22
Las horas pasaron con desesperante lentitud. Los primeros rayos del alba arrojaron una luz grisácea y alejaron las sombras en torno a la hoguera, que había permanecido encendida toda la noche. Nadie durmió, nadie habló, todos ellos conscientes de los sucesos y la ausencia de Sam. Emily iba y venía, entreteniéndose en cualquier actividad para no pensar en la posibilidad aterradora de no volver a verlo.
Pese a la oposición de Nube Gris, cavaron un hoyo lo suficientemente hondo para enterrar el cuerpo del agresor de Emily. Fue esta la que se negó a dejarlo a merced de las alimañas, que durante la noche ya habían merodeado en torno al cuerpo. Al ver el rostro del muerto, Joshua reconoció a uno de los hombres que habían incendiado su casa y Edna confirmó que era el que había querido forzarla. En silencio presenciaron cómo el indio y Kirk lo enterraban en una tumba anónima.
Después regresaron al campamento, donde Emily preparaba el desayuno. ¿Cuántas horas llevaba Sam fuera? Había perdido la noción del tiempo. Una y otra vez miraba el horizonte con la esperanza de verlo aparecer sobre su caballo, grande y recio, una fuerza de la naturaleza que había sobrevivido en soledad durante más de diez años. Y sin embargo Sam poseía una nobleza que él mismo se negaba a reconocer. Emily intuía que no era más que una manera de sobrellevar todo lo que la vida le había robado. Sospechaba que no era únicamente la guerra lo que le había convertido en el hombre que era en esos momentos; nunca hablaba de su familia, no los nombraba, no evocaba recuerdos, lo que revelaba que algo les había sucedido.
Aún quedaba en el aire la intención de Sam de marcharse tarde o temprano. No habían hablado más del asunto y esa incertidumbre la carcomía hasta estrujarle el corazón. Tenía que encontrar la manera de hacerle entender que sin él viviría a medias, por su hijo, pero como mujer se sentiría vacía. Le asombraba cuánto valor podía infundir el amor por un hombre. Hasta entonces solo había conocido el amor de un padre autoritario y el desprecio de un marido. Con Sam, algo crecía en su interior, algo que daba sentido a su vida.
Con esos pensamientos, Emily siguió entreteniéndose hasta media mañana en compañía de Edna, que la vigilaba en silencio. Se sentó a su lado, consciente de que la joven había sufrido una experiencia similar a la suya unos días antes. Aunque entonces no se atrevió a acercarse mucho a ella porque Edna no se había separado de su hermano, cosa lógica al encontrarse entre extraños, en ese momento experimentaba una empatía que nunca había sentido con otra mujer. No tenía amigas, ni las tuvo en el pasado. Su aislamiento la llevó a codearse con hombres que mantenían las distancias con ella, primero por respeto a Greyson y después por temor a Gregory. Kirk y Nube Gris habían sido sus únicos amigos.
—Te pido disculpas —dijo Emily con la vista fija al frente, sentada junto a Edna.
—¿Por qué? —inquirió esta, sin entender.
Tras un silencio, Emily la miró a los ojos.
—Tú has pasado por lo que yo pasé anoche y sin embargo no te di consuelo. No me atreví a acercarme a ti.
—Está olvidado.
—No lo creo —musitó Emily, que volvía a mirar al frente—. Algunas noches te remueves mucho en sueños y lloras.
Edna agachó la mirada y con una ramita trazó círculos en la tierra seca. Era cierto, las pesadillas seguían atormentándola, pero hablar de ello la incomodaba.
—Eso también pasará, como todo lo demás.
Emily le echó un vistazo de soslayo. Edna era demasiado joven para arrastrar tantas pérdidas y permanecer firme, aun así la joven mostraba una entereza sorprendente. Quiso conocerla un poco más.
—¿De dónde era tu familia? Tu hermano y tú tenéis un acento que no es de por aquí.
—No, nos vinimos a vivir a Kansas hace cuatro años. Antes mi padre era maestro de escuela y mi madre modista. Vivíamos cómodamente en Filadelfia, pero a mi padre le entró la fiebre del Oeste, se maravillaba leyendo los relatos de los hombres que se atrevían a cruzar los límites de las fronteras, de los colonos que osaban emprender una nueva vida en tierras vírgenes. Convenció a mi madre y lo vendió todo. —Esbozó una sonrisa cargada de tristeza—. No llegamos al Oeste. Mi padre compró la parcela donde nos instalamos, convencido de que sería un magnífico granjero, pero todo lo que se puede leer en los libros no tiene en cuenta las tormentas, las sequías, los tornados, las plagas que arruinan las cosechas. No pasamos hambre, pero tampoco nos sobraba la comida. Después mi padre se puso enfermo y a las pocas semanas mi madre también. Murieron el mismo mes de fiebres tifoideas.
El corazón de Emily se encogió al pensar en lo solos que debían sentirse los hermanos Manning. Miró a su alrededor. Aquella comitiva estaba formada por personas que sufrían el mismo mal. Ninguno tenía familia propia, y por diferentes circunstancias, sus caminos se habían cruzado. Se necesitaban y se daban apoyo como en una familia.
—¿Qué haréis cuando lleguemos a Dodge City? —quiso saber Emily.
—Vender nuestra vaca, la mula y el caballo y rezar para que el dinero nos alcance para pagar dos billetes de tren que nos lleven a Jacksonville. Allí tenemos una tía, hermana de mi padre. Apenas la conocemos, pero nos ofreció su casa cuando nuestros padres murieron.
Emily asintió, aunque algo en el rostro de Edna le llamó la atención. No parecía muy feliz de irse a vivir con su tía.
—¿Por qué no os fuisteis antes?
Edna tiró la ramita a lo lejos con el ceño fruncido.
—Joshua pensaba que podríamos salir adelante, pero no fue así. Apenas conseguíamos mantenernos. Tarde o temprano nos habrían embargado la parcela, porque no podíamos pagar los impuestos atrasados. Ahora no nos queda más remedio que aceptar la oferta de nuestra tía.
—No pareces alegrarte.
Edna permaneció en silencio unos minutos, pensando la respuesta.
—Mi tía nunca admitió a mi madre por ser una huérfana que se crio en un orfelinato en uno de los barrios más pobres de la ciudad. Se opuso al matrimonio, hizo todo lo posible por convencer a mis abuelos de que no permitieran que se casaran.
—Pero no lo consiguió.
—Porque mis padres llevaron adelante la boda sin el consentimiento de mis abuelos. Y estos les cerraron las puertas.
Emily no supo qué decir. Irse a vivir con una mujer que se había opuesto de manera tan tajante al matrimonio de su propio hermano resultaría, como poco, violento.
—Pero tu padre sabía que su hermana vive en Jacksonville. Supongo que de alguna forma mantuvo el contacto con ella.
—Después de la muerte de los abuelos empezaron a cartearse de nuevo, pero no volvieron a verse. La única vez que la vimos fue en el entierro de unos abuelos a los que no llegamos a conocer.
—¿Murieron a la vez?
—Sí. La diligencia en la que viajaban sufrió un accidente.
El silencio se instaló entre las dos mujeres, pero no fue incómodo, sencillamente permanecían juntas. Sobraban las palabras superfluas. Emily pensó en el futuro de Edna y su hermano. Joshua lo tendría más fácil, siempre podría encontrar un trabajo, pero en el caso de Edna, no lograría salir adelante sola, era demasiado joven para ello. Sin referencias favorables, nadie la contrataría, al menos para un trabajo honrado. Muchas mujeres se descarriaban debido a la soledad y la falta de medios para subsistir.
—En mi rancho siempre tendréis un lugar, tanto tú como tu hermano. Eso tenlo por seguro —declaró sin mirarla. Fijó la vista al frente porque no quería presionar a la joven, solo deseaba que supiera que tenía un lugar adonde ir si un día lo necesitaba. Emily esperaba que alguien le tendiera una mano si ella llegaba a encontrarse en esa situación.
—Gracias —susurró Edna.
La joven miró a su alrededor, más emocionada por las palabras de Emily de lo que habría esperado. Vio que Nube Gris se alejaba hacia el río, seguido de cerca por Cody. Buscó a su hermano. Pasaba mucho tiempo con ese vaquero, el único de toda la comitiva que seguía inspirándole desconfianza. Edna ya no recelaba del joven indio. Todavía no se atrevía a hablar con él sin sentirse cohibida, pero cuando recordaba la tarde de pesca, siempre asomaba a sus labios una sonrisa tímida.
Se puso en pie, dispuesta a echar una mano si Nube gris y Cody iban a pescar.
—Te agradezco el ofrecimiento, no lo olvidaré.
Emily la observó alejarse siguiendo los pasos de Nube Gris y Cody. Sonrió y rezó para que la muchacha descubriera la persona tan maravillosa que podía ser el indio. Al momento oteó el horizonte con la esperanza de ver a Sam. Se puso una mano de visera y divisó un punto que se movía, aunque estaba demasiado lejos para distinguirlo claramente. Entornó los ojos a la espera, con el corazón palpitando cada vez más rápido. Fueron los perros los que le confirmaron quién era: husmearon el aire y echaron a correr entre ladridos hacia el punto que se había convertido en una silueta oscura bajo el sol de media mañana.
Se puso en pie y la necesidad de tocarle, de asegurarse de que no estuviese herido, la impulsó a correr tan rápido como se lo permitían sus piernas. Ni siquiera oyó la voz de Kirk, que le preguntaba adónde iba con tanta prisa, no tenía ojos más que para el jinete que se acercaba con los perros ladrando y saltando a su alrededor. Era él; reconoció a Rufián y después pudo distinguir sus rasgos.
Sam se bajó de un salto para acogerla en sus brazos. Los dos cuerpos chocaron en un abrazo anhelante, ambos deseosos de sentir el calor del otro. Emily escondió el rostro contra el cuello polvoroso de Sam poniéndose de puntillas, al tiempo que unos brazos ya familiares la ceñían estrechamente.
—Has vuelto —susurró Emily—. ¡He pasado tanto miedo! Me imaginaba mil peligros…
—Nada me habría impedido regresar a tu lado —contestó Sam con voz ronca.
Se miraron a los ojos durante lo que les pareció una eternidad, porque en ese momento solo contaban ellos dos. No se percataron de que los demás se acercaban y los contemplaban con diferentes expresiones en el rostro. Kirk se rascaba la frente con una sonrisilla en los labios arrugados; Edna se ruborizaba de emoción porque la escena le parecía lo más romántico que había presenciado; Joshua los miraba con curiosidad; Nube Gris con el ceño ligeramente fruncido y Cody con tal sorpresa en los ojos que parecían a punto de salírsele de las órbitas. El único que permaneció un poco alejado fue Douglas, que los taladraba con la mirada porque el abrazo que estaba presenciando no hacía más que reafirmar sus sospechas.
—¿Mamá? —dijo Cody con voz vacilante.
Emily tomó conciencia de todas las miradas y dio un paso atrás, arrepintiéndose al instante, porque lo único que pedía su cuerpo era volver al abrigo de los brazos de Sam.
—Sam ha vuelto —expuso torpemente, como si con esas palabras explicara su reacción.
Todos se concentraron en el recién llegado con la misma pregunta en la mirada. Sam soltó un suspiro de cansancio. Se quitó el sombrero y se llevó la mano libre al pelo.
—No he dado con ellos. Hacia el este encontré los restos de un campamento. Por lo visto acababan de abandonarlo, porque las ascuas estaban todavía calientes. Por las huellas, allí hubo tres caballos. No seguí rastreando porque podría estar días detrás de ellos. Lo único cierto es que encontré huellas que iban hacia el sur. Se dirigen a Dodge City. El hombre de anoche tuvo que venir a caballo. Habrá que buscarlo, seguramente estará atado a un árbol.
Hubo algunas preguntas, pero enseguida todos regresaron al campamento. Sam agarró a Emily del codo.
—¿Te encuentras bien?
—Sí —afirmó ella con una sonrisa, pensando que si no los había encontrado eso significaba que no los había matado—. Tal vez me arrepienta luego, pero me alegro de que no dieras con ellos.
Sam le colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Cuando me fui de aquí anoche, iba dispuesto a matarlos. Y lo habría hecho si hubiese dado con ellos, no lo dudes.
A pesar del significado de las palabras, la voz de Sam no delataba arrepentimiento. Emily apretó los labios y se acercó a él, tanto que sintió el calor de ese cuerpo que tanto representaba para ella. Le acarició la mejilla recubierta de barba y descubrió que era sorprendentemente suave, como el pelaje grueso y lustroso de un animal. Cayó en la cuenta de que nunca lo había visto con el rostro afeitado. Incluso el día que se encontraron por primera vez, ya presentaba una barba de varios días. Sentía que lo conocía en lo esencial, aunque ignoraba mil detalles de su persona. Había visto su cuerpo firme cuando lo atendió, pero no sabía cómo sería el tacto de una caricia sobre esa piel castigada. Ignoraba qué aspecto tenía sin barba, y sin embargo conocía el sabor de sus labios. Se concentró en los ojos, aquellas dos ascuas pálidas que la hipnotizaban y reconocería entre un millón de ojos azules.
—No quiero que mates por mí, ni por nadie…
—Anoche maté a un hombre y no me arrepiento —expuso Sam con la voz templada—, y si alguien más quiere hacerte daño, volveré a hacerlo.
Emily le colocó los dedos sobre los labios, que le resultaron asombrosamente suaves.
—Por favor, no mates. Si en Dodge City esos dos hombres nos causan problemas, podemos ir al marshall. Allí tienen una comisión que garantiza la seguridad de los ciudadanos. La ley se encargará de ponerlos entre rejas. No quiero que vuelvas a manchar tus manos de sangre por mí.
Sam no pudo aguantarse más y tomó el rostro de Emily entre sus manos, acariciándole los labios con los pulgares. Ella no sabía lo que le estaba pidiendo. Al irse a la guerra dejó atrás a su familia y cuando regresó no quedaba nadie. Las autoridades no pudieron hacer nada contra los comancheros que cruzaron la frontera para robar, saquear y matar a sus anchas.
—No puedo prometerte eso, Emily. No volveré a dejar en manos de otro la seguridad de alguien que me importa.
Ella cerró los párpados, dividida entre la más absoluta alegría porque Sam acababa de confesarle lo más parecido a una declaración de amor y la tristeza al entender que tarde o temprano acabaría matando por ella. Abrió los ojos al sentir que la abrazaba y se dejó llevar hacia el campamento. Rufián los siguió, agitando la cabeza y relinchando suavemente.
—Deberías hablar con Cody —le aconsejó Sam.
Su hijo estaba sentado a la sombra de la carreta, lanzando piedras a lo lejos para que los perros se las llevaran de vuelta a sus pies. Se le veía pensativo, y el hecho de que se hubiese aislado de los demás significaba que ver a su madre abrazando a un hombre lo había desconcertado.
Fue hacia su hijo temiendo la conversación que podría alejarla de Sam irrevocablemente. Cody era la única persona por quien Emily renunciaría al hombre que amaba, aunque eso significara morirse por dentro.
Se sentó a su lado y esperó unos minutos para reordenar sus pensamientos.
—¿Crees que él volverá? —preguntó Cody en voz baja.
Su hijo nunca nombraba a Gregory, ni por su nombre ni por el apelativo que cualquier niño usaría para referirse a su padre. Hacía años que no le oía decir la palabra «papá». Emily sintió un aguijonazo de pena, como siempre que pensaba en todo lo que Cody había visto u oído en su hogar.
—No lo sé. Puede que sí, puede que no.
—¿Y crees que Sam se quedará con nosotros cuando volvamos al rancho?
Cody hablaba sin apenas mirarla, aunque la tensión del pequeño cuerpo revelaba su turbación. Emily le pasó un brazo por los hombros y apoyó la mejilla sobre la suave coronilla del niño.
—Ojalá se quede para siempre —susurró ella.
El silencio se instaló de nuevo entre ellos, cada uno sumido en sus pensamientos. Emily quería que Cody fuera quien sacara a relucir sus preocupaciones.
—¿Estás enamorada de Sam? Me refiero a si le amas como en las novelas…
—Sí, mucho.
—Pero él es tu marido. Si volviera y viera a Sam, se enfadaría mucho y lo echaría. —La voz de Cody delataba un débil temblor que entristeció a Emily.
—Sí, Gregory se enfadaría mucho. Pero, aunque regrese, tú y yo hemos cambiado. Ahora somos mucho más fuertes y le plantaremos cara. Le diremos que nos quedamos con Sam.
—No quiero que vuelva, mamá. Y quiero que Sam se quede con nosotros.
Emily cerró los ojos, llevada por un alivio que le quitó de encima el peso de la incertidumbre.
—Me gusta Sam —susurró el niño—. No se enfada conmigo, nunca me grita. Y es bueno con Nube Gris, no lo trata como Douglas. Y a ti te hace reír. Pero, mamá… —alzó el rostro para mirar a su madre a los ojos—, ¿me seguirás queriendo si Sam se queda?
Los ojos de Emily se colmaron de lágrimas. Hasta entonces ella y Cody se habían protegido en lo bueno y lo malo, se habían dado consuelo formando un círculo invisible que los protegió de los arranques de ira de Gregory. Pero, en ese momento, Cody temía verse desplazado en el corazón de su madre.
—Cariño, siempre te querré. Nada ni nadie podrá cambiar eso. Quiero mucho a Sam, pero tú —aseguró con una sonrisa trémula, tocándole la punta de la nariz—. Tú siempre serás mi hombrecito.
El niño asintió con mucha seriedad.
—Creo que debería hablar con Sam.
—¿Y qué piensas decirle?
Cody se levantó, restregándose el trasero para quitarse el polvo. Después puso los brazos en jarras, a la vez que hinchaba el pecho.
—Tengo que averiguar cuáles son sus intenciones contigo. Tengo que velar por tu… tu… —se rascó la coronilla—, tu… no sé cómo se llama, pero Kirk me dijo un día que un hombre tiene que asegurarse de que las mujeres de su familia son respetadas.
Llena de orgullo, Emily vio cómo su hijo se acercaba a Sam, quien cepillaba a Rufián mientras este pastaba tranquilamente. Cody era lo único bueno que le había dado Gregory, un niño digno de ser querido, amado hasta el sacrificio.