6

Aquella noche Sam se negaba a cenar en la cama. Llevaba toda la tarde rezongando; no estaba acostumbrado a permanecer ocioso y empezaba a aburrirse. Los demás iban y venían, entraban y salían mientras él los miraba desde la cama. No, al menos se levantaría y cenaría sentado a la mesa como una persona, no como un desecho postrado. Aunque le dolía todo el cuerpo, su orgullo le impedía seguir recibiendo las atenciones de la señora Coleman. Lo único que le frenaba era el recuerdo de lo que le costó ponerse los pantalones y las botas esa misma mañana. No estaba seguro de poder vestirse solo.

Vio su oportunidad cuando Cody pasó por delante de la puerta; si no se daba prisa, la señora Coleman entraría con la cena y se la daría como a un niño. Chistó para llamar la atención del pequeño, que retrocedió asomando la cabeza.

—Esta mañana me has ayudado, y te lo agradezco mucho. Ahora me preguntaba si podrías echarme una mano.

El niño abrió unos ojos como platos. Vestido con unos pantalones de pana negra sujetos con tirantes y una camisa blanca abotonada hasta el cuello, parecía una réplica reducida de un hombre. Nervioso, se toqueteó un tirante.

—¿Me necesita? ¿A mí?

—No veo a nadie más por aquí. —Flexionó el dedo índice para indicarle que entrara y el niño le obedeció, hechizado. Sam se asombró de la ingenuidad de los más pequeños, que nunca veían el peligro. No había nadie más en la casa, estaban ellos dos solos, y él bien podría haber sido una amenaza. Sin embargo, Cody ya estaba a su lado, aguardando expectante a pesar de su reticencia, como si Sam ejerciera una atracción irresistible en la voluntad del pequeño—. Tráeme la ropa y ayúdame a vestirme.

Apenas había acabado la frase y Cody ya llevaba en las manos los pantalones y la camisa. Con cuidado y una sonrisa tan deslumbrante como un amanecer, le ayudó a vestirse. Aguantó sin quejarse el peso de Sam cuando se apoyó en él al ponerse en pie y subirse los pantalones, y le abotonó la camisa con el ceño fruncido de concentración. Cuando hubo acabado con las dos prendas, sus ojos fueron de inmediato a los pies desnudos. Sam siguió la mirada del pequeño.

—¿Dónde están mis calcetines? —gruñó, intentando hacer caso omiso de los pinchazos que le martirizaban las costillas. Una vez más estaba sudando de pies a cabeza y se sentía extenuado, hasta tal extremo que tuvo que sentarse en la cama. Aquella debilidad le irritaba tanto que apretó los puños.

Para su sorpresa, la sonrisa de Cody desapareció y retrocedió, pálido.

—No lo sé, señor.

Sam estudió el rostro del niño, que se mantenía a una distancia prudencial, como si esperara que algo le cayera encima si permanecía a su lado. Los ojos del pequeño iban de la cama a la puerta, preparado para salir corriendo. Su cambio de actitud le sorprendió.

—Cody, no voy a hacerte nada.

Pero el niño permaneció en silencio, tenso como una liebre asustadiza.

—¿Cody?

—Puedo preguntarle a mi madre —propuso, nervioso.

—No, no le digamos nada a tu madre.

Los ojos de Cody fueron al baúl.

—Podríamos coger un par del baúl.

—¿Crees que no le importará?

Cody encogió sus delgados hombros.

—A mí no me importaría, solo son unos calcetines.

Sam fingió que se rascaba la barba para esconder una sonrisa. También le vendría bien afeitarse, no era de los que disfrutaban adornando su cara con barba o bigotes, pero eso debería esperar. Lo primero era llegar a la cocina.

—Por si acaso, te prometo que no diré que me has dejado un par.

Cuando la señora Coleman entró envuelta en una corriente de aire frío con los brazos cargados de leña, Sam ya estaba sentado muy tieso en una mecedora, junto a la chimenea que había cerca de la mesa del comedor. A su lado Cody esperaba la reprimenda de su madre por haber ayudado al señor Truman cuando ella había dejado bien claro que este debía descansar. Emily observó a la extraña pareja que formaban y se guardó las recriminaciones. Su hijo era la viva imagen de la inocencia y a su lado Sam Truman parecía aún más peligroso. Sin embargo, ambos parecían cómodos el uno con el otro.

Dejó la leña junto a la vieja cocina y con un hierro abrió la pequeña puerta para avivar el fuego. En silencio sacó del horno dos hogazas de pan que tapó con un paño limpio, consciente del escrutinio de Truman. Cohibida, removió el guiso con una cuchara de madera, intentando encontrar en vano un tema de conversación. No sentía miedo, pero no sabía nada de él, ni siquiera por qué le habían apaleado en aquel camino en medio de la nada para después abandonarlo para que se muriera como un perro sarnoso.

Los ojos de Sam seguían a la señora Coleman. No se estaba quieta ni un momento; sus manos revoloteaban de un lado a otro, pelando verduras, amasando o fregando. Se la veía cansada y a esas horas del día su moño no era más que un revoltijo de rizos castaños a punto de escapar de las horquillas.

Consciente de su ajetreo y visto que no parecía querer hablar, Sam se dedicó a estudiar la estancia en forma de ele. La parte más larga era donde se ubicada la cocina, que también hacía las veces de comedor. En la pared más alejada había un par de butacas tapizadas con un descolorido brocado azul, y cuyas patas finas y labradas parecían demasiado frágiles para sostener el peso de una persona. Las butacas estaban flanqueadas por dos mesas redondas, recubiertas con tapetes de encaje amarillento, que sostenían dos delicados quinqués. Era el único mobiliario elegante de la casa, al menos por lo que él había podido ver. Todo lo demás era tosco, como en el dormitorio de matrimonio, donde todo estaba muy limpio pero desgastado y pedía a gritos algo de mantenimiento. Las paredes encaladas mostraban el hollín que el humo de la chimenea había ido dejando año tras año, revelando el abandono de muchos detalles como mantener limpio el tiro de la chimenea.

La parte más corta de la ele era donde se encontraban los dos dormitorios de la casa. El de la señora Coleman era el que se encontraba más cerca de la puerta principal y a continuación estaba la habitación de Cody.

Aquel repaso superficial de la casa le llevó a preguntarse si el señor Coleman no tenía ojos en la cara para ver todo lo que él había captado con una sola mirada. ¿Acaso el bienestar de su familia era lo de menos para él? Era bastante evidente que le importaba bien poco. Volvió a prestar atención a la señora Coleman. Ella, en cambio, revoloteaba en la cocina como una abeja afanosa. A su lado Cody la ayudaba cargando agua, trayendo y llevando lo que su madre le pedía.

—¿No tienen una bomba de agua dentro de la casa?

Madre e hijo intercambiaron una mirada que duró un segundo pero que no pasó desapercibida a Sam. Finalmente contestó ella:

—No, no la necesitamos.

—Se ahorraría tener que entrar y salir una y otra vez.

Ninguno de los dos contestó, como si ese tema estuviese ya zanjado desde hacía tiempo.

Aquella noche Sam cenó en la mesa con los demás y tuvo oportunidad de conocer a los otros dos hombres. El indio le pareció un tipo tranquilo de mirada franca, pero el otro, Douglas, era harina de otro costal. Apenas abrió la boca y cada gesto le dijo a las claras que no le quería allí. Sam le ignoró; prefería prestar atención a Cody y a su madre. Los dos se parecían mucho, frágiles y vulnerables. No podía dejar de pensar en la reacción del niño cuando le ayudó; era asustadizo, siempre listo para salir corriendo o pegándose a las faldas de su madre. Reconocía ese miedo, lo había visto en otros ojos, en mujeres y niños, asustados de sus propias sombras.

La voz de Douglas le hizo prestar atención a lo que se estaba diciendo en la mesa. En ese momento Nube Gris estaba siendo el blanco de la inquina de su compañero.

—¿Dónde te has metido esta tarde?

El indio permaneció impasible, ignorando el tono acusador de Douglas. Se llenó la boca con una cucharada de guiso de venado y masticó lentamente.

—He ido a averiguar una cosa de la que Emily y yo hablamos ayer.

La manaza de Douglas se estampó sobre la mesa, haciendo que todo se tambaleara. Como era de esperar, Cody se fue acercando a su madre y ella tragó con dificultad.

—Ni se te ocurra tomarte estas confianzas con nuestra jefa, gusano. Para ti es la señora Coleman.

—Douglas —empezó la aludida—, Nube Gris me llama Emily desde hace años y nunca me ha faltado el respeto.

El hombre decidió ignorar el comentario y siguió descargando su frustración sobre el indio.

—No lo hacía cuando Gregory vivía aquí. Pero ahora el indio de mierda se envalentona porque el jefe no está. Qué se habrá creído…

A pesar de llevar un año en el rancho, Douglas no sabía nada de la amistad entre Emily y Nube Gris, ni que Gregory los sorprendió hablando poco después de casarse con ella y descargó su enorme puño en la mejilla del indio, dejándole medio inconsciente. Luego lo zarandeó como a una muñeca rota y lo amenazó con matarlo si volvía a acercarse a su mujer. Aquella advertencia supuso una barrera entre ella y su amigo, que desde aquel día mantuvo una actitud exageradamente correcta. Cuando Gregory se marchó, fue Nube Gris quien inició un acercamiento, pero Emily temía que su marido regresara de improviso y se enterara por los demás de que había hablado con él. Con el paso de las semanas fue cediendo a su anhelo por volver a compartir la complicidad que los había unido en el pasado. Por supuesto, Douglas fue testigo del renacer de la amistad entre Emily y Nube Gris y no disimulaba su desaprobación.

—Douglas, déjate de tonterías —le avisó Kirk—. Nadie te ha nombrado el guardián del rancho en ausencia de Gregory.

—¿Y se puede saber qué has ido a averiguar? —insistió Douglas, centrado obstinadamente en Nube Gris.

El aludido echó una ojeada a Emily y esta esperó a que se explicara.

—He ido a ver al ruso que cultiva trigo más al norte. Se llama Serguéi Vasíliev.

Todos esperaron a que siguiera. Douglas fue el único que frunció el ceño.

—¿Y a nosotros qué nos importa un tipo que cultiva trigo?

Nube Gris y Emily intercambiaron una mirada que irritó aún más al vaquero.

—¿Qué estáis tramando? —inquirió de mala manera, sin perderlos de vista.

Emily carraspeó, molesta por su tono.

—He pensado que cuando volvamos de Dodge City, podríamos sembrar trigo. No podemos seguir llevando un rancho nosotros solos, es demasiado trabajo.

La risa de Douglas la interrumpió.

—Crawford nunca consentirá que plante trigo en estos pastos. Odia las vallas que esos granjeros ponen para proteger los cultivos. Cada vez que puede las derriba. De manera que nunca permitirá que tan cerca de su rancho tiendan cercas que impidan que sus animales lleguen hasta la orilla del río.

—Tendrá que aceptar lo que yo decida —indicó Emily—. Que yo sepa, estas tierras son mías y no del señor Crawford.

—Las tierras son de Gregory —le recordó Douglas.

—Y no sabemos nada de él desde hace seis meses, ni una carta, ni una señal. Nada en seis meses —expuso ella, cada vez más tensa. Sus ojos buscaron los de Kirk—. ¿Tú qué opinas?

El viejo se rascó la nuca, dividido entre la lealtad a Emily y el razonamiento de Douglas. Había visto al padre de Emily levantar ese rancho a partir de la nada. Aunque nunca fue de los más grandes ni de los más ricos, sí fue el orgullo de Greyson, un hombre íntegro, buen marido y padre, que se deslomaba trabajando por su familia. Por desgracia, Kirk fue testigo de la pésima gestión de Gregory y del declive del rancho, que en su momento había llegado a tener más de mil cabezas de ganado y que entonces apenas poseía trescientas reses, repartidas en varios kilómetros a la redonda. Antes de final de mes tendrían que reunir el ganado y buscar los becerros que hubiesen nacido esa primavera, marcarlos y ubicarlos en los corrales para emprender el camino a Dodge City. Un trabajo que superaba la capacidad de tres hombres, un niño y una mujer.

—Yo he trabajado toda mi vida en ranchos, no entiendo nada de cultivar trigo. Además, como dice Douglas, Crawford no te dejará en paz si decides sembrar. —Se pasó una mano arrugada por el pelo—. Pero también soy demasiado viejo para pasar horas a caballo vigilando reses y aquí hay demasiado trabajo para tres hombres. Tal vez la labor de una granja sea más llevadera.

El silencio se adueñó del lugar, solo se oía el ruido de los cubiertos golpeando los platos, el sisear de las mechas de las lámparas de aceite y el crepitar del fuego en la chimenea. Sam los observaba a todos, cada uno perdido en sus pensamientos. La que más le preocupaba era la señora Coleman, que más que comer jugaba con la comida de su plato. A su lado Cody agachaba la cabeza, sin mirar a nadie. La tensión entre el indio y Douglas era palpable. Durante la discusión no abrió la boca, porque no habría sido capaz de dar la razón a ninguno de ellos. Tres hombres y una mujer eran poco para atender un rancho, pero convertir en campos de trigo lo que hasta entonces habían sido pastos para ganado también sería azaroso y peligroso si el vecino se oponía.

—Debería vender las tierras a Crawford. —La voz de Douglas sonó demasiado fuerte y Emily levantó los ojos del plato con un sobresalto.

—Si vendiera las tierras nos quedaríamos sin hogar. ¿Adónde iríamos? ¿De qué viviríamos? Mientras conservemos el rancho, Cody y yo tendremos un lugar donde quedarnos. Además, todo esto era de mi padre y no pienso vendérselo a Crawford; puede que lo convierta en una granja, pero no dejaré que ese hombre se instale en mis tierras.

Douglas clavó los ojos en Emily y Sam se puso alerta. No le gustaba la actitud dominante de aquel hombre. En su mirada había algo que le inquietaba, como si diera por hecho que ella era suya.

—Antes de irse, Gregory ya comentó su intención de vender las tierras a Crawford después del viaje a Dodge City.

Emily ahogó una exclamación de enojo.

—Eso no puede ser cierto, el rancho era de mi familia y…

Cerró la boca al cruzar la mirada con Kirk y Nube Gris. Ellos agacharon la cabeza, lo que confirmó las palabras de Douglas. Sin hacérselo saber, Gregory había estado planeando vender las tierras como si ella no fuera más que un mueble, sin opinión, ni voz ni voto. Enrojeció de indignación y vergüenza. Así era Gregory, un animal desalmado que no se molestaba en pensar en su familia, todo lo que quería era el dinero que podía sacar del ganado y las tierras. ¿La habría abandonado después de conseguir lo que deseaba? Y lo más importante, ¿la habría abandonado ya?

No entendía a su marido. Era un hombre vago, incapaz de sacrificar ni una gota de sudor trabajando en el rancho, pero se había marchado en busca de oro en una mina donde tendría que trabajar a brazo partido. No tenía sentido.

Volvió a lo que Douglas acababa de revelar y alzó la barbilla.

—No venderé estas tierras porque son mías, aunque en un papel diga que pertenecen a Gregory. Yo nací aquí, me crie aquí y mi hijo también. No pienso vender el rancho.

Con el rabillo del ojo vio que Sam la contemplaba sin disimulo con una mirada que no dejaba entrever sus pensamientos. La avergonzaba que la considerara una inútil con la que no servía de nada compartir las decisiones de la casa. Todos parecían conocer las intenciones de Gregory, menos ella.

—Bien, Nube, dinos qué has averiguado esta tarde.

Nube Gris ignoró el resoplido de Douglas.

—Es posible plantar trigo en estas tierras si elegimos bien las parcelas. Las que están cerca del río tienen la ventaja de que si el invierno o la primavera son secos, se puede drenar agua para poder regar. Serguéi me ha enseñado un sistema de irrigación increíble. Nosotros también podríamos hacernos uno. Además me ha aconsejado que sembremos en las laderas de las lomas y en perpendicular a la pendiente; de esa manera si llueve mucho, el exceso de agua correrá por la loma sin estancarse y pudrir las raíces.

Emily le escuchaba con atención, sin perderse detalle, lo que animó a Nube Gris a seguir su exposición.

—Para arar, Serguéi nos aconseja que compremos dos bueyes, pero también podemos hacerlo con caballos. Él nos pondría en contacto con un compatriota suyo que nos vendería las semillas. También podemos cultivar maíz, es una buena tierra para ello.

El entusiasmo de Nube Gris resultó contagioso y Emily sonrió dejándose llevar por las perspectivas de futuro. Por primera vez pensaba que podían conseguirlo, una pequeña luz al final del túnel en el que llevaba años escondida. Quería ser dueña de su vida, pensar en su hijo y legarle algo más que un puñado de tierra. La única nube a esa futura felicidad era el posible regreso de Gregory. Se estremeció al pensar en cómo reaccionaría su marido.

—Me gustaría hablar con ese hombre —dijo Emily, apartando la imagen de Gregory sudando rabia con el puño alzado. Llevaba seis meses rezando noche tras noche para que su marido nunca regresara—. Cuando volvamos de Dodge City y tengamos claro lo que nos queda después de pagar las deudas, podremos hacer planes.

—¿Ya ha pensado en qué dirá Crawford cuando se entere? —preguntó Douglas con hostilidad.

Emily se pasó una mano por la frente con impaciencia apartándose el mechón que se le había escapado del moño.

—En estos momentos Crawford es la menor de mis preocupaciones.