41
Lo primero que Emily sintió, nada más recobrar el conocimiento, fue el frío que penetraba su ropa y le llegaba a los huesos. El aire olía a humedad, heno enmohecido y humo de leña. No veía nada, llevaba una venda en los ojos. Se agitó vanamente intentando liberar las manos de sus ataduras. El pánico se hizo mayor cuando advirtió que ni siquiera podía mover los pies, estrechamente atados por una cuerda que se le clavaba a pesar del cuero de los botines. Estaba tan enfrascada en sus forcejeos que no oyó los pasos que se acercaban. Alguien la sentó con brusquedad. Todos sus huesos protestaron y el dolor de cabeza empezó a latirle de manera tan violenta que sintió nauseas. Sin miramientos, unas manos bruscas le arrancaron la venda del rostro. No le importó el fuerte tirón de pelo, porque a duras penas conseguía concentrarse en lo que veía. Le costó enfocar la vista a la escasa luz proveniente de un pequeño fuego en un brasero. La penumbra apenas alcanzaba los rincones de la estancia, una cuadra muy descuidada y sin duda abandonada. No había caballos ni arreos colgados de las vigas, como habría sido lo normal.
Un movimiento a su lado le hizo recordar que no estaba sola. Alzó la vista lentamente, rezando para no marearse. No le sorprendió ver a Douglas, que la observaba con la mandíbula apretada.
—Te has tomado tu tiempo para despertarte.
Si no le hubiese dolido tanto la cabeza y no hubiese estado tan asustada, se habría reído. Quiso hablar, pero la lengua parecía habérsele pegado al paladar. Una oleada de náuseas la sacudió y cerró los ojos.
Douglas se asustó al verla tan pálida. No tenía que haberle golpeado con tanta fuerza en la cabeza. Al fin y al cabo, Emily era una mujer, y era bien sabido que eran débiles, pero al verla sola frente al cercado del elefante no pudo dejar escapar tan oportuna ocasión. Llevaba todo día espiando al niño desde lejos, pensando que sería más sencillo que se despistara. Después, habría encontrado la manera de hacerle saber a Emily que, si no se marchaba con él, el crío pagaría las consecuencias.
Ese plan le había parecido incierto y peligroso, pero, con la eterna sombra del pistolero pegado a Emily, no había pensado en nada más, demasiado rabioso por la traición de Joshua. Aunque ya se encargaría él de hacerle pagar su ingratitud; antes de abandonar Dodge City pensaba acabar con la vida de Edna. Sería perfecto, de esa manera asestaría un duro golpe al hermano y al indio, que parecía haberse encariñado con la joven, del que no se repondrían. Amar a las mujeres convertía a los hombres en peleles sensibleros.
Por eso mismo él no se permitía amar. Lo que sentía por Emily era como un veneno que lo había ido emponzoñando insidiosamente desde que la vio por primera vez en el rancho. Era un extraño sentimiento que oscilaba entre las ansias de protegerla y el deseo de castigarla por despertar en él un anhelo tan incontrolable. Emily era diferente de las otras mujeres, algo en sus miradas, que siempre parecían deslizarse sobre él como si fuera transparente, lo empujaba a querer más.
—Douglas…
Apenas la oyó, porque su voz era un débil susurro que apenas consiguió sacarlo del ensimismamiento en que se hallaba. Se puso de cuclillas y con torpeza le retiró el cabello del rostro.
—Todo esto ha sido culpa tuya —aseguró con los ojos entrecerrados—. Si no hubieses permitido que ese pistolero se quedara en el rancho, habría sido más sencillo. Lo tenía muy bien pensado, tú y yo habríamos sido felices. Yo habría cuidado de ti, incluso podría haber aceptado a tu hijo, pero tuviste que complicar las cosas al acoger a ese Sam en tu casa, en tu cama.
Sus puños se cerraron con fuerza, porque necesitaba descargar la ira que le provocaba pensar en el pistolero.
Emily intentaba entender lo que Douglas le decía, pero las palabras carecían de sentido.
—¿Sabías que Gregory, el inútil de tu marido, quería vender el rancho a Crawford y dejarte? Me lo dijo una noche que se emborrachó como una cuba. Entonces pensé que yo podría cuidar de ti.
—Pero se fue a por oro —murmuró ella.
Douglas soltó una carcajada seca que rompió el silencio de la cuadra.
—¿Eso crees? ¿Crees que un vago como Gregory se mancharía las manos buscando oro? Eran fanfarronadas que soltaba para darse importancia. Solo eso. Y yo lo sabía, sabía que nunca tendría el valor de irse a la aventura sin un centavo en el bolsillo.
Emily se apoyó con cuidado en un poste de madera y cerró los ojos. Todo bailaba a su alrededor y las náuseas seguían martirizándola. Encontró las fuerzas para hablar.
—Entonces, ¿adónde se fue Gregory?
El silencio se prolongó tanto que Emily alzó los parpados. Douglas la contemplaba fijamente, sin pestañear.
—Está muerto.
Finalmente su cuerpo se convulsionó y vomitó. El esfuerzo fue tan intenso que el mareo se intensificó. Un dolor punzante le martilleaba las sienes, como si tuviera la cabeza a punto de explotar. Notó que algo se movía a su alrededor, pero no prestó atención. Un único pensamiento iba y venía en su mente: Gregory estaba muerto. ¿Desde cuándo? ¿Y cómo lo sabía Douglas?
Un paño mojado le refrescó la piel enfebrecida y al momento notó como el vaquero la alzaba y la alejaba del vómito. Se dejó tumbar como una muñeca desmadejada sobre una capa de heno enmohecido. Y se odiaba por ello, porque quería gritar a ese hombre, hacerle saber que lo despreciaba, pero su cuerpo ya no obedecía las órdenes de su mente. No encontraba la fuerza necesaria para levantar un dedo siquiera.
Cuando la hubo dejado, Douglas le acercó una cantimplora a los labios para que bebiera. Agradecida, ella tragó con cuidado, notando que un hilo de agua se le deslizaba por el cuello hasta mojar el escote recatado de su vestido. Un escalofrío la sacudió. Apartó la cabeza y sus ojos se clavaron en el rostro de Douglas, un hombre con el que había vivido y trabajado durante meses en el rancho. Aunque nunca había congeniado con él, jamás habría imaginado que escondía una mente tan enfermiza.
—Tú mataste a Gregory. —Lo dijo sin vacilar, con voz sorprendentemente tranquila pese a los latidos enloquecidos de su corazón.
El vaquero curvó los labios hasta que sonrió abiertamente.
—Él puso mucho de su parte. Esa noche estaba tan borracho que apenas si se sostenía sobre el caballo. Volvíamos del pueblo, donde había estado bebiendo para celebrar su decisión de vender el rancho y largarse de Kansas. Odiaba el ganado y todo lo que tenía que ver con el campo. Quería vivir en una ciudad del Norte como un ricachón.
Mientras hablaba, Douglas se puso en pie y echó a andar delante de Emily con las manos entrelazadas a la espalda, como un orador.
—Se cayó del caballo. El muy idiota se quedó tirado en el suelo, riéndose. Yo desmonté y me reuní con él. No tenía pensado hacerle nada, fue más bien como si una voz me hablara en mi cabeza. Y esa voz me decía que Gregory era un parásito y a los parásitos hay que matarlos. Cogí una piedra y la estrellé contra la cabeza del imbécil. Creo que ni siquiera se dio cuenta de lo que iba a hacerle.
Emily tragó con dificultad. No amaba a Gregory ni lo quería de vuelta en su vida, pero saber que lo habían matado le encogía el corazón.
—¿Por qué lo hiciste?
La pregunta pareció sorprender a Douglas. La estudió con la cabeza ladeada unos segundos antes de contestar.
—Porque eres mía. Lo supe desde la primera vez que te vi. Sabía que tarde o temprano serías mía. Por eso me quedé en el rancho, esperando una señal. Y cuando Gregory se cayó de su caballo, comprendí que era el momento que había estado esperando. Después respeté tu espera. Sabía que necesitabas un tiempo para entender que tu marido no volvería. Pero entonces se presentó Truman y…
Se agachó para coger un listón de madera que se había desprendido de uno de los establos. Lo sopesó con cuidado. Emily sintió que el miedo la acometía de nuevo, la inundaba en rachas violentas, y notó que el sudor le empapaba la espalda. Involuntariamente se echó atrás, todo lo que le permitió el poste de madera contra el cual estaba apoyada. El golpe que esperaba no tardó, pero se estrelló contra una viga. La madera podrida se astilló en varios trozos, que cayeron al suelo con un ruido sordo. Con el trozo que le quedaba apuntó a Emily.
—Lo tenía todo calculado: te habría acompañado hasta Dodge City y te habría ayudado a vender el ganado. Después, al regresar al rancho, te habría cortejado y, en el momento oportuno, el cuerpo de Gregory habría aparecido, descompuesto, pero con su ropa y su reloj. Me las habría ingeniado para que el hallazgo pareciera un accidente tras una tormenta. Me habría casado contigo y habríamos sido una familia. Yo habría cuidado de las tierras, porque siempre he sabido que un día tendría mi propio rancho. —De repente tiró con violencia el trozo de madera, que cayó a pocos centímetros de Emily—. Pero tú te empeñaste en cuidar de ese pistolero, después le permitiste quedarse, y cuando empezaste a hablar de convertir el rancho en una puñetera granja, no me quedó más remedio que tomar medidas… Además, estaba Cody, que huía de mí cada vez que me veía… Luego me enteré de que las deudas eran tan elevadas que a duras penas podrías haber salvado el rancho. Decidiste vender casi todo tu ganado. Y Sam empezó a influir sobre ti. Siempre estabas dispuesta a escuchar a los demás, menos a mí —le reprochó finalmente con una rabia que la atemorizó aún más si cabía—. No iba a consentir que me apartaras de tu vida, después de haber estado tanto tiempo esperando mi momento. Había invertido demasiado tiempo para que tú me lo echaras a perder.
Se pasó los dedos por el pelo y respiró hondo. De repente toda su ira se esfumó, dejando en su lugar una aparente calma.
—Por eso acudí a Crawford. Le ofrecí un trato. Su sobrino y dos compinches de este tenían que venir hasta Dodge City y esperar. Una vez vendido el ganado, cuando fuéramos de vuelta al rancho, tenderían una emboscada. Como yo no sabía por qué camino regresaríamos, mi intención era averiguarlo y pensar en el sitio más favorable para tender la trampa.
Los temblores empezaron a apoderarse del cuerpo de Emily y la debilidad cedió ante el embate del miedo. Era el mejor acicate para que saliera de su letargo. Emily notaba que la bruma de su mente se iba dispersando a medida que Douglas hablaba. Tenía que encontrar la forma de soltarse. Tanteó como pudo detrás de ella, pero sus manos atadas a la altura de las muñecas le limitaban el campo de búsqueda. Además, debía evitar a toda costa llamar la atención de Douglas, que parecía ensimismado en sus confesiones. Emily rezó en silencio para que siguiera hablando. Necesitaba esos minutos.
—Pero una vez más todo me salió mal —gimió Douglas, que había echado a andar de nuevo sujetándose con fuerza las manos a la espalda—. En lugar de venir hasta aquí directamente, esos idiotas nos siguieron. Y el cretino de Cass no pudo mantener sus pantalones subidos. ¡Imbécil! Tuvo que agredirte. Cuando vi que Sam le había matado temí por mi plan, pero no quería perder la oportunidad de quedarme contigo y con parte del dinero de la venta del ganado.
—¿Y Cody? —preguntó Emily, intuyendo la respuesta.
—¿Cody? —repitió, haciendo un alto en su paseo azaroso por la cuadra—. Tu hijo no habría sido más que un impedimento. Además, ¿qué podía esperar de un crío que confía más en un indio que en mí?
Emily buscó con frenesí algo a lo que aferrarse. Encontró un objeto alargado y duro junto a la alforja de la que Douglas había sacado la cantimplora. Lo palpó con cuidado y cerró los ojos dando gracias al cielo.
—No puedo confiar en nadie —prosiguió él—. Hank se largó con el rabo entre las piernas cuando se dio cuenta de que Sam iba a por ellos. Únicamente quedaba el sobrino de Crawford, un gallito que cacareaba mucho pero cobarde como un cachorro. No se le ocurrió otra cosa que detener el plan. Eso me enfureció.
Douglas paró.
Emily dejó de mover las manos por temor a que él percibiera algo sospechoso. Regueros de sudor le bajaban entre los pechos y en el centro de la espalda. Acusaba el frío de la noche y las extremidades se le estaban entumeciendo cada vez más.
—Tuve que matarlo. No podía permitir que se saliera con la suya. El muy inútil había echado a perder todos mis planes.
Con el rabillo del ojo Emily vio que Douglas crispaba los puños e intuyó otro arranque de violencia. No tuvo que esperar mucho. El ruido de la madera al quebrarse bajo el puñetazo no la sobresaltó y siguió con su tarea en silencio, mordiéndose la lengua al concentrarse en sus movimientos, limitados por las ataduras. Notó que se le acalambraban las piernas, pero de todas formas siguió adelante.
Douglas observó con indiferencia las pequeñas astillas que se le habían clavado en los nudillos.
—Pero el metomentodo de Joshua me vio. Tuve que pensar en algo, necesitaba que alguien se sintiera tan mal como yo, ¿y quién mejor que tú? Sabía que, si tocaba a tu querido indio, te sentirías mal. Por eso amenacé a Joshua, le dije que acusara a Nube Gris de la muerte del imbécil. Y fue gratificante verte suplicar al marshall por ese indio.
En un instante estuvo junto a ella y la agarró por la barbilla sin miramientos. La miró a los ojos con odio.
—Nunca te has preocupado por mí como lo haces por ese indio. Siempre me has relegado. ¿Por qué no te importo? ¿Acaso ellos son mejores que yo?
El temor a que descubriera lo que estaba haciendo la paralizó.
—No puedes echarme en cara la amistad que me une a Nube Gris. Nos criamos juntos. Es lo más parecido a un hermano.
—Por eso obligaste al chico Manning a que dijera la verdad, ¿no es así? Para proteger a tu indio. Pues bien. Por tu culpa, ahora tendré que matar a Edna. Eso dejará destrozados a Joshua y a Nube Gris. Después nos marcharemos tú y yo, nos iremos con el circo, colándonos en uno de los vagones de carga. Sé que el tren de la compañía está en una vía muerta a pocos kilómetros de aquí. De madrugada regresará a la estación de Dodge City para que el personal cargue los animales. Si me lo pones difícil, será tu hijo quien pague las consecuencias. Si intentas huir, si me la juegas, no te quepa duda de que tu hijo morirá.
—¡No toques a Cody! —La voz le salió débil y entrecortada, pese a que en realidad habría querido gritárselo a la cara.
—De ti depende su seguridad. Vas a quedarte aquí mientras yo voy a casa de esa zorra de Lorelei. Me imagino que todos los hombres habrán salido a buscarte, así que en la casa no habrá más que mujeres.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a entrar en la habitación de Edna, sé dónde duerme. Te prometo que no sufrirá, será una muerte rápida.
Emily negó con vehemencia.
—¡No puedes hacer eso! ¡No puedes matarla! ¡No te ha hecho nada!
La única respuesta fue un trapo que Douglas le metió en la boca. El sabor a queroseno la mareó y el roce áspero de la tela estuvo a punto de provocarle otra arcada. Impotente, vio cómo el vaquero se marchaba en la noche, dejándola allí con las manos y los pies atados.