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Camino del Norte
Mayo del 968
(357 de la Hégira para los creyentes en el Islam)

La caravana viajaba sin prisa hacia el Norte. El sol poniente incendiaba de rojo la altiplanicie que se extendía hasta más allá del horizonte. La debían atravesar por completo. Al caer la noche, entre dos luces, se buscaban refugios o se acampaba bajo las estrellas. Entonces los muleros, después de agrupar los animales en improvisados corrales, encendían hogueras para cenar y cantaban viejas canciones de amor que traían ecos de un pueblo que había viajado durante mucho tiempo por el desierto y había dormido bajo las estrellas de todo el mundo conocido.

José no se unía a los cantos. Se sentaba contemplando la hoguera, con su cuenco en la mano y, en ocasiones, se le llenaban los ojos de lágrimas. Nadie le decía nada. Los hombres de la caravana no le conocían y él no había sido amistoso; su padre le había confiado al jefe de la caravana con instrucciones muy precisas y sin decir el verdadero motivo de la partida del muchacho.

José llevaba un cinturón lleno de monedas de buena plata cordobesa pegado a la piel y cartas de presentación de Rezmundo, el obispo de Córdoba, para Ató, obispo de Vic; Garí, obispo de Osona, para Adelaida, la abadesa de Sant Joan[19], y Arnulf, el abad de Santa María de Ripoll[20], donde le darían posada y que en principio era su destino final. Recordaba la reunión en su casa y la bendición de despedida del obispo:

—Los caminos del Señor son extraños, José Ben Alvar. Tienes que salir de tu patria y, no serás un sabio maestro cordobés en las cuatro ciencias, no serás Sidi Sifr, el Señor del Cero, pero tal vez te esté reservado un destino más alto. Acuérdate de Daniel en la corte de Nabucodonosor y de los otros personajes de la Biblia. Tú eres inocente, hijo. La bendición del Señor te acompañará.

—¿Siendo espía?

—Tu conciencia te aconsejará lo mejor. —había dicho su padre— El cadí ha sido muy generoso al fiarse de tu palabra. Tu patria es Córdoba, hijo. Tú has nacido aquí, y aquí nacieron tus abuelos y bisabuelos. El resto es política. Nosotros somos cordobeses; nuestra familia ha vivido en esta ciudad desde los tiempos de los antiguos romanos, más de lo que el más viejo puede recordar. No hemos querido nunca emigrar porque ésta era nuestra tierra, gobernase quien gobernase. Día llegará en que podamos adorar a nuestro Dios libremente en nuestro país; también los romanos y los godos en los primeros tiempos perseguían a los de nuestra fe. Bajo los musulmanes… nuestro pariente Alvaro[21] fue mártir por su fe en tiempos de Eulogio y ahora mi hermano goza de la confianza del Califa y es uno de sus embajadores en la corte de Bizancio; sin traicionar nuestra fe, siendo veraces y honrados, haremos lo que podamos para sobrevivir.

El obispo Rezmundo le dijo:

—Te irás con una caravana que va a Sant Joan de Ripoll. No hemos podido encontrar otra posibilidad con las prisas. Desde allí, la abadesa te enviará al monasterio de monjes de Santa María. Dios te guiará.

José Ben Alvar no se sentía en absoluto aliviado por esas palabras. Todavía sentía la presión de los brazos de su madre, que luchaba por retener las lágrimas.

—Dios te bendiga, hijo. ¡Maldita envidia que te manda fuera de nuestra casa! Te he guardado todos tus libros y pergaminos. Por favor, hijo, no nos dejes sin tus noticias.

Mientras la caravana atravesaba la llanura en largos días iguales y luego buscaba el mejor paso entre los montes, José, angustiado, reflexionaba. Estaba confundido. Su vida había dado una solemne voltereta, le habían lanzado al aire y todavía no sabía de qué postura iba a caer. Hasta el momento, su existencia había transcurrido feliz. En su casa, todos: sus padres, sus hermanos, los criados, los abuelos, le habían querido y se habían enorgullecido de su inteligencia. Su proyecto de vida se extendía ante sus ojos tan plácidamente como la página de un libro. Le gustaban las matemáticas; las comprendía y le apasionaban, y su gran facilidad para el cálculo asombraba hasta a sus maestros y había motivado su apodo: «Sidi Sifr», «Señor del Cero». Quería investigar los números y sus posibilidades según lo que AlKowarizmi había enseñado en su libro; estaba seguro de que, con una enseñanza apropiada, todos podían conseguir tan buenos resultados en el cálculo como él. Aquel año habría obtenido el premio del Califa al mejor alumno y lo habrían propuesto para enseñar a los más jóvenes; quería continuar enseñando y en su momento se habría casado con alguna muchacha cristiana y hubiese tenido hijos y envejecido con honores. Y ahora, esos planes tan simples de una vida feliz, por culpa de la envidia de Alí, el hijo de Solomon Ben Zahim, se habían deshecho como los números que escribía en la arena cuando utilizaba el ábaco de arena[44] para resolver problemas.

Descansaron en Tortosa, donde la caravana entregó una gran parte de sus mercancías y donde el gobernador les recibió en persona y les proporcionó una guardia para protegerlos de los ladrones que merodeaban la frontera. Recibió las cartas que le enviaban de Córdoba y prometió encargarse de remitir las cartas que José le entregó.

A la salida de Tortosa, el jefe de la caravana le dijo:

—A partir de ahora, ya estamos en tierra de cristianos. En tres o cuatro jornadas estaremos en Sant Joan de Ripoll. Yo entregaré los pellejos de aceite al monasterio y tú seguirás tu camino.

José asintió sin protestar; no tenía prisa por llegar a ninguna parte. A su pena y su nostalgia de los primeros días había sucedido una tristeza y depresión intensa.

Sant Joan era un hermoso monasterio con sillares de piedra que todavía tenía el brillo y el matiz de recién cortada. José entregó las cartas de recomendación que llevaba a la hermana portera y después, mientras el jefe de la caravana dirigía la descarga de los pellejos de aceite y recibía el precio de la hermana despensera, José paseó por el oscuro zaguán donde tropezó dos veces con los descargadores. Abrió una puertecilla estrecha y se encontró en el huerto del monasterio.

Soplaba un vientecillo frío que estremecía y los árboles tenían los brotes color verde tierno de la primavera. Buscó un rincón abrigado y se sentó al sol arrebujado en su capa; tenía frío y se sentía melancólico. El paisaje, que mostraba todos los tonos del verde era muy distinto del de su añorada Córdoba.

—¡Eh, tú! ¿Qué haces aquí? ¡Los mozos de la caravana se quedan al otro lado de la puerta! José se volvió. Tras él, y vestida con las ropas de lana parda de las monjas, había una adolescente, casi una niña todavía. De las tocas blancas escapaban rizos de un tono de cobre bruñido; tenía los ojos asombrosamente verdes y la cara sembrada de pecas. Había hablado en la lengua de los francos[22] como la gente del pueblo y José no entendió. Se levantó y se inclinó en un saludo antes de preguntar en latín.

—¿Qué me decís, señora? Ella comprendió que no era uno de los mozos y también cambió al latín.

—No está permitido a los extraños entrar al huerto. ¿Quién sois? ¿Cuál es vuestro nombre?

—Soy José Ben Alvar, de Córdoba, mi señora; he venido con la caravana. No sabía que estaba prohibido el paso a este sitio. ¿Este es el lugar de las mujeres?

—¡Es el lugar de las monjas! ¿Sois árabe?

—No, mi señora; mi familia vivía en Córdoba desde los tiempos de los antiguos romanos y somos cristianos.

—Si sois cristianos, ¿por qué no habéis huido al Norte?

José estuvo a punto de contestar que era una impertinencia preguntar acerca de lo que no era asunto suyo, pero él era allí el forastero y aquella monja le hablaba con altivez, como quien está acostumbrada a mandar.

—Señora, Córdoba es nuestra patria y allí están las tierras de la familia y los sepulcros de nuestros abuelos. ¿Por qué tendríamos que huir?

Ella no respondió y preguntó de nuevo:

—¿Y a qué vienes al Norte? ¿Eres mercader?

José no sabía exactamente lo que era ni cómo contestar a esa pregunta.

—No, mi señora. He llegado con la caravana pero me dirijo a Santa María de Ripoll. Vuestra abadesa me facilitará un guía para el camino.

—¿Vas a ser monje?

—Lo tengo que pensar. No estoy seguro todavía, mi señora. De momento, lo que quiero es estudiar.

—Yo ya lo tengo pensado y estoy muy segura. Yo quiero ser monja y entregar mi vida a Dios, nuestro Señor.

—Es una decisión digna de alabanza —dijo cortésmente José—. Debo marcharme.

Ella le detuvo.

—Perdonad, ¿no queréis quedaros un poco más? Ya que habéis entrado… No partiréis para Santa María hasta mañana y yo tengo tan pocas ocasiones de hablar con alguien diferente… —señaló un banco—. ¿Nos sentamos?

José contempló el banco con aire de duda. Luego extendió el faldón de la capa y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.

—Perdonad, mi señora. Estoy más cómodo aquí.

—¿Al uso árabe? —su risa levantó ecos en los árboles—. Sois muy divertido, José Ben Alvar.

Ella escondió las manos en las amplias mangas del hábito y sonrió con algo de expectación.

—¿Qué me vais a decir?

—No sé quién sois, mi señora.

—¡Ah, claro! Yo soy Emma; me llamo así en recuerdo de mi tía abuela, la hija del conde Guifré[23], que fue la primera abadesa de este monasterio. ¿Qué hacíais en Córdoba?

—Estudiar, señora; las tres ciencias de la gramática, la retórica y la filosofía y las cuatro ciencias de la aritmética, la geometría, la astronomía y la música.

—Yo también estudio en este monasterio, pero no he podido llegar más que a los principios de la música. ¡La aritmética es tan difícil!

—No, tal como la explicaba mi maestro. ¿Queréis escuchar un problema de aritmética?

Y sin aguardar respuesta comenzó a recitar:

Un collar se rompió mientras jugaban
dos enamorados,
y una hilera de perlas se escapó.
La sexta parte al suelo cayó,
la quinta parte en la cama quedó,
y un tercio la joven recogió.
La décima parte el enamorado encontró
y con seis perlas el cordón se quedó.
Dime cuántas perlas tenía el collar
de los enamorados.

Emma sacó las manos de las mangas para aplaudir divertida.

—¡Qué bonito! ¿Cuántas perlas había?

José también reía

—Yo conozco ya el resultado, pero lo podemos calcular ahora. Vais a ver qué fácil y rápido. ¿Sabéis sumar?

—Sí, pero me equivoco muchas veces. No sé manejar bien el ábaco. Además, ¡no podéis calcularlo ahora! Se tardarán días en calcular algo tan complicado.

—No, como lo explica el sabio cordobés AlKowarizmi. Veréis.

José buscó una ramita rota y dibujó un cuadro en el suelo que luego dividió por rayas verticales como una reja.

—Con este sistema se opera más rápido que con el ábaco latino[24] —explicó.

Dibujó varios signos en los pequeños cuadros de la reja antes de anunciar:

—El collar tenía treinta perlas.

Emma estaba fascinada

—¡Esos signos son mágicos!

José reía alegremente por primera vez desde hacía tiempo.

—No, ¡nada de magia! Sólo son los números árabes. Se calcula mucho más deprisa con los números árabes que con números romanos. Y se calcula mucho mejor con un ábaco de arena como éste —y señaló el dibujo del suelo— que con el ábaco que usáis vosotros.

—¡Me gustaría aprender! Si vais a Ripoll, puedo pedir permiso para que me enseñéis esa ciencia. Como voy a ser monja, puedo estudiar todo lo que quiera, no es como si fuese a casarme.

—¿Cuál es la diferencia?

—Si me fuese a casar, sólo debería aprender lo que complaciese a mi marido. Si yo fuera una mujer del pueblo, aprendería a cocinar y a limpiar la casa; también tendría que ayudar a mi marido en el campo o en su oficio; como soy hija de un conde, si me casara, tendría que administrar el castillo en las ausencias de mi esposo, pero como él sólo sabría poner su nombre al pie de los documentos, no consentiría mayor ciencia en su mujer. ¡No quiero casarme nunca! ¡No quiero depender de un hombre que no me deje estudiar, que me domine, que a lo mejor me pegue, y estar pendiente de sus deseos y tener hijos, uno tras otro, todos los años y ver cómo mueren por falta de cuidados hasta que yo misma muera!

—Los hijos de los condes no pasan hambre.

—¡Pero aquí, en la frontera, mueren de enfermedades, sin médicos que los cuiden! Varios de mis hermanos murieron antes de que naciese yo. Mi madre era una mujer triste, sin alegría, que languidecía solitaria en el castillo, y eso que mi padre era un buen hombre que la respetaba. Cuando murió mi padre se trastornó su razón. Yo prefiero ser libre y servir a Dios.

—¿Y el amor?

—¡Prefiero el amor de Dios! Yo voy a ser monja.

Se levantó con un revolotear de las faldas del hábito y se alejó muy deprisa y andando muy derecha. Sus frases no eran las de la niña que aparentaba. José la siguió con la vista, interiormente divertido, y pensó en que la vida de aquella muchacha, hija de condes, no debía de haber sido muy fácil. Luego volvió hacia la puerta del monasterio.

Ninguno de los dos advirtió que, en el suelo, quedaban las huellas de los cálculos de José.