegue el día en que derrotados definitivamente Satán y sus servidores, y después del Juicio Universal, la Iglesia triunfante, la Iglesia de la comunión en Dios, se instaurará en un mundo nuevo.
El arzobispo asintió blandamente.
—Amén, hermano, amén. Ésa es la labor de la Iglesia. Habéis hecho bien en confiarnos vuestro problema de conciencia. Señor abad, parece que desconocíais ese problema. Vamos a discernir si la corrupción de la magia ha anidado en vuestro monasterio. ¿Dónde está ese mozárabe?
Un murmullo corrió entre los bancos de los monjes; menos el pequeño grupo de monjes que seguía al sacristán, los demás habían llegado a querer al muchacho.
El abad Arnulf hizo una señal a José, que se levantó de su asiento para salir al centro de la sala, junto al hermano Hugo.
Aymeric hizo un gesto de sorpresa; había esperado un hombre adulto y la juventud de José le desconcertaba.
—Éste es José Ben Alvar —presentó Arnulf.
—¿Eres hereje? —preguntó, brusco, el arzobispo.
José intentó hablar sin acento.
—No, mi señor arzobispo. Creo en Jesucristo, nuestro Señor, según las enseñanzas de la Santa Iglesia. Mi obispo Rezmundo, que me bautizó y me conoce bien, escribió cartas que me presentan y que están en poder del padre abad.
—¿Hay obispos en Córdoba?
—Sólo uno, mi señor arzobispo. Los cristianos, en Córdoba, podemos seguir nuestra religión, aunque no podemos convertir a otros. Si un musulmán se convierte al cristianismo, se castiga con la muerte al musulmán y al cristiano que le enseñó la fe.
El sacristán atacó de nuevo:
—No os dejéis engañar, señor arzobispo. Conoce la magia; y tiene libros de conjuros.
Arnulf hizo una seña a Gerbert y a Raúl.
—El hermano Hugo está sobresaltado por lo que no conoce, arzobispo Aymeric; sin duda habéis oído hablar en la corte del rey de Gerbert, el monje del monasterio de Aurillac que el rey Lotario nos confió para que progresara en los conocimientos de las ciencias matemáticas. El y el bibliotecario han trabajado con esos libros que el hermano José trajo desde Córdoba y puede mostrároslos e informar sobre ellos. Hermano Raúl, traed esos libros a esta sala.
Raúl hizo una inclinación y salió para volver en seguida cargado con el volumen de León el Hispano y con la traducción que José había hecho.
Hizo el gesto de entregárselo al arzobispo.
Aymeric señaló el suelo:
—¡Dejadlo ahí!
Raúl obedeció.
—Es un tratado sobre la multiplicación y la división, mi señor arzobispo —dijo Gerbert.
—José, abrid el libro.
José se inclinó y abrió el grueso volumen. El arzobispo alargó la cabeza para mirarlo desde su silla.
—¿En que está escrito?
—En árabe, mi señor arzobispo —contestó José.
—Gerbert, ¿sabes árabe?
—No, mi señor.
—Entonces —la voz del arzobispo tenía un matiz de triunfo— ¿cómo puedes saber que este libro trata sobre la multiplicación?
Gerbert abrió el libro latino.
—El hermano José lo ha traducido. Aquí está.
—¿Y cómo sabes que dice lo mismo?
El hermano Raúl intervino:
—Yo sí conozco el árabe, mi señor arzobispo, y puedo aseguraros que dice lo mismo.
Arnulf volvió a hablar suavemente.
—El hermano José ha traducido al latín este libro y algunos otros sobre el arte de los números. En este monasterio —y lo subrayó— estamos interesados en las ciencias que hacen progresar a los hombres. Cuando todos estén traducidos, enviaremos copias a todos los monasterios que tengan el mismo interés.
El hermano Hugo no pudo callar por más tiempo.
—¡Vais a extender la ponzoña!
Gerbert soltó una pequeña risa.
—¡Oh, no! ¿Me permitís, mi señor arzobispo? —hablaba eligiendo las palabras, con sus mejores artes de estudiante de retórica—. Los árabes tienen un sistema de números que permite hacer los cálculos mucho más de prisa y más fácilmente que con los números de los antiguos romanos. Es la ciencia que el hermano José ha estudiado en Córdoba, la conoce bien y ahora traduce los libros de sus sabios para nuestro uso en el monasterio.
—¿En Córdoba? —preguntó con sospecha Aymeric.
José recuperaba la calma; debía defender su amado sistema de cálculo, pero no sabía cómo explicarlo en aquella reunión y ante aquel arzobispo hostil.
—Los antiguos romanos construyeron grandes edificios y gobernaron el más grande imperio conocido. Lo hicieron con sus números. Dime, muchacho, ¿para qué necesitamos nosotros otra cosa?
El abad Arnulf intentó mediar.
—Perdonad, Aymeric. ¿Cuántos hombres de armas habéis traído?
—Quince. ¿Por qué?
—Muchos hombres son para una visita a vuestras fieles parroquias —había reproche en el comentario del abad—; para servirles el desayuno, el monasterio habrá de darles una hogaza de pan, un cuartillo de vino, tres lonchas de tocino y una rebanada de queso. Hermano José, ¿cuánto necesitaremos?
—Quince hogazas, seis medidas de vino, cuarenta y cinco lonchas de tocino y dos quesos, padre abad —respondió José con una sonrisa.
Un murmullo de sorpresa recorrió las filas de los monjes. Ninguno era capaz de calcular tan deprisa; el hermano despensero se había quedado con las manos levantadas y los dedos extendidos para contar con ellos.
El hermano Hugo se adelantó:
—¿Veis, señor arzobispo? Tiene pacto con el diablo. Sólo con artes mágicas se puede contar tan deprisa. Y a su llegada embrujó a una novicia del monasterio de Sant Joan con signos mágicos trazados en la tierra. La monja encargada de la sacristía los vio y me llamó para que los borrase con agua bendita, porque ella no se atrevía a tocarlos.
Aymeric tenía el ceño fruncido.
—¿Qué signos mágicos eran esos?
—No eran signos mágicos, mi señor arzobispo; eran números árabes —José estaba irritado ante aquella ignorancia que veía maldad en lo que desconocía—; eran los cálculos de un problema aritmético que propuse a la hermana Emma del monasterio de Sant Joan.
—¿Un problema? ¿Qué problema?
José recitó:
Un collar se rompió mientras jugaban
dos enamorados,
y una hilera de perlas se escapó.
La sexta parte al suelo cayó,
la quinta parte en la cama quedó,
y un tercio la joven recogió.
La décima parte el enamorado encontró
y con seis perlas el cordón se quedó.
Dime cuántas perlas tenía el collar de los
enamorados.
José sonrió a Gerbert.
—El resultado son 30 perlas, Gerbert.
El arzobispo Aymeric estaba atónito; tenía la boca abierta y una expresión boba en los ojos. De súbito enrojeció.
—¿Qué clase de frivolidad es esa? ¿Qué conversación impía para dos consagrados a Dios?
Enderezó el cuerpo en su silla tallada.
—Lamento lo que voy a decir, Arnulf, pero este caso es más complejo de lo que se puede tratar en esta noche. Y yo debo seguir viaje para Vic mañana. Padre abad, dejaréis aislado a este mozárabe para que haga penitencia por su soberbia y frivolidad; sólo comerá una vez al día y su comida será pan y agua. Más adelante, a mi vuelta a Narbona, lo mandaré llamar para que santos varones lo examinen y sentencien si hay posesión del diablo o no. Respecto a esa novicia… no es digna de sus votos. Hablaré con la abadesa de Sant Joan para que tome las medidas oportunas para su penitencia.
Se puso en pie y suspiró ruidosamente.
—Y os tengo que decir a todos, hermanos, y a vuestro abad que os preside en la fe, que el exceso de ciencia hincha y sólo la humildad santifica; son los evangelios y los libros santos los que debéis copiar en vuestro escritorio y no la ciencia de los ismaelitas. ¿Acaso necesitamos otra ciencia que la que nos transmitieron nuestros Santos Padres en la fe? Yo que vos, Arnulf, no permitiría que los monjes se iniciasen en esos sistemas de cálculo impíos.
Trazó en el aire la señal de la cruz.
—¡Que Dios os bendiga, hermanos! —se volvió al sacristán—; hermano Hugo, ¿me queréis guiar a mi habitación?