14

El cielo azul pálido parecía no tener fin y se unía con un mar esmeralda salpicado de álamos que se elevaban como velas también verdes, lo que confería al paisaje una tonalidad monocromática y aburrida. Llevaban tres días avanzando a paso de tortuga. El constante mugido del ganado, sumado al polvo que levantaba, convertía la comitiva en una pesadilla que amenazaba con acabar con los nervios de Emily. Sentada sobre el pescante de la carreta, soñaba con darse un baño y despojarse del polvo que parecía cubrirla por completo. Lo notaba en los ojos, en la nariz reseca, las orejas, y lo masticaba con cada bocado. Ni siquiera los tragos de agua lograban mitigar la sensación.

Desde que dejaron atrás el rancho, el sol había hecho acto de presencia y se derramaba inclemente sobre la pradera ondulada. Sin embargo, las noches eran frías y ninguna manta era lo suficientemente abrigada para ayudarla a entrar en calor. Y todavía tenían por delante muchos kilómetros. Sam había propuesto seguir el cauce del río Smoky Hill y bajar hacia el sur hasta Dodge City. De esa manera tardarían más, pero el ganado siempre dispondría de agua. Todos apoyaron su propuesta, menos Douglas, que se mostraba cada vez más taciturno y desaparecía en cuanto acababa con su cometido.

Emily echó un vistazo a la parte trasera del carromato, donde Cody dormitaba bajo la lona que Sam y Nube Gris colocaron sobre los arcos. Su hijo tenía la increíble capacidad de dormir a pesar del traqueteo, el calor, la cacofonía de las ollas entrechocando y el mugido incansable del ganado que los rodeaba. Tumbado sobre unas mantas y entre sacos de harina, café, frijoles y tocino, Cody cerraba los ojos y caía rendido en dos segundos. Emily volvió a prestar atención a su alrededor; los hombres guiaban al rebaño con la ayuda de los perros, que corrían inagotables. Buscó a Sam y enseguida dio con su silueta grande y polvorienta.

Suspiró sin darse cuenta. Desde la tarde de locura, cuando Sam le enseñó a enfadarse rompiendo los platos, apenas si habían hablado. A excepción de la hora que pasaron juntos a la mañana siguiente.

Después del desayuno, la había esperado fuera.

—Ya es hora de que aprenda a disparar, señora Coleman.

Emily frunció el ceño.

—Tengo muchas cosas que hacer —arguyó, poco dispuesta a revelar otra faceta que no dominaba. Sabía sostener un rifle, sabía cargarlo, podía disparar, pero su puntería era nefasta. Además, nunca había disparado con un Colt.

Sam se mostró inflexible.

—No hay excusas, tiene que saber defenderse.

A regañadientes, lo siguió hasta una zona aislada donde esperaban unos tacos de madera a distintas alturas. Emily los estudió, recalcitrante.

—Estamos muy lejos.

—Estamos a unos pocos metros de los blancos. Hasta un ciego daría con ellos.

Emily se colocó donde Sam le indicaba y sostuvo el arma, que le pareció muy pesada. Siguió las indicaciones, asintiendo, y apuntó. A su lado Sam carraspeó.

—Señora Coleman, si cierra los ojos es imposible que acierte.

—Pero si usted acaba de decir que hasta un ciego daría en el blanco —argumentó ella de mala gana.

La respuesta fue un suspiro.

—Bien, pues olvide lo que he dicho. Dispare con los ojos abiertos.

Pero cada vez que Emily apretaba el gatillo, los ojos se le cerraban y erraba el tiro. Resignada, esperó las recriminaciones. Para su sorpresa, Sam se situó detrás de ella y la envolvió con sus brazos. Le habló muy cerca del oído y colocó las manos sobre las suyas.

—Fíjese en el final del cañón y busque el punto donde quiere que vaya la bala. No apriete el gatillo con brusquedad. Sea suave, sostenga la culata sin ponerse rígida, como si fuera un pajarillo. Es cuestión de acostumbrarse. Despacio, señora Coleman, muy despacio y con mimo.

La voz de Sam le llegó como un susurro ronco y la barba le hizo cosquillas en la mejilla. De repente se sintió azorada, notó que el corazón se le aceleraba y que las mejillas se le inflamaban. Apretó el gatillo y dio a uno de los tacos de madera, que cayó al suelo, al otro lado de la piedra que lo sostenía. Dio un grito de alegría que se convirtió en un gemido. Detrás de ella, Sam se reía entre dientes.

—El disparo habría sido perfecto si hubiese apuntado a ese blanco, pero estábamos apuntando al que está intacto sobre la piedra.

Desanimada, Emily bajó el cañón y se sacudió el brazo.

—No estoy hecha para esto —farfulló de mal humor—. El Colt pesa demasiado.

Oyó que Sam chasqueaba la lengua. De nuevo volvió a sujetarle los brazos hasta que estuvo en posición.

—No se olvide del plato que me rompió en la cabeza, recuerde lo bien que se sintió. Si consigue dar donde apunta, se sentirá aún mejor, se lo aseguro.

Una vez más su cuerpo respondió a la voz de Sam. Y también le llegó su olor, a ropa limpia, a jabón y a pólvora. Una combinación que le pareció extraña, porque había algo más, un inconfundible aroma masculino. Aunque su pulso volvió a acelerarse, siguió las instrucciones de Truman. Se centró en lo que hacía; quería, necesitaba agradarle, hacer algo para que Sam se sintiera orgulloso de ella. Y dio en el blanco correcto.

Sam no la dejó celebrar el acierto y volvió a colocarla, pero esa vez no se quedó pegado a ella, sino que dio un paso atrás. Emily se mordió la punta de la lengua y cerró un ojo, centrándose en el punto que Sam le había señalado al final del cañón. No perdió de vista el taco de madera y apretó suavemente. El blanco no se cayó al suelo, pero se tambaleó peligrosamente.

—Casi —dijo Truman detrás de ella—. Vuelva a intentarlo.

—Y si doy en el blanco, ¿cuál será mi premio? —preguntó Emily, sonriendo. Lo miró por encima del hombro, esperando una respuesta.

Sam no apartaba los ojos del rostro alegre de Emily y quiso prometerle un beso, un beso profundo y muy largo, hasta que ambos se quedaran sin aliento, pero se guardó las palabras y, a cambio, se mordió la lengua. Se sentía como una polilla que se acerca demasiado a la llama, a sabiendas de que se quemaría. Quedarse junto a ella sin tocarla como deseaba le resultaba un auténtico calvario. Pese a repetirse constantemente que era una mujer casada, su mente jugaba con las fantasías que acudían con frecuencia a su imaginación hambrienta.

—Mi eterna admiración, señora Coleman.

—Oh… —Emily pareció decepcionada. Se dio la vuelta y apuntó una vez más.

¿Por qué había preguntado una cosa tan absurda?

Sentada en la carreta, Emily volvió a preguntarse cómo se le había ocurrido semejante estupidez. ¿Qué esperaba? Ella era una mujer casada y había coqueteado con Sam. Tal vez por eso no volvió a compartir la camaradería que tanto la confortaba. Y desde entonces echaba en falta la presencia de Sam. Después de la lección de tiro, Emily fue con Nube Gris hasta el rancho de los Gosselt, que cuidarían del poco ganado que no quería vender, junto con Bella, su vaca lechera. No volvió hasta bien tarde y se acostó enseguida.

A la mañana siguiente esperó a que le diera una nueva lección de tiro, pero fue Nube Gris quien se encargó de ello, ya que Sam había ido al pueblo. Decepcionada, no disfrutó tanto como el día anterior. Desde entonces apenas hablaban; Sam siempre iba a caballo y Emily se turnaba con Kirk para llevar la carreta. De noche, antes del ocaso, se instalaban junto al río. Emily estaba tan cansada que preparaba la cena sobre la hoguera que alguno de los hombres encendía y, tras asearse malamente dentro de la carreta, al abrigo de la lona encerada, se dormía junto a su hijo.

En el horizonte se elevó una columna de humo que todos vieron. Emily buscó con los ojos a Sam, que ya se acercaba a ella. Truman se bajó el pañuelo con el que se protegía del polvo.

—Quédese aquí con Kirk y Douglas; Nube Gris y yo iremos a ver qué ocurre. —Los ojos de Sam fueron al Colt que Emily llevaba en las caderas. No se podía decir que fuera muy buena disparando, pero al menos ya no cerraba los ojos ni daba al blanco equivocado.

—¿Qué cree que puede ser? —inquirió Emily. Volvió a fijarse en la columna, inquieta.

—No lo sé, tal vez alguien que quema rastrojos.

Sam tiró de las riendas de Rufián para que se diera la vuelta cuando oyó a Emily.

—Tenga cuidado.

Sam la miró por encima del hombro y la preocupación que vio en sus ojos le agradó. Se permitió el lujo de contemplarla unos segundos más. Hasta con la cara manchada de polvo y las guedejas de pelo suelto enmarcándole el rostro, le pareció preciosa. En los tres días que llevaban de viaje, la piel se le había enrojecido por el sol, sobre todo en las mejillas y la nariz, lo que le daba un aspecto pudoroso, como si se avergonzara de algo o estuviese agitada. Una vez más su imaginación traicionera la vio así de sofocada, pero tumbada en una cama y mirándole a los ojos. Respiró hondo, pensando que aquello iba por mal camino.

Por suerte, Cody asomó la cabeza por encima del hombro de su madre.

—¿Qué ocurre?

—Nube Gris y yo vamos a averiguarlo.

Según se iban acercando, Sam comprendió que no se trataba de un granjero quemando rastrojos: no era la época, ya que todo estaba aún muy húmedo por las últimas lluvias y no se habían recolectado las cosechas. En cuanto pasaron la siguiente colina, encontraron una casa, o lo que quedaba de ella, desde donde se elevaba una columna de humo negruzco. Frente a ella, dos personas estaban arrodilladas y abrazadas, contemplando lo que seguramente había sido su hogar.

La pareja ni siquiera se dio la vuelta para mirarlos cuando Sam y Nube Gris se acercaron. Hasta que no se apearon de sus monturas, el hombre no echó un vistazo por encima del hombro. Con un brazo sostenía a una joven y con la otra mano sujetaba un viejo Griswold. Sam lo reconoció porque durante cuatro años fue el arma del ejército confederado. El arma se veía tan maltrecha que se preguntó si no estallaría en la mano del hombre si este disparaba con ella. Al fijarse en el rostro de la pareja que permanecía en silencio, se percató de lo jóvenes que eran; ella apenas tendría veinte años y él aparentaba escasos veinticinco, si no menos, porque era difícil escrutar los rostros manchados de hollín y surcados de lágrimas debidas al llanto y al escozor producido por el incendio de su casa. Vio que el joven apretaba los dientes y se ponía en pie al tiempo que ayudaba a la joven a levantarse. Ella se apoyaba en él como si sus piernas no lograran sostenerla.

—¿Podemos ayudarles en algo? —preguntó Sam mientras se acercaba alzando ligeramente las manos a los costados en señal de buenas intenciones.

Detrás Nube Gris sujetada las riendas de los caballos sin dejar de buscar a su alrededor alguna amenaza.

El chico señaló la casa calcinada con un gesto de la cabeza.

—Ya no se puede hacer nada, el fuego lo ha destruido todo.

—¡No ha sido el fuego! —gritó la chica, que pareció salir de su aturdimiento—. Fueron esos hombres…

No pudo acabar la frase y rompió a llorar escondiendo el rostro en el hombro de su compañero.

—¿Unos hombres? —insistió Sam.

—Tres —contestó el joven—. Eran tres hombres. Se presentaron anoche pidiendo que les dejáramos usar nuestra cuadra para dormir y algo de comida. —Apretó las mandíbulas mientras cerraba los ojos unos segundos—. Mi hermana les preparó algo para comer y les dejamos mantas. Esta mañana a primera hora se presentaron en la casa mientras yo estaba recogiendo leña. Cuando volví, nuestro hogar ya estaba en llamas.

Los ojos del joven brillaban de frustración y rabia. Abrazó con más fuerza a la joven, que lloraba de nuevo.

—¿Fueron esos hombres los que incendiaron la casa?

—Sí —contestó ella entre sollozos—. Después de desayunar, empezaron a beber y manosearlo todo. Uno de ellos se me acercaba mucho y me tocaba el pelo, hasta que le pedí que me dejara en paz. Se echó a reír y fue como si le hubiese dicho lo contrario, porque intentó besarme. Me escapé e intenté salir, pero me alcanzó enseguida. Los otros dos se reían mientras miraban. —En ese punto de su relato, el rostro se le contrajo en una mueca de repugnancia y el llanto recrudeció—. Me tiró sobre la mesa frente a la chimenea volcando la lámpara de petróleo, que se derramó en el suelo. El hombre se me echó encima y yo me defendí como pude. —Cerró los ojos y tragó con dificultad—. Yo intentaba arañarle y pataleaba para alejarle. Tiré un cojín de una silla que estaba junto a la mesa y fue a parar al filo de la chimenea encendida. Ardió al momento, a partir de ahí se prendió la mancha de petróleo derramado. El fuego se propagó enseguida. Uno de los hombres me quitó de encima a su amigo y huyeron. Intenté echar agua, pero mientras llenaba un cubo, el fuego seguía avanzando, hasta que ya no pude entrar…

Escondió el rostro contra el cuello de su hermano.

Sam oteó a su alrededor. La casa no era más que un amasijo de madera carbonizada que desprendía un calor abrasador. Se fijó en las gallinas muertas diseminadas frente a las estructuras negruzcas.

—¿Y eso? —inquirió Sam con un gesto de la cabeza.

La joven se sorbió la nariz con una manga.

—Cuando se marchaban, derribaron la valla del gallinero y empezaron a disparar a las gallinas que se escapaban.

—Fue cuando volví —siguió el hermano—. Oí los disparos y vine corriendo, pero cuando llegué ya no estaban.

—No podrías haber hecho nada, Joshua, eran tres y tu revólver es un trasto viejo que se encasquilla. Te habrían matado… —señaló entre hipidos la joven.

—No debería haberte dejado sola estando esos hombres en la cuadra… —La abrazó con fuerza, escondiendo la cara en el pelo sucio de cenizas de su hermana—. Lo siento, Edna, lo siento… Podrían haberte…

No pudo acabar porque la voz se le quebró.

Nube Gris y Sam se miraron, impotentes.

—¿Qué vais a hacer? —preguntó Sam.

—Marcharnos de aquí —contestó Joshua—. Deberíamos habernos ido hace cuatro meses, cuando nuestros padres murieron de fiebres tifoideas, pero pensé que podíamos salir adelante… —Su mirada enrojecida recorrió el paisaje y finalmente se posó sobre lo que quedaba de la casa y las gallinas muertas—. Ya no nos queda nada…

—Tenemos una tía en Jacksonville —informó Edna—. Cuando nuestros padres murieron, nos ofreció su casa. Es viuda y vive sola, es la maestra de una pequeña escuela…

Sam buscó ayuda en Nube Gris.

—No creo que a Emily le importe —apuntó el indio, hablando por primera vez.

Sam asintió.

—Nosotros nos dirigimos a Dodge City, adonde llevamos nuestro ganado. Si lo deseáis, podéis viajar con nosotros, aunque debo advertiros de que el viaje será lento. Una vez allí, podréis coger el tren hasta Jacksonville.

—No tenemos con qué pagar los billetes —masculló Joshua, avergonzado.

—Coged lo que os quede y ya os preocupareis de los billetes cuando llegue el momento.

En pocos minutos los dos hermanos recogieron las escasas pertenencias que les quedaban y las apilaron en una sábana manchada que se había salvado por estar en remojo en un barreño junto a la bomba de agua. Joshua sacó de la cuadra un caballo viejo y cansado y una mula aún más vieja, mientras Edna fue a por una vaca flaca, que pastaba en el prado junto a la casa. Cuando regresó, Nube Gris se acercó a ella para ayudarla a subirse a la mula, pero dio un paso atrás cuando Edna lo miró con miedo. Joshua se acercó enseguida apartando a Nube Gris.

—No me como a las mujeres —dijo el indio con sarcasmo.

—Nube… —le advirtió Sam—, están asustados.

El indio se alejó unos pasos para montar en su caballo.

—O tal vez sea que desconfían de mí por el color de mi piel.

Sin añadir una palabra más, Nube Gris golpeó suavemente los flancos de su montura con los talones y se alejó a paso tranquilo. Sam contuvo una mueca de fastidio, echó un vistazo a los dos hermanos: Edna subida a la mula y Joshua, a su lado, sobre el caballo. Los dos observaban con desconfianza la silueta del indio mientras este se distanciaba. Aquella mirada molestó a Sam más de lo que habría querido admitir. No hacía mucho que conocía a Nube Gris, sin embargo, lo poco que sabía del chico le gustaba, tanto por su honradez como por el trato que dispensaba a Emily y Cody. Había sido testigo de cómo Douglas le provocaba y Nube Gris nunca perdía los estribos, nunca mostraba la faceta violenta que muchos atribuían a los de su raza.

—Pondría mi vida en manos de Nube Gris —aseguró a los dos hermanos con brusquedad—, y os aconsejo que lo recordéis. Si me entero de cualquier muestra de desprecio hacia él, os largareis por vuestra cuenta.

—Es un indio —señaló Joshua, como si Sam no hubiese reparado en ese detalle.

—No me digas. Pues a juzgar por el color de su pelo yo creí que sería sueco. Venga, carga tu caballo con vuestras cosas, que nos vamos.

De regreso en un silencio incómodo, Sam puso su montura junto al caballo del joven, que apenas aguantaba el peso de su jinete. Algo le inquietaba y quería salir de dudas.

—¿Qué aspecto tenían esos tres hombres?

—Normales, ni altos ni bajos. Bueno, uno tenía la nariz inflamada y amoratada, como si le hubiesen dado un buen golpe, y hablaba con voz gangosa.

—¿Dijeron adónde se dirigían?

—Hacia el sur. No sé más.

Sam no siguió preguntando, sus sospechas se veían confirmadas. Lo que ignoraba era si el sobrino de Crawford y sus amigos estaban tramando algo por cuenta propia o si obedecían órdenes de su jefe. Ahora su preocupación era averiguar si impedirían que llegaran a Dodge City o si los esperarían en la ciudad.